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Newsletter. Walter, Teresa, Facundo… era en abril

Bulacio en 1991, Rodríguez en 1997, Astudillo Castro en 2020. Muertes a manos del Estado, por las que aún nadie pagó. Diferentes abriles, lugares y circunstancias. Un mismo hilo conductor. Nueva entrega de Antipoliciales, crimen y violencia con una mirada de otra clase.

Daniel Satur

Daniel Satur @saturnetroc

Miércoles 19 de abril de 2023 10:26

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Hola, ¿cómo va? Espero que bien. Esta semana arrancó con otra muerte en una comisaría y con otro intento de la Policía Bonaerense de camuflar el caso como “suicidio”. El domingo, efectivos de la Distrital Noreste 2 de Lomas del Mirador (La Matanza) detuvieron al albañil Mauricio Castillo cuando salía de una panadería. “Le robó a un vecino”, decían en voz alta mientras lo cargaban al patrullero. Horas después apareció muerto en una celda. Sentado en el piso, tenía un buzo en el cuello, atado a una barra de la pared de menos de un metro de alto. La familia niega que haya siquiera cometido el robo. Mucho menos que tuviera intenciones de matarse.

Como lo cuenta La Izquierda Diario , se trata de la misma comisaría en la que hace 16 años fue visto por última vez con vida Luciano Arruga. Y el caso tiene muchos en común con el de Daiana Abregú, ocurrido en junio de 2022 en una seccional de Laprida. Una vez más, el bocón ministro Sergio Berni se llamó a silencio.

Te puede interesar: La Policía reprime a familiares de Mauricio, el joven que murió "ahorcado" en la Comisaría 2° de La Matanza

Este newsletter no iba a arrancar así, pero el caso de Castillo obligó la referencia. Ahora te propongo hacer un poco de memoria . Como dijimos en otra misiva, una memoria que sirva de herramienta de combate y no como religión cívica (Enzo Traverso dixit). Hoy te quiero hablar de Walter, Teresa y Facundo, tres jóvenes laburantes a quienes, en diferentes abriles, lugares y circunstancias, el Estado les quitó la vida y cuyos crímenes están impunes.

Ciudad de Buenos Aires, 32 años atrás

En 1991 Walter Bulacio tenía 17 años. Vivía con su familia en Aldo Bonzi (La Matanza). Estudiaba en el Colegio Bernardino Rivadavia del barrio porteño de Constitución, escribía cuentos y quería ser profesor o abogado. Como apenas llegaban a fin de mes, para pagarse el viaje de egresado se puso a trabajar de caddie en un campo de golf. Cargar palos y alcanzar pelotas a un grupo de garcas no era lo mejor, pero valía la pena si servía para ir con sus amigos a Bariloche.

Walter era fanático de Los Redondos. Por esos meses la banda preparaba su quinto disco, “La mosca y la sopa”. El viernes 19 de abril tocarían en Obras Sanitarias y no estaba en los planes del grupo de amigos perderse la ceremonia.

Esa sería la primera y única vez que Bulacio y el comisario Miguel “Aguilucho” Espósito se verían las caras. El jerarca de la Policía Federal (hijo de un comisario de peso en la dictadura y hermano de un custodio del entonces presidente Menem) manejaba la seccional 35 del barrio de Núñez. Desde allí organizaba los operativos de “seguridad” cuando había recitales en Obras.

En los días previos, Espósito había arreglado con la banda y el club la presencia de “policía adicional” y otros detalles. Lo que probablemente no les dijo es que esa noche él mismo comandaría una razzia en las afueras del estadio (algo “normal” por esos años). Con decenas de policías de la 35 y de otras dos comisarías, de civiles infiltrados entre la gente y de bondis prestados por la Línea 151, esa noche la Federal detuvo a más de cien personas (anotó sólo a 73). Entre los muchos menores estaba Walter.

En los calabozos de la 35 el mismo Aguilucho torturó con saña a los más pibes. Horas después, descompuesto y con la cabeza destrozada, Bulacio fue llevado al Hospital Pirovano. A su familia le avisaron recién cuando quedó internado. Después de luchar una semana por su vida, Walter murió el 26 de abril por las torturas de Espósito.

