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Sarlo, una intelectual comprometida

Ariane Díaz

BIOGRAFÍAS

Sarlo, una intelectual comprometida

Ariane Díaz

Ideas de Izquierda

Puedo imaginar los reproches por etiquetar así a Beatriz Sarlo, fallecida este martes a los 82 años. Con razón, porque el modelo sartreano de “intelectual comprometido” fue más bien encarnado por los intelectuales de Contorno, con los que Sarlo tuvo relación pero también distancias, entre otras cosas, en esta definición de la relación entre intelectuales y política. Pero si no lo tomamos como categoría sino como simple sustantivo que define buena parte de su práctica vital y un atributo sobre cómo la ejerció, habría que reconocer que Sarlo fue una de las principales figuras de una generación de intelectuales que entre los 60 y 70 (algunos desde un poco antes) concibieron sus análisis literarios y culturales, sus relecturas de las tradiciones nacionales y sus elaboraciones teóricas justamente como una forma de intervención política, y que siguió esa premisa a lo largo de su vida sostenida en multiplicidad de escritos y polémicas.

En el breve e inevitablemente deficiente repaso que podremos esbozar aquí de algunas de las ideas que nos deja, habrá sobre todo disensos y críticas. A muchos podrá parecerles inoportuno en las presentes circunstancias, pero esperamos que puedan ver, en el compromiso de este disentimiento, una forma de respeto.

Contradicciones principales y secundarias

Sarlo fue parte de una generación de intelectuales que fueron cruzando sus pasos entre aulas universitarias, oficinas editoriales y bares pero, especialmente, en agrupamientos políticos en forma de revista. La abundancia de reseñas publicadas en estos días pueda quizás exculparnos de dar mayores detalles y nombres involucrados [1].

Una de las primeras revistas en las que Sarlo dejó su marca fue en Los Libros, que se lanzó al ruedo con un Onganiato ya en crisis, animada por Héctor Schmucler (participaron allí otros miembros de Pasado y Presente y de Contorno también) con el objetivo de profundizar en una crítica literaria que abrevaba en otras disciplinas, como la sociología o la comunicación, y que incorporaba nuevas teorizaciones, como las de Barthes o Althusser, en las que las producciones culturales o literarias se leían teniendo en cuenta sus relaciones con las determinaciones sociales e ideológicas. Por ese entonces Sarlo se definía peronista, pero fue a poco de incorporada al comité de redacción de la revista que se pasó al maoísmo, donde militaban Altamirano y Piglia –en distintas variantes–, y con ese pase se desestabilizaron los equilibrios internos de la revista, lo que terminó llevando a la partida de Schmucler y a una identificación política mayor entre los análisis de la revista y esa línea política. La revista continuó hasta el golpe del 76, pero en 1975 tuvo otra ruptura esta vez entre Piglia por un lado y el par Sarlo-Altamirano por el otro, a propósito de la defensa que el PCR hacía de Isabel Perón.

Pero fue en esa experiencia que terminó solidificando los vínculos entre los que terminaron siendo poco después fundadores, ya bajo la dictadura del 76, de Punto de Vista. En un panorama de persecución, detenidos-desaparecidos, exilios internos o externos y censura, con el apoyo financiero de Vanguardia Comunista –donde había militado Piglia– a través de Elías Semán y Rubén Kriscautzky, en 1978 salió el primer número donde los editores usaban seudónimos. Poco después Semán y Kriscautzky serían secuestrados, a pesar de lo cual el trío Sarlo, Altamirano y Piglia decidió seguir publicando la revista, según recuerda Piglia, “seguros de que nuestros amigos nos habían mantenido a salvo” [2]. Las condiciones obligaban también a la no mención explícita de cuestiones directamente políticas, aunque la política y la ideología estaban evocadas en el debate histórico sobre la cultura nacional y el debate teórico sobre las formas de hacer crítica cultural. En buena medida estas elaboraciones fueron la base de muchas de los trabajos posteriores que la identificarán, si se quiere, como una “escuela” de la crítica argentina –junto con su participación en la formación de nuevas generaciones a través de la vuelta a la Universidad ya terminada la dictadura, lo que en sí mismo daría para varios artículos más pero aquí deberemos dejar en pausa–.

Para cuando en 1981 los editores deciden firmar con sus nombres reales, la revista se reconoce como parte de una tradición que va de la Generación del 37 (del siglo XIX, una generación intelectual que por un momento creyó poder superar la división unitarios-federales) hasta Contorno como revista pionera, esa que había puesto en discusión tanto la tradición del liberalismo local como al nacional-populismo, y que en ese movimiento había descubierto o resignificado autores y problemas no discutidos hasta entonces en la crítica literaria tradicional. Esa impronta es la misma que rescata y de alguna manera usa para autodefinir su proyecto de lectura Sarlo en su artículo “Los dos ojos de Contorno”, de 1983, y que también está en la base del libro Una modernidad periférica (1988), donde parte de una especificidad argentina, que no es asimilable ni a la formación del campo europeo siendo un país periférico, pero tampoco enteramente al de otros países latinoamericanos en la “mezcla” particular que supuso la modernización local –en el posterior Borges, un escritor en las orillas, también está esta matriz–.

