A continuación publicamos un nuevo adelanto del libro El imperialismo en tiempos de desorden mundial, de Esteban Mercatante, publicado recientemente por Ediciones IPS.
La relevancia y significación actual de la categoría de imperialismo viene siendo muy debatida hace tiempo en ámbitos afines al marxismo. Son varios los ejes a partir de los cuáles se ordenan las discusiones. Vamos a recorrer a continuación algunos de los núcleos de problemas que hemos ido abordando y algunos de los autores que aparecen en los artículos que integran esta compilación.
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La globalización de la explotación
El aspecto distintivo del capitalismo, desde finales de la década de 1970, ha sido la internacionalización productiva, que dio un salto cualitativo desde 1990, cuando se impuso la restauración capitalista en casi todos los países en los que la burguesía había sido expropiada durante el siglo XX. El motor principal de este proceso estuvo en la búsqueda del capital por explotar en la mayor medida posible la fuerza de trabajo de los países más pobres. El motivo de esta orientación hacia la periferia no es ningún secreto: el capital paga para explotar esta fuerza de trabajo salarios que son una ínfima fracción de los que deben pagar en los países imperialistas. En El imperialismo del siglo XXI, John Smith analiza todas las consecuencias que ha tenido la internacionalización productiva para la fuerza de trabajo de lo que define como el “Sur Global”. Argumenta, con razón, que esta ya no puede considerarse “periférica”. Como resultado de la conformación de las cadenas globales de valor, pasó a ser el “centro” de la explotación global.
La brecha de salarios entre los países imperialistas y el resto del planeta es un fenómeno que acompañó toda la historia del capitalismo, y no es ninguna novedad. Lo novedoso durante las últimas décadas fue la forma en que, gracias a los desarrollos de la logística y las comunicaciones (desde los containers a las plataformas digitales), el capital pudo ejercer en gran escala lo que el analista de Morgan Stanley, Stephen Roach, calificó como un “arbitraje global”, estableciendo cada eslabón del proceso productivo allí donde fuera más rentable.
El de Smith fue el primer abordaje sistemático en términos marxistas de las consecuencias de las llamadas cadenas globales de valor, y de las relaciones de explotación que van asociadas a las mismas. Suscita, al mismo tiempo, algunos aspectos polémicos, que debatimos en una entrevista con el autor. En el terreno teórico, Smith propone, siguiendo a Andy Higginbottom, que debería introducirse una tercera forma de incremento de la plusvalía que se una a las dos que analizó Karl Marx. Recordemos que en El capital Marx se refiere a la plusvalía absoluta (que se incrementa cuando se alarga la jornada), y a la plusvalía relativa (vinculada al abaratamiento de la fuerza de trabajo cuando se reduce el tiempo necesario para producir las mercancías que entran en la canasta de consumo de la misma). La tercera forma, propuesta por Smith y Higginbottom, es la superexplotación. La misma consistiría, básicamente, en pagar por la fuerza de trabajo menos de lo que vale, y sería esto lo que hace en gran escala el capital, sobre todo imperialista, en el Sur Global.
El planteo tiene varios problemas. En primer lugar, como podemos observar en el libro de Smith, queda opacada la importancia que juega la explotación en los propios países imperialistas, y cómo la internacionalización productiva fue una vía para imponer también ahí peores condiciones a la fuerza de trabajo. En segundo lugar, si hablamos de una “superexplotación” que se mantiene en el tiempo, deberíamos hablar más bien de que hay una tasa de explotación más elevada. La idea de superexplotación como una situación sistemática y permanente en relación con algún nivel “normal” de explotación genera más confusión que otra cosa. Si una baja del salario por debajo del presunto valor en un determinado espacio económico se prolonga en el tiempo, más bien estaría indicando que el capital logró allí imponer un valor de la fuerza de trabajo más bajo. Se trataría, entonces, de una mayor tasa de explotación a secas, ya no una superexplotación. Agreguemos que Marx, que reconoció la importancia que tenía para los capitalistas este pago de la fuerza de trabajo por debajo de su valor, no le otorgó un estatus teórico al nivel de la plusvalía absoluta o relativa, que están definidas en un plano conceptual más abstracto.