El patrocinio de la familia lo tomó la Correpi. Durante un año jueces y fiscales se negaban a tomar el caso. Finalmente a Espósito lo sobreseyeron por “falta de pruebas”. La causa se reabrió, pero quedó estancada. El asesino siguió en funciones y hasta se recibió de docente en la Escuela Ramón L. Falcón. En 1995, algo “marginado” dentro de la fuerza, pidió su retiro con una jugosa jubilación.

Junto a Correpi y el CELS, los Bulacio recurrieron a la Corte Interamericana de Derechos Humanos. En 2003, el Estado se vio obligado a reconocer el crimen de la Federal y el encubrimiento judicial. Hubo promesas de investigación, juicio y cambios legislativos. No se hizo nada. Espósito volvió a ser juzgado en 2013, no por el crimen de Walter sino sólo por su detención ilegal. Le dieron tres años de prisión sin cumplimiento efectivo.

Un año después de ese juicio bochornoso, murió María Armas de Bulacio, la incansable abuela que luchó hasta el final por justicia para su nieto, que siempre fue perseguida por la Policía y a la que un soberbio Carlos “Indio” Solari le sugirió que dejara de llorar. Tenía 85 años. Se fue sin poder ver a Espósito preso.

Cuando se cumplieron veinte años del crimen, un equipo de TVPTS (medio antecesor de La Izquierda Diario) fue al Colegio Bernardino Rivadavia a preguntarles a las y los pibes si sabían quién fue Walter y qué le pasó. La mayoría no tenía idea. Pese al discurso oficial sobre la memoria y una placa homenaje en la puerta, el recuerdo les era ajeno. Así lo registramos en Yo sabía que a Walter lo mató la Policía , documental producido junto a Correpi.

Hoy Walter tendría 49 años. No pudo escribir más cuentos, ni ser profesor o abogado. Ni siquiera pudo viajar a Bariloche. El Estado se lo impidió y nadie pagó por ello. No hubo placas rojas ni amarillas que hablaran de la inseguridad de ir a un recital ni de la peligrosidad de las gorras que mataron al pibe de Aldo Bonzi.

Plaza Huincul, 26 años atrás

En 1997 Teresa Rodríguez tenía 24 años. Vivía en el barrio Otaño de Plaza Huincul, Neuquén. Integraba el quinteto de hijes de Flor María Cofré y Miguel Rodríguez. Madre de una nena y dos varones, nunca dejaba de sonreír ni de ser solidaria con quien lo necesitara. Al ritmo de las cumbias de Gilda o las chacareras de Soledad, era feliz bailando. Incluso tras las largas jornadas de limpieza en casas de Cutral Có, una de las pocas changas posibles en aquellos años.

El espíritu de Teresa solía contrastar con el ánimo general del pueblo, castigado por las políticas neoliberales del peronismo y el MPN. Al igual que Cutral Có, desde los años 30 Huincul había crecido gracias al petróleo y el gas. Sesenta años después, todo había cambiado. La desocupación hacía estragos en la juventud, de la que eran parte Teresa y su novio, quien venía participando de las protestas en la Ruta Nacional 22.

Abril de 1997 no fue un mes cualquiera. Como relatan Nadia Petrovskaia y Daniel Lencina en La Izquierda Diario (acá y acá), el año anterior se había producido el primer cutralcazo . La privatización de YPF (que tanto benefició a Menem y Cavallo, a gobernadores como Kirchner y a varios dirigentes sindicales) generó un 30 % de desempleo en la región y, a la vez, una dura lucha obrera con piquetes y asamblea popular.

El neoliberalismo también aplicó la Ley Federal de Educación, desfinanciando la escuela pública en todo el país. En Neuquén, el gobernador Felipe Sapag anunció el cierre de jardines, recortes salariales y despidos. El sindicato ATEN llamó a huelga. El 24 de marzo, en Cutral Có y Plaza Huincul se tomaron los puentes de la Ruta 22, desalojados con represión tres días después. Hubo nueva convocatoria para el 9 de abril.

Ese día se paró la provincia. En la región donde vivía Teresa más de diez mil laburantes coparon la ruta. El juez Oscar Temi (un acosador sexual) ordenó desalojar la mañana del sábado 12. Tropas de Gendarmería descargaron su furia contra los piquetes mientras la Policía de Neuquén perseguía a la gente por los barrios. Parte de la manifestación se trasladó al puente de la Ruta Provincial 17.