Punto de Vista, similar a Los Libros, incorpora perspectivas críticas de otras disciplinas, y relee desde allí autores no poco transitados, pero vistos desde otra óptica. Piglia leyendo a Sarmiento, por ejemplo, o artículos varios sobre la tradición de la revista Sur (contra la cual Contorno se había constituido) y, en el caso de Sarlo, especialmente, Borges –al que la tradición de Contorno por ejemplo había desestimado– y un por entonces aún novedoso Saer. En una conferencia de 2008 señalaba Sarlo reafirmando este camino:

… no hay que olvidar que, casi contemporáneos del boom, grandes escritores, como Juan José Saer o Manuel Puig, tomaban otros caminos: abiertamente experimental, en el caso de Saer; o encarando un trabajo original con las lenguas de la cultura popular, en el caso de Puig. Y ellos no obtuvieron los públicos que acompañaron a los escritores de los años sesenta y setenta (y que los siguen hasta hoy) [3].

El tratamiento de poéticas con rasgos experimentales o vanguardistas sería también constante en la revista, incluso cuando tiempo después aborda cada vez más la producción contemporánea.

Desde el punto de vista de las teorías en las que se apoyan, alejados ya del maoísmo y del estructuralismo, introducen y ponen en práctica nociones de la tradición inglesa de los estudios sobre expresiones de la cultura popular, la ciudad, los medios de comunicación, etc., de Williams o Hoggart. En una conferencia de 1992 en Cambridge, Sarlo ajusta cuentas con Althusser y Foucault y repasa extensamente por qué esta nueva perspectiva teórica le era fructífera –que relacionaba también con Gramsci–:

Contra el determinismo, Williams acuñó una noción de cultura concebida no como producto derivado del orden social que se constituye en otra escena, fuera de la cultura, sino como un sistema significante que está presente en todas las formas de la praxis. Una de las hipótesis centrales de su trabajo es la imposibilidad de separar las estructuras: la política, las artes, la economía, la familia y la organización de género forman parte de un continuo material y social. Además, la producción de significados es, para él, uno de los procesos centrales de la institución de la sociedad, que vincula las ideas y la vida material [4].

El repaso y posteriormente sus análisis sobre la posmodernidad muestran que, al menos en el terreno de las herramientas para analizar la cultura, Sarlo no abandonó del todo las referencias a autores marxistas como sí, más tajantemente, lo haría en el terreno político.

Del marxismo al social-liberalismo

Es también por estos años que ya transitan el fin de la dictadura en los que despunta como tema, y crecientemente posicionamiento político, el de la “cuestión democrática”. Altamirano relata en una entrevista su “viraje de expectativas políticas” en un viaje a Europa compartido con Sarlo en 1979 donde adoptaron la “cuestión democrática” como estrategia y rompieron con su pasado marxista [5]. No estuvieron solos en ello a nivel local: previamente a la vuelta de la democracia, Sarlo y Altamirano habían entablado discusiones con algunos de los intelectuales exiliados que formaron parte de Pasado y Presente y que publicaban por entonces Controversia en su exilio en México. Terminando la dictadura, y aunque no coincidieran con la postura a tomar frente a la guerra de Malvinas –volveremos sobre esto–, esos lazos se solidifican en todo un sector de la intelectualidad local que, aún con matices, cuestiona su militancia en proyectos revolucionarios y adopta la democracia “a secas” como horizonte político. Incluso llegan a encarnar un proyecto común, el Club de Cultura Socialista y la revista La Ciudad Futura. Punto de Vista seguiría publicándose de forma independiente con su propia agenda cultural, aunque la coyuntura política cobraría mayor espacio [6]

La editorial del número 17 de Punto de Vista, de 1983, reconoce las controversias que seguramente traerá la apertura democrática entre los que hasta ese momento habían estado en el “campo” antidictatorial, y enuncia una primera formulación de su posición: “una sociedad se democratiza no solo en las modalidades del ejercicio político, sino en la producción de nuevas condiciones económicas, sociales y culturales, que conviertan a ese ejercicio en una posibilidad efectiva”.

