Las universidades bajo el capitalismo siempre han estado organizadas para servir a los intereses de la clase dominante. Sin embargo la ofensiva neoliberal significó un salto en los fundamentos clasistas de la universidad. Ahora, una nueva generación de jóvenes y trabajadores en los Estados Unidos y en otras partes del mundo están cuestionando este modelo de la universidad. Las luchas emergentes, como las protestas en los campus en solidaridad con Palestina, están transformando de nuevo las universidades en importantes arenas de conflicto. En este artículo, publicado originalmente en Left Voice, parte de la red internacional de diarios de La Izquierda Diario, examinamos la crisis a la que se enfrentan las universidades neoliberales, basándonos en el trabajo de académicos como Erik Baker. También proponemos una visión para transformar las universidades y ponerlas al servicio de los intereses de la clase trabajadora y los oprimidos.
El último año en Estados Unidos se escribió un nuevo capítulo de la lucha de clases. Estudiantes, muchos de ellos de la diáspora palestina, judíos antisionistas, activistas de izquierda y personas de todo el arco político se han alzado contra el genocidio en Gaza. Pusieron en pie campamentos y cuestionaron a las universidades que funcionan gracias a inversiones de Israel. Se enfrentaron a la represión de las administraciones universitarias, al tiempo que desenmascararon el carácter imperialista tanto de los demócratas como de los republicanos en el poder, que facilitaron que se mande a la policía para golpear a estudiantes y trabajadores.
Otros sectores más amplios de la sociedad estadounidense también fueron testigos de una reducción sin precedentes de derechos democráticos y del auge de la caza de brujas macartista del siglo XXI. Liderados por la extrema derecha, estos ataques antidemocráticos cuentan con el apoyo del régimen en general y apuntan a cualquiera que se atreva a hablar en contra del genocidio palestino en instituciones que se supone que son bastiones de la libertad de expresión y la libertad académica. Estos ataques han llevado a profesores y trabajadores de la comunidad educativa a defender derechos democráticos básicos, mientras atacaban al movimiento estudiantil el año pasado.
Estos conflictos se dan en un contexto específico dónde avanzó la neoliberalización de las universidades. Durante años, los funcionarios del gobierno y las autoridades han recortado drásticamente los presupuestos universitarios, lo que dio como resultado despidos, eliminación de áreas enteras y aumento de la contratación de profesores universitarios como adjuntos. Después de años de pasividad, los trabajadores de la universidad han estado luchando contra las condiciones precarias. Esto generó un aumento de la sindicalización y de las huelgas en las universidades.
Estas instituciones tienen un importante peso en la sociedad y la economía de Estados Unidos. Allí estudian más de 18 millones de personas y trabajan 4 millones de personas. Pero en una dimensión más profunda, los sucesos recientes abrieron el debate sobre el papel de las universidades, desde la revitalización histórica de un movimiento estudiantil que desafía al imperialismo, hasta las “batallas culturales” de derecha en las que las universidades y las escuelas se han convertido en el flanco principal de ataque de medidas drásticas sin precedentes.
Erik Baker, activista del sindicato de trabajadores académicos de Harvard y profesor de esa universidad, escribió recientemente sobre la deslegitimación de las universidades estadounidenses. Como señala en su ensayo, las universidades fueron, en otra época, un tipo de institución que fomentaba ideales de posguerra, como el compromiso democrático y el enriquecimiento cultural. También explica que las universidades y las carreras relacionadas a las ‘artes liberales’ desempeñaron un papel fundamental en el funcionamiento ideológico de la sociedad capitalista de posguerra. Pero en la nueva economía con fuerte peso de los activos financieros, los objetivos de las universidades especializadas en artes liberales son obsoletos, desde el punto de vista de los intereses de la clase capitalista.
En este contexto, explica Baker, las funciones hegemónicas de la universidad para la sociedad burguesa son menos importantes. “Lo crudo y despiadado, en palabras de Bourdieu, parece servirle perfectamente a las élites de hoy”, escribe Baker. De hecho, la universidad moderna se caracteriza por la sobreexplotación y la precarización de los trabajadores universitarios, por un aumento de la vigilancia sobre la academia y de medidas disciplinarias que promueven desde ambos partidos y por un plan de estudios demasiado “consciente” o “woke” para la derecha. Mientras tanto, los activistas de izquierda han comenzado a cuestionar, con razón, los planes de estudios, que muchísimas veces están vinculados a las normas opresivas del capitalismo.
