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Red Internacional
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Prensa internacional. Sobre los recientes acontecimientos en Ucrania: una declaración provisional

Reproducimos un artículo de David Harvey traducido y publicado por el sitio Contexto y Acción el 2 de marzo, donde el autor repudia la invasión rusa a Ucrania y a la vez la contextualiza como una consecuencia de la política expansionista de la OTAN en las últimas décadas.

Miércoles 9 de marzo de 2022 23:45

El ataque de Putin a Ucrania no justifica la resurrección de instituciones belicistas como la OTAN, que tanto han contribuido a crear el problema.
[Intervención en la Reunión Anual de la Asociación de Geógrafos de Estados Unidos, del 27 de febrero de 2022.]

El estallido de una guerra en toda regla tras la invasión rusa de Ucrania marca un dramático punto de inflexión en el orden mundial. Y como tal, no debiera ser ignorado por los geógrafos hoy reunidos (todavía, ay, en Zoom) en nuestra reunión anual. Así pues, propongo como base para el debate las siguientes observaciones no especializadas.

Existe el mito según el cual ha reinado la paz en el mundo desde 1945 y el orden mundial surgido de la hegemonía norteamericana ha servido, en gran medida, para contener las pulsiones bélicas entre Estados capitalistas que históricamente han competido unos con otros. Se entiende que la competencia entre Estados europeos que causó las dos guerras mundiales ha sido por lo general contenida, y que Alemania Occidental y Japón fueron pacíficamente reincorporados al sistema mundial capitalista, en parte también para combatir la amenaza del comunismo soviético. Así, para mitigar la competencia se crearon en Europa instituciones de colaboración como el mercado común, la Unión Europea, la OTAN, o el euro. Sabemos, sin embargo, que desde 1945 ha habido múltiples guerras “calientes”, tanto civiles como entre Estados, empezando por las guerras de Corea y Vietnam y siguiendo por los conflictos en Yugoslavia y el bombardeo en Serbia de la OTAN, las dos guerras contra Irak (una de las cuales fue justificada por las manifiestas mentiras de los Estados Unidos en cuanto a la posesión de armas de destrucción masiva por parte de Irak), o las guerras en Yemen, Libia y Siria.

Hasta 1991, el orden mundial tuvo de forma más o menos constante el telón de fondo de la Guerra Fría. Fue un marco que, a menudo, las empresas norteamericanas instrumentalizaron a su favor, constituyendo lo que Eisenhower definió en su momento como el “complejo industrial militar”. El cultivo del miedo, tanto ficticio como real, a los soviéticos y al comunismo fue un elemento fundamental de esta política. Y sus consecuencias económicas fueron las recurrentes olas de innovación tecnológica y organizativa en términos de armamento e infraestructuras militares. Cierto es que estas tecnologías fueron, en buena medida, beneficiosas también para el ámbito civil, como en el caso de la aviación, el desarrollo de internet o la energía nuclear, y contribuyeron en gran medida al sostenimiento de una infinita acumulación de capital y a la centralización del poder capitalista con relación a un mercado crecientemente cautivo.

Además, en tiempos de dificultad económica, el recurso al “keynesianismo militar” se convirtió en una recurrente desviación de la ortodoxia neoliberal que desde los años 70 empezó a ser administrada sobre las poblaciones incluso de los países de capitalismo avanzado. Reagan recurrió al keynesianismo militar para orquestar una nueva carrera armamentística contra la Unión Soviética en los años 80 que contribuyó a poner fin a la Guerra Fría, al tiempo que se distorsionaban las economías de ambos países. Antes de Reagan, el tipo impositivo máximo en los EE.UU. nunca estuvo por debajo del 70%, mientras que después de Reagan el tipo nunca ha superado el 40%, desmintiendo así la pertinaz consigna según la cual los impuestos elevados coartan el crecimiento económico. La creciente militarización de la economía estadounidense después de 1945 vino de la mano de una mayor desigualdad económica y la formación de una oligarquía gobernante tanto en los Estados Unidos, como en otros lugares, incluyendo Rusia.

La dificultad con la que se enfrentan las élites políticas occidentales en situaciones como la actual en Ucrania es que las crisis urgentes y los problemas a corto plazo no pueden ser resueltas de forma que se acaben acentuando las propias raíces que subyacen a los conflictos. Es cierto que, aunque sepamos que las personas inseguras suelen reaccionar con violencia, tampoco podemos enfrentarnos a alguien que viene con un cuchillo usando sencillamente palabras tranquilizadoras para calmar sus inseguridades. Aun así, es preferible tratar de desarmar al atacante sin fomentar a su vez dichas inseguridades. Por eso, nuestro objetivo hoy debe ser el de sentar las bases de un orden mundial pacífico, colaborativo y desmilitarizado, sin descuidar por ello la limitación urgente del terror, la destrucción y la pérdida gratuita de vidas humanas que va a conllevar esta invasión.

