Argentina atraviesa una crisis social con pocos antecedentes históricos. Los últimos datos oficiales disponibles indican que el 42 % de la población se encontraba bajo la línea de la pobreza en el segundo semestre de 2020. Es un testimonio de la decadencia a la que conduce el país la clase capitalista y sus representantes políticos. Ni siquiera contar con un empleo garantiza que los ingresos salariales alcancen para no ser pobres. No solo eso. El salario mínimo, vital y móvil establecido por el Gobierno en connivencia con las centrales patronales y sindicales no alcanza ni siquiera para cubrir la canasta de indigencia.
Este paisaje desolador no es un destino inexorable para la clase trabajadora, para la clase social que genera toda la riqueza en Argentina y el mundo. Un futuro distinto se podría proyectar si la ciencia y los adelantos en la técnica son apropiados colectivamente. Y no como ocurre en la actualidad donde solo se utiliza para prometer desocupación, precarización, flexibilización y tercerización en dosis crecientes con el solo fin de alimentar las ganancias de unos pocos. Por eso, el Frente de Izquierda y de los Trabajadores, plantea una salida a la profunda crisis social y del empleo con la reducción de la jornada legal de trabajo a 6 horas y 5 días a la semana (30 horas semanales) y el reparto de las horas de trabajo entre todas las manos disponibles, entre las trabajadoras y trabajadores, ocupados y desocupados, con un salario como mínimo equivalente a la canasta familiar. Este planteo está ligado, indisociablemente, a acabar con todas las formas de precarización laboral. Y, estratégicamente, a dar una respuesta anticapitalista a la crisis.
Argentina cuenta con una jornada legal de las más extensas del mundo: 48 horas semanales. La mayor carga laboral de la clase trabajadora argentina y de otros países con rasgos semicoloniales en comparación con las potencias económicas imperialistas pone en evidencia que la burguesía argentina (y la extranjera que se valoriza en el país, como en el resto de América latina) busca permanentemente descargar su propio atraso como clase capitalista sobre las espaldas de los trabajadores: buscan compensar la escasez de inversiones en tecnología alargando la jornada laboral, aumentando los ritmos de trabajo y pagando menos salario.
La escasez de inversiones y el estancamiento económico que alcanza casi una década tienen su traducción en una escasa generación de puestos de trabajo: en el período 2016-2019, aunque los puestos crecieron lentamente, se sostuvieron en un promedio de 20,5 millones (sin considerar el año 2020 por la excepcionalidad del impacto del Covid-19). En el primer trimestre de 2021, la cifra total de puestos de trabajo se ubica justo en el promedio de 20,5 millones y exhibe una destrucción de unos 337 mil puestos en relación a 2020. Esa destrucción tiene mayor impacto entre los informales. Hacia adelante el capitalismo argentino ofrece un futuro más oscuro que el actual con la impronta que impondrá un nuevo acuerdo con el FMI.
Los lunes al sol
El destino de miseria que impuso la clase dominante se expresa no solo en la pobreza estructural, sino también en una desocupación crónica por encima del 10 % (en el primer trimestre del año se ubicó en 10,2 %). En la juventud, la desocupación trepa al 17 % en los varones que tienen entre 14 y 29 años y casi al 25 % en las mujeres en ese mismo rango etario. A nivel general, la desocupación también afecta más a las mujeres, con una tasa que supera el 12 %. A esto hay que agregar un 15 % de la población que tiene empleo, pero que está subocupada en tanto trabaja menos de 35 horas semanales y está dispuesta a trabajar más horas.