En el número 21 (“Una alucinación dispersa en agonía”, de 1984), Sarlo apuntaba a revisar la “violencia revolucionaria” –tema planteado ya por Schmucler en el exilio y que volverá como debate en los 2000 con Sarlo otra vez de protagonista–: “Nuestra autobiografía tiene un lugar abierto para nuestras responsabilidades: somos una parte de lo ocurrido en la Argentina, y haber sufrido más no es una razón para que en la reconstrucción del pasado nos olvidemos de nosotros”. Otro artículo, en el número 25 de 1985 (“Intelectuales: ¿escisión o mímesis?”), a modo de “autobiografía colectiva” destaca la voluntad de discutir con la tradición de izquierda y peronista revolucionaria; la crítica a la “canibalización” del discurso intelectual por el discurso político, que habría convertido a los intelectuales en “siervos” del partido o de líderes carismáticos; una concepción de la revolución como horizonte inevitable que había volado por los aires; y la lección de que “pedir lo imposible no implicaba conseguir lo posible, sino, por lo general, todo lo contrario”. Advierte también que es necesario, a pesar de todo, no cambiar los antiguos deseos por un nuevo conformismo que descarte la problemática de la desigualdad”, aunque reconoce en la crisis de los referentes políticos y la indeterminación de las propias posiciones, la oportunidad de que los intelectuales ejerzan “su libertad”.

Pero para un sector del Club de Cultura Socialista, Sarlo entre ellas, haberse liberado de la “canibalización” de los partidos de izquierda supuso… la participación más o menos directa, a modo de “consejeros”, en distintos proyectos políticos del régimen. Inicialmente, el apoyo explícito del alfonsinismo. Sarlo fue una de quienes más se comprometió en ello y lo defendió como redefinición del proyecto político de Punto de Vista, lo que llevó a la ruptura de, por ejemplo, Piglia [7]. De Ípola da cuenta de las relaciones estrechas de un sector de Punto de Vista con el Grupo Esmeralda cuando relata que parte de lo que sería el discurso de Parque Norte de Alfonsín había salido publicado en la revista [8]. Sarlo misma reflexionaba en la revista editada por el Club, La Ciudad Futura número 2 de 1986, que no tenía nada diferente para decir a las iniciativas presidenciales, que sintonizaban con sus “zonas de preocupaciones”. No fue sino hasta la llegada de la Ley de Punto Final que se presenta una crisis alrededor de la defensa que los socios “gramscianos” hacen de la política del gobierno, basados en la pragmática razón estatal. Sin explicitar la discusión, La Ciudad Futura dejará de contar con los miembros de Punta de Vista. Sin embargo, Sarlo no abandona allí el Club sino con la llegada del menemismo, cuando el frente intelectual progresista entre “socialistas” y “peronistas renovados” parece imponerse nuevamente. Después de que Sarlo se fuera a colaborar con el armado del Frente Grande, junto con Altamirano, Nun y González, entre otros, acompañaron en 1990 el proyecto político de Auyero con la edición de La Mirada –con las mismas ilusiones centroizquierdistas Sarlo y Altamirano acompañaron después a Chacho Álvarez hasta el Frepaso, y aunque no llegaron a participar directamente del armado de la Alianza, depositaron en la presencia de Chacho y Meijide sus expectativas.

Quizás fue Portantiero quien resumía allá por 1984 más explícitamente el giro de estos agrupamientos: “parece también evidente que el socialismo no podría prescindir de la acumulación cultural y política que implican ciertas adquisiciones del liberalismo” [9]. La descripción bien le cabe a Sarlo, que con los años pareció identificarse cada vez más con el liberalismo republicano –y en ese sentido criticando al peronismo–, aunque incluso años después esta sigue considerando que en Argentina las tendencias “decisionistas” han sido a veces necesarias allí donde la deseada república no termina de resolver el problema de la “redistribución” [10]. Por eso en viejos trabajos hemos llamado a este sector de la intelectualidad local como “social-liberal”, aunque sus derivas políticas y herramientas de análisis político, el especial en el caso de Sarlo, giraron cada vez más alrededor de las instituciones y menos de las dinámicas sociales.

Esta perspectiva no está solo en sus artículos más directamente políticos, sino en algunas de sus elaboraciones culturales. Por ejemplo, en La pasión y la excepción, de 2003, donde alrededor de un análisis semiótico de la figura de Eva Perón, del asesinato de Aramburu a manos de Montoneros y de un cuento de Borges, los 70 son medidos contra la “norma” liberal republicana. Su respuesta a la pregunta retórica que allí se plantea –“¿se podía leer bien en los 70?”– es categóricamente un no en la medida en que la pasión había nublado la razón, y en este caso, las extralimitaciones de los izquierdistas nublan la posibilidad de constitución de una salida institucional. Pero habría que decir que la pasión de los 70 fue la revolución: Sarlo elije como una de sus cifras el “ajusticiamiento-asesinato” de Aramburu, iniciático para Montoneros, y no en cambio la acción colectiva y contundente del despertar de masas que terminó con la dictadura de Onganía, el Cordobazo. La elección de un ajusticiamiento y no de una semiinsurrección de masas está al servicio de hacer pasar la idea de revolución en el horizonte que funcionaba detrás de ellas por un mero acto de venganza. Es que admitir el constante resurgimiento (a pesar de la normalización de la democracia burguesa) de lo aquí puesto en paralelo con la barbarie sería admitir la existencia, a veces controlada y a veces jugando todas sus fuerzas, de la lucha de clases, que no solo no siempre pueden contener las instituciones del régimen democrático-burgués sino que pueden llegar a replantearlas de conjunto.

