Hace unas semanas la revista Crisis reunió en el CCK a Rita Segato, Carlos Pagni y Wado de Pedro para hablar sobre el estado actual de la democracia en Argentina a cuarenta años del final del golpe genocida. En este artículo queremos tomar algunos elementos de lo expuesto allí para pensar el problema desde la izquierda.
La llamada “crisis de la democracia” es un tema que viene recorriendo libros, revistas y paneles a lo largo del mundo. Aunque la conversación organizada por la revista Crisis se centró en el caso Argentino y en los 40 años de la democracia, sobrevoló en el aire la referencia a muchos de los tópicos que atraviesan a las democracias capitalistas, por lo menos, desde el 2008 hasta esta parte: la crisis de representación, la desilusión con el sistema electoral y los partidos tradicionales, el fracaso del bipartidismo, la aparición de fenómenos políticos en los extremos y el desfasaje entre la igualdad formal y la creciente desigualdad social.
La charla dejó algunos ejes y reflexiones que nos gustaría retomar. En particular queremos hacer foco en cuatro que consideramos relevantes para pensar la situación actual desde la izquierda: el problema de la “autonomía de la política”, la idea de las continuidades de la democracia, el contenido de los acuerdos democráticos y las posibles salidas frente a la desilusión o resignación ante la imposibilidad de la democracia de resolver los problemas de las grandes mayorías. Además incorporamos algunos elementos e ideas a partir de los cuales desde el marxismo se busca pensar y responder a estos debates.
Sobre la “autonomía de lo político”
La pregunta inicial de Mario Santucho, director de Crisis, fue ¿Cómo llegamos a los 40 años de la democracia? A la cual luego añadió un interrogante más específico dirigido a Wado de Pedro: ¿Puede la política en el contexto global contemporáneo y en un marco institucional en el que “ni bien aparece un gobierno que intenta avanzar en transformaciones orientadas a lograr una mayor justicia social los poderes concentrados reaccionan y bloquean los procesos populares”, lograr la autonomía necesaria para avanzar hacia una sociedad mejor? En su respuesta el Ministro del Interior señaló que la confianza en la democracia está vinculada a la capacidad transformadora de la política, a la posibilidad de crear “igualdad de oportunidades” o al menos “una vida más normal”. En tanto las corporaciones y los poderes “fácticos”, como los llama, bloquean esas posibilidades, se generaría un desencanto que solo puede ser contrarrestado desde adentro, utilizando los mecanismos del Estado para contenerlos. Su referencia fue el primer peronismo, un gobierno que logró transformaciones duraderas por contar con “mucha autonomía”. En oposición, señaló que los gobiernos no peronistas, como el macrismo, lograron insertar en el Estado a jueces, mafias corporativas y servicios de inteligencia capaces de anular todo tipo de autonomía política.
Aquí entonces valen algunas reflexiones iniciales. Tanto Wado de Pedro, como Carlos Pagni y Rita Segato presentaron visiones propias sobre la forma de abordar la relación Estado/sociedad y democracia, tanto en su sentido formal como respecto a su contenido. El dirigente de La Cámpora, desde un plano muy abstracto y haciendo omisión de que ocupa un cargo central en el actual gobierno, presentó la lectura propia del peronismo: el Estado sería el garante de equilibrar la relación entre “el pueblo” y las grandes corporaciones, realizando cierta distribución de la riqueza, otorgando derechos y poniendo límites a los poderes fácticos. Desde un ángulo liberal tradicional, Pagni colocó el énfasis en las “reglas de la democracia” como clave para un funcionamiento relativamente transparente del Estado, añadiendo que esas reglas presuponen cierto consenso ideológico, en particular sobre las “prestaciones económicas del sistema”. Abstrayéndose de su rol central como periodista mainstream de La Nación planteó además la necesidad de evitar la influencia desmedida de corporaciones como las mediáticas. Finalmente, Segato presentó un ángulo más crítico señalando que era imposible una transparencia respecto del poder pues este siempre es opaco para las grandes mayorías, cuestionando la idea de que las normas o leyes determinen los comportamientos. Caracterizó además el atentado a CFK como un atentado a la “cabeza de la república”, enmarcando en la problemática de los discursos de odio y en particular los que tienen a las mujeres en el centro.
