A propósito del empoderamiento de las fuerzas represivas y el debate sobre las “nuevas” Fuerzas Armadas, presentamos un breve recorrido histórico sobre el rol antiobrero y contrarrevolucionario que éstas cumplieron en la historia argentina.
Ante la pandemia, la estrategia elegida por el Gobierno va a ser la de contención social a través de la coerción y el consenso. “La guerra contra un enemigo invisible” será el subterfugio para enviar al Ejército a repartir comida, que con su sola presencia, cumple el rol de persuadir cualquier tipo de protesta popular ante las carencias que aumentan durante la cuarentena en los barrios populares. Así fue que el ministro Agustín Rossi es incluido en el comité de emergencia de lucha contra el Covid-19 del Gobierno Nacional y desde el Ministerio de Defensa organiza “el despliegue operativo más importante en democracia o, si se quiere, desde la Guerra de Malvinas”, según sostuvo Rossi. No solo aumentó la presencia militar en todo el país, sino que destinó 583 millones de pesos al presupuesto en Defensa.
Sin armas, pero con ropa de fajina, los militares llegan a los barrios más vulnerados, donde la desocupación y el hambre golpean con fuerza, como en La Matanza, en el cual viven al menos dos millones de habitantes y que más del 40 % tiene problemas alimentarios, laborales y de vivienda.
Este despliegue militar solo tiene el propósito de mostrar que se tratan de nuevas Fuerzas Armadas formadas en democracia y preparadas para la ayuda “humanitaria”. Tareas que bien pueden continuar realizando organizaciones sociales, junto a los trabajadores, si los sindicatos no estuvieran cerrados por decisión de sus dirigentes.
Asimismo, desde que comenzó la cuarentena, el Gobierno Nacional, junto a los gobernadores, ampliaron la presencia policial en todo el país: sitiaron barrios populares −como Villa Azul en el conurbano− y realizaron 93.177 detenciones. En muchos procesos policiales hubo hechos aberrantes: la desaparición seguida de muerte de Luis Espinoza en Tucumán; un nuevo ataque a la comunidad Qom en Chaco; el crimen de Florencia Morales en una comisaría de San Luis; fusilamientos a jóvenes en diversas localidades bonaerense como en Berazategui y la Isla Maciel. En todos ellos denuncian la violencia del Estado, no “hay una deuda de la democracia”, como dijo Alberto Fernández, en un displicente tuit. Son fuerzas de seguridad empoderadas por la democracia burguesa. Son provincias gobernadas por peronistas como Juan Manzur, Jorge Capitanich y Axel Kicillof.
Un recorrido histórico del rol de las Fuerzas Armadas argentinas
Durante el siglo XX el Partido Militar tenía el poder de intervenir en la vida política nacional y contaba con el apoyo de la oligarquía terrateniente. Fueron protagonistas de la masacre sangrienta del Paraguay y el exterminio indígena en el siglo XIX; del aplastamiento de las huelgas de la Patagonia Rebelde iniciado el siglo XX, durante el cual realizaron seis golpes de Estado: 1930, 1943, 1955, 1962, 1966 y 1976. Será a mediados del siglo pasado que comenzarán a responder a las políticas del Departamento de Estado de Estados Unidos, cuando Argentina −un país atrasado y dependiente del imperialismo−, firma pactos políticos y militares de subordinación con esta potencia −que reemplazó a Gran Bretaña como potencia imperialista dominante en América Latina−, como el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) en 1947.
La particularidad del golpe de 1955, con respecto a los anteriores, es que se da en el marco de una redefinición de la relación del país con el imperialismo. El golpe fue promovido desde los Estados Unidos y apoyado por la burguesía, los terratenientes, la Iglesia Católica, la UCR, el Partido Socialista y el Partido Comunista, entre otros.
La crisis económica y el fracaso del Congreso de la Productividad de 1952, harán necesario liquidar muchas de las conquistas obreras. A pesar de la traición de la burocracia, los trabajadores salen en defensa de sus conquistas. Esto terminó de convencer al frente golpista de avanzar en su objetivo.
Luego del ‘55, vendrán los dos últimos golpes que establecieron gobiernos de facto prolongados. No obstante, será el golpe cívico militar eclesiástico de 1976 −que cometió un genocidio de clase, desapareciendo a la vanguardia obrera y estudiantil−, el que paradójicamente dará comienzo al fin del Partido Militar.
