Viernes 19 de febrero de 2016
La “Gran Guerra”, que luego fue bautizada como Primera Guerra Mundial (1914-18) para diferenciarla de la “Segunda” (1939-45), paralizó en nuestro país las inversiones. Las dificultades para exportar e importar provocaron carestía y pérdida del poder adquisitivo del salario. En ese cuatrienio de la primera contienda, el salario descendió en la Argentina un 38,2 por ciento, porcentaje más que elevado para aquel entonces. Obviamente, la combatividad obrera creció, estimulada además por la revolución bolchevique en la lejana Rusia y la ola de pronunciamientos proletarios que se habían desatado en el resto de Europa, principalmente las acciones de los espartaquistas en Alemania encabezados por Rosa Luxemburgo.
En 1917 hubo por estas latitudes 136.000 trabajadores en huelga; al año siguiente fueron 138.000, pero en 1919 la cifra subió a más de 300.000.
El 70 por ciento de los huelguistas pertenecía al sector de los transportes, lo que también marcó una diferencia con los movimientos de la primera década, que en su mayoría se daban en pequeñas empresas.
De esos años datan las huelgas de la Federación Obrera Marítima, de los obreros municipales de Buenos Aires y, fundamentalmente, de los trabajadores ferroviarios. Estos últimos revelaron un particular sentido de lucha, al punto de incendiar vagones en Retiro y darles algunas palizas a aquellos funcionarios británicos que se negaban a otorgar los aumentos salariales y mejorar las condiciones de trabajo. En este clima creció el pánico de las clases altas: cada sindicato parecía un soviet; cada huelga, el preludio de la toma del poder por parte de los obreros y cada inmigrante, un revolucionario en ciernes.
El primer gobierno de Hipólito Yrigoyen (1916-22), impotente y contradictorio para alinearse junto al pueblo, mandó a reprimir. Pero la oligarquía, las grandes empresas y los paquidermos periodísticos desconfiaban de Yrigoyen, que había alcanzado el poder con gran apoyo popular, y lo acusaron de favorecer a los huelguistas indiscriminadamente. Así nació la decisión de los “altos intereses en peligro” de crear una fuerza parapolicial que reprima por su cuenta “y con mayor eficiencia que los regulares”.
Los grandes diarios y los círculos conservadores habían entrado en una suerte de miedo superlativo, casi de histeria, denunciando la existencia de soviets, aun dentro de la policía. Y, al estallar una huelga general en los frigoríficos de Berisso y Avellaneda, casi todos de propiedad norteamericana, salieron los primeros grupos de “niños bien”, montados en automóviles último modelo, a reprimir a los “subversivos” y a reclutar rápidamente “crumiros” (como se denominaba entonces a los rompehuelgas)
Los “triunfos” alcanzados por esos jóvenes, fuertemente impregnados por una combinación de difuso nacionalismo y catolicismo, alentó la formación de dos organismos civiles terroristas amparados por las fuerzas sociales y económicas dominantes: “Orden Social” y “Guardia Blanca”, transformados luego en “Liga Patriótica Argentina” y “Comité Pro Argentinidad”, que crearon brigadas armadas con el visto bueno de la policía y el Ejército y el apoyo financiero de la “Asociación Nacional del Trabajo”, entidad patronal presidida por Joaquín S. Anchorena.
La “Liga Patriótica” –la más importante y conocida de esas organizaciones- se “cubrió de gloria”, según La Prensa, en numerosos ataques a centros y reuniones obreras.
Una de esas “proezas” fue el asalto a un local de la FORA (Federación Obrera Regional Argentina), cerca de Plaza Once, donde resultaron dos muertos, uno de ellos el chofer Bruno Canovi. También atacó una pacifica demostración en Gualeguaychú (Entre Ríos), con diversos muertos y heridos como saldo. Y, simultáneamente, asesinó en Rosario a la obrera anarquista Luisa Lallana. Además, en el puerto de Buenos Aires, fue muerto de manera similar el trabajador Ángeles Améndola. Sin embargo aquella ordalía represiva recién alcanzaría su máxima altitud durante la “Semana Trágica” -6 al 13 de enero de 1919-, que dejará como saldo unos 700 muertos y más de 4000 heridos.