Es decir, excepto Segato, que de todos modos no profundizó en definiciones, tanto Pagni como Wado de Pedro a su modo, consideraron como ideal democrático, como un “normal funcionamiento” de la democracia, la idea de una separación entre “la política” y los poderes “reales” (empresarios, corporaciones, medios de comunicación, etc.). A nuestro entender esta mirada conlleva un doble problema: por un lado uno de índole teórico-conceptual y por otro de orden histórico-político.
Respecto del primer aspecto, concebir la posibilidad de una escisión entre Estado y sociedad resulta una abstracción que impide comprender los conflictos asociados al “estado actual de la democracia”. La democracia o los regímenes democráticos no pueden pensarse de forma independiente a la sociedad de clases en la que tienen lugar. En tanto estos se dan en el marco del dominio de una clase sobre otra, corresponde hablar de “democracias capitalistas” o “democracias burguesas” pues los límites de su legalidad y su acción se corresponden con los márgenes del régimen de propiedad imperante. De ahí que la presencia, aparentemente incuestionable, de esos poderes fácticos es tomada como dada de antemano por “la política”, lo cual los convierte en constitutivos del régimen en que tiene lugar (no se baraja la posibilidad de una democracia en donde no existan esos poderes sino a lo sumo que se “los controle”). A su vez, en países como Argentina, esta consideración se extiende a la presencia (totalmente ausente en la charla) del imperialismo como gran actor económico y político a lo largo de nuestra historia, hoy evidenciada en la presencia directa o tácita del FMI (otro actor ni mencionado en la charla) en todas las decisiones estructurales sobre el destino del país.
A nuestro modo de ver, en este punto quizás se presenta una de las mayores dificultades si se busca una visión concreta de los problemas que se presentan a casi 40 años del retorno de la democracia. El control del organismo en los rubros centrales de la economía nacional implica reconocer el carácter limitado de la democracia en cuanto a la toma de decisiones sobre los destinos del país: gobierne quien gobierne, sin desterrar la dependencia respecto al Fondo, el gobierno argentino se vuelve un mero fiscal de las políticas fondomonetaristas. Baste pensar aquí el desacople total que existe entre las ya tímidas promesas de campaña en las últimas elecciones por parte del peronismo y de Cambiemos, con la realidad: el gobierno que comenzó prometiendo una “pobreza cero” terminó con los índices más altos de la misma en las últimas décadas, mientras que el de Alberto Fernandez, decepcionó a sus votantes tras invertir su fórmula de campaña y quedarse con “los bancos antes que con los jubilados”.
En este sentido, tampoco la “crisis de la democracia” se puede pensar independientemente de la decadencia del modelo neoliberal que extendió la democracia como una supuesta alternativa ante la restauración capitalista en el ex bloque soviético y los procesos de movilización contra las dictaduras que recorrieron gran parte del globo entre fines de los años 70 y comienzos de los años 80. Las bases materiales sobre las que se asentó el “no hay alternativa” de Margaret Tatcher, que incluía a la democracia capitalista como el único régimen político posible, comenzaron a desamoldar bruscamente. Esto quedó expresado tanto en las sucesivas crisis económicas que atravesaron el mundo desde hace más de una década, como en las tensiones geopolíticas internacionales (guerra de Ucrania, disputa entre China y Estados Unidos), y en las movilizaciones y revueltas que han recorrido el globo.
En el caso argentino, tomando el periódo que está en debate, es muy difícil pensar en momentos de “autonomía” de la política respecto de los grandes poderes económicos del país y del extranjero, especialmente porque son quienes gobierno tras gobierno, crisis tras crisis, han continuado acumulando poder y riquezas a costa de las grandes mayorías. Baste pensar en las empresas beneficiarias de la dictadura que se han mantenido impunes durante estos 40 años, no sólo por su rol directo en el genocidio (Ledesma, Acindar, Siderca) sino por los beneficios económicos que obtuvieron (entre ellos el Grupo Clarín que sigue siendo de los mayores beneficiarios de la pauta oficial). En ese mismo periodo la pobreza pasó del 4 al 40% y más de la mitad de los niños en argentina son pobres. Fue el menemismo (otro gran ausente en el debate), apoyándose en la relación de fuerzas impuesta a sangre y fuego por la dictadura genocida (o sea, sobre la derrota del ascenso obrero y popular que la precedió), el que terminó de imponer el neoliberalismo como modelo económico y como trasfondo de la democracia post dictadura. Tanto en gobiernos más directamente gestionados por los CEOS del país, como el macrismo, como en los años en los que gobernó el peronismo, esas bases estructurales del modelo económico neoliberal siguieron tallando en sus aspectos esenciales, a lo cual en los últimos años se sumó el infierno del FMI. Sin ir más lejos, en las últimas semanas vimos pruebas explícitas de cómo el poder mediático, judicial, los servicios de inteligencia y los lobistas del empresariado local actúan impunemente bajo un gobierno peronista.