Ese día Teresa debía ir a limpiar una casa en Cutral Có. Salió poco antes de las 10. Quiso acercarse a la zona del puente. Se quedó a una cuadra, mirando desde un zanjón cómo una veintena de policías avanzaba blandiendo sus pistolas 9 milímetros. Vio la desesperación de la gente y enseguida sintió un fuerte dolor en el cuello. Gritó. Cayó. Una bala le destrozó, de rebote, la arteria carótida. Murió a las pocas horas.

El gobernador y el jefe de la Policía, Marcelo Jaureguiberry, dijeron que a Rodríguez la mataron manifestantes “francotiradores”. Pero ni un solo policía fue herido de bala. Desde Buenos Aires, el ministro del Interior Carlos Corach agitaba: “vemos que hay un rebrote subversivo”. Tiempo después se supo que el operativo que dio comienzo a la cacería estuvo a cargo del gendarme Eduardo Jorge. Colaborador del genocida Antonio Bussi en Tucumán, durante la dictadura Jorge ejecutó a detenidos desaparecidos disparándoles en la cabeza antes de que cayeran a fosas para ser incinerados. El hijo de Bussi hoy es aliado de Milei. Todo cierra.

Nunca se determinó quién mató a Teresa. La causa principal se cerró con 18 policías sobreseídos. En otra causa sólo se juzgó por “abuso de armas” a cuatro policías, condenados a penas excarcelables. Todos volvieron a “trabajar”, 9 milímetros en mano. El Estado sólo se dignó a nombrar “Teresa Rodríguez” al puente de la represión.

Algunas organizaciones populares hoy llevan su nombre como bandera. Y la exigencia de verdad y justicia por Teresa siempre se mantuvo en el movimiento de derechos humanos y los sectores combativos de la clase trabajadora.

En octubre de 2021 Flor Cofré murió sin ver presos a los asesinos de su hija. Junto a Miguel habían dicho en una entrevista: “Más que olvidados, nos sentimos ignorados. Ella fue un símbolo de la República Argentina, porque cayó por la causa de los maestros”. Y pedían que el pueblo no la olvidara.

Hoy Teresa tendría 50 años. No pudo seguir bailando, ni ver crecer a sus hijes ni estudiar para un futuro mejor. El Estado se lo impidió y nadie pagó por ello. Tampoco hubo sesudas columnas periodísticas alarmadas por la inseguridad que azotó aquellos años a la población de Plaza Huincul.

Villarino, tres años atrás

En 2020 Facundo Astudillo Castro tenía 22 años. En su Pedro Luro natal (partido de Villarino), creció cobijado por su madre Cristina, sus abuelos maternos y sus hermanos Alejandro y Lautaro. Pese a los vaivenes económicos, en la casa nunca faltó la comida. Menos aún el amor y la solidaridad. Inquieto y curioso, había dejado la secundaria para trabajar. Fue albañil, atendió un lavadero y casi entró de peón en la cosecha de cebolla.

De adolescente, junto a otros pibes se sumó al Semillero Cultural, un espacio en la vieja estación ferroviaria donde, entre otras cosas, había una murga y se hablaba de la historia y la realidad social. Allí conocieron pronto la estigmatización y el verdugueo policial. Era común que, en medio de una mateada, apareciera un patrullero, los pusieran contra la pared y los revisaran.

Cuando el Estado mató a Walter y a Teresa, Facundo no había nacido. Pero conoció sus nombres en los encuentros de Jóvenes y Memoria organizados por la CPM. Leyendo, escuchando y preguntando aprendió sobre gatillo fácil, torturas y muerte a mano del Estado; esas prácticas represivas a las que, concesivamente, se llama “violencia institucional”.

Nunca sabremos si la mañana del 30 de abril de 2020 Facundo sólo mostró mala cara o dijo e hizo algo más ante Mario Sosa y Jana Curuhuinca, los agentes de la Policía Bonaerense que lo pararon en la Ruta 3 mientras hacía dedo para ir a ver su exnovia a Bahía Blanca. Sí se sabe que, amparados en el decreto de Alberto Fernández que ordenaba un aislamiento obligatorio de toda la población, todas las fuerzas represivas del país salieron de cacería por barrios, calles y rutas. La Bonaerense, conducida por Axel Kicillof y Sergio Berni, se sintió habilitada para todo. Incluso para matar sin culpa.