Entre los que cuentan con empleo se instaló como parte del panorama habitual un alto porcentaje de trabajo no registrado: oscila en torno a un tercio de la población [1]. A su vez, en el sector registrado es generalizada la contratación por agencia y la tercerización del mantenimiento o la limpieza. Los trabajadores bajo estas modalidades contractuales en las estadísticas aparecen como registrados, pero al mismo tiempo están precarizados dado que no cuentan con estabilidad laboral ni los mismos derechos que la planta estable (muchas veces no tienen vacaciones, licencias o aguinaldo). En los organismos públicos, como ocurre “paradójicamente” en los ministerios nacionales, la falta de estabilidad laboral afecta a la mayoría de los trabajadores y trabajadoras debido a una extendida precarización y tercerización de tareas a través de empresas contratistas.
A nivel general, la precarización laboral y la tercerización de tareas adquieren una dimensión cada vez mayor. Esa “pesada herencia” neoliberal se mantuvo incólume, aún con los gobiernos kirchneristas que hablan de “ampliar derechos”. Recientemente, en realidad el que amplió sus derechos fue el gran capital: encontró en la catástrofe sanitaria causada por el Covid-19 el terreno fértil para mejorar las condiciones de explotación de la fuerza de trabajo y, por ende, las ganancias empresarias: las aplicaciones de pedidos, la uberización del mundo laboral donde pretendidamente cada trabajador es su “propio jefe” y el teletrabajo [2] alcanzaron una nueva escala.
Los últimos datos del INDEC sobre la Evolución de la Distribución del Ingreso, correspondientes al primer trimestre de 2021, indican que al considerar la ocupación principal de los hogares (para los casos en que hay más de un empleo), el 80 % de la población asalariada, contaba con salarios menores a $60 mil. Cuando se considera el ingreso total de los hogares el 50 % tenía ingresos menores a $60 mil. Es decir, tenían ingresos al borde o por debajo de lo necesario para cubrir el valor de la canasta de pobreza, que en el primer trimestre se ubicó en alrededor de $60 mil para un hogar de cuatro integrantes (costo promedio del primer trimestre). Pero esa canasta de pobreza no incluye algo muy importante que es el pago de un alquiler. De ahí surge la importancia de considerar la canasta que estima ATE INDEC (es decir, la organización gremial del organismo de estadísticas) que sí incluye el pago de un alquiler: en el primer trimestre, en promedio, un hogar de cuatro integrantes necesitó un ingreso de $89 mil para cubrir una canasta de consumos mínimos. Es necesario aclarar que ATE INDEC no considera que esa canasta constituye un ideal ni un óptimo [3].
Dejar la vida en el trabajo
Mientras un sector importante de la población está desocupada, subocupada y sometida a la misma miseria de no llegar a fin de mes, los que logran cubrir los consumos mínimos están sometidos a jornadas laborales interminables (claro que muchos de los que no llegan a fin de mes también tienen jornadas extenuantes). Los datos del INDEC indican que más de un cuarto de la población ocupada está sobreocupada: esto significa que trabaja más de 45 horas a la semana. Probablemente, se contabilicen ahí muchos jóvenes que pedalean horas y horas al día para, no obstante, no alcanzar a reunir un salario que les alcance para cubrir los gastos del mes. O también a las trabajadoras y trabajadores que realizan turnos rotativos en muchas fábricas industriales. O los que están obligados a las horas extras para completar un ingreso que permita vivir. O los pesqueros y mineros que exhiben la mayor de cantidad de horas trabajadas por puesto de trabajo en todo el país. O el personal de salud que está al frente de la pelea contra el Covid.
Ese panorama general también se grafica bien con un caso concreto. En la planta alimenticia que Kraft Mondelez tiene en General Pacheco, provincia de Buenos Aires, se trabaja cuarenta y ocho horas a la semana. Y a veces más debido a la necesidad de hacer horas extra. El turno noche se dice que pisa la fábrica todos los días: es que la semana comienza el domingo a las veintidós horas cuando ingresa a trabajar y concluye a las seis de la mañana del sábado siguiente. Desde esa planta, una trabajadora nos relata que, a causa del deterioro salarial, muchas y muchos se ven obligados a trabajar extras (es decir, más que cuarenta y ocho horas semanales) para poder llegar a fin de mes. Por lo cual, en general los turnos mañana y tarde hacen horas extras los fines de semana. Prácticamente viven en la fábrica.