“Conspiración”
Los primeros crímenes, en esa semana de dolor pero también de gran espíritu proletario y combativo, fueron cometidos `por los propios uniformados –al disparar sobre los huelguistas reunidos frente a la fábrica metalúrgica de Pedro Vasena e Hijos, en Cochabamba y Rioja, donde hoy se encuentra la plaza Martín Fierro-, pero, con el desarrollo de los acontecimientos y el miedo burgués a la “revolución social”, el jefe de la Segunda División del Ejército, general Luis Dellepiane (el mismo que entre 1909 y 1912 había sido jefe de policía, reemplazando al ejecutado Ramón L. Falcón), no sólo fue llamado a asumir la responsabilidad ejecutiva de la represión, sino que también dio vía libre a los “civiles” para que “colaboren”. Esos “civiles”, que muy poco tiempo después formarían la “Liga Patriótica” y otras estructuras similares, se habían formado en el odio al inmigrante, especialmente los judíos, a quienes acusaban de estar fomentando la “conspiración judeo-maximalista” para “disolver la nacionalidad argentina”.
El antisemitismo estaba muy arraigado en las clases altas de entonces. Algunos ejemplos: en 1890 apareció en La Nación, en forma de folletín, una furiosa novela antisemita llamada La bolsa de Julián Martel; en enero de 1888 (apenas ocho meses antes de morirse), el mismísimo Domingo Faustino Sarmiento publicó varios artículos antijudíos en El Nacional; el diario La Prensa, en distintas oportunidades, manifestó su oposición a que los judíos formen comunas agrarias en Entre Ríos y Santa Fe; y, sobre todo, la “acción” del 15 de mayo de 1910, diez días antes del Centenario, cuando jóvenes de clase alta, salidos de la muy exclusiva “Sociedad Sportiva Argentina” bajo la conducción del barón Demarchi, asaltaron las sedes del Avangard, órgano del “Bund”, agrupación obrera socialista judía, y la denominada “Biblioteca Rusa”, para quemar luego sus libros en Plaza Congreso.
Refiriéndose al antisemitismo de los represores de la “Semana Trágica”, Juan José Sebreli (en el libro La cuestión judía en la Argentina, publicado en 1968 por la editorial Tiempos Modernos) esbozó una interesante reflexión para explicar la xenofobia de la oligarquía de aquélla época: “El mismo odio racial que la burguesía liberal sentía por el mestizo al que trató de sustituir por el inmigrante europeo, se volcó después hacia el propio inmigrante cuando éste se reveló inesperadamente como un dinámico elemento de agitación social”.
(Dicho sea de paso: Sebreli, en el ’68, todavía era considerado un escritor cercano al pensamiento de la denominada “izquierda nacional”, pero años más tarde giró bruscamente hacia posiciones más liberales y de derecha).
El ensañamiento de esos sectores vinculados con el poder contra los trabajadores judíos durante la “Semana Trágica” produjo en América Latina el primer pogrom (vocablo ruso de antigua data que significa "matanza de judíos"). Muchos lo consideraron una suerte de venganza por la acción reivindicativa llevada a cabo por el joven judío Simón Radowitzky diez años antes, aunque el régimen, ya en ese entonces, inmediatamente después de producirse la ejecución del coronel Ramón Lorenzo Falcón el 14 de noviembre de 1909, se había cobrado una buena revancha al encarcelar a más de 3000 obreros y deportar a Europa a centenares de anarquistas y socialistas.
“El arte de insubordinar”
La mayoría de los trabajadores judíos había llegado a estas playas huyendo de las persecuciones desatadas por el zarismo en Rusia hacia fines del siglo XIX y, sobre todo, después del fracaso de la revolución de 1905 (la participación judía en ese pronunciamiento había sido muy elevada y el zar Nicolás II acusó oficialmente a la numerosa comunidad judía de conspirar para derrocarlo). La denominación de “rusos” (en lugar de judíos) en nuestro medio, reiterada hasta el hartazgo en los sainetes, data de ese entonces y se hizo más carne aún cuando la colonia de agricultores judíos de Moisés Ville, en la provincia de Santa Fe –los míticos gauchos judíos- saludó públicamente el triunfo de la revolución encabezada por Lenín en 1917.
