“Cuando me desperté había niebla. Pero no una niebla cualquiera. Era como si una tela de lino hubiera caído sobre el mundo” (María Gainza, {El nervio óptico}).
“Yo creo que lo que hay que hacer es prolija y elegantemente saltar la grieta”. Axel Kicillof habla. Despierta el aplauso entusiasta del auditorio, que lo escucha atento. Frente a él está Pedro Saborido, el primero de sus entrevistadores.
Así arranca Y ahora ¿qué? Desengrietar las ideas para construir un país normal, el libro de entrevistas que el exministro de Economía de Cristina Kirchner acaba de publicar [1].
El texto se presenta como una suerte de sedante político, destinado a calmar conciencias y aliviar tensiones. Como si actuara por pedido de Ravi Shankar, el actual diputado nacional busca tranquilizar a todos y todas. El mensaje de paz y reconciliación viaja en múltiples direcciones: votantes macristas; los llamados “traidores” dentro del peronismo; el gran empresariado y, por qué no, el FMI.
La publicación viene al mundo en momentos en que el tutelaje de Christine Lagarde se extiende por la geografía nacional. Esta semana se puso en evidencia, con el verdadero apriete que la titular del Fondo descargó sobre los candidatos que competirán en las próximas elecciones.
La búsqueda de desengrietar tiene clara funcionalidad política. El kirchnerismo vuelve a postularse como gestor eficiente de los negocios del gran capital. Trazado ese objetivo, Y ahora ¿qué? viene a presentar una reconstrucción mistificada del pasado, una justificación acrítica del presente y una edificación mentirosa acerca del futuro.
Un pasado reescrito: Kicillof vs. Kicillof
El exministro reescribe la historia, aunque en un sentido opuesto al apotegma benjaminiano. Si para el gran escritor alemán había que descubrir los hilos de la historia de los vencidos, para el eventual candidato se trata de cepillar para enredar todo y construir una especie de paraíso perdido, que encontró su abrupto ocaso en diciembre de 2015.
No es esto lo que pensaba en 2007. En aquellos años, cuando todavía era un economista independiente que pisaba en los márgenes del kirchnerismo, un documento del Centro de Estudios para el Desarrollo Argentino (CENDA) –que Kicillof dirigía– describía la “caja negra” que explicaba el crecimiento de los años kirchneristas: “la devaluación del peso generó una fortísima recomposición tanto de la tasa de rentabilidad como de la masa de ganancias para el total de la economía” [2].
Aquellos salarios hiperdevaluados −que perdieron 30 % de su poder de compra en 2002− detonaron un aumento de la porción de riqueza que iba a parar a las arcas empresarias. El “secreto” del crecimiento posterior está indefectiblemente ligado a ese enorme zarpazo al bolsillo obrero y popular [3].
Doce años después, el Kicillof versión 2019 se enreda; quiere separar al gobierno de Néstor Kirchner de aquella génesis. Ahora el “modelo” no tiene nada que ver ni con Duhalde ni con el programa económico de Lavagna, del que Kicillof “estaba muy en contra”[106].
La afirmación hace ruido, máxime cuando Lavagna fue ministro de Economía de… Néstor Kirchner. El Kicillof reconvertido nos advierte que: “existe la idea de que cualquier devaluación grande, como por ejemplo la de 300 % que hizo el macrismo [o Duhalde; N. de R.], purifica el sistema y el país empieza a crecer solo. Pero no es cierto” [106].
Revisando la historia, el exministro redescubre el Santo Grial del “modelo” kirchnerista: “keynesianismo”, un “condimento del peronismo de Perón”, una “redistribución de la riqueza rápida”, que explicaría poco más que todo.
No es el primero en decirlo; toda una troupe de economistas ha pretendido explicar el crecimiento con el que arrancó el período kirchnerista a partir de esas políticas de demanda [4].
Pero todos se topan con el mismo escollo. La recuperación comenzó antes, y no después, de estas políticas, donde los autores quieren encontrar la “génesis” del modelo. Aquella “redistribución” (de los asalariados hacia los empresarios) no era justamente progresiva, como sabía reconocer el economista en 2007.
