El triunfo electoral de Milei en las PASO seguido de la devaluación de Massa que licua de un plumazo los ingresos de las grandes mayorías contradice la lógica política del “mal menor”. Pero, como decía Gramsci, el concepto de mal menor es uno de los más relativos. Todo mal mayor se hace menor en relación con otro que es aún mayor, y así hasta el infinito. En realidad se trata de una especie de rendición en cuotas. La historia argentina reciente –y no solo ella– lo sigue mostrando. De ahí la importancia de la pregunta: qué significa “enfrentar a la derecha”.
Grietas y consensos
La elección de la semana pasada reafirmó el agotamiento de la grieta entre macrismo y kirchenrismo que dividió la política en los últimos años. El peronismo perdió 6,5 millones de votos respecto a las PASO 2019 y Juntos por el Cambio cayó casi 1,5 millones, sumando las candidaturas de Bullrich y Larreta. En lugar de aquella se expresaron con fuerza otras dos. Los autores del estudio “Encrucijadas de la política en la post pandemia” describen como “la nueva grieta” a aquella que marca la distancia creciente entre la dirigencia política, sus discursos y los sectores populares. Una grieta entre “representantes” y “representados” que en las PASO se expresó en la alta abstención, con 1,4 millones de electores menos que 2019, y en la emergencia de un outsider político como Milei, postulante a representar directamente los intereses económicos del gran capital. Este fenómeno de separación de sectores de la sociedad de sus partidos tradicionales es característico de los períodos que Gramsci denominaba de “crisis orgánica” [1]. Una crisis del Estado en su conjunto –social, económica y política– como la que atraviesa Argentina en la actualidad. Su trasfondo es el fracaso de la “gran empresa” que implicó la recomposición del Estado luego del 2001 en clave progresista manteniendo las bases fundamentales de la estructura neoliberal iniciada por la dictadura y consolidada bajo el menemismo. Es previsible que esta grieta haya venido para quedarse, más alá del fenómeno específico de Milei.
La otra grieta que marcó la elección fue una grieta social. Bajo los gobiernos kircherneristas y macrista se profundizó la fragmentación de la clase trabajadora que emergió en los años 90. Como analiza el Observatorio de les Trabajadores de LID, más del 42% de los asalariados están hoy día en la informalidad, sea como “no registrados” o falsos “cuentapropistas”. Es un fenómeno profundo del capitalismo contemporáneo. Durante los primeros gobiernos kirchneristas se perpetuó, aunque tamizado por la bonanza económica, pero con el desarrollo de la crisis y la inflación se extremaron sus consecuencias. El discurso de “no perder derechos” no tiene eco en la gran mayoría de este segmento de trabajadorxs que viven sin aportes jubilatorios, indemnización, aguinaldo, vacaciones, ART, con una salud y educación condenada a la degradación infinita. Se suele asociar al votante de Milei con estos sectores y, efectivamente, este es un componente de su voto, el cual explicaría el crecimiento de sus porcentajes en zonas menos acomodadas de los grandes centros urbanos que muestran los mapas electorales. Sin embargo, el nivel masivo de votación que tuvo y su extensión territorial en todo el país sugiere también un voto transversal. Un conjunto heterogéneo que incluye, otros sectores populares, franjas significativas de las clases medias, cuentapropistas propiamente dichos, etc. Territorialmente, adquirió especial peso en las provincias del norte, sur y centro del país, incluyendo buena parte del cinturón amarillo cambiemita de las elecciones de 2019.
Esta grieta social se impuso por sobre la existente entre capitalistas y trabajadores, amplificada en los últimos años donde los primeros aumentaron su participación en la torta de riqueza producida del 40,2 % en 2016 al 45,3 % en 2022 y los segundos cayeron del 51,8 % al 43,8 %. Esta grieta de clase logró ser disimulada detrás de grandes consensos transversales a los programas de los principales candidatos como el pago de la deuda con el FMI y la expansión del extractivismo. Esto contribuyó a que Milei pudiese resaltar su “diferencia específica” presentándose como supuesto paladín contra la casta política sin tener que preocuparse por ser un fiel representante de la casta capitalista.
