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Cine. "Sin novedad en el frente": una opinión desde la salud mental y la literatura

La película, ganadora del Oscar a Mejor Película Extranjera, y la novela en la que está basada, reflejan la vida en las trincheras y los efectos psicológicos que tuvo en millones de soldados.

Pablo Minini

Pablo Minini @MininiPablo

Viernes 17 de marzo de 2023 17:28

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La película extranjera ganadora de la 95 entrega de los premios Oscar, fue la alemana Sin Novedad en el Frente. El frente del que se trata es el occidental durante la Primera Guerra Mundial y cuenta la vida de un grupo de soldados en las trincheras en medio de la brutalidad de la masacre continua.

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Lenin dejó bien en claro de qué se trataba esa guerra: “Anexar tierras y sojuzgar naciones extranjeras, arruinar a la nación competidora, saquear sus riquezas, desviar la atención de las masas trabajadoras de las crisis políticas internas de Rusia, Alemania, Inglaterra y demás países, desunir y embaucar a los obreros con la propaganda nacionalista y exterminar su vanguardia a fin de debilitar el movimiento revolucionario del proletariado: he ahí el único contenido real, el significado y el sentido de la guerra presente”.*

La película está basada en la novela homónima de Erich María Remarque, de 1929. Tuvo otras dos adaptaciones al cine, en 1930 (ganó el Oscar a Mejor Película) y en 1979.

Remarque combatió en la Primera Guerra Mundial. Fue herido en el frente y luego destinado a tareas administrativas. Sus novelas tienen un claro mensaje antibelicista y hablan de la vida en el frente de batalla. También en otras, como Sombras en el Paraíso, habla sobre el desprecio que les toca vivir en la sociedad, a los combatientes derrotados una vez que la guerra acaba. Remarque fue un confeso pacifista, anti nacionalista y un detractor del régimen nazi. Él siempre se declaró a-partidario, aunque en sus escritos siempre se destaca cierta lectura de una sociedad de clases, siendo siempre los apátridas y los trabajadores las víctimas del sistema. En un pasaje de la novela el narrador y protagonista, Paul, un estudiante de veintiún años, dice que “los más razonables eran, sin duda, la gente sencilla y pobre; enseguida consideraron la guerra como un desastre, mientras que, por el contrario, los acomodados no cabían en su piel de alegría”. Y en otro pasaje los soldados, que son estudiantes, campesinos, pequeños comerciantes, hablan de lo que harán cuando termine la guerra. Uno de ellos, minero, dice que, si por él fuera no se iría nunca del ejército, porque ahí tiene ropa y comida a diario. Paul le dice que está loco, a lo que el minero responde: “¿Has trabajado tú en una mina?”

La película es anti bélica. Es visualmente bella. A medida que avanza, todo lo hermoso (la fotografía, la composición de la imagen, la paleta de colores), se va quedando despojado de humanidad y esperanza. La novela, en cambio, es descarnada desde el comienzo.

El protagonista de la película es hermoso. Y sus ojos se van vaciando de humanidad hasta quedar nada, quién sabe, ni siquiera desesperación, ni enojo, ni rabia. Nada. La belleza se mantiene, pero inhumana. Es lo bello que se vuelve siniestro. El protagonista dice, en la novela, que “lo único que conocemos ahora es que nos ha embrutecido de una manera extraña y melancólica, a pesar de que, a menudo no podamos sentirnos ni siquiera tristes”.

La música incidental es tremenda durante toda la película. Transmite una sensación entre aciaga y ominosa, el anuncio de que lo peor siempre está por venir. En la novela eso está logrado a través del recurso literario de intercalar los momentos de batalla con momentos de descanso y momentos de reflexión: la tensión está siempre sostenida e incluso cuando no se muestra ninguna muerte, se la espera. Como lo inevitable.

