La elección fue una competencia contra el pasado: el peronismo planteaba su repudio al pasado autoritario anterior al 1983 encarnado por Javier Milei, mientras que los libertarios rechazaban el pasado reciente de recesión económica encarnado por la “casta”. Ganó la segunda opción, pero las urgencia sociales y la fragilidad del candidato abren una perspectiva muy negativa. Nota publicada originalmente en Le Monde diplomatique, edición Cono Sur*.
Fernando Rosso @RossoFer
Lunes 20 de noviembre de 2023 18:22
La tradición de las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos: Javier Milei es el presidente electo de la Argentina.
Para los votantes de La Libertad Avanza que hicieron la diferencia —más allá de los apoyos tradicionales de la derecha— se trató de evitar la continuidad de un pasado inmediato que se había transformado en un presente insoportable; para quienes respaldaron a Sergio Massa y al panperonismo, se trató de impedir el retorno de un pasado oscuro que ponía en cuestión libertades y derechos democráticos que están en el haber de la sociedad argentina. En esa batalla contra dos pasados, se impuso el rechazo a aquel que tiene consecuencias inmediatas en la vita cotidiana de la mayoría de las personas desde hace años. Entre otras cosas, porque el pasado inmediato está íntimamente vinculado con el de más largo plazo por vía de las continuidades de un esquema macroeconómico basado en el saqueo de la deuda externa y las contrarreformas neoliberales —nunca revertidas— que explican la realidad actual. Porque la “cuestión democrática” está en la memoria, pero la economía está en las cosas. En esa batalla entre dos pasados, perdió el futuro.
En una de las elecciones presidenciales más inciertas de las últimas décadas podían acontecer dos «milagros»: que un gobierno pésimo por sus resultados, con una inflación que avanza hacia el 150% anual triunfara sólo por el temor a las locuras de un talibán del anarcocapitalismo, o que un personaje de esa índole, rodeado de una camarilla un poco freak y un poco siniestra, se impusiera por la bronca con una gestión desastrosa y una inflación desbocada. El milagro fue para Milei.
Hay que leer la elección como una manifestación del desmoronamiento de un gobierno y el derrumbe del peronismo (el estallido de la centroderecha de Juntos por el Cambio ya se había producido luego de las elecciones generales de octubre). Los números finales tampoco dan cuenta de la magnitud de esa caída, porque dentro de la cosecha de Massa hubo una importante porción de votos “prestados” que lo respaldaron para manifestar su repudio a Milei. La inflación y el empobrecimiento generalizado de los sectores populares, el deterioro del salario y de los ingresos en general están en la base de esta catástrofe política. Se equivocaron aquellos que luego del resultado de las elecciones generales afirmaban que en este proceso electoral la sociedad estaba votando “más allá de la economía”. La economía volvió a resultar determinante “en última instancia”, que es justamente la instancia decisiva.
Este “2001” que afecta al universo peronista deja un sistema político detonado y despojado de su principal columna vertebral. Un acontecimiento cuyas consecuencias terminarán de impactar en los próximos años. La famosa “grieta” ya es un recuerdo, tanto como la infalibilidad electoral del peronismo no sólo en general, sino su principal bastión: la provincia de Buenos Aires.
El batacazo de Milei, por su parte, reflejó ese derrumbe oficialista y fue el emergente de una crisis de representación (que tiene como base una crisis económica crónica y una crisis social aguda) y posee todas las características de un síntoma antes que una solución. Luego del pacto con Mauricio Macri y Patricia Bullrich, el “programa” de Milei terminó transformado en una amalgama de propuestas discordantes; constituirá uno de los gobiernos más débiles de las últimas décadas (sin mayorías en el Congreso y con administraciones en manos de la oposición en varias provincias y, sobre todo, en la estratégica Buenos Aires); y también genera resquemores en una parte de las clases dominantes locales. Las camarillas que lo acompañan carecen de experiencia y Milei deberá huir del fantasma que ya comienza a acecharlo: terminar transformado en “el Alberto Fernández de Macri”.
Pero más allá de la distribución institucional o territorial, la principal contradicción del nuevo presidente reside en los mandatos implícitos de los que es depositario. Desde arriba, le exigirán que pase de la agitación rabiosa a los hechos y aplique las contrarreformas que permitan una reorganización económica regresiva. Desde abajo, deberá lidiar con las contradicciones que encierra la exigencia de “cambio”: si bien la respuesta a la crisis produjo un desplazamiento hacia la derecha en el electorado, la demanda de “cambio” contiene la aspiración de mejorar los ingresos, el empleo y las condiciones de vida en general. Vale recordar que luego de la primera vuelta, Milei ocultó sus propuestas más extremas (privatizaciones, dolarización) y hasta las negó parcialmente, porque chocaban con los sentimientos de sus potenciales votantes.
Milei comenzó a desalentar ilusiones en su discurso de la noche del triunfo, cuando afirmó que las condiciones del país eran críticas, que iba a “cumplir a rajatabla los compromisos que ha tomado” (acuerdo con el FMI) y que “no hay lugar para el gradualismo” porque la Argentina necesita “cambios drásticos”. Es decir, un ajuste macrista con 40 grados de fiebre. Es difícil pensar que la misma sociedad (y sobre todo sus sectores populares) que le puso un límite a Macri cuando adoptó esta hoja de ruta (con un gobierno con mayor volumen y un mapa político nacional más favorable) no lo haga de nuevo.
Por último, en términos de estrategia política, la coalición de Unión por la Patria pagó el precio de pretender enfrentar a la extrema derecha con el desangelado «extremo centro». Es decir, con un proyecto político que busque parecerse lo más posible a sus adversarios, se postule como el portador de un orden para un ajuste negociado y contenga la movilización popular en favor de una estrategia puramente electoral. La “táctica magistral” que fue exitosa luego de cuatro años de un gobierno funesto de Macri no podía tener la misma eficacia ante una administración propia que siguió haciendo lo mismo esperando resultados diferentes.
Los famosos asesores brasileños que rediseñaron y profesionalizaron la campaña de Massa y que habían dirigido la de Lula triunfante contra Bolsonaro se equivocaron a una sola cuestión: el contexto. Esta elección era más parecida (incluso en sus resultados) a la que perdió Fernando Haddad con el excapitán en 2018 que a la del Lula victorioso que vino a capitalizar los desastres provocados por Bolsonaro en el poder.
La crisis crónica y la decadencia ininterrumpida de la Argentina parieron un nuevo outsider, producto del agobio de una sociedad que marcha sonámbula hacia ninguna parte, sometida a los golpes de una realidad invivible. Quizá el nuevo “fenómeno aberrante” surgido de lo viejo que no muere y lo nuevo que no nace sea quien esté llamado a sacarla de su letargo para que pueda retomar el carácter contencioso que a lo largo de la historia le permitió defenderse de los agravios y provocar los verdaderos cambios.
*Nota publicada originalmente en el sitio de Le Monde diplomatique, edición Cono Sur.
Fernando Rosso
Periodista. Editor y columnista político en La Izquierda Diario. Colabora en revistas y publicaciones nacionales con artículos sobre la realidad política y social. Conduce el programa radial “El Círculo Rojo” que se emite todos los jueves de 22 a 24 hs. por Radio Con Vos 89.9.