Frente a esto una minoría mucho más considerable de lo que sugiere un análisis superficial fue a las urnas a decirle “no” a aquellos consensos. Por un lado, en una compleja elección ejecutiva inclinada claramente hacia derecha, el Frente de Izquierda –en cuya interna se impuso la fórmula Bregman-Del Caño– logró mantener su espacio de anteriores elecciones presidenciales con 630.000 votos (2,65 %) y ubicar una fuerza obrera y socialista entre las 5 fórmulas que quedaron en pie hacia las generales; con elecciones de 6,86% en Jujuy, 4,71 % en Neuquén, 4,63% en CABA y 3,3 % en Bs. As., donde pasaron solo 4 fórmulas. Pero el análisis estaría incompleto sin tomar en cuenta que la elección incluyó otras fuerzas políticas que disputaron el espacio de quienes se oponen a las políticas de ajuste y al pacto con el FMI. En gran medida así fue concebida la lista de Juan Grabois dentro de Unión por la Patria, que obtuvo 1.390.000 votos. Por primera vez se habilitaron las PASO en el peronismo y fue para evitar la pérdida de votos por izquierda ante la posibilidad de un avance del FITU. A un nivel mucho menor, Libres del Sur obtuvo otros 154.000. A lo que hay que sumar las votaciones de otros sectores de izquierda como el Nuevo Mas con 85.000 votos y Política Obrera con 62.000.
De conjunto, se trata de alrededor de 2.300.000 votos que se expresaron, de un modo u otro, en oposición a aquellos consensos de las clases dominantes. Su fragmentación –efecto de la habilitación de Grabois en Unión por la Patria– diluyó a este sector en el mapa de las PASO, impidiendo que se exprese como algún tipo de polarización en los extremos, aunque fuera muy asimétrica.
Las urnas y las calles
Las elecciones, como diría Engels, son un “recuento globular de fuerzas”, las relaciones de fuerza son algo mucho más amplio y complejo. Esto vale para la evaluación, tanto de la elección globalmente de derecha, como de la emergencia de un Milei. El espacio electoral que ocupó ya estaba ahí. Era producto tanto de la grieta política representantes/representados como de la grieta social al interior de la clase trabajadora en el contexto de la crisis económica. La pregunta es por qué fue él quien lo ocupó. Muchos elementos se han señalado en los análisis de la última semana que contribuyen a una respuesta: la construcción mediática del personaje es uno de ellos, la circulación de ciertos sentidos comunes (individualistas y meritocráticos), una reacción a discursos con demasiados significantes vacíos (de parte del kirchnerismo), la resignificación de uno de los motivos de la hegemonía menemista [2] con la idea de “dolarización”. A su vez, difícilmente hubiera podido emerger como lo hizo por fuera de un escenario marcado por el consenso del FMI. Pero me quiero detener en un elemento que remite más globalmente a la relación de fuerzas y que Fernando Rosso, en un reciente artículo, describe como la transformación de la clase trabajadora en una “mayoría silenciosa”.
Hace mucho que la democracia liberal propiamente dicha es una entelequia. A partir de la emergencia de la política de masas, una soberanía popular no atenuada siempre fue potencialmente peligrosa para la burguesía. Qué pasaría si en vez de diluir los ingresos del pueblo trabajador con la devaluación y hundirlo más en la miseria, una mayoría optase por el desconocimiento soberano de la deuda externa y por atacar a la minoría de banqueros y de grandes cerealeras que controlan el comercio exterior. De ahí que figuras emblemáticas del liberalismo como Friedrich Hayek esgrimiesen la necesidad de una “democracia limitada” y, junto con Milton Friedman –que da el nombre a uno de los perros de Milei–, apoyasen “dictaduras liberales” como la de Pinochet en Chile.
Otra respuesta fue la “ampliación” del Estado –que tematiza Gramsci, y Trotsky también a su modo– donde la burguesía ya no espera pasivamente el consenso de las mayorías sino que desarrolla toda una serie de mecanismos para “organizarlo”. La estatización de las organizaciones de masas y la expansión de burocracias en su interior es uno de los elementos fundamentales, con su doble función de “integración” al Estado y de fragmentación de la clase trabajadora. En Argentina, lo vemos tradicionalmente en la organización de los sindicatos y, luego de la rebelión popular de 2001, también en los movimientos trabajadores informales y desocupados en torno al Ministerio de Desarrollo Social.