La segunda dificultad que encontramos en el esquema teórico de Smith, que divide al mundo en un Norte explotador y un Sur Global explotado, es qué lugar tiene China. Ese es el núcleo de su polémica con David Harvey. Como se puede ver en la entrevista que le realizamos, esta es una dificultad persistente que no termina de resolver. La internacionalización de las relaciones de explotación sobre la que hace énfasis Smith es muy importante para comprender el imperialismo contemporáneo, pero debemos inscribirla en un análisis que integre el conjunto de las determinaciones que hacen al desarrollo desigual –y combinado– tal como se ha venido produciendo en las últimas décadas. La crítica de las posiciones, tanto de Smith como de Harvey, en la polémica que mantuvieron, permite avanzar en ese abordaje integrador.
EE. UU. ¿decadencia o poderío indisputado?
En uno de esos números especiales de New Left Review, compuesto de dos artículos titulados “Imperium” y “Consilium” [1], Perry Anderson daba cuenta en 2013 de la situación actual del poderío de EE. UU., la potencia que impuso los términos para la articulación del espacio capitalista después de II Guerra Mundial, de la que emergió como clara ganadora –junto con la URSS, a cuyo colapso había apostado el imperialismo después del ataque de Alemania, pero que por el contrario terminó expandiendo con el Ejército Rojo su esfera de influencia en Europa–. Anderson realiza en estos artículos un apretado recorrido por la política exterior de EE. UU., desde sus orígenes como federación hasta la actualidad, y al mismo tiempo, de las elaboraciones producidas por los principales pensadores de la política exterior. Anderson comenta con ironía sobre “la naturaleza fantástica de las construcciones” que realizan los estrategas norteamericanos. “Grandes reajustes en el tablero de ajedrez de Eurasia, vastos países movidos como tantos castillos o peones a través de este; extensiones de la OTAN al Estrecho de Bering”. Parece que la única forma de pensar el restablecimiento del liderazgo norteamericano “fuera imaginar un mundo enteramente distinto” [2]. Lo que resultaba curioso, a pesar de estos ácidos comentarios, es que el diagnóstico de Anderson, si bien reconocía que “la primacía norteamericana no es ya el corolario de la civilización del capital”, tampoco daba demasiada entidad a las dificultades presentadas al poderío norteamericano.
Una posición todavía más enfática sobre la fortaleza que mantiene EE. UU. la encontramos en Leo Panitch y Sam Gindin, autores de La construcción del capitalismo global. La economía política del imperio estadounidense. Panitch y Gindin caracterizan la forma en que EE. UU. aseguró su primacía garantizando la integración de todas las economías capitalistas y la apertura del comercio y los movimientos de capitales como un “imperio informal”. Su trabajo empieza polemizando con la idea de que la globalización pueda entenderse simplemente como resultado de la tendencia del capital a expandirse globalmente. Como señala Panitch en una entrevista que le realizamos, los Estados son, por el contrario, los “autores” de la globalización. Esta es una premisa importante contra cualquier visión mecanicista de la internacionalización como mero resultado de las tendencias económicas; les permite a los autores mostrar la importancia que tuvo lo que definen como una “internacionalización del Estado”, comprometido a asegurar la reproducción del capital en todo el planeta, para darle forma a la internacionalización productiva.
El núcleo del debate que tenemos con Panitch y Gindin es si puede hablarse de un “imperio informal” liderado por EE. UU. con la solidez que ellos le otorgan. Para los autores, el compromiso de los Estados con la expansión global del capital resta hoy motivos para cualquier enfrentamiento entre ellos que supere el nivel de los roces diplomáticos. La manera en que fue gestionada la crisis de 2008 y sus consecuencias fue vista por los autores como una confirmación de su tesis. Recordemos que ese año tuvo lugar la crisis financiera con epicentro en EE. UU., y se inició la Gran Recesión, que fue la peor crisis mundial desde la década de 1930, y golpeó más duramente en EE. UU. y la UE. A diferencia de lo que ocurrió en la Gran Depresión de entreguerras, EE. UU. comandó políticas de respuesta a la crisis coordinadas con el resto de las potencias, y varios países “emergentes”, a través del G20, que contuvieron la expansión del shock financiero y limitaron la caída de la economía. Aunque muchos países, especialmente los de la UE, atravesaron en los años siguientes severas consecuencias como resultado de los trastornos generados por el colapso de 2008 y por las medidas tomadas para hacerle frente [3].