Las características explotadoras, autoritarias e ideológicas de la universidad moderna, se pueden explicar porque las mismas están dominadas por los intereses de la clase capitalista. Las instituciones de educación superior, especialmente las universidades de élite, reproducen la ideología dominante, a la par de que producen ciencia, investigación y conocimiento en beneficio de la clase capitalista. Además, muchas universidades se financian a través de la compra de bonos y acciones en empresas de capital sionista, combustibles fósiles y el complejo militar-industrial de Israel. Las universidades muchas veces contribuyen directamente al sistema de explotación capitalista y ayudan a sostenerlo. Muchas universidades, incluidas las estatales financiadas con fondos públicos, han adoptado un modelo de funcionamiento empresarial que incluye el aumento de las matrículas, medidas de austeridad brutales y la sobreexplotación de los trabajadores en un sistema de trabajo escalonado.
Como resultado del reciente movimiento en solidaridad con Palestina, las contradicciones de las universidades en el sistema capitalista se están volviendo más evidentes. Al mismo tiempo, se están profundizando las tensiones entre las autoridades, que son serviles a los intereses de Wall Street y del régimen imperialista bipartidista, y una nueva generación de estudiantes y trabajadores universitarios que son cada vez más anticapitalistas y antiimperialistas.
Mientras el modelo universitario tradicional se está agotando, el nuevo movimiento estudiantil y de trabajadores de la educación superior tiene la oportunidad de articular claramente y luchar por el tipo de universidad que queremos: una que defienda los intereses de la clase trabajadora y los oprimidos.
La lucha por universidades públicas y gratuitas, organizadas por y para la clase trabajadora y los oprimidos, donde haya libertad de cátedra y libertad de expresión, donde no se censure el marxismo y donde el conocimiento se ponga al servicio de los trabajadores y los sectores oprimidos, implica también luchar en el aquí y ahora por los derechos democráticos básicos y contra los ataques actuales que intentan poner un freno a nuestra capacidad de luchar.
La “Edad de Oro” de la educación superior en el capitalismo
La educación superior en Estados Unidos ha sufrido profundas transformaciones en el siglo pasado. En sus orígenes, las universidades eran instituciones de élite, dónde sólo podían acceder unos pocos privilegiados, como explica la historiadora Ellen Schrecker en su libro The Lost Promise. Sin embargo, después de la Segunda Guerra Mundial, cuando se aprobó una ley que ayuda a financiar la matrícula de las universidades (GI Bill) para los veteranos de la Segunda Guerra Mundial, con eso se amplió el acceso a la educación superior para millones de ex combatientes que vieron a las universidades cómo parte clave en la búsqueda del sueño americano y un trampolín a la clase media, en el apogeo de la prosperidad de posguerra. Para el régimen estadounidense, la mano de obra profesionalizada fue clave para el proyecto de expansión económica en el país y en el extranjero.
Pero la educación superior no era accesible para todos. Mientras muchos estadounidenses negros sirvieron en la Segunda Guerra Mundial, la ley GI Bill exacerbó las disparidades raciales en la educación. Bajo las políticas segregacionistas, la mayoría de las universidades del Sur excluían a los estudiantes negros, mientras que en el Norte, la matrícula de estudiantes negros se mantuvo deliberadamente baja. Históricamente, las universidades negras recibieron menos fondos y no pudieron aceptar a todos los estudiantes negros.
El sistema educativo de posguerra estuvo marcado por la Guerra Fría, en la que la competencia estratégica con la Unión Soviética estaba en el centro de la agenda política nacional. Esta competencia requería innovaciones en el ámbito de la ciencia y la tecnología, así como una fuerza laboral recién formada para la era industrial del auge de posguerra. La Ley de Educación para la Defensa Nacional de Eisenhower de 1958 proporcionó préstamos con baja tasa de interés a los estudiantes en áreas relacionadas a la defensa. Pero la promoción no fue sólo para las ciencias: el área de idiomas también se enmarcó como forma de combatir la influencia y la cultura comunista, al tiempo que se formaban personas capacitadas y con fluidez para el floreciente sector de Inteligencia.
Las universidades también estuvieron a la vanguardia de los ataques macartistas: “administrando juramentos de lealtad anticomunistas, prohibiendo a oradores políticamente controvertidos y, lo más lamentable, purgando a profesores que consideraban ‘contaminados’ políticamente”, como explica Schrecker. Desde finales de los años ‘40 hasta principios de los ‘50, más de 100 intelectuales fueron despedidos durante una campaña que llevaron adelante organismos como el FBI. El Estado ejerció influencia sobre el mundo académico de maneras muy explícitas (dirigiendo cacerías de brujas en el Congreso que amenazaban con despidos y repudio social), pero también implementaron formas para dañar la reputación, bloquear las investigaciones académicas o los avances profesionales y paralizar la libre expresión de los docentes. De esta manera, Estados Unidos se aseguraba que sus universidades siguieran sirviendo a los intereses del imperialismo durante la Guerra Fría.