La mirada de los mil metros

En 1871 el médico militar Jacob da Costa, identificó una serie de síntomas que se repetían en los soldados que habían participado de la Guerra Civil en Estados Unidos. Opresión precordial, palpitaciones, sensación de ahogo, mudez, llantos, crisis conversivas eran algunos de esos síntomas y no había ningún correlato orgánico, es decir, los soldados que lo padecían no habían sido heridos en la cabeza ni tenían lesiones cerebrales. Se lo llamó neurosis cardíaca, corazón de soldado, síndrome de da Costa. En 1914 volvieron a verse soldados con esos mismos síntomas. Fue una verdadera epidemia: casi el 10 por ciento de los soldados ingleses padecía del síndrome de da Costa. Como ninguno de ellos tenía una lesión cerebral visible, se supuso que había lesiones indetectables que se producían por el ruido de los obuses, en inglés, shell. De ahí que comenzara a llamárselo shell shock, golpe de obús. Prontamente, de un lado y del otro de las trincheras, empezó a considerarse que el síndrome era de origen psicológico. Por lo tanto, si el soldado no estaba herido, podía volver al frente. Dejó de considerarse al síndrome como un malestar psicológico y se lo asoció a la cobardía o a el antinacionalismo. Incluso hubo castigos físicos y fusilamientos de soldados que padecían de shell shock.

Paul, el protagonista, describe a uno de sus amigos: “Bajo la piel ya no late la vida que se ha replegado a los límites del cuerpo; la muerte trabaja el interior del organismo y ya es dueña de los ojos”. Está nombrando el otro síntoma que recién comenzó a difundirse en la Segunda Guerra Mundial, con la fotografía documental de los soldados en batalla: la mirada de los mil metros. Que es la que tiene Paul en la foto que acompaña esta nota, esos ojos vacíos, de muñeco, ojos que se mantienen abiertos como si miraran un punto a 1000 metros de distancia. Como si miraran a la nada.

Hoy se lo conoce como estrés postraumático y sabemos que no sólo lo padecen los soldados. También puede sufrirlo alguien que es expuesto a una situación extremadamente violenta, como una explosión o un abuso. Claro que con distintas particularidades y en niveles muy diferentes, pero he visto esa mirada en niñas, niños, mujeres, en obreros que han sufrido un accidente en su trabajo que los ha mutilado o incapacitado. No alcanzan las palabras. Entonces lo que queda es la mudez, tan solo quedarse con esas imágenes que parecen exceder a las palabras y el lenguaje y que vuelven una y otra vez a la conciencia, a los sueños, a los terrores y los ataques de pánico. Eso que nos enseñan, que nos hace humanos, la posibilidad de hablar, de decir nuestra subjetividad en palabras habladas o escritas, queda suspendido por un tiempo indeterminado. Hasta el punto que ya no importa dónde se posen los ojos, todo lo que se mire da igual, esté frente a frente o a mil metros de distancia.

Más allá de los estándares, cada persona puede poner palabras a su tiempo y con ayuda de otros. Eso de que “si fuera cierto, hubiera hablado antes”, no se cumple en estas situaciones, porque el hecho mismo rebasa toda posibilidad de abordarlo y cada cual lo cuenta cuando puede.

En la novela, cuando Paul tiene unos días de licencia para visitar a su familia, el padre le pregunta cómo es el frente de batalla. “No se da cuenta”, reflexiona Paul, “de que estas cosas no pueden contarse y me gustaría, por otra parte, darle el gusto. Sin embargo, sería peligroso, no podría traducir a palabras lo que he pasado. Me da miedo de que todo se agigante y que luego no me sea posible dominarlo”. No hay novedad en el frente porque no se pueden poner en palabras los horrores.

En la novela las situaciones terribles son muchas y la técnica literaria de Remarque hace que queden en la memoria como una sola. Sólo pueden recordarse con detalle las reflexiones de Paul, esos intentos de recuperar algo de su humanidad entre el fuego y las explosiones. En cambio, en la película se va in crescendo durante dos horas precisas que construyen un final de quince minutos que es terrible, casi intolerable.

*Lenin, V. I. La guerra y la socialdemocracia de Rusia, en Marxistas en la Primera Guerra Mundial, Ed. IPS, 2014.