Una muestra más de esta ceguera o minimización del “abajo” y su incidencia en los movimientos “por arriba” es la postura frente a la guerra de Malvinas que hiciera Punto de Vista [11], a la cual Sarlo va a agregar nuevos capítulos, por ejemplo en su libro Viajes, donde relata un viaje a las islas muy posterior. La posición adoptada cuando estalló la guerra fue el “derrotismo” para Argentina a manos del imperialismo inglés, como única forma de desgastar y terminar con la dictadura militar. Sin duda la derrota de Malvinas fue un elemento importante de desgaste del régimen militar, pero en ese recuento no tienen ningún lugar las luchas de resistencia que aún en duras condiciones la clase obrera llevó a cabo durante la dictadura, y que fueron socavando al régimen. Por otro lado, los atendibles argumentos sobre los objetivos que la dictadura buscaba y la denuncia del patrioterismo militar que los militares propagandizaban y utilizaban a su favor, que fueron parte de la discusión de la época e incluso de representaciones literarias donde aparecen en su complejidad, es analizada políticamente en términos lineales. Discutir el nacionalismo hueco de la clase dominante argentina es necesario, pero solo puede hacerse desarmando la amalgama de objetivos, de sufrimientos supuestamente compartidos que esta pretende hacer identificando sus intereses con los de la nación. A ese problema podrían haber contribuido los antecedente marxistas de Sarlo, al menos para ahora desdecirlos, pero solo logra oponerle un ambiente políticamente “ordenado” de las islas donde parece encontrar trazas de ese republicanismo europeo que admira y del que Latinoamérica, siempre propensa al populismo, carecería. Pero además, el razonamiento evita profundizar la discusión política sobre las consecuencias, que no fueron solamente la caída de la dictadura: esa derrota implicó nuevos lazos de sometimiento del país al imperialismo y el espaldarazo que dio a Thatcher para la consolidación del neoliberalismo a nivel internacional, que aquí tuvo origen en buena parte del andamiaje instaurado por la dictadura que ningún gobierno democrático posterior cuestionó hasta hoy, y cuyas consecuencias más inmediatas se vieron en el menemismo, del que Sarlo fue opositora.

En esto, Sarlo parece estar muy lejos de otra de las figuras que leyó y recuperó teóricamente en la revista y en sus libros: Walter Benjamin, quien no solo supo criticar a la social-democracia de su época como liberal, sino que contrapuso a ello un “punto de vista” de clase que se sostenía, en buena medida, en la confianza en lo que pudiera surgir por abajo, desde la base, como fuerza social que mueve la historia. O dicho de otro modo, el espectro de la revolución social.

En ese sentido es muy acertada la definición que hace Piglia no solo respecto al posicionamiento político, sino incluso respecto a los límites que eso impone a los análisis críticos-teóricos de Sarlo:

A mi juicio, no se trata solamente del marxismo como crítica del capitalismo, sino de la revolución como un concepto que me permite también entender el pasado. Para mí, la revolución no es solamente las catástrofes que las revoluciones produjeron, sino el tipo de lectura que tenés que hacer de las experiencias cuando pasan, digamos (o sea, los momentos de corte, de cambio de velocidad de los conflictos políticos, de aceleración); es algo que me permite pensar. Yo creo que ellos [Sarlo y Altamirano], más que tirar abajo el marxismo, tiraron abajo el concepto de revolución. […] Yo digo aquí que no se puede pensar la historia si no se tiene el concepto de revolución. Yo no sé lo que va a pasar en el futuro. No sé si las revoluciones van a terminar asesinando a la gente, no sé. Pero no me parece que se pueda ser un historiador si no se tiene ese concepto, por más democrático y liberal que uno sea. No sé cómo hacen ellos para analizar los procesos históricos, para pensar la resolución de los conflictos, no sé [12].

Menemismo, 2001 y después

La década de 1990, menemismo mediante, supuso varios cambios en el trabajo de Sarlo. Su libro Escenas de la vida posmoderna. Intelectuales, arte y videocultura en la Argentina, de 1994, daba cuenta de los cambios culturales como la aparición de los shoppings o la creciente preponderancia de los medios digitales. Siguieron otros abordajes, también en la propia revista, donde los medios y otras producciones artísticas como las artes plásticas, el cine y la televisión, cobraron peso –sin que el análisis literario dejara de estar presente–. Pero en este libro marcaba una serie de discusiones más en general sobre la ubicación de la intelectualidad.

