×
×
Red Internacional
lid bot

LIDTERATURA // UN ENCUENTRO DE MUJERES. Seis de la tarde, sandalias con tiritas

En el fin de semana del 34 Encuentro Plurinacional de mujeres y disidencias, compartimos un relato conmovedor sobre una hija, una madre y una abuela, en un mundo de fábricas cenicientas, con olor a jabón y lavandina.

Viernes 11 de octubre de 2019 18:20

Mi abuela, que se llamaba Estanislada, me decía todos los días, cerca de las seis de la tarde: “vaya a ver a su madre, bien peinada, vaya a darle un beso a su mamá”.

Vivíamos en una cortada, rodeados de fábricas. En la más grande, la que tenía pared de ladrillo a la vista, trabajó mi mamá mucho antes de que yo naciera. Tenía una sirena enorme, recuerdo escucharla a las diez de la noche, cuando salían los obreros del turno tarde.

Te puede interesar: Claudia Piñeiro: “Mis obsesiones literarias de pronto estaban en la calle y yo salí también”

Pasaba con mi abuela muchos días a la semana porque mis papás trabajaban y no había quién pudiera cuidarme. Me recuerdo pequeña. Ella me peinaba con dos trenzas. Los moños me los hacía con cintas de tela de un viejo acolchado amarillo. Pelo negro, moños amarillos. “Vaya a darle un beso a su mamá”. Seis de la tarde.

Iba caminando hasta donde la vería a ella. Tenía que pasar por la vereda de la vieja fábrica textil, la de la sirena, costeaba toda la fábrica, no había vereda, sólo unas baldosas para poder pisar en un caminito de tierra, muy angosto. No me gustaba ir por ahí. Las ventanas de la fábrica, todas iguales, se veían enhollinadas, oscuras. Yo imaginaba que alguna vez la fábrica se había incendiado. Pensaba en gente atrapada por el fuego, muriendo. “No quisiera nunca trabajar acá, en ninguna fábrica”. Tenía la idea de que la fábrica era un lugar oscuro por dentro. Las fábricas abandonadas me daban miedo. Ahora quisiera tomarlas, llenarlas de trabajadores, de mujeres riendo, mujeres sanas, fuertes, sin dolor en nuestras espaldas, sin superiores que nos maltraten, sin patrones que nos exploten. Pero entonces tenía seis o siete años y les temía. Eso pensaba mientras caminaba. Eso y en por qué no podía tomarme el colectivo con ella. “El viernes mi amor, el viernes mamá te lleva”.

Quería contarle que calqué unos mapas, que me eligieron de nuevo para leer la presentación del acto en la escuela, pero iba enojada. Quería verla y a la vez no, porque sabía que serían apenas unos minutos. Llegaba a la calle Estrada y me quedaba parada al lado de un poste. No podía cruzar, pasaban muchos colectivos. “Quedate ahí, tu mamá te va a ver”.

Ella, que se llamaba Nora, trabajaba en una fábrica chiquita, al fondo de una casa, justo enfrente de donde yo me paraba. De ahí veía la puerta del costado, mucha ansiedad hasta que esa puerta se abría. Salían las chicas, sus compañeras y me miraban. Yo con mis trenzas, paradita ahí, puro enojo y felicidad a la vez. Sus ojitos, su sonrisa. Ella salía apurada y al mirar hacia enfrente me veía. La sorprendía. Cruzaba corriendo. “Mi amor, ¿la abuela te mandó? ¿La abuela te peinó? ¿Tomaste la leche?” No olía mal. No olía a alcohol. Ahí era una mamá que salía de trabajar. Olía a plástico, fabricaba jarritos y fuentecitas de plástico, le estampaba unas guardas de flores en los bordes.

Esa era mi mamá, con sus carteras coloridas, sus sandalias. No olía a alcohol. Unos segundos. Se me salía el corazón del pecho. “Llevame a casa”. Acariciaba mis mejillas con sus manos callosas, olían a jabón y lavandina.

Esperaba que se tomara el colectivo, recuerdo las tiritas de sus sandalias al subir las escaleritas, sus talones, una obrera que había tenido sus cinco minutos más vivos del día.

Hoy entiendo. Hoy me treparía al colectivo, me agarraría de sus piernas, mamá llevame con vos, a la casa donde el baño quedaba afuera, en el patio, la casa donde la cocina estaba separada de los cuartos y en la ventana crecía un malvón.

No odiaba la vereda de la fábrica, ni sus ventanas, no odiaba los moños amarillos que me ponía mi abuela. Lo que no quería era volverme sola. El olor a jabón y lavandina se quedaba en mis mejillas, los tacos de sus sandalias en la escalerita, los veo, me duelen, todavía.

Hoy entiendo, hoy la pienso, cuando veo a mis compañeras de la fábrica subir apuradas a los colectivos, para viajar a sus casas, combinando horarios, corriendo para llegar a la hora en que salen de la escuela sus hijos, las obreras buscando su mejor momento del día.

Niñas de trenzas guardan aún en su memoria unas sandalias con tiritas.