En 2017, frente al empeoramiento creciente de las condiciones de vida de las masas, este mismo esquema redundó, como analizara en su momento Juan Carlos Torre, en la división de la propia base electoral del peronismo entre Massa y Cristina Kirchner. En las jornadas de diciembre de ese mismo año contra el gobierno de Macri –que al día de hoy siguen llenando los spots electorales de Patricia Bullrich–, miles se movilizaron en las columnas de diferentes sindicatos, muchos otros lo hicieron a pesar de ellos, hubo una importante presencia de la izquierda y de los movimientos de “trabajadores informales” y desocupados. Era una peligrosa foto de unidad que amenazaba al gobierno macrista en un país que tiene la tradición del 2001. El peronismo apuntó a garantizar la gobernabilidad y sacarla de las calles detrás del “hay 2019” que decantó en la candidatura de Alberto Fernández, aglutinando massismo y kirchenrismo.
Desde aquel entonces las centrales sindicales se han mantenido en el más absoluto alineamiento con el gobierno durante años de altísima inflación, ajuste y aumento de la precarización. Sin aparecer en las importantes movilizaciones a Plaza de Mayo contra al acuerdo firmado por el gobierno del Frente de Todos con el FMI en 2021 convocado por más de 100 organizaciones, incluido el Frente de Izquierda. Dejando aislados todos los conflictos que tuvieron lugar durante estos años, desde las tomas de tierras que tuvieron su epicentro en Guernica (incluida la represión de Kicillof) hasta el conflicto de la salud de Neuquén, pasando por múltiples luchas parciales en diversas provincias. El ejemplo más reciente fue Jujuy. Otro tanto podríamos decir respecto a los movimientos sociales alineados con el gobierno, limitados, en el mejor de los casos a movilizaciones puntuales al Ministerio de Desarrollo Social.
Es lógico que ante la pasividad absoluta de los sindicatos, impuesta por la burocracia peronista, y de los propios movimientos sociales oficialistas frente a 4 años de degradación de las condiciones de vida de las mayorías (que le costó al peronismo 6,5 millones de votos), un sector trabajadores precarizados e informales se haya visto interpelado por la demagogia “antipolítica” de un personaje como Milei. La ausencia de una lucha colectiva de masas frente a los ataques de todos estos estos años es la que verdaderamente fortalece la apuesta individual por el “sálvese quien pueda” que impone el capitalismo.
Un análisis especial merece la provincia de Jujuy, donde se desarrolló recientemente un importante proceso de lucha. Por un lado, la victoria de Milei, en el marco de un panorama confuso ideológicamente, no puede separarse del resultado del conflicto. La negativa de las centrales sindicales en manos del peronismo a desarrollar la lucha fue clave para que no cayese la reforma de Morales, lo cual horadó la confianza de amplios sectores populares en el poder de sus propias fuerzas en las calles. Pero, por otro lado, también mostró otra dinámica posible de una minoría importante que avanzó en su conciencia producto de la experiencia en la lucha. Así fue que en Jujuy, el Frente de Izquierda logró sus mejores resultados con alrededor el 10 % para la candidatura a Senador a Alejandro Vilca, y votaciones más altas en las zonas que fueron epicentros del conflicto, como Humahuaca con casi el 27 % –donde el FITU salió primera fuerza– o Cochinoca (Abra Pampa) con más del 23 %.
La batalla contra el ajuste y la derecha
La devaluación de Massa con su respectivo salto en la inflación y la pasividad de los sindicatos y movimientos oficialistas es la más reciente contribución del peronismo a la campaña de Milei. El poder de compra de los salarios, las jubilaciones y los planes sociales se sacrifican, una vez más, en el altar del FMI. La idea de que Massa, apoyado por Cristina Kirchner, representa una alternativa frente al ascenso de Milei se choca con las verdaderas causas del fenómeno detrás del mapa electoral que han dejado las PASO. Pocas veces en la historia reciente, el escenario electoral y el de la lucha de clases estuvieron tan imbricados. Se trata de las peleas que están planteadas ahora y también de la preparación para lo que viene.