El análisis de Sarlo observa que la proliferación de expertos y asesores en los medios dejaban poco margen en la escena política la intelectualidad humanista-progresista (que se había reencontrado en el antimenemismo). Pero mientras algunos se pertrechaban como “reserva moral” en la Academia, Sarlo insistía en la necesidad de que los intelectuales “hagan política”, se posicionen en la escena nacional, participen de las discusiones cotidianas, intervengan tanto en la “alta” como en la “baja” cultura y aprovechen el espacio mediático, aún para criticarlo. El intelectual debía entenderse como aquel que “desordena” y genera nuevos “objetos” de discusión, esto es: ni demasiado separado del horizonte de las masas, concibiéndose a sí mismos como vanguardia (como lo hacía el viejo “intelectual comprometido”), ni demasiado adaptado a los vaivenes políticos culturales circunstanciales, los manejos mediáticos o las exigencias de utilidad [13]. En términos habermasianos, según señala Mercader, “tenían el rol social de fomentar la democratización de su propia cultura” [14].

Desde esta perspectiva es que Sarlo parece haber definido apostar a una mayor participación en medios de difusión masiva, desde una columna en la revista Viva de Clarín hasta los medios radiales y televisivos, en la medida en que lo contemplaban. Algo que, como recordó por estos días Daniel Link, “Las cacatúas universitarias negaban con la cabeza, porque les parecía que con esas intervenciones se ‘rebajaba’ a niveles que no se correspondían con la autoridad que da el magisterio” [15]. Así y todo, y habiendo logrado convertirse en una figura pública relativamente conocida y consultada, las referencias a la tarea que llevaba a cabo parecen volverse más adornianas que antaño. En una conferencia de 2010 decía:

A los intelectuales que nos ocupamos de arte, probablemente nos toque aceptar que nuestro discurso es minoritario respecto del de los medios (como lo es el de zonas fundamentales del arte) y que, pese a ello, conserva una dimensión crítica indispensable tanto frente al pesimismo histórico, que resuena con ecos casi siempre elitistas, como al optimismo, que confía en que el mercado o la tecnología nos ofrezcan a cada uno la pequeña isla estética donde nos gustaría vivir [16].

Lo que es quizás una constante con la etapa previa es que entre estos fenómenos, las masas aparecen siempre como trasfondo y nunca como sujetos activos. Por ejemplo, en el análisis sobre la proliferación de shoppings, culmina describiendo cómo en sus patios de comidas se sientan a comer las sobras los excluidos del boom consumista. Podría argumentarse el momento político: para los primeros años del menemismo, y después de la nueva derrota que significaron la desarticulación de las condiciones de vida del paso de Alfonsín a Menem, distintos sectores lucharon contra los planes menemistas pero desarticuladamente, y recién comenzaban los primeros estallidos provinciales. La estabilidad lograda y en parte estos discursos de la llegada del derrame del “primer mundo” le permitían ganar apoyo social. Faltaba aún para que comenzaran a desarrollarse, por ejemplo, los primeros movimientos de desocupados y procesos como el Cutralcazo. Pero la solución propuesta por Sarlo no es nunca una alternativa que signifique un protagonismo de las mismas masas, sino a lo sumo un mecanismo de regulación y provisión estatal que equilibre las diferencias, tales como la escuela o un espectro de políticas culturales que hagan accesible a mayor cantidad de ciudadanos herramientas para unas masas que, como plantea Sarlo, “hacen lo que pueden” con la cultura, la educación y las instituciones. Las referencias, tanto en sus elaboraciones como en la revista, comienzan a tomar más tintes habermasianos que los de un Williams o un Hoggart.

Pero la condescendencia y el consejo se transforma en grito de alarma cuando las masas deciden actuar por su cuenta y demuestran que pueden hacer mucho más. Eso fue lo que marcó su lectura de la crisis de 2001. Las intervenciones de Sarlo muestran pretendidos “diálogos” con el sentimiento popular para convencernos de que la defensa de las instituciones “no es conservadurismo” sino la referencia que nos permite un cuestionamiento paulatino a los problemas sociales apelando a que “es el conflicto entre instituciones lo que hace dinámicas a las sociedades” (nadie que haya pasado por el marxismo puede no escuchar allí un burdo eco a un manifiesto famoso). Y por las dudas aclara: “Incluso para una mirada caracterizada por la positividad de la transgresión, la existencia de instituciones está en la base de las posibilidades transgresoras” [17]. La propuesta más radicalizada que llegó a apoyar fue la campaña lanzada por Punto de Vista lllamando a una Asamblea Constituyente, pero no para fundar sobre nuevas bases el régimen político, ni siquiera para sacarnos de encima a sus desprestigiados personeros, sino para recubrir sus instituciones con un manto de legitimidad dado por un gesto de “renunciamiento” republicano a los intereses y negociados habituales. La misma editorial de Bazar Americano (sitio web de la revista) llamando a esta campaña explicaba que sus fundamentos no eran una respuesta a las masas movilizadas sino una necesidad del propio régimen para evitar un mayor y definitivo deterioro [18].