Pero las acciones directas de la “Liga Patriótica” también encontraron una sustentación teórico-filosófica que partía de los sectores más reaccionarios de la Iglesia. Monseñor Miguel de Andrea, el mismo que 36 años después se convertiría en uno de los sostenedores espirituales de la llamada “Revolución Libertadora”, lanzó una campaña explicando que “el peligro nacía del hecho de que los trabajadores y las masas populares habían dejado de creer en Dios, en la Iglesia y en el régimen”, en tanto que el obispo Bustos de Córdoba –según La Nación del 25 de noviembre de 1918- produjo una pastoral acerca de la “Revolución social que nos amenaza”. Bustos denunciaba allí a quienes “enseñan el arte de insubordinar y rebelar a las masas contra el trono y el altar para dar por tierra con la civilización cristiana y ceder el puesto a la anarquía imperante”. Ese mismo día (25-XI-1918) el diario Di Idische Tzaitug alertaba: “Los curas comenzaron en Corrientes y Junín. Prosiguieron luego sus sermones contra los socialistas y los judíos, con la ayuda de la policía, por todo Buenos Aires y los suburbios. El domingo organizaron una conferencia similar en la avenida Saénz y Esquiú, rodeado por policías y escoltados por bandidos locales que estaban armados con bastones de acero. Después del mitin partió una manifestación. En Caseros y Rioja pronunció el cura Napal un tenebroso discurso”.
El régimen había decidido así atacar por la fuerza (a través de los parapoliciales que secuestraban, robaban, torturaban y mataban) y, también, tratando de introducir cuñas en el seno del pueblo (a través de una propaganda que llamaba a los argentinos a desoír a los extranjeros) para contrarrestar las ideologías revolucionarias. Pero el pueblo, al menos en esos años, rechazó las provocaciones. Al contrario, en medio de la masacre de la “Semana Trágica” reveló un fuerte sentido unitario.
El Comité Ejecutivo del Partido Socialista convocó a una reunión extraordinaria, declarando que “los obreros no callarán los crímenes”. Por su parte, las dos centrales obreras, es decir las dos FORA, instaron a los trabajadores a proseguir la huelga general por tiempo indeterminado. Los obreros acataron el llamado, abandonando espontáneamente las fábricas y los talleres para convertirse –según La Vanguardia de esos días- “en un mar de olas humanas que rugió su amargura e indignación”.
Mientras tanto, la policía, el Ejército y los “civiles” seguían matando. Los diarios burgueses hablaban de “guerra” y “enfrentamiento” para justificar los crímenes, pero La Vanguardia (9-1-1919) rechazó el argumento: “No ha habido tal combate entre los huelguistas y las fuerzas policiales, sino una cobarde y criminal acechanza tendiente a sofocar la huelga por el terror”.
Los radicales apoyaron la represión a través de su vocero representativo, el diario La Epoca (12-1-1919): “No se trata de un movimiento obrero. Mienten quienes lo afirmar. Mienten quienes pretenden asumir audazmente la representación de los trabajadores de Buenos Aires (….). Y, aun los trabajadores que aparecen complicados en los actos tumultuosos de ayer, han resultado instrumento de los agitadores (…). Se trata de una tentativa absurda provocada y dirigida por elementos anarquistas ajenos a toda disciplina social y extraños también a las verdaderas organizaciones de trabajadores, una minoría contra cuyos excesos basta oponer la firmeza de las gentes partidarias del orden”.
Otro tanto aducían los diarios más representativos del régimen –sobre todo La Prensa y La Nación -y hasta el New York Evening Mail, furiosa expresión de la plutocracia norteamericana de aquellos años, llegó a manifestar su alarma porque “la mano roja del bolcheviquismo se ha alargado hasta el otro lado del Atlántico, empuñando (en la Argentina) la tea, la bomba y el cuchillo”.
“Mueran los judíos”
El sistema, evidentemente, estaba atemorizado, y desde sus distintas expresiones se elevaban demandas en el sentido de expulsar a los “extranjeros indeseables”, “controlar la inmigración”, etc. Varias instituciones proponían campañas de exaltación del sentimiento nacional para oponerse a “esa runfla humana sin Dios, Patria ni Ley” (según consta en el folleto titulado Guía del buen sentido nacional, editado en Buenos Aires en 1920). Esos proyectos se concretaron finalmente con la creación de la “Liga Patriótica Argentina”, que oficialmente decidió erigirse en “institución”, dado “el éxito alcanzado en los días previos para aplastar la conspiración judeo-maximalista”.
