En las últimas semanas me topé en distintas ocasiones con el país rumano: la visita del poeta Mircea Cărtărescu a Sudamérica, el ‘estreno’ en Mubi de las películas futboleras del cineasta Corneliu Porumboiu y, en un plano más indirecto, la referencia draculiana en El Conde, de Pablo Larraín. ¿Casualidad o conspiración de la industria cultural?
Sábado 14 de octubre de 2023 15:36
En la cultura popular, las referencias futboleras son utilizadas frecuentemente para cubrir de mística o explicar de manera sencilla distintas batallas cotidianas. Corneliu Porumboiu, en el documental Fútbol infinito (2018) se apropia de la metáfora y la lleva hacia un extremo: ¿puede ser el fútbol la expresión utópica de una sociedad igualitaria? La película comienza presentándonos al personaje principal, Laurentiu Ginghina, un burócrata del gobierno obsesionado con cambiar las reglas de fútbol, que él considera fallidas. Su enemigo principal: el offside –debo admitir que acá ganó mi atención–. Entre otras modificaciones, Laurentiu propone un nuevo juego, donde la cancha sea octogonal en vez de rectangular. El cineasta, entonces, lo seguirá en su caza de entrenadores, inversores, trabajadores del ámbito deportivo que escucharán sus sorprendentes ideas con una mirada que parece indecisa acerca de si su interlocutor es un loco o de un soñador.
Sin embargo, tal vez más interesante que sus ideas sea la historia de cómo llega a ellas. Ginghina es un personaje atravesado por la desgracia: su sueño de vivir aventuras en la naturaleza muere al sufrir un accidente durante un partido de fútbol, que le impedirá volver a correr con normalidad. Este doble duelo abre la obsesión por las reglas del juego y la necesidad de modificarlas. La nueva filosofía propuesta por Laurentiu corre el foco de atención de las figuras –el star system del fútbol– para enfocarse en la pelota. «Podés ser el mejor jugador del mundo, pero si no tenés una pelota no sos nada», sostiene. Para que cobre protagonismo, sin embargo, debe reducir las posibilidades de desplazamiento de los jugadores por la cancha. Al correr menos los jugadores pueden pensar más, justifica nuevamente Laurentiu y continúa, como intentando convencernos: hasta podrían jugar siendo más grandes, ya que la relación entre la exigencia del deporte y el estado del cuerpo sería más armónica.
En Rumania el fútbol es el deporte más popular. Particularmente en los años ‘80, la última década del régimen de Nicolae Ceaușescu, despegó internacionalmente con la aparición de grandes figuras que reflejaron en el mundo la imagen de una tercera vía soviética, una exitosa. Sin embargo, internamente, las distintas facciones políticas dentro del régimen se adueñaron de las ligas de fútbol para utilizar el deporte como campo de batalla de sus disputas de poder. Como dice este artículo, «[había dos grandes ligas de fútbol] Uno es Dinamo, que significa ‘energía en movimiento’. El otro es CSKA, acrónimo de Club Deportivo Central del Ejército. Todos los clubes que se llaman Dinamo dependen del Ministerio de Interior. O, lo que es lo mismo, de la Policía secreta. Los CSKA son el conjunto de los militares del Ministerio de Defensa (el equipo más conocido era el Steaua)». Los clásicos entonces eran partidos de gran tensión entre la policía secreta y el ejército, atravesados por denuncias de doping, arreglos, extorsiones y amenazas. La jefa de Dinamo, de hecho, era nada más ni nada menos que Elena Ceaușescu, la esposa de Nicolae, una mujer de gran influencia y poder. Por otro lado, el padre del realizador de Fútbol infinito era árbitro de fútbol en esos tiempos. Su otra película disponible en Mubi, El segundo juego (2014), es una grabación en vhs de un partido entre el Dinamo y el Steaua en medio de un clima imposible, con la nieve cayendo densa y permanentemente. A pesar de eso, se puede observar el estadio lleno: un mar de ushankas y cuerpos congelados, serios, con la mirada fija en el partido. El árbitro, por supuesto, es el padre de Porumboiu. Durante la grabación, el hijo dialoga en off con el padre acerca de las decisiones que toma en el juego. «Los dejaste jugar con ventaja durante todo el partido [a Dinamo]», le recrimina; «mi interés era dejar fluir el juego», se excusa el padre y concluye su accionar como irreprochable. Sin embargo, también cuenta que antes del partido ambos clubes se acercaron para intentar influenciarlo: «cuando entrabas a la cancha, ya sabían toda tu biografía».
En el plano cultural, el régimen de Ceauşescu se caracterizó por la censura a artistas y escritores contemporáneos. Según el escritor y poeta Mircea Cărtărescu, también hijo de esa época, el único entretenimiento disponible para los rumanos eran las obras maestras de la literatura universal; «la poesía era para nosotros una forma de sobrevivir... La gente reía con Cervantes y lloraba con Anna Karenina. Incluso los menos educados leían libros, lo que es un efecto bastante extraño de las dictaduras», reflexiona en una entrevista en el Teatro Solís de Montevideo. «Nos faltaban muchas cosas, pero nunca nos faltaron libros», le dice Laurentiu al realizador mientras saca un libro de Heidegger de la biblioteca. Como las plantas que crecen aún entre el cemento más gris, la sociedad rumana se eleva hacia el sueño de los grandes temas de la humanidad sobre el manto de la escasez y una pobreza acuciantes. «Creo que Rumania se parece mucho a Latinoamérica», arriesga el poeta, que entre otras cosas comparte con nosotros el origen latino del lenguaje y se siente hermanado con los escritores del llamado “boom latinoamericano”. Sin embargo, tal vez esa sea la mayor diferencia de Latinoamérica con Rumania: los tres mil años de historia universal de la cual agarrarse en un momento de peligro.