La llegada del kirchnerismo redibujó, entre otros mapas, el de la intelectualidad progresista, reviviendo la oposición entre social-liberales a lo Sarlo y “nac&pop” identificados ahora con un peronismo progresista. Los diálogos y apoyos electorales de Sarlo por esos años estuvieron más ligados al “socialismo” de Santa Fé o a figuras como Stolbizer. Son también los años en los que llega a su fin el proyecto de Punto de Vista, que Sarlo despide diciendo en su editorial de 2008: “Podríamos seguir produciendo buenos índices y recibiendo buenos artículos, pero algo ha comenzado a fallar y es mejor reconocerlo ahora, cuando no se ven consecuencias, que en un capítulo decadente. Una revista que ha estado viva treinta años no merece sobrevivirse como condescendiente homenaje a su propia inercia. Por eso el número 90 es el último” –en 2004, una escisión del comité editorial terminó con la partida, entre otros, de Altamirano–.

De las múltiples discusiones entabladas, que como son más recientes el lector podrá encontrar más rápidamente en multiplicidad de medios y en notas previas en este espacio, señalemos una que de alguna manera pinta a ambos oponentes: el debate por los juicios de lesa humanidad y la apertura de un museo en la ESMA. La reacción y las lecturas que Sarlo hizo entonces parece haber radicalizado elementos que ya estaban planteados, como el reclamo a “hacerse responsables” ellos mismos de la violencia revolucionaria del pasado, pero que no podían plantearse igual después de que la doctrina oficial adoptada por el Estado por décadas fuera la teoría de los “dos demonios” y de que ese Estado garantizara impunidad. En la disputa política, Sarlo esgrime argumentos falsos, como que esos “juicios no se han paralizado hasta hoy” [19], o apela a los problemas que, en su visión, contemplan los distintos relatos que emergieron en oposición a la teoría de los dos demonios, que el Estado estaría adoptando con manifiesta parcialidad:

Esta convicción empezó a aparecer, muy tímidamente, como discurso público legitimado por las propias víctimas y organizaciones solo después del Juicio a las Juntas. Y, en especial, con la radicalización de algunas de las organizaciones de derechos humanos, como la fracción de Madres de Plaza de Mayo encabezada por Hebe de Bonafini, que reivindicó decididamente la actividad revolucionaria de los desaparecidos y se convirtió en un polo ultraizquierdista, castrista, con fuertes marcas del discurso de los años setenta. También la organización HIJOS buscó darle un sentido al asesinato o la desaparición de sus padres, siguiendo las pistas de un compromiso político radical sobre el que se sostuviera una reconciliación entre el desvalimiento sufrido en la infancia y la actividad de sus padres como militantes revolucionarios [20].

Arrancar la discusión con etiquetas macartistas (convengamos en que los casos citados son mayormente reivindicación de militantes peronistas, no de la izquierda) o con especulaciones sobre las razones psicológicas de las víctimas, denota en encono que aparentemente tiene su causa en el supuesto desafío a las instituciones (estatales, museísticas, etc.) que Sarlo considera, llamativamente para alguien que fue marxista pero incluso para cualquier teórico más o menos crítico y realista, neutrales. Pero lo que queríamos señalar aquí es algo que ya mencionamos como constante: el nulo protagonismo concedido a las masas, o a la sociedad civil, según el marco teórico adoptado.

No fue el Estado ni el kirchnerismo los que concedieron esos juicios o pusieron en la picota la teoría de los dos demonios: fue el movimiento de masas, en las calles durante décadas reclamando contra la impunidad impuesta por los gobiernos “democráticos”, una herida que con distintos intentos nunca llegó a cerrar, y especialmente después de una demostración de fuerzas como la del 2001, la que hizo necesario este cambio de política [21]. En esto como en otros debates entre social-liberales y nac&pop, se da una paradoja: los kirchneristas le endilgan a Sarlo ser gorila, antinacional y demás beldades. Y Sarlo ha sabido tirarles con artillería pesada por demagogos, institucionalmente desprolijos y populistas –aunque supo también reconocerle algunas virtudes, como en La audacia y el cálculo (2011) o entablar diálogos con algunos de sus representantes–. Pero lo cierto es que el kirchnerismo en sus momentos más “de izquierda” fue precisamente el que vino a recomponer el poder y las instituciones estatales en crisis… como aconsejaba Sarlo en el 2001. Lejos ya en el tiempo, estos episodios nos recuerdan que el problema es la defensa de la democracia argentina burguesa y dependiente a secas, o con algún grado más o menos de redistribución; y que por otro lado y desde entonces no hizo más que degradarse, salvo cuando fueron precisamente las masas en las calles las que pusieron algún límite o le arrancaron algún derecho [22].

