Aunque las cadenas mediáticas hoy no estén hablando del tema, las cárceles no dejaron de ser una bomba de tiempo. Más aún en pandemia. ¿Quiénes crearon esta situación? ¿Quiénes pueden resolverla? Mientras el poder político y judicial se pasa facturas, tras las rejas el Covid-19 se suma a una larga lista de amenazas y crímenes contra las personas privadas de su libertad.
La cuestión carcelaria en Argentina, ¿es un problema penitenciario, judicial, policial, político o económico? Sin dudas hay razones de todo tipo que explican la inhumanidad y el despojo de toda dignidad que impera en las cárceles argentinas, estén bajo órbita del Servicio Penitenciario Federal o de los provinciales.
Más allá del debate general sobre las cárceles como dispositivo represivo de clase en el capitalismo, el desembarco de la pandemia de Covid-19 en los penales, alcaidías y comisarías marcará un antes y después.
Las muertes y heridas (por represión o enfermedad) y los contagios de personas privadas de su libertad no podrán ser considerados efectos “naturales” de la expansión del virus. Serán producto de responsabilidades políticas.
Alcanza con ver cómo se actuó en otros países [1] para pensar cómo evitar una evitable masacre intramuros.
¿Yo, señor? No, señor… ¿pues entonces quién?
En los últimos meses el tema se centró en tres ejes:
• Por un lado, la desesperada protesta dentro de las cárceles, desde Villa Devoto a Santiago del Estero, de Mendoza a Corrientes y, lógicamente, en la provincia de Buenos Aires. En la agenda mediático-política sobresalió el rechazo a los “motines”, dejando de lado un hecho gravísimo: dos presos muertos (uno en Florencio Varela y otro en Corrientes) por balas penitenciarias en medio de las protestas; otro preso (infectado con Covid-19) parapléjico tras recibir un balazo de agentes penitenciarios de Devoto; y dos mujeres “suicidadas” (una en el penal de Lomas de Zamora y otra en una comisaría de San Luis).
• Por otro lado, como bien lo describieron Myriam Bregman y Octavio Crivaro, la campaña reaccionaria de la derecha (tanto oficialista como opositora) basada en fake news y cacerolazos en rechazo a eventuales liberaciones masivas de asesinos seriales, violadores y femicidas. Algo que quedó ampliamente demostrado que no existió ni iba a existir si se cumplían los fallos de tribunales nacionales y provinciales sobre habeas corpus colectivos, presentados por organismos de derechos humanos, que pedían la prisión domiciliaria para miles de personas que pertenecen a ese grupo de riesgo y detenidas por delitos no violentos o con poco tiempo restante de condena. Pero la campaña mentirosa surtió efecto y logró la anulación de algunos de esos fallos. Mientras, algunos jueces siguen liberando a grandes delincuentes y hasta genocidas con la excusa del coronavirus.
• Por último, con eufemismos y medias verdades, diferentes funcionarios, legisladores, jueces y fiscales buscaron despegarse de toda responsabilidad. El discurso de la Casa Rosada y de la Gobernación bonaerense terminó imponiendo la idea de que todo es responsabilidad del Poder Judicial. Efecto inmediato: la Suprema Corte bonaerense rechazó por unanimidad un habeas corpus colectivo y delegó la solución de fondo en el Poder Ejecutivo. La cosa sigue como antes y el Covid-19 tiene vía libre en los penales y las comisarías.
Así, entre el palabrerío distraccionista y la ausencia de medidas de fondo el Estado se encargó de “cerrar el tema” y dejar todo como estaba. Entremedio Kicillof intentó mostrarse preocupado por el tema y junto a sus ministros Berni y Alak anunció la creación de más “plazas” (en cárceles ya existentes o nuevos edificios) y el empleo de containers como “celdas” para descomprimir comisarías.
Según Berni, ese emprendimiento fue aprobado por personalidades ligadas a la defensa de los derechos humanos. Y hasta la misma vicepresidente Cristina Fernández retwiteó una conferencia de prensa del Gobernador donde garantizaba más punitivismo.
No hay nada nuevo, viejo...
Según datos relevados por la Procuración Penitenciaria de la Nación (PPN), dependiente del Congreso, a fines de 2019 había en el país más de 100.000 personas presas en cárceles federales y provinciales, comisarías y otros lugares de encierro. A su vez la tasa de encarcelamiento se encontraba entre las más altas de la región, con más de 200 presos por cada 100.000 habitantes.
La sobrepoblación, el hacinamiento y las torturas sistemáticas vienen de hace años, con casos emblemáticos como las masacres de las cárceles de Olmos en 1990, Magdalena en 2005 y Santiago del Estero en 2007 y de comisarías como las de Pergamino en 2017 y de Esteban Echeverría en 2018.
Y en ese proceso fue decisivo el rol de quienes gobernaron el país. Un detalle de algunos “hitos” lo dio cabalmente la diputada Bregman del PTS-Frente de Izquierda en la Legislatura porteña durante una sesión especial del jueves 30 de abril.
En ese sentido, el discurso del Ejecutivo provincial es altamente engañoso. En conferencia de prensa Kicillof dijo que “quién va a la cárcel, quién sale de la cárcel, quién tiene prisión domiciliaria o no la tiene, es una decisión del Poder Judicial, no del Poder Ejecutivo. Ni que quisiéramos lo podríamos decidir”.
Ese discurso solo le sirve a quienes gobiernan para aplicar la represión como primera y “natural” respuesta a la situación de emergencia. Política que ya dejó el saldo (provisorio) de las muertes de José Candia en Corrientes y Federico Rey en Florencio Varela y la paraplegia de Gustavo Barreto en Villa Devoto (con contagio de coronavirus incluido). Todos baleados con el plomo de los servicios penitenciarios.