Del sueño mark twainiano de la infancia al sueño americano; del sueño de la vida en la naturaleza al realismo capitalista de la oficina. Luego de emigrar a los Estados Unidos y volver fallidamente luego del atentado en 2001, el mejor futuro que el destino le puede ofrecer al desgraciado Laurentiu es ser absorbido por la burocracia estatal, esta vez capitalista. Pero nuestro burócrata no parece derrotado por el futuro obstruido: como Superman o Spiderman, que tenían los trabajos menos calificados, su revolución del deporte lo eleva a la categoría de héroe anónimo, oculto entre las masas, invisible e imprescindible. El sueño de Laurentiu, entonces, podría entenderse como una respuesta a ese modelo de reglas sin sentido que era la burocracia soviética, una vía para proyectar una sociedad sin violencia, sin normas absurdas, sin castigos. Entonces, le dice el realizador, «tu deporte es una especie de utopía política. –No… –Una utopía. –No. Es una solución auténtica. Eso es lo que quiero decir. Solamente les parece una utopía a los que se niegan a entregarse a una cierta libertad». En un país gobernado casi completamente por gobiernos autoritarios de distinto cariz, proclives a la rigidez y a la permanencia, la apuesta de Laurentiu es, justamente, opuesta: su mejor atributo es su apertura a buscar otras formas, nuevas y mejores, de hacer funcionar las cosas; su problema es que sacar las reglas es fácil, pero reemplazarlas por otras… no tanto.
En la película El Conde (2023) de Larraín, nadie se atreve a matar al anciano dictador vampiro. Quienes sí se atrevieron a hacerlo fueron, paradójicamente, los rumanos: el 22 de diciembre de 1989 –ah, esos diciembres calientes–, Nicolae y su esposa Elena huyen del gobierno en helicóptero en medio de una ola de protestas en todo el país. El ejército, en vez de protegerlos, se suma a la persecusión: acorralados, la pareja Ceauşescu es aprisionada y llevada a un tribunal militar, en donde son condenados por “genocidio, enriquecimiento ilícito, persecusión política y daño a la economía”. Así, los incrédulos ateos comunistas son asesinados en vísperas de navidad. Solo el cadáver de Elena recibe 120 balazos. Cuenta Eduardo Galeano que las sesenta mil muertes televisadas en esos días por toda la prensa internacional, que habían inflado la ira de los rumanos, «había ocurrido pero había cobrado un centenar de víctimas, incluyendo a los policías de la dictadura, y aquellas imágenes espeluznantes no habían sido más que una puesta en escena... Los fabricantes de noticias los habían desenterrado de un cementerio y los habían puesto a posar ante las cámaras». El mundo ya había decidido que los regímenes soviéticos habían llegado a su fin; para acelerarlo entonces, el destino de la familia Ceauşescu resulta víctima de una fake news.
Rumania es un país de orígenes: de hecho, el cadáver humano más antiguo de Europa se encontró en sus tierras. Su cultura está rodeada de fantasmas, ilusiones, sueños y tragedias donde la Europa arcaica y la moderna colisionan, formando un pueblo poetizado que construye su existencia sobre las ruinas de la férrea realidad. Român, o romano, se pronuncia igual que roman, novela en francés; en español, se sigue utilizando la u en vez de la o, que viene de rumân, que significa siervo o servidumbre. Tal vez sea hora de que en nuestras tierras también comencemos a llamarla Romania –o, quien te dice, Román–. El burócrata encantador de Fútbol infinito es un personaje sufriente, pero cómo él mismo lo dice, no es un soñador, sino que es un rebelde de los hechos consumados; en él y su curiosa utopía se cumple la sentencia de Platón: «los poetas son peligrosos para la estabilidad, porque nos revelan las extrañezas del corazón humano».
En las imágenes finales del documental, Porumboiu rescata una animación del cine mudo ruso, donde distintos personajes de la selva saltan, danzan y juegan entre las lianas y los árboles, sobre un fondo de colores. Una selva en armonía. Algo así me imagino el deporte de Laurentiu, algo así me imagino al comunismo.
…
un hombre congelado durante cien años /
abre los ojos y prefiere morir. /
lo que ha visto es demasiado hermoso y demasiado triste. /
porque allí no tenía a nadie y entre los dedos tenía un panadizo /
y sus dientes estaban tan estropeados /
y en la cabeza /
tenía todo tipo de cosas inútiles /
y todo lo que había hecho hasta entonces /
tenía la mitad de la consistencia del viento. /
un hombre inventó, en una lejana isla /
una máquina de coser, hecha de bambú /
y se creía genial, pues a ninguno de los suyos /
se le había ocurrido nunca algo así, pero cuando llegaron los holandeses /
le premiaron por el invento /
regalándole una eléctrica. /
(gracias, dijo, y eligió morir) /
no encuentro mi sirio, ya no soy de aquí /
y no puedo ser de allí.
...
Fragmento del poema Occidente, de Mircea Cărtărescu