Los años ‘60 y ‘70 marcaron otro momento importante en la evolución de la educación superior. A medida que los compromisos de posguerra comenzaron a tensarse y desmoronarse, las universidades se vieron arrastradas por los cambios sociales de la época. La matrícula universitaria prácticamente se triplicó durante este período; surgieron universidades de masas, con claustros estudiantiles más heterogéneos. La tendencia a incluir a estudiantes de color en la universidad se fortaleció con la implementación de programas de acción afirmativa en los años ‘60. La matrícula universitaria de los negros casi se duplicó entre 1960 y 1980.
Se desarrolló la idea de que la educación era la solución a todos los males sociales y que podía erradicar la pobreza desarrollando a las personas para que se convirtieran en capital humano más valioso. Ésta es la ideología que Samuel Bowles y Herbert Gintis critican en Schooling in Capitalist America. Pero es sobre esta base que el presidente Lyndon Johnson aprobó los llamados “Programas de la Gran Sociedad”, que “vieron el comienzo de un apoyo más federal, individualista y hasta más consumista, a la educación superior pública, que proviene de subsidios para la matrícula de los estudiantes y no de financiamiento directo para las universidades”, como plantean los autores de Lend and Rule.
Al mismo tiempo, esta etapa estuvo marcada por el surgimiento del movimiento estudiantil que nació del movimiento por los derechos civiles y alcanzó su punto más combativo durante el movimiento contra la guerra de Vietnam. Este movimiento fue desencadenado por la masacre en la Universidad Estatal de Kent y por los asesinatos en la Universidad Estatal de Jackson que sucedieron once días después. Los activistas de este período peleaban por una universidad que fuera pensada para y por los oprimidos y no un medio para el desarrollo del éxito individual. Pidieron que se revolucionara el plan de estudios, junto con las estructuras antidemocráticas de la universidad.
En respuesta al masivo movimiento estudiantil de los años 1960 y 1970, las universidades hicieron concesiones a los estudiantes. Si bien negaron muchas de las demandas más radicales que se planteaban (como la admisión abierta, la democratización de la universidad y la adopción de un plan de estudios relacionado con las cuestiones de opresión), se produjeron otros cambios importantes. Por ejemplo, en 1972, los programas del área de estudios negros existían en más de 1000 universidades y, según un informe llamado “Higher Education and the Black American”, los estudios negros eran “un campo fijo pero poco firme de la curricula académica”. También surgieron áreas de estudios sobre cuestiones de género y estudios de la mujer en todo el país y las universidades se vieron obligadas a diversificar sus materias y sus docentes.
La universidad neoliberal
Sin embargo, a fines del siglo XX, el panorama de la educación superior comenzó a cambiar nuevamente, influenciado por el ascenso de la ideología neoliberal y la adopción de los principios del mercado en la educación superior. El neoliberalismo surgió a fines de la década del ‘70 como respuesta a la crisis en el orden económico de posguerra. En la época neoliberal, los capitalistas lograron encontrar mecanismos limitados pero reales para la acumulación al reabrir los mercados al capital en China y al ex bloque soviético. Además de encontrar nuevos sectores de la clase trabajadora para explotar, los capitalistas, particularmente en los países imperialistas, lideraron una ola de ataques para disciplinar a la clase trabajadora de sus países y garantizar aún más plusvalía de los trabajadores en el contexto de una crisis de acumulación capitalista. Esto tomó la forma de privatizaciones, ataques a los derechos de los trabajadores y medidas de austeridad. La economía del derrame y las bajas tasas impositivas para los ricos significaron un gran aumento en las disparidades de ingresos y, cada vez más, una economía basada en la deuda.
Las universidades no quedaron exentas de estas nuevas presiones del mercado, que las transformaron de instituciones para el bien público, cómo se las veía en el pasado, a una “fábrica” de títulos, dónde las universidades vienen siendo maltratadas por las políticas de austeridad, convirtiéndose en lugares con fuerte carga administrativa burocrática y demasiado caras, cómo las conocemos hoy. Una de las características distintivas de este tipo de universidades es el cambio de fuentes de financiamiento, que fueron de públicos a privados y dónde también aumentó el costo de la matrícula, haciendo que recaiga sobre el estudiante el costo financiero de asistir a la universidad.
Como explican Michael Fabricant y Stephen Brier en su libro Austerity Blues, de 1990 a 2010, el valor real en dólares del financiamiento per cápita de los estudiantes por estado en las instituciones públicas disminuyó un 2,3 por ciento. CUNY (Universidad de la Ciudad de Nueva York por sus siglas en inglés), también conocida cómo la “Universidad del Pueblo”, vio una caída del 40% en el financiamiento estatal por estudiante de 1992 a 2012 y una caída del 17% de 2018 a 2015, en dólares reales.