Coda

En uno de los textos incluidos en su último libro publicado –escrito en 2001–, donde además recurre a la experiencia del “no entender” –que por lo que contó en estos días su editor fue el título que eligió para su autobiografía, pronta a publicarse–, decía Sarlo:

Comencé a darme cuenta de que no entender era una de las experiencias centrales de la relación con la literatura y el arte, por lo menos en lo que llamamos la cultura moderna. […] casi todos los textos modernos escondían su hechura a mis ojos. Y eso los volvía tan fascinantes. Detrás de esa fascinación operaba una idea de cultura. Para decirlo rápidamente: una cultura no era lo que se sabía ni consistía en los objetos familiares, sino en lo desconocido. La cultura no era próxima, sino extraña y remota. La cultura no era un refuerzo de mi identidad, sino un desafío que la ponía en cuestión. Esta concepción agonística de cultura tenía al conflicto (social, estético, ideológico) como su impulso [23].

Esto podría ser obvio en décadas previas, y quizás incluso hasta los 90; de hecho, probablemente muchos identifiquen la definición de “intelectual” justamente con esa voluntad de tomar la palabra pública aportando al debate desde determinados saberes; pero no lo es tanto desde que el neoliberalismo posmodernizado decretó fines de historias, de ideologías, relativismos absolutos y cuando la farandulización de la política acompañó una creciente academización de la tarea intelectual que en buena medida se sostiene hasta hoy. Sarlo fue un eje central de la formación de ese tipo de espacios tan vitales en nuestra tradición cultural, de esas revistas-agrupamiento que reunían a intelectuales que podían o no dar clases, trabajar en una editorial o formar parte de algún partido político, es decir, que buscaban intervenir por fuera del nicho académico que les correspondería, y una de las que logró sostener alguno de los más duraderos. Fue también quizás la que más buscó y ejerció otras formas de intervención pública, desde los medios masivos hasta el armado político de distintos proyectos partidarios progresistas no-peronistas que –que en un artículo reciente Pablo Marchetti englobó como el “socialismo de Palacios”, recordando también que ante la falta de una alternativa tal, votó en algunas oportunidades al FIT, sin compartir su perspectiva pero porque “al menos culturalmente significaba mantener viva la identidad de izquierda”–. En ese sentido, Sarlo mantuvo su propia “promesa”, sus propias palabras sobre lo que debería incumbir a una intelectual, hasta el final. Pero también fue comprometida con sus argumentos: sus giros políticos y teóricos nunca fueron timoratos. Sin esquivar explicitarlos como cambios de posición, no parecían ser nunca una autojustificación de su propia trayectoria sino la manifiesta determinación de polemizar con otros y consigo misma, y sobre todo de convencer a otros para acompañarla [24]. En estos tiempos, ese tipo de compromiso es un bien que escasea.


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NOTAS AL PIE

[1Hay además probablemente cientos a esta altura de estudios, comentarios y entrevistas a los protagonistas. El más reciente es el libro Punto de Vista, historia de un proyecto intelectual que marcó tres décadas de la cultura argentina, de Sofía Mercader, que resume buena parte de estos entretelones (Bs. As., Siglo XXI, 2024, edición digital).

[2Piglia, Los diarios de Emilio Renzi. Un día en la vida, Bs. As., Anagrama, 2017 p. 82. Mercader recoge el recuerdo de Sarlo en el mismo sentido en una entrevista de 2013 aunque con algunas variantes como la intervención de Nicolás Rosa en el mismo sentido de continuar con la publicación (ob. cit.).

[3“La literatura y el arte en la cultura de la imagen”, compilado en Sarlo, Las dos torres, Bs. As., Siglo XXI Editores, 2024, edición digital s/p.

[4“Para pagar una deuda”, compilada en Las dos torres, ob. cit.

[5Javier Trímboli (entrevistador y compilador), La izquierda en Argentina, Buenos Aires, Manantial, 1998, p. 18. Comparten aquí la trayectoria de muchos otros intelectuales europeos que, provenientes del maoísmo y frente a la decepción con la “revolución cultural”, luego del Mayo Francés transformaron su propia versión mecánica del marxismo en un fantoche con el cual se hacía fácil discutir como forma de justificar su paso mayoritario al liberalismo. Para un resumen de esta misma operación realizada, por ejemplo, por la revista europea Tel Quel, ver Perry Anderson, Tras las huellas del materialismo histórico, México, Siglo XXI, 1988.

[6Hubo también, en este panorama, voces críticas a este giro, también reunidas en forma de revistas, como Pié de Página (1983-1985), Mascaró (1984-1986), Praxis (1983-1986) o La Bizca (1985-1986).

[7Piglia relata en una entrevista: “En un momento determinado, la cuestión de la democracia empieza a ser un tema de oposición política; nosotros estamos unidos en la cuestión de Malvinas, contra la guerra, sacamos una declaración… Somos un grupito de nada, la verdad: todo el mundo está a favor. Y ahí aparece Carlos con un artículo de un tipo que se llama Caputo, y yo les digo: ‘Che, ¿quién es este tipo, Dante Caputo?’, y me dicen: ‘No, es un tipo que…’. El tipo manda el artículo y después lo retira. Después me entero que Alfonsín no lo dejó publicar el artículo, y el tipo lo retira… O sea que ellos están, paralelamente, entrando ya en un tipo de combineta más política”. Piglia, Tarcus y otros, Introducción general a la crítica de mí mismo, Bs. As., 2024, edición digital s/p.