La empresa implementó la robotización de varias áreas y logró un aumento de la producción. Pero el colectivo de trabajadores está peor. Es que, en simultáneo, la planta de personal estable se redujo debido a los despidos: pasaron de ser 2.000 trabajadores en 2015 a 1.200 en 2020. Cuando la necesidad de la producción lo requiere, la empresa completa la dotación con tercerizados que ganan menos de $50 mil por mes. O con contratados por plazos de seis meses que luego descarta para reemplazar por nuevos contratados. Los trabajadores descartables le salen más baratos a Kraft Mondelez. En los últimos años, la empresa ha recurrido a maniobras para lograr exenciones impositivas: en septiembre de 2018 convocó al preventivo de crisis y pocos meses después, en febrero de 2019, anunciaba récord de ventas y de ganancias a nivel mundial gracias a las Oreo, la galletita que producen en la planta de General Pacheco.
La situación en esta planta alimenticia refleja bien una realidad extendida en muchos lugares de trabajo donde el capital consume el cuerpo, las energías vitales de las obreras y obreros. Es la propuesta que tiene el capitalismo cuando propone reformas laborales. Es el mundo ideal que pregonan los liberales. La tendencia histórica al aumento de la productividad gracias a la maquinización, y más recientemente al enorme desarrollo tecnológico, permite producir cada vez más en menos tiempo. Pero las maquinarias, esos productos de la industria humana al decir de Karl Marx, se le vuelven totalmente alienantes a la clase obrera, que es la productora de toda la riqueza. Precisamente, los empresarios buscan absorber hasta el último minuto de las vidas obreras librando una batalla cotidiana a muerte por los tiempos de trabajo para incrementar sus ganancias gracias a la capacidad productora de todos los bienes y servicios que tiene la clase obrera. Bajo el capitalismo, la reducción incesante del tiempo de trabajo socialmente necesario para producir las mercancías en lugar de liberar de tiempo de trabajo conducen, por el contrario, a un aceitado sistema que presiona sin pausa para que los trabajadores estén cada vez más horas y con mayores ritmos sujetos a la disciplina patronal. No va más.
Reducción y reparto
Actualmente, como se dijo, nuestro país tiene una de las jornadas laborales legales más largas del mundo: 48 horas semanales. Esto supone como máximo 8 horas de trabajo en 6 jornadas con un día de descanso. Pero esta conquista de las 8 horas ya alcanza casi un siglo sin modificación y es distorsionada por las empresas todo lo que la relación de fuerzas les permite consumir la vida de los trabajadores. La propuesta de la izquierda, de una reducción de la jornada legal de trabajo a 6 horas y 5 días a la semana (30 horas semanales) sin rebaja salarial implica en los hechos una recuperación salarial del 25 % para todos los que actualmente trabajan ocho horas diarias.
Este planteo se distingue de los ensayos de reducción de la jornada laboral que hacen los capitalistas en el mundo, como los más difundidos en los últimos tiempos de Islandia y el Estado Español, en al menos dos aspectos: por un lado, no se propone como un incentivo al capitalista para que pueda obtener más producto por cada obrero [4]; por el otro, en que la izquierda propone, en simultáneo, el reparto de las horas de trabajo entre todas las manos disponibles, entre todas las trabajadoras y todos los trabajadores, ocupados y desocupados, formales e informales, con un salario como mínimo equivalente a lo que se necesita para vivir. Es decir, es un planteo que se opone a la fragmentación de las clase trabajadora que genera el capital no solo para abaratar la fuerza de trabajo, sino también para debilitar sus posibilidades de organización.