Debido a las medidas de austeridad y a la falta de financiación pública, las propias universidades también se han endeudado. Como destaca Lend and Rule, la deuda a largo plazo de las instituciones públicas aumentó un 482% entre 1989 y 2021. Su deuda institucional genera ganancias para los bancos y el capital financiero, apalancadas por la promesa de aumentar el costo de la matrícula estudiantil cuando sea necesario. En este sentido, las universidades públicas son, cada vez más, una fantasía: no se financian con fondos públicos a través de impuestos, sino con deuda, asumida tanto por la institución como por los estudiantes.
Las universidades privadas son aún más amigas de los inversores financieros y corporativos, y aumentan sus fondos mediante una proliferación de inversiones de capital privado. Las universidades de élite, como Brown, tienen hasta el 43% de su dotación asignada a una cartera que incluye inversiones en empresas de combustibles fósiles e industrias vinculadas a intereses sionistas.
Los vínculos con la industria privada se hicieron aún más pronunciados bajo el neoliberalismo con leyes como la Ley Bayh-Dole de 1980. Esta ley incentivó a las universidades a patentar descubrimientos y obtener ganancias de la investigación. Como resultado, las agendas de investigación fueron cada vez más moldeadas por intereses corporativos, alineando los programas académicos con las necesidades de la industria, en lugar de las necesidades de la sociedad.
Durante la mayor parte del período neoliberal, la inscripción universitaria siguió aumentando. De 1980 a 2010 —el apogeo del número de inscriptos— el número de estudiantes universitarios pasó de 12 millones a 21 millones. Desde 2010, la matrícula universitaria cayó un 11%, pero sigue estando muy por encima de los niveles de 1980. “A medida que aumentan las inscripciones”, explican Fabricant y Brier, “especialmente entre los estudiantes de color, ha crecido una jerarquía cada vez más estratificada de niveles separados y desiguales dentro de las universidades de cuatro años y los colegios superiores y comunitarios”. Esta estratificación significa que el “valor” de tener un título universitario se ha depreciado.
Los estudiantes de color, pobres y de clase trabajadora cargan desproporcionadamente con el peso de la deuda generada para asistir a la universidad, un tipo de “inclusión depredadora”, “un proceso mediante el cual se brinda a los miembros de un grupo marginado acceso a un bien, servicio u oportunidad del que han sido históricamente excluidos, pero en condiciones que ponen en peligro los beneficios de ese acceso”. En otras palabras, la “inclusión” ofrece solo beneficios limitados para los grupos marginados, pero brinda beneficios significativos para la clase capitalista, que le saca provecho a esta inclusión.
Además, hay evidencia de que la deuda se utilizó para disciplinar al movimiento estudiantil, especialmente en California, donde el entonces gobernador Ronald Reagan aumentó el precio de la matrícula en las universidades de California para castigar a los estudiantes por su activismo. Luego impuso esto en todo el país una vez que se convirtió en presidente, haciéndolo con apoyo tanto del partido Demócrata, como del Republicano. Esto es precisamente lo que Milton Friedman, reconocido miembro de la Escuela de Chicago, había propuesto solo unos años antes.
Otro aspecto clave de la universidad neoliberal es que depende del trabajo altamente precarizado. Anteriormente, alrededor de tres cuartas partes de los profesores de educación superior trabajaban con cargos titulares, pero a medida que las universidades se han expandido, recurren cada vez más a profesores adjuntos y estudiantes de posgrado, instructores de jornada reducida que suelen recibir salarios más bajos y menos beneficios que los docentes titulares. La mayoría de los profesores ya no tienen la posibilidad de obtener la titularidad y tampoco tienen la esperanza de tener estabilidad laboral ni de obtener mejores salarios. En las universidades públicas, los profesores adjuntos crecieron más del 300% entre 1975 y 2011; en 2014, representaban tres cuartas partes de la fuerza laboral en las universidades públicas a nivel nacional.
Junto con la precarización de los docentes, los puestos administrativos en las universidades crecieron diez veces más rápido que los puestos de profesores titulares, según datos del Departamento de Educación. Esto reflejó una expansión de la burocracia universitaria como parte del cambio de enfoque de la universidad hacia la eficiencia administrativa y la gobernanza corporativa. En otras palabras, las universidades se han vuelto más burocráticas como una forma de sacarle “poder a los profesores e investigadores”, como señaló un artículo reciente en The Atlantic.
Las ciencias en las universidades han aumentado sus vínculos con el complejo militar-industrial, y la estructura de concesión de subvenciones crea competencia entre compañeros de trabajo, enfrentando a profesores y científicos de laboratorio entre sí y a menudo llevando a la sobreexplotación de los estudiantes de posgrado que trabajan en los laboratorios.