El planteo de Panitch y Gindin podemos tomarlo como un llamado de atención a no subestimar la continuidad del liderazgo que ejerce EE. UU., no solo en el terreno militar donde conserva una superioridad indiscutida, sino también en el plano monetario y financiero en el que la Reserva Federal se ha convertido en una especie de banco central global a través de los canjes de divisas y sus amplias líneas de crédito. Pero su argumento tiende a subestimar cómo estas intervenciones unieron siempre el rol de gobernanza del capitalismo global y la competencia despiadada por mantener la primacía. Y, sobre todo, no permite dar cuenta de por qué ha sido el propio EE. UU., con Donald Trump, el que avanzó en una impugnación de aspectos centrales de ese “imperio informal” para privilegiar una intervención imperialista más agresiva basada en el unilateralismo. Para los autores, a juzgar por las elaboraciones más recientes, la “crisis política” que llevó a Trump al poder, y que su gobierno profundizó, no parece haber dañado las capacidades de funcionamiento del “imperio norteamericano”, que no han sufrido grandes alternaciones ni visto reducido su poderío. China no aparece tampoco en ningún plano como desafío significativo. Creemos que, con todos los puntos sugerentes y relevantes que ofrece su estudio sobre la forma en que EE. UU. gobernó y construyó la globalización, este enfoque lo deja cada vez más desajustado para dar cuenta de las tendencias a la ruptura de dicho orden que podemos ver en numerosos terrenos.
Otras posiciones con las que tenemos que vérnoslas en el debate sobre el imperialismo contemporáneo, son las de quienes sostienen que la internacionalización productiva va inevitablemente de la mano de la conformación de una burguesía plenamente trasnacional y de un Estado global cuya constitución estaría teniendo lugar (William I. Robinson); o las de quienes sostienen que el centro de poder en el capitalismo globalizado pasó a manos de las firmas multinacionales que subordinan a los países, incluyendo los imperialistas (Ernesto Screpanti).
El lugar de China
Si el poderío que conserva EE. UU. o no es una de las cuestiones principales que atraviesa los debates sobre el imperialismo, la otra es el lugar de China. Esto implica discutir, en primer lugar, cómo caracterizar la formación económico-social de este país, con todas las complejidades que implica su desarrollo combinado. El interrogante sobre cuál es el alcance que tiene su desarrollo capitalista está íntimamente relacionado a determinar en qué medida se encuentra el Estado chino embarcado en un curso imperialista. Como se desprende de un análisis de la posición global de China, en comparación con las de las potencias como el que realizamos en las notas que integran esta compilación, surge un panorama de contrastes: numerosas dimensiones nos llevarían a caracterizarla claramente como una de las principales potencias, mientras que otras (como la baja productividad general de su economía asociada a las fuertes disparidades de su desarrollo) inhiben la posibilidad de hablar seriamente en ese sentido. No sorprende, entonces, la amplitud de las divergencias que se ponen de manifiesto en la literatura sobre la cuestión.
Durante la presidencia de Donald Trump en EE. UU., las relaciones con China se tensaron al máximo, marcadas por la “guerra comercial” que el magnate anunció en marzo de 2018. Este conflicto tiene como trasfondo la competencia por la primacía con EE. UU. –empezando por el terreno tecnológico–. Aunque con la llegada de Biden al poder puedan cambiar los modos y los medios, la rivalidad con China seguirá siendo el aspecto ordenador en la estrategia del imperialismo estadounidense para frenar la erosión de su posición de liderazgo mundial.