A nivel general de la economía el reparto de las horas de trabajo entre todas las manos disponibles y la reducción de la jornada laboral permitiría absorber a todas las trabajadoras y trabajadores desocupados que buscan un empleo. Se podría crear una gran cantidad de nuevos puestos de trabajo para terminar con la desocupación y garantizar trabajo genuino a quienes hoy se ven obligados a recurrir a los planes sociales como forma de supervivencia. No se puede aceptar la generación de un ejército de desocupados crónicos e indigentes, una suerte de amenaza latente que las empresas utilizan como extorsión para que los que sí tienen empleo se vean obligados a agachar la cabeza frente a las rebajas salariales, jornadas extenuantes, mayor intensidad en el ritmo de producción u otros cambios regresivos en las condiciones laborales. No solo eso. El reparto de las horas de trabajo, incluso, permitiría incorporar en buen número a todos aquellos que, desalentados por la recesión, dejaron de buscar trabajo.
Esta iniciativa va indisolublemente ligada a otras exigencias: que no haya reducción salarial, que nadie gane menos que lo que cuesta la canasta familiar, la obligatoriedad de registración de los trabajadores, la estabilidad laboral con la incorporación a la planta permanente bajo el convenio más favorable de cada rama para terminar con toda forma de precarización y que no se impongan mayores ritmos de producción. Bajo estos requisitos, la reducción de la jornada laboral y el reparto de las horas de trabajo exigen, no solo, obviamente, una lucha organizada de la clase trabajadora, sino que su conquista total o parcial, hará necesario un control de los trabajadores en los lugares de trabajo para evitar las previsibles maniobras patronales. Esta iniciativa está asociada también al impulso de un plan de obras públicas para generar, no solo empleo, sino también para construir las viviendas que se necesitan para terminar con el déficit habitacional que sufren tres millones y medio de familias en nuestro país desde hace años. Al mismo tiempo, un plan de obras públicas permitiría desarrollar las obras de extensión de las redes de agua, cloacas, electricidad y gas, o las escuelas y hospitales necesarios, en función de una planificación urbana racional orientada a atender las necesidades sociales.
Esta propuesta es totalmente realizable con las condiciones actuales de la tecnología y de la producción. Si la clase trabajadora se apropia de este planteo da un paso enorme en elevar sus ambiciones, en el desarrollo de su conciencia y en proponer un futuro deseable para las mayorías que potencialmente puede desbordar los límites estrechos de miseria que impone la sociedad capitalista.
La clase mayoritaria
De acuerdo a la “Cuenta de generación del ingreso e insumo de mano de obra” que publica el INDEC, en el primer trimestre de 2021, como se dijo, existían 20,5 millones de puestos de trabajo [5], los cuales estaban compuestos por 15,1 millones de asalariados (74% del total) y 5,4 millones de no asalariados o trabajadores por cuenta propia (26% del total) [6]. Al poner la lupa en los 15,1 millones de puestos de trabajo asalariados se observa que estaban compuestos por 10,5 millones de trabajadores registrados (6,9 millones de puestos de trabajo en el sector privado y 3,6 millones de puestos en el sector público) y 4,6 millones no registrados. Asimismo, en el primer trimestre existían alrededor de 2 millones de desocupados en todo el país [7]. Si se considera, para simplificar, hogares con un integrante adicional por cada puesto de trabajo asalariado, no asalariado y por cada desocupado, se llega a un total de 45 millones de personas cuya reproducción de la vida posiblemente está asociada, principalmente, al salario en un país 45,8 millones de habitantes proyectados para mediados de 2021 [8]. La fuerza social de la clase trabajadora para llevar adelante un planteo de reducción de la jornada laboral y reparto de las horas de trabajo es evidente.
