Elon Musk no es conocido por su modestia, y Neuralink, su paso de la cohetería a la neurotecnología, se presenta con todo su característico despliegue. Esencialmente, Neuralink es una manta flexible relativamente pequeña (descrita como del tamaño de una moneda de cuatro dólares) en el que se tejen 1024 electrodos finos.
Con la mantilla cosida en el cerebro, los electrodos son capaces de registrar las señales eléctricas de los grupos de neuronas con las que hacen contacto. Estas señales, a través de una interfaz de computadora, podrían ser capaces de impulsar prótesis u otros dispositivos externos. Pero las afirmaciones de Musk van más allá, sugiriendo que a su debido tiempo el dispositivo será capaz de tratar enfermedades mentales, leer los pensamientos y, en última instancia, fusionar la conciencia de una persona con el poder de la computadora, una forma de inteligencia bio-artificial: el sueño húmedo de los transhumanistas y las pesadillas de los bioeticistas y filósofos.
Es hora de una prueba en la realidad. El dispositivo de Musk, en términos del número y tamaño de los electrodos que contiene, es de hecho un paso adelante respecto a los que se usan actualmente, que tienen 64 electrodos. Pero esto es un avance técnico, no conceptual. El objetivo de ser capaz de leer e interpretar el lenguaje eléctrico del cerebro, y utilizar estas señales para manipular objetos en el mundo exterior, o recíprocamente, cambiar los pensamientos o el comportamiento de una persona utilizando los electrodos para impulsar las neuronas, no es nuevo, se remonta a los primeros días de la neurociencia. En los años 60, los neurofisiólogos planificaban la implantación de electrodos en la corteza visual, con la esperanza de ayudar a los ciegos a ver, mientras que un extravagante investigador español (José Delgado) implantó electrodos controlados por radio en la corteza motora de un toro y, vestido con un traje de torero, entró al ruedo con él. Filmó al toro de carga siendo detenido en su camino por las señales de radio, y afirmó que la tecnología abriría la puerta a una "sociedad psicocivilizada".
La tecnología ha avanzado mucho más allá de estos primeros esfuerzos, financiada ampliamente por agencias militares como DARPA [Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada de Defensa de los Estados Unidos]. Por un lado, ha existido la necesidad urgente de encontrar tratamientos médicos para el gran número de soldados estadounidenses que regresan de Afganistán e Irak con daños cerebrales por haber sido alcanzados por artefactos explosivos improvisados (IED, por sus siglas en inglés) en las carreteras. Por otro lado, DARPA busca utilizar interfaces cerebro-computadora para mejorar el poder cerebral y la velocidad de la toma de decisiones de sus "combatientes de guerra", mientras que también busca tecnologías de microondas que puedan ser lo suficientemente poderosas para desorientar a sus enemigos. Como es habitual, el avance tecnológico refleja y ayuda a dar forma al orden social en el que está inserto.
Estos son algunos de los factores que han hecho posible los sistemas de implantes cerebrales que se utilizan hoy en día; tecnologías que también están encontrando rápidamente usos clínicos civiles. Las interfaces computadora-cerebro junto con miembros artificiales bien diseñados permiten a los cojos caminar, aunque no a los ciegos ver. La estimulación eléctrica profunda del cerebro a través de electrodos implantados es ahora un procedimiento estándar en el tratamiento del parkinsonismo, y la estimulación magnética transcraneal puede ser efectiva en el tratamiento de la depresión. Uno podría prever un futuro médico donde tener un implante cerebral no sea más notable que tener un marcapasos cardíaco. En ese sentido, muchos de nosotros en el privilegiado mundo desarrollado (incluido yo mismo) ya somos biónicos. Mi marcapasos es simultáneamente un objeto ajeno incrustado en mi pecho y también funcionalmente parte de mi identidad, tanto como lo es mi corazón biológico. Pero esto está lejos de acercarse a las promesas prometeicas de Musk (o Delgado).
Para ver por qué, recuerden que la ciencia espacial, o los autos eléctricos, son dispositivos creados por humanos, cuyos mecanismos funcionales y bases teóricas y de ingeniería son bien comprendidas. Por el contrario, los cerebros y los cuerpos en los que están insertos son sistemas dinámicos evolucionados y en constante cambio. A cualquier escala en que se estudie su funcionamiento, desde una única célula nerviosa o unión sináptica hasta los diez mil millones de neuronas y los cien billones de sinapsis empaquetados en el kilo y medio del cerebro, todavía no tenemos una teoría que nos permita comprender cómo se traducen los procesos cerebrales en la conciencia humana. La inteligencia artificial es solo eso, artificial, y hablar de computadoras como conscientes es confundir una metáfora con una afirmación de identidad.
Este es, por supuesto, un debate muy transitado en las neurociencias, y dudo que 1024 electrodos, o más de 64, lo resuelvan. Los accionistas de Musk presumiblemente piensan de forma diferente; se seguirán haciendo fortunas en papel a medida que los precios de las acciones se disparen; probablemente se producirán desarrollos clínicos; y cualquier tecnología que ayude a superar los costes humanos de las lesiones cerebrales y la angustia mental debería ser (cautelosamente) bienvenida mientras estamos en guardia contra las amenazas distópicas de convertirnos en zombies controlados a través de electrodos o chips implantados.
Traducción: Maximiliano Olivera
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