A las contradicciones propias del autor, se suma la dureza de los hechos. Incluso en los años del crecimiento más “virtuoso” (2003-2007), el poder adquisitivo del salario siguió por debajo del período previo a la mega-devaluación de 2002. Habría que esperar la llegada de 2006 para que la capacidad de compra empezara a arañar los niveles pre-crisis.
Tal como señala Martín Schorr, en términos económicos, “el duhaldismo es el origen del kirchnerismo”. Callar aquella ascendencia también podría leerse como un intento de esconder el propio pasado. En su rol de ministro, a inicios de 2014, Kicillof ejecutó la devaluación más pronunciada desde 2002. En aquel entonces, los fantasmagóricos “mercados” fueron presentados como responsables. Los salarios reales, arrastrados por la medida, cayeron un 5,6 % en promedio.
Mudos de agotamiento
En esa reconstrucción del pasado, al relato kicillofista le falta profundidad a la hora de explicar la derrota electoral de 2015. Interrogado acerca de las razones de la caída, el exministro presenta un intrincado mecanismo psicológico de masas.
… en un país normal ¿qué riesgo existe desde la perspectiva de la conciencia de la comprensión? Que esa normalidad, por parecer natural y obvia, se la desvincule del Estado, que se piense que el Estado no tiene nada que ver con eso […] el hombre y la mujer comunes pensaron que podía venir otro gobierno que lograra lo mismo pero que, por ejemplo, no les cobrara impuestos o no se peleara con los buitres. Ahí es donde yo creo que fracasamos, en el sentido de que hay una buena parte de la sociedad que no entendió o entendió otra cosa [108-109].
La “normalidad” presentada por el exministro resulta discutible. La devaluación de 2014 vino a superponerse con el cobro compulsivo del Impuesto a las Ganancias a más de un millón de trabajadores. También con el llamado “cepo”, un mecanismo destinado a amarrocar dólares para entregárselos al gran capital financiero internacional. Aquel período mostró el retorno de la eterna restricción externa.
La escasez de dólares venía a desmentir el supuesto “cambio estructural” que se gestaba bajo el kirchnerismo. Al dominio del capital extranjero sobre núcleos claves de la economía −cuya consecuencia más visible era la persistente salida de divisas rumbo a sus casas matrices−, se sumaba el carácter desarticulado y dependiente de la estructura productiva nacional. En aquellos años, los “logros” industriales se ataron a rubros especializados en el ensamblaje de piezas importadas. Cada salto en la producción en ramas como la automotriz o la electrónica contribuía a agravar el déficit comercial. A ese conjunto habrá que sumar la pasión fugadora del gran capital argentino que, gracias al modelo, la “levantaba en pala”, solo para invertir en dosis homeopáticas con un gotero [5].
Los dólares ahorrados marcharon camino a los grandes centros de poder mundial, garantizando la continuidad de los “pagos seriales” de la deuda. Aquellos mecanismos, destinados a parchar los agujeros del modelo, socavaron la base política y social del kirchnerismo. El festejado 54 % obtenido en 2011 empezó a licuarse, empujando la grieta al interior del movimiento peronista.
Las operaciones duranbarbistas de marketing político no actuaron en el vacío. Las mentiras macristas encontraron eco entre jubilados descontentos por sus haberes de miseria; entre jóvenes trabajadores precarizados que rotaban constantemente entre trabajos miserables; entre asalariados que pagaban Ganancias, algo que la progresía kirchnerista defendía como virtuosa “redistribución” del ingreso (¡entre asalariados!), sin preocuparse que su destino fuera poner millones de dólares en los bolsillos de los dueños de las privatizadas. Las operaciones mediático-judiciales calaron también en ese enorme tercio de la población que, a pesar del “keynesianismo”, siguió viviendo en la pobreza. Pobreza que el exministro prefirió no computar para “no estigmatizar”.
