El rol de la jerarquía eclesiástica durante la última dictadura cívico militar está más que comprobado. Cientos de testimonios de sobrevivientes y familiares de desaparecidos y desaparecidas a lo largo de estos 46 años dan cuenta del involucramiento de cardenales, arzobispos, obispos y curas en los crímenes llevados a cabo contra toda una generación que luchaba por una sociedad sin explotados ni oprimidos. Pese a su maquillaje, Bergoglio está en la lista de los nombrados. Allí tampoco debe haber olvido, perdón ni reconciliación.
Daniel Satur @saturnetroc
Valeria Jasper @ValeriaMachluk
Sábado 26 de marzo de 2022 20:00
Imagen Enfoque Rojo
La cúpula de la Iglesia Católica, al igual que el Vaticano, fiel a su historia de complicidades y crímenes en Argentina (como en todas las latitudes), legitimó el accionar del terrorismo de Estado de mediados de los años 70 y principios de los 80, cooperando activamente con su plan de exterminio: aportó curas y obispos a los centros clandestinos de detención para las “confesiones” de detenidos y detenidas, entregó fieles a los genocidas luego de que éstos iban a las parroquias a buscar consuelo o ayuda, ayudó a engañar a madres y padres desesperados que buscaba gestiones infructuosas para saber algo de sus seres queridos, bendijo las armas represoras y hasta le dio sustento “teológico” a los vuelos de la muerte, entre otras divinidades.
A la Conferencia Episcopal Argentina (CEA) tampoco le tembló el pulso a la hora de entregar a integrantes de su propia familia eclesiástica en la batalla por “la Patria, la familia y la moral cristiana”. Siempre fue mejor negocio entregar a curas y monjas “díscolos” que defenderlos de las garras militares, policiales y penitenciarias.
La lista es larga. Sólo a modo de patéticos ejemplos, se puede mencionar a Emilio Graselli, secretario del vicario castrense Adolfo Tortolo, quien recibía en la capilla Stella Maris de la Armada, en el barrio porteño de Retiro, a los familiares de personas secuestradas y desaparecidas a la par que confeccionaba fichas con los datos obtenidos. Su nombre es escuchado permanentemente en los (limitados e insuficientes) juicios por crímenes de lesa humanidad que se han desarrollado hasta ahora.
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Otro ejemplo es el de Christian Von Wernich, capellán de la Policía de la provincia de Buenos Aires, quien participaba de sesiones de torturas en los centros clandestinos del denominado Circuito Camps. Fue el único integrante de la Iglesia católica en ser juzgado y condenado, en el año 2007, por delitos de lesa humanidad.
Imposible dejar de mencionar el rol del Movimiento Familiar Cristiano, organización acreditada por el propio Episcopado, que funcionó como “mediadora” entre las niñas y los niños nacidos en los centros clandestinos y sus apropiadores, que en su gran mayoría eran miembros de las fuerzas represivas o civiles integrantes del aparato genocida.
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¿Y Bergolio?
No se puede dejar de lado en este breve y demostrativo racconto a Jorge “Francisco” Bergoglio, hoy jefe supremo de la jerarquía eclesiástica mundial, quien guarda bajo su sotana demasiada mugre de su propia historia y de la de su institución. Pese a los intentos de doblegar la voluntad de las víctimas y de una campaña para construir un relato que lo beneficia, está documentada su vinculación al secuestro de los curas jesuitas Orlando Yorio y Francisco Jalics en 1976.
A su vez familiares de Elena de la Cuadra (hija de Licha de la Cuadra, cofundadora de Abuelas de Plaza de Mayo) sindican a Bergoglio como colaborador directo de los genocidas en la apropiación de Ana Libertad en 1977. Bergoglio sabía de su destino. Sin embargo en 2010, siendo el jefe máximo de la Iglesia en Argentina, declaró en la megacausa ESMA desligándose de toda responsabilidad, aduciendo “no saber lo qué pasaba” (contradiciendo infinidad de testimonios y documentación que acreditan que tanto él como el resto de la curia sabían muy bien, y con detalles, de la apropiación de bebés.