Pero en la actual coyuntura la balanza se inclina para el otro lado. Según el INDEC, el Excedente de Explotación Bruto (EEB) “es el saldo contable de las empresas constituidas en sociedad” y actúa como una “medida del excedente o el déficit devengado de los procesos de producción” [9]. Es una suerte de aproximación a la masa de ganancias de las empresas. El EEB se llevó el 40,2 % del total de la torta de la riqueza que genera el país (más precisamente, la clase trabajadora) durante el primer trimestre de 2021. Esto implicó un incrementó de 5,06 puntos porcentuales en su participación en la riqueza social generada. En simultáneo, la participación de la Remuneración al Trabajo Asalariado (RTA) alcanzó 46,1 % del Valor Agregado Bruto (VAB), es decir de la torta de riqueza. Esto implicó un descenso de 3,76 puntos porcentuales respecto al mismo período de 2020 [10].
Cada puesto de trabajo asalariado registrado del sector privado aportó $625 mil al EEB o a la masa de ganancias durante 2016. En 2017, el aporte fue de $607 mil. En 2018, con la llegada del FMI, aumentó a $ 668 mil. En 2019, con la crisis final del macrismo se redujo a $632 mil. Y en 2020, cada puesto reportó $631 mil a la masa de ganancia empresaria. Lo que surge es que, en 2020, en plena crisis pandémica, no todos pusieron el hombro de la misma manera: los capitalistas lograron sacar de cada trabajador una cuota de riqueza por cada puesto de trabajo muy parecida a 2019 [11]. No solo eso. En términos anualizados, durante los tres primeros meses del 2021, cada puesto reportó $722 mil a las ganancias [12]. Visto desde otro ángulo, en el primer trimestre, por cada $1 pagado por salario la clase capitalista obtuvo $1,24 de ganancia. Es el mejor primer trimestre desde que arranca la serie de datos en 2016. De tal modo, que la cifra supera a la de todos los primeros trimestres macristas, donde el máximo se ubicó en 2019 cuando se registró que cada $1 pagado por salario reportó $1,09 de ganancia. ¿Qué interpretación tienen estos números? Que, en la recuperación económica, en el crecimiento de la torta, todavía tímido, que se observó en el primer trimestre del año, los empresarios, la parte minoritaria de la sociedad, se llevan una parte más grande de la torta.
En el hipotético caso que durante el primer trimestre del año se hubiera reducido la jornada laboral sin afectar el salario y, en simultáneo, incorporado como ocupados asalariados los dos millones de desocupados que hay en el país con un salario equivalente a la canasta de consumos mínimos estimada por ATE INDEC ¿Qué hubiera pasado? La participación de la Remuneración del Trabajo Asalariado en la torta de la riqueza se hubiera incrementado, al menos, unos 8 puntos porcentuales en detrimento del Excedente Bruto de Explotación (como se dijo, es una suerte de aproximación a la masa de ganancias empresarias) y de la ganancia que obtienen los capitalistas por cada peso de salario que pagan.
En preservación de esas ganancias, las patronales, obviamente, pondrán el grito en el cielo argumentando que no es posible el reparto de las horas de trabajo. Los trabajadores tendrán que exigir que se abran todos sus registros contables y en el caso que los “números no cierran”, lo cual generalmente es consecuencia de un vaciamiento previo, los trabajadores están en condiciones de asumir la gestión de la producción. En Argentina sobran experiencias, entre otras, la emblemática Fasinpat (ex Zanon) o MadyGraf (ex Donnelley). El reparto adquiere toda su potencia como planteo anticapitalista cuando se extiende al conjunto del aparato productivo, lo cual trae a primer plano el problema de la planificación racional de las principales ramas de la economía. Es cierto que una medida de este estilo, sencilla desde el punto de vista de su posibilidad de realización técnica, y necesaria socialmente para evitar la degradación de la vida que se instaló como paisaje habitual en los últimos años, choca de frente con las necesidades de valorización del capital, en tanto ataca directamente la ganancia empresaria. La clase capitalista no va a resignar fácilmente el plustrabajo que se apropia alargando la jornada de trabajo y pagando salarios de miseria. La lucha por el reparto de las horas de trabajo para trabajar 6 horas, 5 días a la semana, requeriría la movilización masiva de los explotados y los oprimidos.
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