Lo que estamos presenciando en Ucrania es, en muchos aspectos, el resultado de los distintos procesos que intervinieron en la disolución del llamado “comunismo real” y el régimen soviético. Con el fin de la Guerra Fría llegaron las promesas al pueblo ruso sobre un futuro radiante en el que los parabienes del dinamismo capitalista y la economía liberalizada se repartirían por efecto trickle-down a todos los sectores de la sociedad. La realidad sin embargo fue otra. El sociólogo Borís Kagarlitski aseveró, con el fin de la Guerra Fría, que los rusos creyeron embarcarse en un avión hacia París, pero en pleno vuelo se les anunció: “Bienvenidos a Burkina Faso”.

Después de 1991, al contrario de lo que ocurrió con Japón y Alemania occidental en 1945, no hubo intento alguno de incorporar al pueblo y la economía rusos al sistema global. Siguiendo las indicaciones del FMI y de los principales economistas occidentales (como Jeffrey Sachs), se prefirió adoptar la doctrina del shock neoliberal como fórmula mágica para la transición. Y cuando esta falló estrepitosamente, las élites occidentales recurrieron al viejo discurso neoliberal de culpar a las víctimas, responsabilizando al pueblo ruso de no haber sido capaces de desarrollar adecuadamente su capital humano y desmantelar los múltiples impedimentos endémicos al emprendimiento individual (culpando, de forma tácita, a la propia Rusia del rápido ascenso de los oligarcas). Internamente, los resultados en Rusia fueron desastrosos. El PIB se desplomó, el rublo dejó de ser una moneda viable (el dinero se llegó a medir en botellas de vodka), la esperanza de vida cayó en picado, empeoró la posición social de las mujeres, colapsaron las instituciones gubernamentales y el Estado del bienestar soviético. También se consolidó una política mafiosa liderada por el nuevo poder oligárquico cuya rúbrica fue la crisis de deuda de 1998 de la cual, se dijo, tan sólo podía salirse mendigando migajas de la mesa de los ricos y sometiéndose a la dictadura económica del FMI. A excepción de los oligarcas, la humillación económica del pueblo ruso fue total. Para colmo, la Unión Soviética se desmembró en repúblicas independientes constituidas de arriba abajo, sin demasiada implicación popular.

En dos o tres años, Rusia sufrió una dramática reducción en población y economía, así como una destrucción de su base industrial que, en términos proporcionales, fue mayor incluso que la sufrida en las antiguas regiones industriales estadounidenses durante los cuarenta años anteriores. Conocemos bien las consecuencias sociales, políticas y económicas de la desindustrialización de Pensilvania, Ohio y el Midwest norteamericano, que van desde la actual epidemia de los opioides hasta el surgimiento de olas políticas reaccionarias, como el apoyo al supremacismo blanco o el fenómeno de Donald Trump. Pero mientras Occidente se regodeaba en un supuesto “fin de la historia” impuesto en términos capitalistas, el impacto de la terapia del shock en la vida política, cultural y económica rusa fue mucho más dramático.

Por otra parte está la cuestión de la OTAN. Concebida originalmente en términos de defensa y colaboración entre Estados, pronto se convirtió en una organización probélica dedicada a contener la expansión del comunismo y evitar que la competencia entre los Estados de la Europa occidental entrase en el terreno de lo militar. Por lo general, es cierto que ayudó a mitigar la competencia interna en Europa, a pesar de que Grecia y Turquía nunca han sido capaces de resolver sus diferencias sobre Chipre. Pero en la práctica, la Unión Europea fue mucho más útil que la OTAN, y tras el colapso de la Unión Soviética, su principal objetivo se desvaneció. La posibilidad de que la población estadounidense se beneficiase de un “dividendo de paz” resultante de fuertes recortes en los gastos de defensa emergió como una amenaza real para el complejo industrial militar. Quizás por esta razón se hizo más evidente el intervencionismo de la OTAN (que siempre estuvo ahí) durante los años de la administración Clinton, rompiendo en gran medida las promesas verbales hechas a Gorbachov en los primeros tiempos de la perestroika. Ejemplo claro de ello fue el bombardeo de la OTAN sobre Belgrado en 1999, liderado por Estados Unidos, donde incluso fue alcanzada la embajada china (aunque sigue sin esclarecerse si intencionada o accidentalmente).