Bajo la presidencia de Domecq García se reunieron en el Centro Naval los representantes del Jockey Club, Círculo de Armas, Club del Progreso, Yacht Club, Círculo Militar, Damas Patricias, los obispos Piaggio y el ya mencionado De Andrea y otros distinguidos caballeros. Entre los fines anunciados por la LPA se destacaban: “Estimular sobre todo el sentimiento de argentinidad”; “cooperar con las autoridades en el mantenimiento del orden público, evitando la destrucción de la propiedad privada, comunal y del Estado, contribuyendo a mantener la paz de los hogares”, “inspirar al pueblo amor por el ejército y la marina”.
La nueva entidad llenó la ciudad de afiches –un instrumento de propaganda que aún no estaba muy en boga-, propiciando además la realización de acontecimientos en distintas plazas con la presencia de civiles armados. Los gritos comunes eran: “Fuera los extranjeros”; “mueran los maximalistas”; “guerra al anarquismo”; “mueran los judíos”.
En aquellos días fue detenido un joven periodista judío, Pedro Wald, que trabajaba en el diario Di Presse y también ejercía el oficio de carpintero. La acusación, tan burda que parecía tragicómica, fue aceptada durante bastante tiempo por los voceros del régimen: Wald estaba destinado por los maximalistas a convertirse en el primer presidente del Soviet argentino. Wald fue salvajemente torturado en la 7ª (ubicada en el mismo lugar donde está hoy: Lavalle, entre Paso y Pueyrredón), pero se negó a “confesar”. La intensa movilización popular logró que se lo dejara en libertad y diez años después, en el libro titulado Koshmar (Pesadilla, en idioma ídish), relató algunos episodios de la represión durante la Semana Trágica. Uno de ellos decía: “Salvajes eran las manifestaciones de los ‘niños bien’ de la Liga Patriótica, que marchaban pidiendo la muerte de los maximalistas, los judíos y demás extranjeros. Refinados, sádicos, torturaban y programaban orgías. Un judío fue detenido y luego de los primeros golpes comenzó a brotar un chorro de sangre de su boca. Acto seguido le ordenaron cantar el Himno Nacional y, como no lo sabía porque recién había llegado al país, lo liquidaron en el acto. No seleccionaban: pegaban y mataban a todos los barbudos que parecían judíos y encontraban a mano. Así pescaron un transeúnte: ‘Gritá que sos un maximalista’. ‘No lo soy’, suplicó. Un minuto después yacía tendido en el suelo en el charco de su propia sangre”.
(Dicho sea de paso: la hija de Pedro Wald, Eva, que a los noventa y pico de años todavía sigue ejerciendo su profesión de odontóloga, y su esposo, el ingeniero Carlos M. Radbil, ya fallecido, fundaron conmigo, 58 años después de la “Semana Trágica”, en 1977, el semanario Nueva Presencia, que, según todas las investigaciones, fue una de las pocas publicaciones de superficie que se atrevieron a denunciar a la dictadura videlista en su etapa más criminal. Uno de los objetivos de este semanario fue justamente recuperar la tradición de judaísmo revolucionario y anticapitalista que caracterizó a las masas de trabajadores judíos que pelearon en estas latitudes en los albores del movimiento obrero).
El 10 de enero de 1919, mientras La Protesta, editada clandestinamente, llamaba a los trabajadores a armarse para enfrentar los crímenes del sistema, la “Liga Patriótica” asaltaba los locales de Ecuador 359 y 645, donde funcionaban los centros de los obreros panaderos y de los obreros peleteros judíos. En la avenida Pueyrredón fue atacada la Asociación Teatral Judía, una entidad gremial que nucleaba a los numerosos actores recién arribados al país. Todo lo que había en los locales fue arrojado a la calle y quemado. Los transeúntes, además eran golpeados, mientras la policía montada, en perfecta formación, observaba pasivamente. “No sólo se atacaba a los trabajadores judíos -señaló Wald en su libro-; también se escuchaban (aunque más débiles) exclamaciones contra los españoles (gallegos y catalanes) y contra los extranjeros en general. Sin embargo, el odio contra los judíos tenía un carácter especialmente notorio, global e indiscriminado”.