Quien subscribe investigó el caso desde el principio. Entrevistas e informes se compilan en una sección especial de La Izquierda Diario . A modo de síntesis, diremos que los últimos en ver con vida a Astudillo Castro fueron, al menos, tres policías (Sosa, Curuhuinca y Alberto González). Facundo estuvo 107 días desaparecido. En la comisaría de Mayor Buratovich y en dos patrulleros se hallaron rastros suyos. Su cadáver sin ropas apareció en un cangrejal cercano a Bahía Blanca. A su lado, intacta, una de sus zapatillas. Al mes se encontró su mochila, con toda la ropa adentro (como si hubiera andado desnudo en pleno otoño). La autopsia no pudo determinar cuándo, dónde y cómo murió.

La causa por desaparición forzada estuvo en manos de la jueza María Marrón y el fiscal Ulpiano Martínez, dos serviles del poder cuyo aporte a la impunidad fue tan obvio que terminaron corridos del caso. Pese a las pruebas y el “manual de encubrimiento” policial semejante a otros casos, el Frente de Todos banca el relato según el cual Facundo siguió viaje a Bahía Blanca, se desvió voluntariamente hacia el pantanoso cangrejal y se ahogó. Hasta promocionaron (¿financiaron?) el libro de un operador mediático basado en falsedades con el que quisieron “cerrar” el caso.

Gracias a la incansable lucha de Cristina Castro y quienes la acompañan la causa se mantiene abierta y es probable que haya un procesamiento por desaparición forzada seguida de muerte para Sosa, Curuhuinca, González y Siomara Flores (una cuarta policía sospechada). La llamada “Testigo H”, aportada por la Bonaerense, puede ser condenada por falso testimonio. Y habrá que ver qué figura penal les cabe a Sergio Berni y otros encubridores.

Pese a las falsas promesas oficiales de “investigar”, la curtida empleada de la Shell de Luro sigue peleando por verdad y justicia, pese a las amenazas recibidas por su entorno. “Somos laburantes, no tenemos ni plata ni miedo”, dice Cristina.

Hoy Facundo tendría 25 años. No pudo tocar más el redoblante, ni seguir curioseando en la historia ni intentar reconquistar a su exnovia. El Estado se lo impidió, nadie paga por ello y el periodismo empresario nunca te dirá que a Facundo lo mató una banda de criminales hábiles en el arte de la tortura, la desaparición y la muerte (siempre que haya banca de quien gobierna, claro).

Postdata 1- El jueves pasado la Cámara de Casación convocó a audiencia por la apelación a la sentencia contra César Arakaki y Daniel Ruíz, víctimas de causa armada por participar de la protesta contra la reforma jubilatoria de Mauricio Macri en 2017. Estuvimos en el acto de repudio a las condenas. Miralo acá.

Postdata 2- Arrancó el juicio contra 14 policías bonaerenses acusados de abusos sexuales a mujeres y personas trans en la Comisaría Tercera de La Tablada (La Matanza). Los hechos ocurrieron entre septiembre de 2019 y enero de 2020, durante las gestiones de Vidal y Kicillof. Juicio y castigo para todos ellos.

Postdata 3- El Senado bonaerense acaba de destituir al fiscal Claudio Scapolán, acusado de encubrir a una banda de policías y abogados que extorsionaban a narcos y se quedaban con sus mercaderías. Excepciones de un sistema ontológicamente injusto.

Hasta dentro de quince días. Cuidate de la gorra. Y avisá si te enterás de algún nuevo capítulo del rati horror show. No seas botone.


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Daniel Satur

Nació en La Plata en 1975. Trabajó en diferentes oficios (tornero, librero, técnico de TV por cable, tapicero y vendedor de varias cosas, desde planes de salud a pastelitos calientes). Estudió periodismo en la UNLP. Ejerce el violento oficio como editor y cronista de La Izquierda Diario. Milita hace más de dos décadas en el Partido de Trabajadores Socialistas (PTS).

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