Durante la década ‘70 y comienzos de los ‘80, el imperialismo norteamericano coordinó el Plan Cóndor, que por esos años intervino sobre Sudamérica, guiada por la Doctrina de la Seguridad Nacional, para aniquilar el ascenso revolucionario de la clase trabajadora que comenzó a fines de los ‘60: el Cordobazo y luego el despliegue de las coordinadoras interfabriles; los cordones industriales chilenos; la resistencia obrera en Uruguay a la dictadura, entre otros, mientras que las organizaciones armadas se extendían por el continente desde la revolución cubana.
Desde el ‘76 al ‘83, los militares cometieron crímenes atroces. Desaparecieron 30.000 personas, en su mayoría obreros y jóvenes, que comenzaba a unirse bajo un mismo propósito: derrotar los planes económicos y políticos del imperialismo llevados adelante por el último gobierno peronista de los años ‘70. Las Fuerzas Armadas instalaron más de 600 centros de detención clandestino, muchos de ellos fueron en fábricas emblemáticas como la Ford o en Siderca-Campana del Grupo Techint.
A pesar de la desaparición de la vanguardia obrera y de sus dirigentes, los trabajadores continúan resistiendo después del golpe. Junto a esa resistencia obrera, surge en la Argentina un movimiento de derechos humanos, que internacionalmente denuncia los crímenes de la dictadura, y en Plaza de Mayo inician las rondas las madres de los desaparecidos; en tanto un sector de la clase media que había acompañado al gobierno de facto, se pasa a la oposición.
El 30 de marzo de 1982, una enorme movilización convocada por la CGT, irrumpe en Plaza de Mayo. Para desviar este descontento, días después el general Galtieri, al frente del gobierno de facto, ocupa las Islas Malvinas buscando aprovechar la justa causa antiimperialista para represtigiarse. Dos meses después de comenzada la guerra los militares capitulan ante las tropas británicas. El día de la rendición decenas de miles salieron a las calles al grito de: “los chicos murieron, los jefes los vendieron”.
La dictadura estaba liquidada, habían perdido todo apoyo interno y externo: a nivel popular, esta guerra terminó de desprestigiar a las Fuerzas Armadas; fortaleció al imperialismo y significó nuevas cadenas para la opresión nacional.
Ante esto, la Multipartidaria −compuesta por el PJ y la UCR−, sale al rescate de los genocidas, para evitar que cayeran por medio de la movilización de las masas y pactan el llamado a elecciones recién para octubre de 1983.
La derrota militar −a la que en parte colaboraron la resistencia obrera y el potente movimiento democrático−, logró que años más tarde se juzgaran a emblemáticos genocidas. Lo que hace a la particularidad argentina con respecto a otros países del cono sur, donde prácticamente no fueron juzgados los militares.
Una crisis irresuelta
Desde 1983 la política de la UCR y el PJ fue la de crear una serie de normas jurídicas para reconciliar y recomponer a las Fuerzas Armadas: desmalvinización, juicios, indultos y la anulación de las leyes de impunidad serán distintos intentos de cumplir este objetivo.
Ante la imposibilidad de usar a los militares en la represión interna, dictan las leyes de Defensa y Seguridad −que reconocía la debilidad del Estado y la relación de fuerzas−, a la vez que mantienen como objetivo estratégico reconstruir a las Fuerzas Armadas y relegitimarlas. Entre tanto, la Gendarmería –que salió impune de la dictadura− será la fuerza elegida para ampliar su poder territorial para la represión interna. Desde el menemismo se convirtió en las fuerzas de choque del Estado burgués, función que cumple junto a Prefectura, policías provinciales y los cuerpos antimotines de élite, entre otras.
Será el gobierno de Carlos Menem quién, indulto mediante, le dará una nueva función a las Fuerzas Armadas como reclamó el imperialismo: terminó de sepultar al viejo Partido Militar –actor político desde el golpe de 1930–, que, además, era obsoleto frente al fin de la Guerra Fría con la caída del muro de Berlín.
Para darle un nuevo rol, tuvo que derrotar a las dos alas de los carapintadas, que peleaban por conservar una cuota de poder; reducir el presupuesto castrense –liquidar la casi totalidad de la industria militar que provocó el deterioro del poder logístico de estos–; usó el odio social que provocaba la colimba –que estalló con la muerte del conscripto Omar Carrasco– para anular el servicio militar obligatorio; avanzó en formar fuerzas armadas profesionales, garantizando el monopolio de las armas y del conocimiento de cómo utilizarlas en manos de la casta de oficiales genocidas. Envió tropas a conflictos bélicos como la Guerra del Golfo y a misiones “humanitarias” –política que lleva casi tres décadas–, subordinando a las fuerzas castrenses a los dictámenes de las demandas de las Naciones Unidas. Fue el Congreso, con mayoría del PJ y la UCR, quien autorizó estas misiones cuando votan las leyes Defensa Nacional (1988) –que, como dijimos, le prohíben a los militares intervenir en la represión interna–.