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El testimonio brindado en 2014 por Estela De La Cuadra (hermana de Elena y tía de Ana Libertad) a este diario, es fundamental para entender el modus operandi de la jerarquía católica (de la que Borgoglio ya era parte en los 70) y sus funcionarios dentro del entramado represivo de la dictadura. Primero, tomar la denuncia de familiares que buscaban a sus seres queridos. Después, ponerse en contacto con militares, policías, penitenciarios y servicios de inteligencia para consultar qué decirle a esas familias. Por último, informar que no tenía sentido seguir buscando a determinada persona desaparecida, o que había que esperar con fe cristiana, o que tal o cual niño o niña ya estaba en manos, “gracias a Dios”, de una buena familia.
Estela de la Cuadra aún conserva en su poder una carta escrita de puño y letra por el propio Bergoglio el 28 de octubre de 1977 que lo desmiente respecto a que “no sabía nada” sobre la desaparición de niños y niñas en pleno proceso genocida.
No todo fue muerte y desaparición
Los ejemplos mencionados arriba demuestran una participación deliberada y orquestada de la jerarquía eclesiástica en el terrorismo estatal. Si encumbrados clérigos como Graselli, Von Wernich o Bergoglio (o Tortolo, o Antonio Plaza, o Juan Carlos Aramburu, o Raúl Primatesta o Eduardo Pironio) estaban así de comprometidos con la represión clandestina, ¿qué esperar de jerarcas menos visibles y más metidos en los territorios del país?
Lógicamente, semejante consustanciación con la maquinaria del terror no podía ser gratuita. Y allí acudieron Videla, Massera y compañía con decretos y beneficios otorgados directamente por el Estado para el sostenimiento económico y estructural de la Iglesia católica.
Esta participación activa de la Iglesia en el terrorismo de Estado también se tradujo en beneficios legales que perduran hasta la actualidad y que ningún gobierno constitucional desde 1983 decidió eliminar.
Partiendo de la Constitución Nacional cuyo segundo artículo establece que “el Gobierno federal sostiene el culto católico apostólico romano”, aún persisten leyes y decretos que otorgan infinidad de privilegios como sueldos y jubilaciones similares a un juez de la Nación, pasajes gratuitos, exenciones impositivas, subsidios a escuelas y colegios confesionales o la cesión terrenos fiscales, edificios públicos y otros inmuebles. Privilegios estatales que sigue recibiendo desde hace décadas y ningún gobierno quiso quitar.
Tal como sucedió con la inmensa mayoría de empresarios y burócratas sindicales que dieron su inestimable aporte al genocidio, en los años posteriores a la dictadura la jerarquía de la Iglesia católica logró como pocos mantener el manto de impunidad que la cobijó. Son muy pocos los casos en que fueron juzgados y (menos aún) condenados por su participación en la dictadura. Jamás hubo de parte de la Conferencia Episcopal Argentina un mínimo atisbo de “autocrítica” sobre el aval explícito a los torturadores y desaparecedores. Y mucho menos una apertura real de todos los archivos que el Vaticano y el Episcopado argentino tienen en su poder sobre su accionar criminal en dictadura.
Con un intento de reciclaje permanente, Bergolio buscó limpiar algo de su imagen con el anuncio de la desclasificación de archivos por parte del Episcopado en 2016. “Este trabajo se ha desarrollado teniendo como premisa el servicio a la verdad, a la justicia y a la paz, continuando con el diálogo abierto a la cultura del encuentro en el pueblo argentino”, había dicho monseñor José María Arancedo, por entonces presidente de la Conferencia Episcopal Argentina. Pero sólo se trataba de copias de las cartas enviadas por familiares de desaparecidos.
En seis años que lleva esa “apertura”, ningún dato de interés real, importante y contundente fue volcado en juicios de lesa humanidad por parte de la jerarquía eclesiástica. La gran verdad sigue guardada en los arcones oscuros del archivo vaticano.
En la Biblia, libro supremo de la fe católica apostólica y romana, hay un salmo que dice que “el que dice la verdad de corazón y no calumnia con su lengua; el que no hace mal a su prójimo ni agravia a su vecino (...) nunca vacilará”. Si Dios y el reino de los cielos existieran, bien vale sospechar el lugar que le estaría reservado a sus representantes en la tierra.
Daniel Satur
Nació en La Plata en 1975. Trabajó en diferentes oficios (tornero, librero, técnico de TV por cable, tapicero y vendedor de varias cosas, desde planes de salud a pastelitos calientes). Estudió periodismo en la UNLP. Ejerce el violento oficio como editor y cronista de La Izquierda Diario. Milita hace más de dos décadas en el Partido de Trabajadores Socialistas (PTS).