Pero el neoliberalismo fue más que sólo políticas económicas; vino acompañado de una ideología que fue, según Perry Anderson, una de las ideologías más exitosas en la historia mundial. Bajo la misma, el capitalismo se alzó triunfante y sin alternativas y las universidades jugaron un papel central en la perpetuación de esta idea.
Mientras que los partidos Demócrata y Republicano eran ambos parte del neoliberalismo, los republicanos representaban una versión más reaccionaria que rechazaba los cambios culturales que surgieron de los movimientos de los años 1960 y 1970; antifeminista y anti-queer, rememoraba los “valores familiares tradicionales”. Por otro lado, los demócratas llegaron a representar un neoliberalismo progresista. Como explica Nancy Fraser, el neoliberalismo progresista es
una alianza de corrientes dominantes de nuevos movimientos sociales (feminismo, antirracismo, multiculturalismo y derechos LGBTQ), por un lado, y sectores empresariales con poder “simbólico” y de servicios de alta gama (Wall Street, Silicon Valley y Hollywood), por el otro. En esta alianza, las fuerzas progresistas se unen efectivamente con las fuerzas del capitalismo “cognitivo”, especialmente la financiarización. Sin embargo, sin darse cuenta, las primeras prestan su carisma a las segundas. Ideales como la diversidad y el empoderamiento, que en principio podrían servir a distintos fines, ahora encubren políticas que han devastado la industria y lo que otrora eran vidas de clase media. … Al identificar el “progreso” con la meritocracia en lugar de la igualdad, estos términos equiparaban la “emancipación” con el ascenso de una pequeña élite de mujeres, minorías y homosexuales “talentosos” en la jerarquía corporativa en la que el ganador se lleva todo, en lugar de con la abolición de esta última.
Y se le encargó a la universidad producir una élite un poco más diversa para gobernar una sociedad cada vez más desigual. Como sostiene Jodi Melamed en Represent and Destroy,
el conocimiento sobre la asimetría por pertenecer a una minoría–especialmente la diferencia racial y cultural– se puso al servicio de las políticas sociales y económicas poskeynesianas. Con ese objetivo, las universidades estadounidenses utilizaron su capacidad para adaptarse y producir conocimientos sintomáticos y productivos para las nuevas circunstancias de los años 1980 y 1990.
En este contexto, como explica Malamed, “una función esencial de la academia… era gestionar la asimetría por pertenecer a una minoría, hacer pasar la diferencia a través de su maquinaria de validación, certificación y legibilidad para generar formas que aumentaran, mejoraran y desarrollaran la hegemonía en lugar de perturbarla”. En otras palabras, bajo el neoliberalismo, la universidad se vio obligada a justificar la creciente estratificación racial y de clase, al tiempo que incorporaba a los estudiantes de color a la universidad neoliberal bajo el pretexto de las admisiones “basadas en el mérito”.
La universidad se convirtió en un bastión del neoliberalismo progresista, que suele estar vinculado a los intereses del Partido Demócrata, ya que alimenta una red de trabajadores para el complejo industrial sin fines de lucro, partidarios de los políticos demócratas, y construye una ideología que conecta la política progresista con el voto a los demócratas. No es de extrañar que hoy en día, una de las mayores divisiones en la política sea entre las personas con educación universitaria que votan por los demócratas y las personas sin educación universitaria (especialmente personas blancas) que votan por los republicanos. Otras universidades o incluso facultades específicas son bastiones del neoliberal y belicista Partido Republicano, lo que crea un flujo constante de trabajadores hacia el complejo militar-industrial, así como hacia el Partido Republicano. En ambos casos, sin embargo, a los estudiantes se les enseña a aceptar el capitalismo como la mejor manera de organizar la economía.
Como resultado, durante el apogeo de la ofensiva neoliberal, hubo una proliferación de ideas antimarxistas en la universidad y se volvieron especialmente hegemónicas incluso entre los sectores más progresistas. Como explica Terry Eagleton en [The Illusions of Postmodernism], las ideologías dominantes del posmodernismo, el poscolonialismo y la política de identidades, cada una a su manera, borraron a la clase trabajadora como sujeto estratégico para derrocar al capitalismo, negando la posibilidad, la deseabilidad o el marco general para tal objetivo. El marxismo como arma revolucionaria para la lucha de clases fue desechado por anacrónico o descartado por perpetuar el mito de que era reduccionista de clase y economicista. De esta manera, la universidad adquirió un barniz soberbio y “transgresor” al tiempo que defendía el sistema capitalista.