La persecución estaba organizada metódicamente y dirigida por las propias autoridades. El jefe de policía, el dirigente radical doctor Elpidio González, lanzó el 10 de enero un llamado dirigido a las fuerzas armadas y a las bandas civiles. Las saludaba por la “energía y heroísmo” con que lograron dominar la situación, “dando una lección” a los “elementos disolventes de la nacionalidad”. Dos días después, el 12 de enero, se publicó un comunicado de igual tono firmado por el general Dellepiane, donde expresaba su “profundo agradecimiento” a la “heroica policía y los bomberos” y a “la ciudadanía”, que colaboraron junto al ejército para “aplastar el brutal levantamiento”.
Fósforos y alfileres
José Mendelsohn, un joven periodista que venía de las colonias agrarias del Interior, testimonió en Di Idishe Tzaitung (10-1-19) el salvajismo de esos días:
“Pamplinas son todos los pogroms europeos al lado de lo que hicieron con ancianos judíos en la calle, en las comisarías 7ª y 9ª y en el Departamento de Policía. Jinetes arrastraban a viejos judíos desnudos por las calles de Buenos Aires. Les tiraban de las barbas, de sus grises y encanecidas barbas, y cuando ya no podían correr al ritmo de los caballos, su piel se desgarraba raspando contra los adoquines, mientras los sables y los látigos de los hombres de a caballo caían y golpeaban intermitentemente sobre sus cuerpos (…). Pegaban y pegaban espaciosamente y torturaban metódicamente para que no desfallecieran las últimas fuerzas, para que no se prolongaran sin fin los sufrimientos. Cincuenta hombres, ante el cansancio de azotar, se alternaban para cada prisionero, en tanto que la ejecución proseguía desde la mañana hasta pasado el mediodía, desde el atardecer hasta la noche y desde la noche hasta que despuntaba el día. Con fósforos quemaban las rodillas de los arrestados, mientras atravesaban con alfileres sus heridas abiertas y sus carnes emblandecidas (…). En la comisaría 7ª, los soldados, vigilantes y jueces encerraban en los baños a los presos (en su mayoría judíos) para orinarles en la boca. Los torturadores gritaban: viva la patria, mueran los maximalistas y todos los extranjeros”.
La interna judía
Todos estos hechos agitaron, naturalmente, lo que hoy llamaríamos la “interna judía”, ahondando y potenciando la lucha de clases. La derecha de la colectividad, representada de algún modo por la Congregación Israelita (sector religioso conservador de origen alemán), hizo lo imposible por tomar distancias de los socialistas y anarquistas judíos. Con ese objetivo difundió un comunicado que firmaron también otras entidades judías “de beneficencia” para invocar “la protección de Dios, fuente de toda razón y justicia”, el cese de las persecuciones “indiscriminadas” y, fundamentalmente, “que la Justicia sea inexorable y severa con los malhechores a quienes repudiamos”. Y finalizaba con esta sentencia: “Que los inocentes no sean perseguidos”.
Los judíos “malhechores” y “culpables” no ocultaron su indignación y repudiaron esta agachada de la derecha judía. Derecha a la que no le sirvió de nada arrodillarse ante los poderes públicos, ya que el jefe de policía, en primera instancia, rechazó el reclamo de la Congregación Israelita, justificó las atrocidades y respondió que los presos y los muertos “no tenían perdón porque eran anarquistas y tratantes de blancas”. Los judíos de izquierda, particularmente los socialistas del “Bund” y los anarquistas, además de numerosos intelectuales que solían expresarse tanto en ídish como en castellano, repudiaron esta claudicación.