Tanto el bombardeo de Serbia como otras intervenciones en las que Estados Unidos ha violado la soberanía de Estados nacionales más débiles son evocados por Putin como precedentes de sus acciones. La expansión de la OTAN hasta la frontera de Rusia, en tiempos en los que no había amenaza militar alguna, fue discutida incluso por parte de Donald Trump, que llegó a cuestionar la propia existencia de la organización atlántica. Incluso el comentarista conservador Thomas Friedman ha llegado a responsabilizar a los Estados Unidos en una columna reciente publicada en el New York Times de los últimos acontecimientos, dado el enfoque agresivo y provocador hacia Rusia . Durante los 90 parecía que la OTAN era una alianza militar en busca de un enemigo. Ahora Putin ha satisfecho este deseo tras haberle provocado lo suficiente y su resentimiento tiene parte de sus causas en las humillaciones económicas y la arrogancia despectiva de Occidente hacia Rusia y su lugar en el orden mundial. Las élites políticas estadounidenses y occidentales deberían haber comprendido que la humillación es una herramienta desastrosa cuando se trata de política exterior, cuyos efectos son a menudo duraderos y catastróficos. La humillación de Alemania en Versalles desempeñó un papel crucial en la escalada que precedió la Segunda Guerra Mundial. Las élites políticas evitaron repetir el mismo error con Alemania Occidental y Japón después de 1945 mediante el Plan Marshall, pero volvieron a la catastrófica estrategia de humillación a Rusia (tanto explícita como implícitamente) tras el final de la Guerra Fría. Rusia necesitaba y merecía un Plan Marshall, pero obtuvo en su lugar las lecciones paternalistas sobre las bondades del neoliberalismo que caracterizaron los años 90. También el siglo y medio de humillaciones por parte del imperialismo occidental hacia China, que puede extenderse hasta las ocupaciones japonesas de los años 30 y la infame Masacre de Nankín, está jugando un papel central en la geopolítica contemporánea. La lección es sencilla: si quieres humillar, hazlo por tu cuenta y riesgo, porque el humillado puede revolverse y, por qué no, morder de vuelta.

Nada de esto justifica las acciones de Putin, de la misma forma que cuarenta años de desindustrialización y castigo neoliberal a los trabajadores no justifican las acciones o posiciones de Donald Trump. Pero el ataque de Putin a Ucrania no justifica la resurrección de instituciones belicistas como la OTAN, que tanto han contribuido a crear el problema. De la misma forma que la competencia entre Estados europeos tuvo que ser desmilitarizada después de 1945, hoy en día deberíamos tratar de poner freno a las carreras armamentísticas entre bloques y fomentar instituciones fuertes de colaboración y cooperación. Someterse a las leyes coercitivas de la competencia, tanto entre corporaciones capitalistas como entre bloques de poder geopolítico, es la receta para más desastres, incluso si el gran capital sigue viendo esta escalada, lamentablemente, como una nueva vía para la interminable acumulación de capital en el futuro.

El peligro en un momento como éste es que el más mínimo error de juicio por parte de uno de los dos bandos puede fácilmente conducir a una escalada que acabe en una gran confrontación entre potencias nucleares en la que Rusia logre plantar cara a la hasta ahora abrumadoramente superioridad militar estadounidense. El mundo unipolar en el que vivían las élites estadounidenses durante los años 90 ya ha sido superado por un mundo bipolar, pero todavía están cambiando muchas otras cosas.

El 15 de febrero de 2003, millones de personas en todo el mundo salieron a la calle para protestar contra la amenaza de guerra, en lo que incluso el New York Times reconoció como una llamativa expresión de la opinión pública mundial. Por desgracia, las protestas fracasaron y lo que siguió fueron dos décadas de guerras destructivas y ruinosas en muchos puntos del planeta. Es evidente que el pueblo de Ucrania no quiere la guerra, ni los rusos y los europeos quieren guerra, y tampoco las gentes de Norteamérica quieren otra guerra. El movimiento popular por la paz necesita reavivarse y reafirmarse. Los pueblos de todo el mundo deben hacer valer su derecho a participar en la creación de un nuevo orden mundial basado en la paz, la cooperación y la colaboración, en lugar de la competencia, la coerción, el conflicto y el resentimiento.

Este artículo se publicó en el Focaalblog.

Traducción de Alfo G. Aguado.