En este sentido hay una diferencia importante entre que haya gobiernos con más o menos autonomía en la toma de decisiones políticas respecto a las clases dominantes locales y al imperialismo (lo cual se puede deber a muchos factores, como la debilidad del imperialismo, la relación de fuerzas a nivel internacional, la amenaza de la clase trabajadora para con los intereses capitalistas, etc.) y que esa “autonomía” implique modificar las bases materiales del poder burgués en Argentina, que es la premisa sobre la que se asienta la democracia post dictadura. El primer peronismo efectivamente (producto de la guerra mundial y de la fortaleza de la clase obrera) logró mayores niveles de autonomía respecto del imperialismo que los gobiernos que lo precedieron. No obstante, ya desde 1951/52, ante una situación económica desfavorable, y una creciente hegemonía de Estados Unidos a nivel continental, comenzó una búsqueda por aggiornarse a ese dominio, realizando crecientes concesiones al capital imperialista en detrimento de la clase obrera. El hecho de que su caída haya estado vinculada a la acción del imperialismo en confluencia con la iglesia, sectores del ejército y de las clases dominantes locales, expresa justamente que esos mismos “poderes reales” conservaron su poder de fuego y el sustento material de su poder pese a las reformas del peronismo.
Continuidades o rupturas
Según Carlos Pagni, en respuesta a lo planteado por Wado de Pedro al inicio del debate que podríamos sintetizar en la puja entre una supuesta voluntad transformadora del peronismo y los poderes que se le oponen (corporaciones, justicia, oposiciones ubicadas a su derecha, etc), rastrear en la historia de la democracia implica encontrar más continuidades que oposiciones o rupturas.
Por un lado, Pagni apunta a actores que presentan una continuidad de funciones durante los distintos gobiernos en los sótanos (o cimientos) de la democracia cómo son los servicios de inteligencia. Un nivel de análisis en que además se podría mencionar varios otros elementos que van desde factores de poder territorial, como los gobernadores y barones del conurbano, hasta el poder judicial y sus diferentes ventanillas, en las fuerzas represivas, o en las burocracias sindicales formadas por personajes que en algunos casos han transitado el ciclo democratico completo ocupando el cargo de secretario general de sus respectivos gremios.
Cómo tema global de éstos 40 años de democracia la principal continuidad que enuncia Pagni es el de la pobreza, una problemática transversal a los distintos gobiernos democráticos. Y menciona que Argentina es de los pocos países en el mundo que tiene más pobres que hace 25 años, esbozando una explicación al origen de esta maquinaria de generar pobreza en el agotamiento de un modelo productivo y una posible solución en la reconstrucción de un centro que permita ponerse de acuerdo en algunos puntos básicos.
El diagnóstico en este caso de la problemática puede ser compartido, pero buscar una solución desde una perspectiva típicamente liberal es lo que parece sin dudas más complicado, por no decir imposible. ¿No fue sobre la base de ciertas reglas comunes que se impusieron las políticas que desde la dictadura a está parte llevaron a esos niveles de pobreza? Si bajo el respeto de ciertas normas comunes y reglas que son propias de la democracia llegamos hasta acá, ¿se puede resolver el problema de que tipo de modelo productivo es necesario apelando a esas mismas reglas y normas?
La lógica del funcionamiento de estas reglas y normas que para Pagni se presentan cómo una parte clave de la solución, más bien son uno de los grandes problemas a resolver ya que dejan fuera de los asuntos centrales a quienes todos los días hacen funcionar el país en un sentido amplio. El extremo formalismo de este tipo de republicanismo liberal oculta las estafas que con esas mismas “reglas” se imponen sobre el pueblo trabajador día a día. Al mismo tiempo existe una estrecha relación entre la defensa de estas “reglas” y el bloqueo a cualquier solución que venga desde abajo. Baste recordar que en 2017 cuando se produjeron las movilizaciones contra la reforma jubilatoria del macrismo, Pagni, al igual que otros periodistas y políticos, se espantó ante la idea de que “la manifestación popular tenga poder de veto sobre las instituciones de la república”, como si no fueran las propias clases dominantes las que cotidianamente imponen ese poder de veto a veces solapadamente, a veces abiertamente con acciones como son los lock outs patronales (en algunos casos en abierta complicidad con el gobierno, como vimos en el conflicto de los trabajadores del neumático recientemente).