Como señala Schorr, desde el punto de vista del gran capital el gobierno de Cristina Kirchner dejó “servido en bandeja” el ajuste. El macrismo arribó al poder con la firme intención de imponer ese “sinceramiento”. Tendría (y tiene) la invalorable colaboración del peronismo.
Un presente cargado de “traidores”
La autocrítica kicillofiana corre paralela a las construcciones electorales del presente. El ministro progresista se lanza a abrazar a barones feudales del peronismo y dirigentes sindicales burocráticos. Leemos:
Uno podría pensar a que algunos los compraron y a otros los apretaron […] lo cierto es que también hay un peronismo de inclinación neoliberal […] una parte del peronismo que en el fondo está bastante de acuerdo con el programa económico de Macri […] Por eso es que no sé si hoy se puede aspirar a una unidad de todo el peronismo. Debería ser una unidad de todo el peronismo antineoliberal [136-137].
El reciente acuerdo tácito con Juan Schiaretti en Córdoba pone sobre la mesa lo ambiguo de esos límites. El espacio que integra Kicillof reitera cada semana el llamado a figuras como Sergio Massa, Juan Manuel Urtubey y hasta el mismo Miguel Ángel Pichetto. En el llamamiento figuran también los mandatarios provinciales, quienes no han dudado a la hora de aplicar el ajuste en su terruño. En ese pelotón también marcha Alicia Kirchner.
¿Dónde empiezan los neoliberales y dónde los antineoliberales? Nadie lo sabe con certeza. Menos aún el presidente Macri, que ha recibido colaboración de todos ellos en la aplicación de sus planes de ajuste. El mismo entrevistado lo ratifica al dialogar con Ángela Lerena:
El Congreso es una rueda de auxilio, un engranaje del gobierno de Macri. Se han votado todas leyes de ajuste […] una parte de lo que era nuestra fuerza política, de los nombres que aparecieron en nuestra boleta cuando fuimos a las elecciones de 2015, que eran parte del movimiento político que gobernó con nosotros, está votando a favor de estas leyes de ajuste. El macrismo tiene minoría, pero gana en todas [230].
Resulta innecesario ilustrar más.
¿Un futuro luminoso?
En la Argentina tutelada por el Fondo Monetario Internacional, el exministro intenta presentar una imagen tranquilizadora hacia el futuro. Es en relación a los meses y años por venir donde Y ahora ¿qué? busca ejercer el mayor efecto sedante. En ese horizonte, las apelaciones al menú keynesiano van de la mano con la búsqueda de entendimiento con el gran capital imperialista y local.
Sin embargo, a pesar de ese objetivo, el economista se ve impelido a hablar de la realidad. En la entrevista con Alejandro Bercovich afirmará que
El FMI se creó después de la Segunda Guerra Mundial […] para que, ante una situación de corrida especulativa, el país no tuviera un desastre cambiario y financiero que afectara profundamente su vida económica. Estaba para ayudar a que los países no tuvieran crisis externas. Pero se convirtió en una cosa muy distinta […] en una especie de auditor de los acreedores privados […] en lugar de trabajar con los países para defenderlos de los movimientos especulativos o de los acreedores privados, ahora defiende a los acreedores privados [155].
Entonces... ¿rompemos el acuerdo y dejamos de lidiar con el matón de los acreedores? Nada de eso. Para el exministro, lo que hay que hacer es construir una “relación madura” [156] [6]. Esa sería, en la descripción de Kicillof, la que habría alcanzando... Grecia. ¡Sí, Grecia!, leyó Ud. bien. El exministro aclara, inmediatamente, que se refiere al momento actual. Sin embargo, el estrangulamiento que ejercen la Comisión Europea, el BCE y el FMI sobre aquel país no ha cesado.
Así presentadas las cosas, la “madurez” sería el resultado alcanzable tras desangrar a la Argentina en aras de cumplir con los grandes acreedores internacionales y lograr una deuda “sustentable”. ¿El costo? una hecatombe social, que se descargará sobre las mayorías populares.