En la universidad, el neoliberalismo incluyó a más personas en la historia de Estados Unidos en comparación con cualquier otro período, sin embargo, esa inclusión no significó igualar la jerarquía social; más bien, el neoliberalismo hizo más ricos a los ricos y más pobres a los pobres, al tiempo que promovía la ideología de las escuelas como el gran igualador. La universidad neoliberal convirtió a la universidad no sólo en un instrumento de hegemonía para la clase capitalista, sino también en una fuente de ganancias, ya sea por deuda, inversiones, privatización o precarización.
La crisis de la universidad neoliberal
La crisis económica de 2008 abrió un cuestionamiento más amplio del capitalismo y sus instituciones, incluidas las universidades. Esto marcó una crisis del neoliberalismo en sentido más amplio y se ha expresado políticamente a través de una crisis de los partidos tradicionales y el surgimiento de populismos de izquierda y derecha. La crisis del neoliberalismo progresista también ha significado una crisis para la universidad, su bastión, cuyas autoridades habían promovido un tipo de consenso neoliberal, o “extremo centro”, como lo llama Tariq Ali. Ahora podemos ver más divisiones tanto en las cúpulas como en la base, también dentro de las universidades.
Por ejemplo, tanto los estudiantes como los trabajadores pueden ver que los antiguos ideales de las universidades se corresponden con la realidad de una deuda significativa para los títulos, deuda que puede no proporcionar un camino claro hacia el empleo o, en el mejor de los casos, salarios miserables de los profesores adjuntos que los obliga a vivir en sus autos. Y como ha demostrado el movimiento estudiantil revitalizado, los activistas estudiantiles ahora también enfrentan una represión abierta ante el genocidio.
El velo se está levantando incluso entre sectores más amplios, ya que las universidades enfrentan una crisis de prestigio. Como señala Barker, solo el 19% de los republicanos expresó al menos “bastante” confianza en la educación superior, y entre los demócratas, se redujo al 59%. Solo el 47% de los graduados universitarios tenía más que “algo” de confianza en la universidad.
Como parte de la crisis más amplia del neoliberalismo, hemos visto menos consenso ideológico cuando se trata de las ideas de sentido común del neoliberalismo y más polarización. Para la extrema derecha, que ve las decepciones del capitalismo neoliberal como un problema de “marxismo cultural”, las universidades y las escuelas se convirtieron en uno de los principales flancos para los ataques reaccionarios. En un discurso ante la Conferencia Nacional de Conservadurismo, J. D. Vance planteó recientemente: “Los profesores son el enemigo”. Este tipo de ataques de batalla cultural contra las universidades se fortalecieron después del movimiento Black Lives Matter y han seguido haciéndolo contra el movimiento por Palestina. Esto dio lugar a políticas como los ataques del gobernador de Florida, Ron DeSantis, a los estudios LGBTQ, los estudios negros y los programas de diversidad, equidad e inclusión (DEI).
Más recientemente, el movimiento por Palestina desafió profundamente a la universidad neoliberal, poniendo a prueba los límites de su carácter “progresista”. Esto significó un ataque macartista a la libertad de expresión en la universidad, que afectó tanto a los estudiantes como a los trabajadores que protestaban por Palestina. De hecho, la Universidad de Columbia, el centro de las protestas universitarias, quedó en último lugar en la clasificación anual de libertad de expresión universitaria de la Fundación para los Derechos Individuales y la Expresión.
Al mismo tiempo, el movimiento por Palestina está cuestionando muchos pilares de la universidad neoliberal. En primer lugar, las inversiones universitarias en Israel, pero también la presencia de policías en los campus y, en algunas instituciones, los discursos sobre la necesidad de universidades públicas y gratuitas. Incluso antes del movimiento por Palestina, que marcó un salto significativo en la radicalización del movimiento estudiantil estadounidense, pudimos ver cambios en el cuestionamiento ideológico del status quo en las universidades, con el surgimiento del movimiento #MeToo y un profundo cuestionamiento de la reproducción desenfrenada de las normas patriarcales que afectan tanto a los estudiantes como a los trabajadores de las universidades.
Además del movimiento estudiantil, los trabajadores de la educación superior también han mostrado su potencial para organizarse y pasar a la ofensiva. Esto quedó evidenciado recientemente por la huelga de los trabajadores de la Universidad de California y la asamblea de base de la CUNY durante las acampadas por Palestina. También estuvo la huelga de la New School de 2022, que fue la huelga de docentes adjuntos más larga en la historia de Estados Unidos, durante la cual los estudiantes mostraron solidaridad con este sector y tomaron el establecimiento.