[8Entrevista de Pavón en Los intelectuales y la política en Argentina, Bs. As., Debate, 2012, p. 112. De Ípola, tanto como Portantiero y Bufano (que eran parte de Controversia), eran parte de ese grupo de consejeros-colaboradores de Alfonsín que se conoció como Grupo Esmeralda por la calle donde estaba la oficina donde se reunían.

[9Citado en Mercader, ob. cit.

[10Entrevista en Trímboli, ob. cit.

[11El Grupo de Discusión Socialista (Aricó, de Ípola, Nun y Portantiero, entre otros) desde el exilio publicó una declaración titulada “Por la soberanía argentina en las Malvinas, por la soberanía popular en la Argentina” señalando que se trataba de una demanda justa más allá de las intenciones de la Junta Militar. Hubo discusión entre ambos grupos a raíz de lo que consideraban un apoyo al régimen, y otra declaración publicada en Nueva Presencia, entre cuyos firmantes estaban Sarlo, Altamirano y Gramuglio, de Punto de Vista, señalaba el uso manipulativo que la dictadura hacía de la guerra para lavarse la cara. Otro hito de esta discusión fue la aparición en 1985 del ensayo de Rozitchner Malvinas, de la guerra “sucia” a la guerra “limpia”, que generó nuevas polémicas y que, aunque expresándose esporádicamente, han continuadohasta hoy.

[12Piglia, Tarcus y otros, ob. cit.

[13Ver Beatriz Sarlo, “Intelectuales” en Escenas de la vida posmoderna, el apartado del mismo título en Tiempo presente, de 2001, y “Ya nada será igual” en Punto de Vista 70.

[14Mercader, Ob. Cit.

[15Como diría Sarlo, “me autocritico fuertemente” por haber, hace muchos años y sin apelar al magisterio que no tenía ni tengo, a criticar esas columnas, pero como ella “mantengo mi crítica”: no son creo sus mejores intervenciones aunque ello no impugna el gesto.

[16“La literatura y el arte en la cultura de la imagen”, en Las dos torres, ob. cit.

[17Beatriz Sarlo, Tiempo Presente, Bs. As., Siglo XXI, 2001, p. 224.

[18“Asamblea constituyente: por un nuevo pacto” en http://www.bazaramericano.com.

[19“Vocación y memoria. Verdad y museo”, de 2006, en Las dos torres, ob. cit.

[20Ídem. En otras intervenciones las denomina “discurso único”.

[21El “relato” de la izquierda, que tampoco es el que cuestiona reduccionistamente Sarlo mirando solo a las instituciones y a quienes circulan por ellas, se trato de un intento de contener esa demanda más que para radicalizarla. Ver Castillo, “Elementos para un ‘cuarto relato’ sobre el proceso revolucionario de los’ 70 y la dictadura militar”, Lucha de Clases 4, 2004.

[22En otros materiales hemos planteado que los desencuentros entre determinados grupos de intelectuales marxistas y organizaciones políticas de izquierda es indisociable de una historia de la izquierda argentina (incluyendo ambos subconjuntos), cuyo desarrollo desde mediados del siglo XX estuvo marcado por la oscilación constante entre los dos grandes polos que caracterizan a la política en nuestro país: el peronista y el republicano-liberal. La lectura de esas derivas son un elemento necesario para formular otra posible hipótesis, que es desde donde las leemos: que esta vez sea la izquierda la que logre capitalizar rupturas con las variantes de conciliación de clases de una franja de la clase trabajadora argentina, del movimiento estudiantil, del movimiento de mujeres y de la intelectualidad.

[23“La literatura en la esfera pública”, Las dos torres, ob. cit.

[24Según declaraciones variadas de quienes compartieron espacios con ella, Sarlo también se destacaba por su enorme capacidad de trabajo. Lo dejo para una nota al pie no para negarla sino porque cuando estas virtudes se encuentran en un varón, probablemente se describan como capacidades dirigentes o inspiradoras, pero cuando se trata de una mujer suele olerse un cierto tufillo de dejar inferido que con cierta “insistencia” o capacidades “organizativas”, cualquier persona biendispuesta podría jugar el mismo rol. No lo creo.
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Ariane Díaz

@arianediaztwt
Nació en Pcia. de Buenos Aires en 1977. Es licenciada y profesora en Letras y militante del Partido de los Trabajadores Socialistas (PTS). Compiló y prologó los libros Escritos filosóficos, de León Trotsky (2004) y El encuentro de Breton y Trotsky en México (2016). Es autora, con José Montes y Matías Maiello de ¿De qué hablamos cuando decimos socialismo? (2024) y escribe sobre teoría marxista y cultura.