Desde 2017, Trump había dejado a China una vía libre en materia de asociación comercial con otros países, al renunciar al Acuerdo Transpacífico (TPP, por sus siglas en inglés) y al Acuerdo de Comercio e Inversión Transatlántico (TTIP, por sus siglas en inglés). Estos se diseñaron durante el gobierno de Obama, y apuntaban a reforzar la integración de las principales economías del planeta, excluyendo a China. El rechazo de Trump a “subordinar” a EE. UU. en asociaciones de este tipo, con el argumento de que benefician a los demás países a costa del empleo en EE. UU., resultó favorable a China en más de un sentido. En primer lugar, desbarató lo que era la intención del TPP y TTIP, de condicionarla a través de dejarla afuera de grandes asociaciones comerciales que incluirían virtualmente a todos los demás países relevantes por el volumen de su comercio. Quien está afuera, debe aceptar para participar las normas que imponen los países integrados, y esta era la amenaza para China. Pero además, el abandono de EE. UU. de su lugar tradicional como adalid de la apertura comercial, le permitió a China ocupar ese lugar. En cada foro internacional durante estos años, Xi Jinping destacó el compromiso de China con la integración comercial.
En los días posteriores al triunfo de Biden, se produjeron dos noticias que envían el mensaje de que China buscará mantener el terreno ganado. Primero llegó el anuncio de un entendimiento de China con otros 14 países de Asia para conformar la Asociación Económica Integral Regional (RCEP). A esta le siguió la noticia de un avance en el acuerdo entre China y la UE, socio históricamente privilegiado de EE. UU. China defiende el terreno ganado, y los demás países envían la señal de que no estaban esperando pacientemente que la autoproclamada “nación indispensable” vuelva a comprometerse en los asuntos mundiales.
El imposible retorno de la “normalidad” pre-Trump
Hemos presentado algunas de las dimensiones centrales de los debates recientes sobre imperialismo. También se suman otras de importancia, como son, por ejemplo, el rol de las finanzas y el papel que juega allí la city londinese, que abordamos a partir del trabajo de Tony Norfield.
Pero el mayor interrogante que se plantea es cómo seguirán desarrollándose las tendencias más convulsivas a inestables que se vienen desarrollando en los últimos años, agravadas seguramente por las consecuencias que dejará la crisis generada por el Covid-19. A partir de que Trump dejó la escena en enero [4], ¿volverán las relaciones internacionales a parecerse a lo que eran antes de su presidencia?
El pronóstico al respecto no resulta alentador para los sectores del gran capital trasnacional y las élites políticas que aguardan un liderazgo norteamericano que reafirme el “globalismo”. Las condiciones para el liderazgo norteamericano se vienen deteriorando hace tiempo, por cuestiones objetivas; los traspiés de la política imperialista –y los giros ciclotímicos de Trump– agravaron el deterioro del “poder blando”, y alienaron la relación con algunos aliados, pero el problema de fondo, que reside en la dificultad de alinear sus intereses con EE. UU. –o la capacidad de este último de imponer que se sigan subordinando– viene desde antes. La administración Biden, todo lo indica, estará absorbida por la agenda doméstica, empezando por encarar mayores medidas de estímulo para intentar acelerar la recuperación de la economía y dejar atrás los estragos de la pandemia. Cualquier regreso a la normalidad como el que ambicionan los estrategas geopolíticos más preeminentes de EE. UU. parece lejos de su alcance. Las escenas de confusión y divisiones que exhibe la clase dominante norteamericana son una clara muestra de decadencia del principal garante y defensor de la opresión capitalista en todo el mundo.
Como señalaba Lenin, y es clave tener muy presente, el imperialismo es “reacción en toda la línea” y “recrudecimiento de la opresión nacional”. Por eso, cualquier aspiración de terminar con el capitalismo y su orden basado en la explotación tiene que partir de una radiografía detallada de las fortalezas y talones de Aquiles del imperialismo. Hoy todo indica que, en condiciones agravadas por una crisis peor que la de 2008, vamos a escenarios de continua profundización de las rivalidades y tensiones, así como los mayores choques entre clases.
Este texto es una versión actualizada en enero de 2021 del artículo publicado originalmente en Ideas de Izquierda en agosto de 2020.
El libro se puede adquirir a través de la web de Ediciones IPS.
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