Para enfrentar a la derecha, hay que presentar batalla contra las políticas de ajuste de este gobierno, del que vendrá, y las grandes patronales que se disponen a redoblar las condiciones de explotación y saqueo aliadas con el FMI. Se plantea la necesidad de una gran coalición que una en las calles a las fuerzas de todas y todos los que, de una forma u otra, se expresaron en contra ajuste y la subordinación al FMI del cual que se nutre, entre otros, el propio Milei. Que contribuya a forjar, por sobre cualquier “corporativismo”, la unidad de los diferentes sectores en que hoy por hoy se encuentra dividida la clase trabajadora –como de hecho se esbozó parcialmente en diciembre 2017–, y entre cuyas brechas se cuela la derecha. También con el movimiento de mujeres, el movimiento estudiantil, el movimiento socioambiental. Que logre quebrar la parálisis de los sindicatos que impone la burocracia de la CGT y la CTA. Se trata de peleas que comienzan por la organización en cada lugar de trabajo, de estudio, en cada barrio.
A su vez, es fundamental recuperar los sindicatos de manos de la burocracia y la lucha por la independencia total de los diferentes movimientos del Estado; indisociable de la pelea por democracia dentro de los sindicatos y movimientos, donde todos tengan la posibilidad de disputar libremente la influencia sobre sus miembros. Se trata de dos condiciones indispensables para que las organizaciones de masas no sean instrumentos para “controlar” la movilización, sino verdaderas herramientas de lucha que expandan sus fronteras a los contratados, a los precarizados, buscando la unidad con los trabajadores informales y desocupados. Junto con esto, el impulso instituciones de unificación y coordinación de las luchas allí donde la situación lo permita. Lejos de las ilusiones sobre el “mal menor”, lo que está planteado es una “guerra de posiciones” donde está en juego la autonomía de la clase trabajadora y el movimiento de masas y, con ella, la posibilidad de pararle la mano a los ajustadores, empezando por el propio Massa, y desarrollar una verdadera alternativa al “sálvese quien pueda” del que se nutre la derecha.
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Las vueltas del “qué se vayan todos”
No deja de ser una ironía de la historia que aquella consigna del 2001, que emergió del estallido del gobierno de la Alianza como secuela del meneminismo, sea cantada en los actos de una fuerza que se reivindica menemista. Los años de pasividad del movimiento de masas garantizada por el peronismo animan a un outsider como Milei para subirse a la ola, al parecer, sin temores. El sociólogo peruano Meléndez Guerrero, decía que:
El outsider es un amortiguador, pues solo funciona como referente identitario y no como una propuesta política que atienda los requerimientos que poco a poco se vuelven movilizables. El éxito de los outsiders advierte un descontento social mayor, que se embalsa y puede desbordar en cualquier momento, y urge de una forma orgánica que evite que la protesta se convierta en violencia y no en política institucionalizada” [3].
Efectivamente, podríamos decir que el outsider es un amortiguador de un fenómeno más amplio que no controla, sus posibilidades de “éxito”, de no desatar enfrentamientos que lo superen, depende de su capacidad de institucionalización. Yendo al ejemplo cercano de Bolsonaro, en su momento logró encolumnar detrás de sí, a las poderosas iglesias evangélicas de Brasil, al agropower –junto con otros sectores de la gran burguesía– y a los militares. El apoyo directo de estos últimos que poblaron sus ministerios fue clave, las fuerzas armadas en el vecino país contaban con un importante prestigio social. Difícilmente puede pensarse un escenario parecido en Argentina, menos aún ligado a las alicaídas y desprestigiadas fuerzas armadas argentinas. Andrés Malamud, decía en referencia a Milei que “si no es Bolsonaro, quizás sea Collor de Mello: un presidente carismático y liberal que, en minoría, no terminó en el autoritarismo sino en el juicio político”.
Sin embargo, a diferencia de buena parte de Latinoamérica donde el juicio político ha sido un instrumento característico para desplazar presidentes [4], en Argentina no existe esta tradición. En su lugar hay otra, la que dejó, justamente, el 2001: un presidente electo que cae producto de la movilización popular. El problema principal que tenemos de este lado, ahora como entonces, es si la clase trabajadora conquista la suficiente independencia política para darle una salida propia a la situación, y esta es la partida que ya está jugando hoy.
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