Bajo los gobiernos kirchnerista, a la par que se abrió un espacio para los juicios a los genocidas más representativos y, bajo la bandera de una política de derechos humanos, se dieron pasos en busca de una recomposición militar, esta vez con un Ejército “incorporado al Proyecto Nacional”.
Se continuó la política de participación militar en las “misiones humanitarias” bajo bandera de la ONU –como la ocupación de Haití alentada por Estados Unidos y Francia al servicio de sus intereses–, y se sancionó la “ley antiterrorista”, entre otras medidas.
Además bajo el gobierno de Cristina Kirchner aplican las políticas que dispone el Comando Sur de Estados Unidos para las tropas militares de Latinoamérica: la lucha contra el narcotráfico. Es así que implementan el Plan Escudo Norte, Fortín I y II en las frontera norte.
Si Menem logró disciplinar a los militares y reconfigurar su rol proimperialista, los gobiernos kirchneristas serán los que más avanzan en el propósito de reconciliar a las Fuerzas Armadas con un sector de la sociedad, bajo la idea que tras los juicios se habían depurado –aun cuando mantuvieron muchos militares que intervinieron en dictadura– y que una nueva generación nacida en democracia daba inicio a una nueva fuerza castrense.
Política que continúa el gobierno de Alberto Fernández, que logra, además, que el Parlamento vote la autorización de ejercicios militares con tropas extranjeras y la participación de las fuerzas en misiones imperialistas.
El macrismo, por su parte, no buscó atajos en la reconciliación con las Fuerzas Armadas, sino que lo hizo intentando que juegue un rol interno: no solo trajo al presente versiones aggiornadas de las teorías de los dos demonios, sino que volvió a recrear la amenaza del enemigo interno: la desaparición de Santiago Maldonado y el asesinato de Rafael Nahuel están para recordarlo.
Crear un enemigo interno, es una política ideada por el Comando sur de Estados Unidos para militarizar América Latina, y está por cumplir tres décadas. Cuando todo indicaba que caía la URSS, Estados Unidos comenzó a instalar bases militares en el cono sur para controlar su patio trasero, bajo la excusa de las nuevas amenazas.
El Gobierno de Cambiemos fue presto para firmar múltiples acuerdos con este organismo contrarrevolucionario. Bajo los acuerdos con el Comando Sur modificó el decreto 727 –que el gobierno actual no anuló–, que amplía la incumbencia militar para que actúen, no solo en caso de amenaza de otro Estado, sino ante lo que ellos definen como nuevas amenazas, como la lucha de los mapuches que defienden sus tierras.
El objetivo del Pentágono es que los militares latinoamericanos operen como policías internas bajo la orientación político-militar del Comando Sur, en función de las prioridades geopolíticas y los intereses generales de Washington en el continente. Si en Argentina todavía no logran avanzar con este plan, es porque aún, más allá de ciertos avances, no consiguen reconciliar a las Fuerzas Armadas con la sociedad.
Su rol actual sigue siendo proimperialista
Alberto Fernández en un discurso en Campo de Mayo -pocos días antes de un nuevo aniversario del golpe militar-, al despedir a militares que viajaban a Chipre para servir a la ONU, propone “dar vuelta una página” y afirma que estas son nuevas Fuerzas Armadas, nacidas en democracia -por un recambio generacional no hay genocidas en su seno- .
No creemos en un “un nuevo ejército”, ganado para la causa popular como intentó imponer el kirchnerismo de la mano de César Milani –dándole la espalda a las víctimas que lo acusan por los crímenes de lesa humanidad–. Tampoco en que estás son nuevas Fuerzas Armadas: son el brazo armado del Estado capitalista, y como lo han demostrado a lo largo de su historia, su carácter es antiobrero y contrarrevolucionario.
Que hoy estén realizando tareas “solidarias” en barrios carenciados no tiene otros objetivos que persuadir las protestas contra el hambre, los despidos o rebajas salariales, y a su vez represtigiar al principal brazo armado del Estado capitalista, que aunque no contengan miembros de la vieja dictadura, tienen los mismos objetivos de defender a la burguesía cuando se vea amenazada su propiedad e intereses.
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