Junto a estas acciones, también ha habido un movimiento para sindicalizarse en las universidades en medio de un cambio generalizado dónde se generó una visión más favorable de los sindicatos en todo el país. Si bien la tasa de sindicalización se ha mantenido estable o ha disminuido en los últimos años, las tasas de sindicalización en las universidades se ha incrementado. Un informe reciente mostró un aumento del 133% en las sindicalizaciones entre los estudiantes de posgrado en los EE. UU. desde 2012.
En este contexto de crecientes tensiones del movimiento estudiantil y de trabajadores por un lado y una extrema derecha cada vez más activa, que cuenta con el respaldo de sectores del capital, está claro que la universidad neoliberal se enfrenta a una crisis de sostenibilidad. Esto es más evidente en la reciente destitución de la presidenta de la Universidad de Columbia, Minouche Shafik, que reprimió brutalmente a los estudiantes de la universidad, pero no con la suficiente rapidez ni con la dureza suficiente para los sionistas de su junta directiva, que la despidieron durante el verano. La renuncia de Shafik es un ejemplo clave de que el centro no puede sostenerse.
La suma de los crecientes costos, los ataques políticos, el activismo de la clase trabajadora y los estudiantes y la anulación de las disidencias apuntan a las contradicciones del modelo de universidad neoliberal, que en última instancia está impulsado por las necesidades de la codicia capitalista y la opresión imperialista. ¿Cuál es el modelo alternativo de universidades que pueda servir genuinamente a los intereses de la clase trabajadora y de los oprimidos aquí y en todo el mundo?
Universidades para la clase trabajadora y los oprimidos
Como han destacado Bowles y Gintis, las escuelas no son sólo un espacio para crear hegemonía para el Estado, sino también un espacio para crear a los rebeldes que lo cuestionarán todo. Eso está sucediendo ante nuestros ojos. El movimiento por Palestina abrió un período de crisis de mayor intensidad para la universidad neoliberal, lo que significó la formación de un aparato represivo revitalizado en la universidad y la erosión de algunas de las libertades académicas y los derechos democráticos que se ganaron en las luchas de los años 1960 y 1970. El régimen bipartidista, de la mano de la burocracia universitaria, está tratando de imponer una nueva relación de fuerza en la universidad.
Es esencial que el movimiento por Palestina y nuestros sindicatos luchen contra esta ola de represión, defendiendo el derecho a protestar, a expresarnos en solidaridad con Palestina y a favor de la libertad académica. Es esencial que más profesores se unan a la lucha, incluidos los profesores titulares, cuyas libertades académicas también se están viendo recortadas. Nuestra lucha por Palestina y por la universidad debe organizarse desde abajo, en asambleas democráticas donde los trabajadores universitarios y los estudiantes puedan discutir y decidir los próximos pasos democráticamente. Vimos asambleas de masas que imitan esto en el movimiento de ocupaciones estudiantiles en Argentina. Este tipo de autoorganización de masas puede fortalecer el movimiento por Palestina y el movimiento por las universidades que necesitamos y merecemos. Debemos luchar por el derecho a sindicalizar a los trabajadores en todas las universidades, por comités de coordinación con las comunidades cercanas y por comités estudiantiles en solidaridad con las luchas de los trabajadores en todo el país.
Tenemos el potencial de recuperar tanto las tradiciones combativas del movimiento estudiantil y de trabajadores en este país como de aprovechar el poder de los estudiantes y trabajadores en todo el país, que cada vez ven más los límites de las universidades bajo el capitalismo. En este marco, es clave estratégicamente para el movimiento estudiantil unirse con los trabajadores, tanto dentro como fuera de las universidades, especialmente en sectores estratégicos donde los trabajadores tienen la capacidad de paralizar la sociedad. Nos inspiran los grandes ejemplos de unidad entre estudiantes y trabajadores a lo largo de la historia: del Mayo francés, cuando estudiantes y trabajadores armaron barricadas, formaron una huelga general y se proponían derrocar al presidente de Francia por ejemplo. En ese sentido, la unidad entre estudiantes y trabajadores es una cuestión estratégica en la pelea por nuestras luchas comunes de la clase trabajadora y el pueblo oprimido. Tuvimos una pequeña muestra de la posibilidad de una universidad de trabajadores y del pueblo durante los acampes, pero no queremos solo una parte de la universidad, sino todo.
Pero, mientras defendemos nuestros derechos democráticos en la universidad, también luchamos por un tipo de universidad diferente: una que no sirva al capital sino a la clase trabajadora y a los oprimidos. Que no funcione como una empresa, dirigida por presidentes con salarios exorbitantes, sino que esté dirigida por y para estudiantes, profesores, trabajadores no docentes y la comunidad.