Otro ejemplo de esa madurez para relacionarse con el FMI sería el representado por Portugal. Sin embargo, allí también los gobiernos ajustadores impusieron el trago amargo de los recortes, las privatizaciones, la baja de salarios y una retahíla de reformas antiobreras. Solo después de haber cumplido las exigencias del organismo internacional, obteniendo el certificado de “mejor alumno” del ajuste, el gobierno de Antonio Costa pudo hacer uso de credenciales “antiausteridad” y devolver una fracción del saqueo previo en cómodas cuotas.
En el nuevo discurso de Kicillof, la “razón populista” laclausiana queda enterrada en el pasado. Como si se siguieran los consejos de Jürgen Habermas y su teoría de acción comunicativa, toda interacción debe estar orientada al consenso.
En esa nueva sensibilidad hay que buscar las claves que permitirían llegar a acuerdos con el gran empresariado de los Rocca, los Pagani, o las grandes multinacionales. A partir de ese diálogo consensual sería posible que clausuraran décadas de parasitismo y devinieran grandes inversores dentro del país. Ilustrando esta nueva dimensión, Kicillof recordará cómo “convenció” a Paolo Rocca de desembolsar unos 200 millones de dólares [7], cifra irrisoria en comparación con la “fuga serial” protagonizada por ese y el conjunto de los grupos capitalistas durante la “década ganada”.
Pretender apelar a la “buena voluntad” del gran empresariado solo puede resultar en el desastre para las mayorías trabajadoras. Todo su “interés” en el país se ha demostrado en las últimas décadas: desde hace 45 años son actores protagónicos de la destrucción nacional, bajo el guion del gran capital imperialista y los organismos internacionales de crédito que actúan en su nombre.
El tono habermasiano de Y ahora ¿qué? choca con los intereses materiales de los actores económicos reales que intervienen en la Argentina actual. Los intentos consensualistas están destinados a estrellarse contra la pared. Las recetas keynesianas pueden verse bien en el papel, pero la realidad muestra una dinámica muy distinta.
Soñar con Keynes, despertar con Milton Friedman
Por años, la usina de contenidos de la gran corporación mediática se esforzó en presentar a Kicillof como marxista. Las 250 páginas de Y ahora, ¿qué? vienen a despejar toda confusión al respecto. El exministro se enrolará dentro del peronismo, al tiempo que se define como keynesiano. En diálogo con Carlos Pagni afirmará:
Uno de los autores a los que más recurro para eso es a Marx, pero después me encontré con Keynes y también me fascinó. Mi tesis doctoral no fue sobre Marx, fue sobre Keynes, y creo que eso me ayudó a entender el peronismo y la Argentina en el plano económico [69-70].
La Argentina de las “soluciones keynesianas” que, en palabras de Kicillof, habría implementado el kirchnerismo, está enterrada en el pasado. Pertenece a los tiempos en que la economía internacional le regalaba al país el superciclo de los commodities, y en que la herencia (hoy repudiada) de Duhalde y Lavagna daba margen para devolver en comodísimas cuotas parte del saqueo. El mundo ha cambiado. Bastante.
Los años cambiemitas tampoco han pasado en vano. La “herencia recibida” pesará como un enorme lastre sobre el gobierno que suceda al actual. En esa herencia, el acuerdo con el FMI determinará poco más que todo. El exministro de Cristina Kirchner hace tiempo anuncia que respetará el tutelaje de Lagarde [8].
El relato descafeinado que propone consensos y desengrietar tiene fecha de vencimiento. Más allá de los relatos y de las promesas, cualquier nuevo gobierno que se mantenga dentro de los cánones impuestos por el Fondo Monetario Internacional asumirá una fisonomía cercana al que encarnó Fernando de la Rúa. El exministro de Economía podrá proponernos soñar con Keynes, pero en el despertar del 11 de diciembre, muy posiblemente nos encontraremos con recetas más cercanas a las ideas de Milton Friedman.
A esa pesadilla hay que enfrentarla y derrotarla.
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