El acuerdo democrático es un sueño eterno
Si bien no queda agotada en sus múltiples posibles abordajes, la perspectiva o el deseo del acuerdo cómo base para resolver los asuntos pendientes de la democracia queda esbozado a lo largo del debate. Por momentos se cruza con la idea de “cerrar la grieta” tan desarrollada en la última década.
A lo enunciado por Carlos Pagni respecto a un necesario acuerdo de centro que rompa con la lógica de la grieta, Wado de Pedro, intenta responder positivamente desde cierta voluntad acuerdista y esboza algunos pasos en ese sentido con la idea de un acuerdo productivo que el Ministro desarrolló ante cámaras empresarias, o el acuerdo entre los gobernadores del Norte.
Si tomamos este último cómo una referencia para pensar las coordenadas del tipo de acuerdos al que hace referencia de Pedro, cabe destacar cómo uno de sus ejes al extractivismo cómo “política de Estado”, lo que motivó a los gobernadores protagonistas de este acuerdo a promulgar una resolución en el Parlamento del Norte Grande, instancia que reúne a las autoridades de las provincias de norte del país, en la que expresaron “preocupación por los Proyectos de Ley sobre supuestos mínimos ambientales en materia de humedales”.
La solución acuerdista para resolver los problemas que se plantean en la Argentina democrática, es una tentación eterna. Una hegemonía imposible, en la que ninguna fuerza política logra asentarse y predominar sobre las otras, y las dificultades para gobernar un país atravesado por crisis recurrentes, apuntalan y refuerzan la aparición de distintas versiones de cierto acuerdismo cómo solución a todo, a uno y otro lado de la grieta. No obstante, vale señalar que existen varios acuerdos tácitos que se han consolidado en los últimos años.
Por un lado, existe un acuerdo entre los partidos del régimen respecto de moderar todo intento de protesta social que pueda exceder los marcos establecidos. La amenaza de una revuelta contra los sucesivos ajustes que se vienen descargando sobre el pueblo trabajador han conllevado un consenso respecto a criminalizar y estigmatizar la protesta social, ya sea que esta esté encarnada por los movimientos de desocupados o por sectores sindicalizados de la clase obrera. La perspectiva de que todos los conflictos se resuelvan en la rosca parlamentaria y en las artimañas de palacio y no en la calle, parece ser un pacto tácito que atraviesa tanto a Cambiemos como a todas las alas del peronismo. Por otro lado, como señalaremos más adelante, esta política viene de la mano de un discurso en el cual la relación de fuerzas pareciera partir de una derrota inexorable respecto de las condiciones heredadas por el neoliberalismo. Así, los acuerdos se basarían en la premisa indiscutible respecto a que problemas como la precarización laboral, la pobreza estructural, la falta de acceso a la vivienda o la desocupación, son “inmodificables”, son parte del paisaje sobre el cual nos toca habitar, y que a lo sumo se trata de limar asperezas para una coexistencia sobre ese trasfondo social para que las cosas “no se desborden”. Esto se hace aún más evidente en quienes se presentan como “alas izquierdas” del peronismo pero cuyo horizonte programático tiende cada vez más a reconocer al neoliberalismo como único marco para la acción política.
Finalmente, cómo decíamos antes, la reflexión en la charla en la Ballena Azul se hace esquiva del principal acuerdo de los últimos años en nuestro país, que aglutinó a un abarcativo campo ubicado en el “extremo centro” del mapa político local: el acuerdo con el FMI, que excede lo formal y se imprime en el plano más firme de los contenidos: decisiones estructurales sobre la economía que incluyen la política monetaria o el nivel de recursos que destina a vivienda, salud y educación, etc.
Contra la resignación y el cinismo
En la introducción del debate Mario Santucho plantea un problema urgente: “cómo hacemos para no caer en el cinismo ni en la resignación”, y cómo evitar “que esta crisis evidente de las principales promesas que tenía la democracia no nos conduzcan a un orden más injusto aún, que la crisis de la democracia no nos lleve a un momento peor de desigualdad, autoritarismo o como queramos llamarle.”
