Tras dos semanas de movilizaciones por la libertad de expresión la campaña de “condena de la violencia” trata de criminalizar la protesta juvenil. No me resigno a entrar en su juego. La violencia son ellos.
Jueves 4 de marzo de 2021
El encarcelamiento de Pablo Hasél ha sido el detonante de una oleada de movilizaciones mayoritariamente juveniles que no se explican únicamente por la detención del rapero. Durante estos días, los medios de comunicación y los gobiernos – central y autonómico – se han hartado de hablar de violencia, disturbios, saqueos y, casi casi, terrorismo juvenil.
Ahora bien, cuando se habla de violencia no es para poner bajo el foco de atención la represión policial que mutiló el ojo a una chica de 19 años. Tampoco se mencionan las cargas que atacan el derecho de manifestación intentando disolver las concentraciones o la encerrona a un grupo de manifestantes en el barrio de Gracia de Barcelona.
Esa es la violencia policial que se ejerce sistemáticamente contra nuestras movilizaciones. Pero no es la única que sufrimos. La violencia está presente también en cada desahucio protegiendo la propiedad privada de los fondos buitres y en cada huelga de trabajadores cuando se reprimen sus piquetes. Esta presente en los trabajos precarios que obligan a muchos jóvenes a jugarse la vida por 300 o 400 euros. En las leyes de extranjería que llevan a miles a morir ahogados en el mar.
También en un régimen monárquico que nos condena a tener que aceptar un estatus quo sobre el que nunca nos han preguntado y que quieren que naturalicemos que, mientras miles de nosotros no pueden seguir estudiando por no pagar las tasas, a la princesa le pagamos entre todos 70 mil euros de matrícula en un colegio de élite en Gales.
Quemar un contenedor es violencia; negar el acceso a la vacuna contra la covid a millones de personas en todo el mundo votando en contra de la liberación de las patentes en la OMC, como hizo el gobierno “progresista” junto Estados Unidos, los principales Estados de la Unión Europea, Australia y Japón, parece que no.
Resulta innegable que en las protestas hay rabia y ¡¿cómo no va a haberla?! El paro juvenil es superior al 40% según la OCDE y el trabajo temporal y precario es una norma cada vez más extendida; las universidades llevan meses cerradas, sin devolverse el coste de las matrículas – de 1.061 a 1.660 euros aquí en Catalunya– y obligando a hacer exámenes presenciales en plena ola de covid después de todo un semestre online; la posibilidad de emanciparse es casi un sueño cuando el alquiler medio supone más de un 90% del salario, según datos del Consejo de la Juventud de España (CJE).
Todo ello se combina con un empeoramiento de nuestra salud mental, con síntomas de ansiedad y depresión debido al aislamiento social y la criminalización que sufrimos cada vez que se nos responsabiliza a nosotros de los contagios, mientras se mira cada día para otro lado en los metros abarrotados o los trabajos sin medidas de seguridad.
Las protestas son la expresión de toda esa rabia acumulada contra este sistema que vemos como nos condena a la precariedad, destruye el planeta y cada vez más los derechos y libertades por los que tanto lucharon nuestros abuelos y abuelas.
Precisamente, fueron esas generaciones las que enfrentaron a la dictadura que impuso la monarquía actual y nos enseñaron que no hay mejoras en las condiciones de vida sin lucha en las calles. Son aquellos ejemplos de las huelgas obreras, donde también participaron con protagonismo las mujeres, en las fábricas llenas de emigrantes andaluces, maños y extremeños que se unían con sus compañeros catalanes. Hoy los migrantes vienen de Latinoamérica, China y África, pero igual que hicieron quienes emigraron del resto del Estado hacia Cataluña en los años 60 ocupan los trabajos más precarios.
Ningún derecho se ha conquistado sin enfrentar la resistencia violenta de los capitalistas y los gobiernos a su servicio. Basta de ya de hablar de contenderos quemados para tapar los motivos de la rabia, basta de hablar disturbios y negar la violencia sistémica que este sistema y sus gobiernos aplican día a día sobre nosotros.
Basta de dárselas de abanderados del pequeño comercio mientras defienden a los bancos que los llevan a la ruina con créditos y alquileres asfixiantes.
Por eso recientemente, en un programa de televisión en el que participé, ante la insistencia para que me posicionara en el bando de los que “condenan la violencia” dije “No, no condeno”. No me voy a poner en el mismo lado de los que se llenan la boca contra las protestas de la juventud y sostienen y avalan la verdadera violencia que se ejerce contra nosotros.
Ni el gobierno central ni el de la Generalitat tienen nada que ofrecernos a la juventud. Hoy veo pasmado como una fuerza que se proclama anticapitalista como la CUP negocia su apoyo a un nuevo gobierno de los que llevan años violentándonos, y seguro que seguirán haciéndolo. No hay camino posible de la mano de quienes nos precarizan, criminalizan y reprimen. Necesitamos poner en pie un gran movimiento juvenil, desde las universidades, los institutos, los barrios... que llegue también a los centros de trabajo y confluya con la clase trabajadora y el resto de sectores populares que viven el día a día esta violencia. En esas estamos.