Un escritor, A. Koriman, que formaba parte del Comité Central de Ayuda a las Víctimas de la Guerra, rechazó el 19-1-1919 (en el diario Di Presse) la actitud del judaísmo oficial: “Sostengo que en los trágicos días debíamos haber publicitado con mucho mayor dignidad y energía nuestros sentimientos y pensamientos, tal como fue hecho por diversos escritores anónimos y representantes del movimiento obrero. No hay que arrodillarse ante los bárbaros, que actuaron en forma tan brutal, asaltando hogares, arrestando a centenares y centenares de trabajadores, utilizando viles calumnias y maltratando y pegando a mujeres y niños indefensos. Nuestra protesta debió haber sido clara y precisa. Se debió haber culpado a la policía como la responsable de las brutalidades cometidas. Ella apoyó a los falsos patriotas que, con la bandera argentina en sus manos y entonando el Himno Nacional, marchaban por los barrios pidiendo nuestra muerte. Todas las salvajes arbitrariedades fueron cometidas por la policía o apoyadas por ella”.
Por su parte los socialistas judíos del Avangard también denunciaron a los judíos claudicantes y reiteraron sus acusaciones contra las fuerzas represivas: “La policía y el ejército no solo permitieron el criminal pogrom contra los judíos, sino que con sus armas ayudaron a perpetrar las salvajes acciones de la Guardia Blanca. La organización Avangard ve en esto la oscura política del gobierno radical, que se asemeja a la ya desaparecida política pogromista del ex gobierno zarista en Rusia, y declara que con mucha energía y decisión proseguirá con su militancia socialista para el logro de una vida mejor en la Argentina”.
Acalladas la violencia y la represión, algunos representantes de la inteligencia nacional trataron de aproximarse a la verdad.
José Ingenieros, por ejemplo, autor, entre otros, de Las fuerzas morales, La simulación en la lucha por la vida, Psicología genérica, El hombre mediocre y tantos otros (políticamente vinculado con el Partido Socialista, aunque en 1897 había colaborado en el periódico anarquista La Montaña), alertó, desde la revista Vida Nuestra, Nº 7, de enero de 1919, sobre las bandas reclutadas también entre “los estudiantes y ex alumnos de los colegios jesuíticos, que son manejados por algunos sacerdotes que hacen política clerical militante al servicio de las clases conservadoras”.
Pero la burguesía no se aquietó y sin bajar el brazo represor, sus sectores menos recalcitrantes admitieron que “la única manera de parar la marea social es haciendo algún esfuerzo para saciar la apetencia de las masas”. Así, a instancias del Episcopado argentino y bajo el lema “Pro paz social”, la Unión Popular Católica Argentina lanzó la idea de una gran colecta destinada a reunir fondos para “un plan de obras, viviendas, ateneos, servicios sociales e institutos de enseñanza para la clase obrera”. Fruto de esa contribución de las clases pudientes de Buenos Aires fueron, entre otros, la Casa de la Empleada y el Ateneo de la Juventud.
El animador principal de la campaña fue el propio Miguel de Andrea, el mismo que meses antes había sido uno de los artífices de la creación de la Liga Patriótica y el estímulo espiritual y religioso de la feroz represión antiobrera.
En medio de esa vorágine oportunista para frenar la revolución social, el periódico anarquista La Protesta, todavía en la clandestinidad, llamó a los trabajadores a no dejarse encandilar por los cantos de sirena y a “proseguir la lucha contra el Estado, la policía, los militares, la burguesía, la religión y todos los demás factores que oscurecen la libertad del ser humano”.
El papel de Perón
En su libro Masas, caudillos y elites, el historiador Milcíades Peña (1933-1965), al documentar los pormenores de la represión en la “Semana Trágica”, señaló que “frente a la fábrica, donde se había iniciado la huelga, un destacamento del ejército ametralló a los obreros. Lo comandaba un joven teniente llamado Juan Domingo Perón”. Osvaldo Bayer, en reiteradas ocasiones, ha dicho algo parecido. El laborista, uno de los numerosos diarios de la cadena gubernamental que se consolidó durante el primer peronismo, en su edición del 2 de mayo de 1948, reprodujo en forma in extensa el discurso que Perón había pronunciado el día anterior en Plaza de Mayo. En esa alocución al pueblo, el Presidente admitió haber montado guardia el 10 de enero de 1919, frente a la fábrica Vasena, “al día siguiente de los sucesos”.
Por su parte, el comisario de la 34ª José R. Romariz, que en enero del ’19 había conducido la represión en la Boca, muchos años después, en 1952, publicó un libro sobre la “Semana Trágica” en el que justificó las masacres, culpando al mismo tiempo a los “judíos bolcheviques” de haber desencadenado la “subversión”. También describió cómo “los cadáveres eran rápidamente incinerados conforme a indicaciones del general Dellepiane”. El libro lo dedicó a Perón y Evita.