El desafío para pensar una perspectiva alternativa es escapar de un esquema dual, donde el menú de opciones solo incluye la defensa de está democracia tal y cómo la conocemos o el peligro de un mayor autoritarismo, desigualdad y cercenamiento de derechos. En su libro Contra el Homo Resignatus, que resulta pertinente para este debate, Lucas Rubinich señalaba que la idea según la cual “lo mejor dentro de lo posible en una situación de relaciones de fuerza desfavorable hace de lo posible algo cada vez más estrecho”, suele estar acompañada de una “una ética de la responsabilidad”, que, sin “ideología trascendente, es apenas un recurso elegante de adaptación a las condiciones de status quo”. A esta reflexión sumaba la simpática referencia a la ocurrencia del escritor escritor checo Jaroslav Hasek, contemporáneo de Kafka, quien con ironía libertaria fundó en una taberna de Praga un partido político llamado el “Partido del progreso moderado dentro de los límites de la ley”.
Podríamos decir que actualmente esa adaptación al status quo de la democracia heredada (y degradada) del neoliberalismo es el denominador común que atraviesa a los partidos del régimen y al conjunto del sistema político. Y que esa adaptación implica una profunda imbricación entre reducir la “democracia” a su aspecto mínimo (convocatoria a elecciones cada dos años) y la creciente toma de decisiones cotidianas que se efectúan por parte de los poderes reales, las corporaciones y las “cuevas del estado”, mayormente (por no decir exclusivamente) en contra de los intereses del pueblo trabajador.
En este sentido, la idea de Wado de Pedro respecto a que “si no estamos en el Estado no podemos transformar las cosas”, pues ellos (los poderes reales) tienen los cañones para tomar decisiones cotidianamente, resulta una verdad a medias, o una artimaña discursiva del todo. Mientras está en lo cierto respecto a que grupos de poder ejercen su dominación independientemente de los mecanismos de la democracia formal, parece caer en el cinismo al abstraerse de que es ese mismo Estado el garante de que esos mecanismos se desarrollen, ya sea habilitando su injerencia directa (como en el caso del FMI) ya sea facilitando su existencia como él mismo reconoce en otro momento de la charla: mediante las contrataciones del Estado, la pauta oficial, los subsidios, etc.
Desde este punto de vista pareciese que la batalla contra los poderes reales quedase reducida al plano discursivo, independientemente de las bases económicas y políticas que sustentan el poder de fuego de las corporaciones. No obstante, los intereses de las mismas no son contrapuestos a los del Estado capitalista, sino a los de la clase trabajadora que lejos de vivir este enfrentamiento en un terreno cultural, lo percibe cotidianamente con los aumentos de precios, los tarifazos, la precarización laboral y las políticas represivas. Es la propia incapacidad de la democracia burguesa para resolver estas cuestiones las que en muchos casos abre paso al avance de planteamientos de derecha que colocan demagógicamente y cínicamente en esa misma democracia la responsabilidad sobre aquellos padecimientos.
El primer paso para salir del cinismo o de la resignación es escapar a ese escenario de lo dado como único marco para la acción política. La democracia de los últimos cuarenta años nació tanto de la derrota de las luchas obreras y populares de los años 70 que fueron barridas por la dictadura, como de la transición democrática pactada por peronistas y radicales con los militares que buscaron frenar las movilizaciones antidictatoriales de comienzos de los años 80. El problema es tomar esa relación de fuerzas heredada como una fotografía inmodificable de cualquier horizonte transformador. En este sentido, aquí valen dos reflexiones sobre los aportes del marxismo para pensar este problema, ya no en función de actuar dentro de los márgenes de lo posible, sino de traspasarlos. El punto de partida en este caso es, como venimos planteando, que las clases dominantes y su Estado, efectivamente han demostrado ser incapaces de cumplir las promesas de la democracia, en el sentido de que incluso en sus aspectos formales sus mecanismos son cada vez más degradados y contrarios a las mayorías populares.
Una democracia de otra clase
Para pensar este aspecto desde la óptica de quienes pretendemos una transformación revolucionaria de la sociedad, a la vez que defendemos las libertades democráticas conquistadas de cada ataque que pretende limitarlas y degradarlas todavía más, se hace necesario incorporar una perspectiva que incluya la organización y la lucha de los trabajadores y los sectores populares, por demandas y consignas que busquen ampliar el contenido democratico, en una democracia que aunque formalmente se presenta cómo tal, tiende, por su propia naturaleza de clase, a limitar esas libertades a cada paso.