Las universidades deben ser gratuitas y públicas para todos; las universidades privadas deben ser nacionalizadas y convertirlas en públicas. Todas las universidades deben ser gratuitas y financiadas completamente por impuestos progresivos a los más ricos. Ser estudiante a tiempo completo no debería ser un privilegio para los que pueden acceder a eso: debería ser un derecho de todos los estudiantes, quienes deberían recibir becas equivalentes a un salario real para dedicar su tiempo a estudiar, de modo que nadie abandone la universidad por falta de fondos.
Esto significa poner fin a todas las deudas estudiantiles, incluyendo la condonación de toda la deuda estudiantil que tienen millones de personas en todo el país. Tener la oportunidad de estudiar y producir conocimiento debería ser un derecho otorgado a toda la clase trabajadora; no debería ser una empresa lucrativa para el capital financiero.
También debemos luchar contra la precarización de los trabajadores universitarios. Debemos exigir el fin del trabajo mal pago, en el que los profesores adjuntos enseñan la mayoría de las clases pero no reciben un salario digno: todos los profesores deberían tener acceso a empleo de tiempo completo e igualdad en los beneficios.
Tenemos que exigir que nuestras universidades sean financiadas completamente para satisfacer las necesidades de los estudiantes e investigadores, restaurando la infraestructura en ruinas de las universidades públicas como CUNY, que tiene una desmejora evidente en comparación con las instalaciones de las universidades privadas y caras.
Tenemos que sacar a la policía del campus. No están para cuidarnos: acosan a los estudiantes negros y latinos, así como a todos los movimientos por mayor justicia social. Tenemos que exigir que los militares dejen de reclutar en nuestros campus, tomando el espíritu de las protestas contra la guerra de Vietnam que lucharon para expulsar al ROTC (Cuerpo de Capacitación de Oficiales de la Reserva) del campus. Tenemos que exigir que nuestras ferias de empleo no involucren al complejo militar-industrial, que recluta a nuestros estudiantes para cometer actos violentos en barrios obreros o en países semicoloniales. Y exigimos que se ponga fin a la financiación militar externa para la ciencia y la investigación: deben ser financiadas con fondos públicos, no por corporaciones y mucho menos por los militares.
Los presidentes y los altos mandos de nuestras universidades han demostrado ser enemigos de los estudiantes y el personal docente; envían a la policía a golpear y arrestar a los estudiantes. Desalojan a los estudiantes a los pocos días de su llegada al campus. Debemos exigir un tipo diferente de universidad: una organizada desde abajo, que decida democráticamente. Los estudiantes y los trabajadores son quienes hacen funcionar las universidades y deberían ser quienes tomen las decisiones.
En lugar de diseñar los planes de estudio y las agendas de investigación en función de las necesidades del imperialismo capitalista, podemos aprovechar los avances en tecnología, ciencia y cultura para ponerlos al servicio de las masas. Esto podría incluir aprovechar el conocimiento especializado de la planificación económica para ponerlo en uso en la planificación de una sociedad socialista. Con una crisis ambiental en puertas, guerras en todo el mundo y la posibilidad de más crisis sanitarias como la pandemia, necesitamos una universidad que aborde los problemas críticos que afectan a la clase trabajadora y a las personas oprimidas: que estudie el cambio climático, que investigue cuestiones médicas trans o que busque estudiar y preservar las lenguas de los pueblos originarios.
En ese espíritu, una universidad de y para la clase trabajadora y la comunidad incluiría estudiantes y profesores de color más allá del simbolismo como justificación de políticas racistas e imperialistas. Más bien, la universidad podría abordar los problemas que afectan a las personas oprimidas: centros de investigación que creen soluciones para los problemas creados por el racismo estructural, el sexismo, la homofobia y la transfobia. Contra las distorsiones derechistas del marxismo, exigimos una universidad que incluya y estudie el pensamiento y las ideas de izquierda, planteando los fundamentos y las raíces de la podredumbre total que es el capitalismo y las estrategias para salir de ella. Para nosotros, esto es el estudio de Marx, así como las contribuciones de Rosa Luxemburg, Lenin, Trotsky, Gramsci, Mariátegui, C L R. James y otros. Para nosotros, el marxismo no sólo presenta una teoría que explica la sociedad de clases, sino también una guía práctica para transformar la sociedad y liberar a la humanidad.
En última instancia, las universidades deberían ser instituciones donde podamos reflexionar sobre cómo, juntos, podemos construir una sociedad libre de explotación y opresión. Pero también son importantes lugares de lucha.
En medio de un movimiento estudiantil revitalizado y un movimiento obrero reactivado en el corazón del imperialismo y en otros países del mundo, los estudiantes y los trabajadores tienen la oportunidad no sólo de interpretar el mundo, como dijo Marx, sino también de cambiarlo.
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