Perón, que había ingresado al ejército en 1911, cumplió durante la “Semana Trágica” funciones de encargado del arsenal Esteban de Luca, ubicado en un amplio predio de la zona de Pichincha y la avenida Garay.
Su función era asegurar la provisión de municiones para las tropas. El escritor Tomás Eloy Martínez, en su libro “La novela de Perón”, reprodujo las extensas declaraciones que le formulara el líder justicialista en Puerta de Hierro a principios de la década del setenta.
Entre otras cosas, Perón le destacó que, en esos días (de enero del ’19), “tuve muchísimo trabajo, porque solo en la ciudad de Buenos Aires estaban acuartelados entre ocho y diez regimientos; y, tal como se esperaba, los funerales degeneraron en combates callejeros y murieron más de 600 personas”.
En el mismo libro, Martínez transcribió otros conceptos de Perón sobre los sucesos de 1919 que algunos consideraron una verdadera confesión:
“… el capitán Bartolomé Descalzo, uno de los mejores jefes que ha tenido nuestro ejército, me dijo al despedirse: ‘estamos entrando en la oscuridad, teniente Perón. A las puertas de nuestra casa golpea la más atroz de las tormentas y el Presidente (Yrigoyen) no quiere o no sabe oírla. En Europa, la guerra ha terminado con la derrota del mejor ejército del mundo. Los anarquistas vuelven ahora sus ojos hacia nosotros’. Estas palabras del jefe militar me emocionaron. Y le pedí un favor personal: cuando llegue la hora de hacerle frente a ese enemigo, llámeme. Quiero pelear a su lado, mi capitán” (…). “Mi antiguo profesor Manuel Carlés, apoyado por el almirante Domecq García, fundó la Liga Patriótica Argentina, en la que se inscribieron muchos jóvenes católicos y nacionalistas. Disponían de una tropa de choque cuya misión principal era poner en vereda a los agitadores extranjeros. A veces usaban métodos violentos, pero eran bien intencionados…”
De acuerdo al relato del historiador Leónidas Ceruti, en la década del cincuenta, una vez demolidos los establecimientos de la metalúrgica Vasena, se levantó en esos terrenos una plaza, que se propuso llamar “Parque Mártires de la Semana Trágica”, pero el dirigente metalúrgico Augusto Timoteo Vandor se opuso y decidió que se denominara “Plaza Martín Fierro”, que se mantiene hasta el día de hoy.
El 1º de mayo de 1952, en Buenos Aires, el presidente Perón participó de un acto organizado por la UOM en esa plaza para colocar una placa en homenaje a los caídos en 1919. En esa oportunidad, Perón expresó:
“…se ha dicho en la campaña electoral que yo tuve intervención durante la semana de enero. Yo era teniente y estaba en el arsenal de guerra. Hice guardia acá precisamente, al día siguiente de los sucesos. Pude ver entonces la miseria de los hombres, de esos hombres que fingen y de los otros que combaten a la clase trabajadora. Allí, una vez más, reafirmé el pensamiento de que un soldado argentino, a menos que sea un criminal, no podría jamás tirar contra su pueblo…”
El escritor y militante anarquista Diego Abad de Santillán, dirigente de la FORA del V Congreso, en un reportaje que le efectuara la revista Panorama, se refirió a los cambios del discurso de Perón según las circunstancias. Y acotó:
“Categóricamente, entre los oficiales del ejército que reprimieron a los manifestantes en esa sangrienta jornada se encontraba el joven teniente Juan Domingo Perón. Quizás ahí delineó su política demagógica, al concluir que la represión solo produce el divorcio entre el gobierno y el pueblo”.
Muchos años después, en su libro “Perón, la Triple A y los Estados”, el destacado periodista rosarino Carlos del Frade, documentó minuciosamente el protagonismo del entonces presidente de la República en la creación de la banda terrorista parapolicial Alianza Anticomunista Argentina.
No son pocos los que dicen que la Triple A del ’73 auspiciada por Perón fue inequívocamente una continuación de la Liga Patriótica del ’19, que en este caso Perón no creó, pero sí elogió.