Abordando este problema, León Trotsky planteaba para el caso de Francia en los años ‘30 y basándose en la experiencia de la comuna de París (ya analizada por Marx y Lenin) la importancia de levantar una serie de consignas que cuestionaban los aspectos más reaccionarios de la Tercera República como la abolición del senado que perpetuaba el voto calificado, la existencia de la figura presidencial con reminiscencias monárquicas y la necesidad de unificar los poderes legislativo y ejecutivo en una única asamblea capaz de tomar las decisiones. A estas consignas luego añadió otras como la revocabilidad de los mandatos y la abolición de los privilegios a los funcionarios, entre otras.
Son planteos que tienen fuerza y mucha actualidad en momentos donde la política tiende a separarse crecientemente de sus representados, cuestión que da lugar a cuestionamientos demagógicos por derecha a la casta. Es más, para combatir mejor a los que desde la derecha atacan o buscan cercenar las libertades democráticas, es imprescindible tener una política y consignas específicas que, a la vez que defienden las libertades democráticas de esos ataques, busquen hacerlo con los métodos y las formas de organización y lucha de la clase trabajadora. Las consignas democratico-radicales que incluyen el planteo de una Asamblea Constituyente Libre y Soberana cómo la instancia más democrática dentro del régimen burgués (aunque solo tenga un carácter episódico) apuntan en este sentido.
Llegamos así a otro aspecto del desarrollo de Trotsky que es no desligar la idea de “defensa de la democracia” de la movilización autónoma del proletariado en función de una lucha por la constitución de su propio poder. Si en momentos de crisis profunda los trabajadores y los sectores populares pueden imponer ese tipo de consignas, ¿por qué se limitaría a actuar en los márgenes de la propiedad establecida? ¿Por qué limitar la capacidad de decidir en las puertas de la propiedad burguesa? Esto entonces plantea abiertamente otra perspectiva: la de democracia ya no basada en la escisión entre el poder económico y el poder político sino en su fusión mediante la deliberación directa de las mayorías trabajadoras en la toma de decisiones cotidianas. Esta perspectiva fue explorada por el marxismo al calor de distintos procesos revolucionarios como La Comuna de París, o los propios Soviets durante la Revolución Rusa. En todo el siglo XX surgieron en las luchas de los trabajadores organismos de autoorganización de las masas, que pusieron en jaque al poder burgués y plantearon la perspectiva de un poder de las y los trabajadores. Estos organismos no han surgido de la nada, sino que se han apoyado siempre en experiencias y formas de organización previa que han servido de base para su posterior consolidación como organismos de poder de los trabajadores y el pueblo.
Ese poder al que temen tanto quienes defienden las reglas del democratismo formal, en la que el pueblo sólo delibera y gobierna yendo a las urnas cada dos años, como quienes buscan encorsetar las voces desde abajo dentro de los marcos del apoyo a uno u otro partido o bando patronal.
En este sentido, en la reflexión de Trotsky, la lucha por una democracia infinitamente superior a la actual no estaba escindida de la lucha independiente de la clase obrera. En su planteo, que compartimos, existe una estrecha relación entre la lucha por expropiar al puñado de capitalistas que ostentan el control de los recursos estratégicos de la economía, y la posibilidad del proletariado de establecer una centralización de los medios de producción, sobre la cual sean las propias masas las que decidan democráticamente su propio destino, participando no solo en la deliberación política cotidiana (con representantes que serían revocables y que ganarían lo mismo que un obrero calificado), sino en la planificación democrática del conjunto de la economía.
El debate organizado por Proyecto Ballena dejó sobre la mesa algunos ejes que intentamos abordar, a la vez que incorporamos otras ideas para sumar al pensar estos 40 años de democracia en Argentina. Lo hacemos en la perspectiva de que se fortalezca una fuerza social y política que luche para defender y reforzar esos elementos de democracia de los y las trabajadoras, para desde ahí pelear mejor contra el Estado capitalista y sus gobiernos. Un gobierno asentado sobre esa base no sólo sería más democrático en sus formas, como ya hemos señalado, sino fundamentalmente en su contenido, permitiendo una planificación racional de la economía en función de las necesidades sociales mayoritarias.
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