Y si de un lado está la represión, del otro se conforman “mesas de diálogo” entre funcionarios, jueces, fiscales, representantes de presos y ONG que le aportan algo de humanidad a esas instancias. Pero hasta el momento, según reconocen varios de los participantes, no se han consiguieron más que “actas” llenas de buenas intenciones. Mientras el Covid-19 avanza.
Desde que se dieron las protestas carcelarias a fines de abril y hasta el cierre de esta nota, según datos del Comité Nacional para la Prevención de la Tortura (CNPT), las personas contagiadas con Covid-19 entre dependencias penitenciarias y policiales eran 83. Pero el mismo CNPT aclara que, por el tipo de registro que hace, su informe no pretende ser exhaustivo. De allí que sea lógico dudar de que en la órbita del Servicio Penitenciario Bonaerense haya, según ese informe, apenas dos casos positivos de coronavirus.
La “democracia” del palo y a la bolsa
El aumento sostenido de la tasa de encarcelamiento (cantidad de presos por cada 100.000 habitantes) durante las últimas décadas no se debe a que los delitos aumentaron al por mayor y los jueces se limitaron a cumplir las leyes. Se debe a las políticas criminales ordenadas jurídicamente por el Poder Legislativo, aplicadas por el Ejecutivo y acompañadas, naturalmente, por el Judicial.
En este contexto, además, la provincia de Buenos Aires tiene una tasa de encarcelamiento muy superior a media nacional. Mientras esta última orbita en los 200 presos por cada 100.000 habitantes, la tierra hoy gobernada por Kicillof alcanza los 300 por cada 100.000.
¿Es que en la provincia la gente se vuelve más delincuente que en el resto de Argentina? No. Es que en la provincia hay conglomerados urbanos en los que la pobreza alcanza a más del 40 % de la población y, coincidentemente, 4 de cada diez trabajadoras y trabajadores tienen serios problemas de empleo (entre ocupación precaria, desocupación y subocupación).
Fueron las políticas económicas, sociales, de “seguridad” y penitenciarias encaradas desde 1983 hasta hoy (28 de esos 37 años bajo mando del peronismo) las que siempre redundaron en un cada vez mayor porcentaje de la población judicializada y tras las rejas.
¿Entonces el problema es político o no? Deliberadamente sí.
Hay un ejemplo muy claro. En 1989, el Gobierno de Raúl Alfonsín impulsó la Ley 23.737, conocida como de Estupefacientes, a partir de la cual el cultivo y venta de marihuana pasó a estar sancionado con penas de entre tres y quince años de prisión.
En 2005 Néstor Kirchner impulsó modificaciones a esa norma. Finalmente el Congreso votó la ley 26.052, donde se agregaría un párrafo al artículo 5º de la Ley de Estupefacientes, sumando penas para quienes meramente intercambien marihuana para uso personal.
Nadie duda de que esos hechos políticos trastocaron la fisonomía penitenciaria y policial, ingresando miles de personas más a cárceles y comisarías acusadas de violar la Ley de Estupefacientes. Y probablemente, tras pasar meses y hasta años detenida, mucha de esa gente terminará libre de culpa y cargo en tardíos y bochornosos juicios.
Según datos de 2018 del Servicio Penitenciario Federal (últimos disponibles), en las cárceles dependientes del Ejecutivo Nacional había en ese año casi 13.500 personas. Unas 7.800 (58 %) no habían sido aún condenadas, solo estaban procesadas. Y unas 3.500 (más de un cuarto del total) estaban detenidas por violar la ley 23.737 (casi la mitad por tenencia o tráfico, no por venta). ¿Cómo estarían las cárceles con 3.500 personas menos, que podrían seguir sus procesos judiciales sin alimentar los focos infecciosos?
A ese panorama, que lleva décadas, se suma una emergencia sanitaria y una crisis social sin precedentes. Tanto que hasta la ONU, la OMS y la CIDH (la diplomacia de las potencias mundiales) no sugieren otra solución que la salida masiva y urgente de personas de las cárceles.
Pueden, pero no quieren
Tanto Alberto Fernández como Axel Kicillof y el resto de los gobernadores, como los reaccionarios que fomentan el temor, la zozobra y el odio social contra esos circunstanciales chivos expiatorios, saben que la solución es política.
La responsabilidad es de los presidentes, los gobernadores y los jueces. Pero eso es en situaciones medianamente “normales”. ¿De quién es mayor la responsabilidad en el contexto de pandemia? De los ejecutivos.
Y también del Congreso, que puede dictar, reformar o derogar leyes en pos de un cambio de la situación. Pero ni oficialistas ni opositores (ex-oficialistas) dicen ni una palabra.
Cambiar de prioridades
Mientras estás leyendo esto, en Argentina la crisis carcelaria sigue su curso, hoy recalentada al calor de la pandemia del Covid-19. En todo caso el coronavirus puso en evidencia la necesidad urgente del descenso del número de la población penitenciaria, un problema estructural y de larga data al que todos los gobiernos le echaron leña sin parar.
La “inflación carcelaria” es producto de un punitivismo legislativo a la carta, de la criminalización selectiva (las cárceles como depósitos de pobres), del abuso de la prisión preventiva, de procesos eternos sin condena y de los tratos inhumanos por parte de servicios penitenciarios escolarizados con los manuales de la dictadura.
Es el Estado, a través de sus tres “poderes”, el responsable. Por eso no es posible disociar los reclamos al Ejecutivo y al Legislativo, que tienen en sus manos las órdenes a dar en la materia, del reclamo al Judicial para que haga lugar a los habeas corpus, resuelva sin dilaciones las causas abiertas e incluso evalúe la declaración de inconstitucionalidad de leyes y decretos que provocaron esta crisis.
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