Ediciones IPS acaba de publicar Tras las huellas del marxismo occidental de Santiago M. Roggerone, docente de la Universidad de Buenos Aires e investigador del CONICET, autor de ¿Alguien dijo crisis del marxismo? y Venir después. En esta oportunidad, publicamos el prefacio del libro, que podrá adquirirse aquí en los próximos días y constituye una contribución distintiva al debate sobre la situación actual y perspectivas del marxismo en el plano teórico.
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En algún lado, Michael Löwy recuerda un episodio de la biografía de György Lukács. Tras la derrota de la revolución húngara de 1956, el filósofo y crítico literario sería encarcelado y deportado por un tiempo a Rumania, para luego ser expulsado del Partido Comunista, proscrito y jubilado de forma forzosa. Al momento de su detención por haber participado activamente del gobierno revolucionario de Imre Nagy como ministro de cultura, un oficial soviético le ordenó deponer las armas de manera inmediata. Sin más alternativas, el viejo teórico marxista habría sacado una pluma de su bolsillo para entregársela a las fuerzas del orden.
Si bien Lukács permaneció durante el grueso de su vida en Europa del Este –fue protagonista no sólo de la revolución de 1956 sino también de la fugaz experiencia de la República Soviética Húngara instaurada en 1919–, la anécdota del desarme y la subordinación a la fuerza de las letras pinta de cuerpo entero el destino del llamado marxismo occidental (westlicher Marxismus en alemán, marxisme occidental en francés, Western Marxism en inglés), un concepto usualmente empleado “para designar ciertas corrientes de la filosofía marxista que se desarrollaron en Europa occidental a partir de la Primera Guerra Mundial y que se distinguen (o se oponen a) la ortodoxia marxista ‘oriental’, es decir, soviética”, y por lo general ponderado por haber “reemplazado el interés del marxismo en la economía política y el Estado por uno en la cultura, la filosofía y el arte” [1].
El propósito perseguido en este libro consiste en efectuar una aproximación histórica y cartográfica a dicho concepto, repasando además, como derivado de ello, la trayectoria intelectual de quien sin duda ha sido el más importante de los promotores de la noción. Acuñado en 1930 por Karl Korsch en su réplica a los críticos de Marxismo y filosofía [1923], y popularizado por Maurice Merleau-Ponty en Las aventuras de la dialéctica [1955], el término obtendría un espaldarazo fundamental de la mano del historiador y ensayista británico Perry Anderson, quien, como balance de la difusión y el examen crítico de ciertas contribuciones teóricas europeo-continentales llevadas a cabo por la New Left Review en el mundo de habla inglesa, hacia mediados de los setenta trazaría “las coordenadas generales” de la que a su entender era una “tradición intelectual común” [2].
En 2021 se cumplieron cuarenta y cinco años de la publicación original de Consideraciones sobre el marxismo occidental, el ensayo de Anderson en donde se presentaba la topografía de marras. La efeméride es una excusa para meditar sobre la actualidad del problema que es comportado por la expresión, si es que, por supuesto, se entiende a aquélla en su sentido eminentemente alemán (Wirklichkeit) y se la designa como una realidad –y lo que sigue es una observación del marxista occidental tardío Fredric Jameson, un autor sumamente admirado por Anderson y cuya obra constituiría el objeto de estudio de su libro Los orígenes de la posmodernidad [1998]– que “ya incluye sus propias potencialidades y posibilidades”. Estas, en efecto, nunca “son algo separado y distinto de ella que esté descansando en algún mundo alternativo o en el futuro” [3]. “En tanto que posibilidad de lo real”, la actualidad que dispone un cierto asunto, por consiguiente, “ya está aquí y no es únicamente ‘posible’” [4].
Y puesto que la pregunta por la actualidad de un problema o una problemática supone tanto la pregunta por sus potencias o posibles como la pregunta por sus reales, de lo que necesariamente ha de tratarse al inquirir y analizar la actualidad del marxismo occidental es de asumir una posición inmanente o situada. El marco general de una modernidad periférica como la latinoamericana o argentina ha conllevado que miembros de sus intelligentsias optaran por problematizar la producción, difusión, circulación, consumo, dislocación, recepción y apropiación internacional de las ideas, los bienes simbólicos y los artefactos culturales, como así también sus condiciones de posibilidad, fundamentos, premisas o supuestos en última instancia contingentes –esto es, las operaciones por medio de las cuales los discursos se articulan y cobran sentido. En lo que hace al marxismo y el interrogante por los modos de asimilación y (re)interpretación de autores, corrientes o teorías referenciados en el mismo que se desarrollaron por fuera de los centros –esto es, para emplear la ya célebre imagen del crítico literario brasileño Roberto Schwarz, el interrogante de as idéias fora do lugar–, existe una extensa y amplia tradición, la cual puntualmente en la Argentina se desarrolló gracias al trabajo de intelectuales como José Sazbón, Oscar Terán o José Arico –un pensador, el último, que junto a sus colaboradores llevaría a cabo una monumental labor de traducción, edición, compilación y difusión del propio corpus marxista occidental.
Es que, como ha indicado Eduardo Grüner –a decir verdad, una de las mayores voces autorizadas del marxismo occidental que actualmente existen en el subcontinente–, leer “desde aquí” supone
un plus de perspectiva, una ventaja epistemológica: [...] desde el (imaginario) Todo sólo se puede ver, justamente, el Todo, mientras que desde la Parte se puede ver la Parte y (su relación conflictiva con) el Todo. Desde el Centro sólo se ve el centro, desde la Periferia se ve el Centro y la periferia [5].
Sacando provecho de esta peculiar ventaja epistemológica anunciada por Grüner, en una ponencia presentada en 2012 en las VII Jornadas de Sociología de la Universidad Nacional de La Plata y publicada como capítulo de libro cinco años más tarde, Marcelo Starcenbaum se proponía “abordar la historia del marxismo occidental como indicativa de las encrucijadas del marxismo británico y estadounidense” [6]. El resultado sería una reflexión historiográfica notable gracias a la cual, desde los confines del llamado sur global, quedaría explicitado el “afán topográfico” que caracteriza al estudio del marxismo occidental desarrollado en los centros [7].
En la génesis de este ensayo, la propuesta del historiador platense ha jugado un papel destacado –no querría dejar de citar, asimismo, un importante artículo reciente de Javier Waiman, abocado a “[r]econsiderar las consideraciones” de Anderson [8]. Al concebirlo, sin embargo, también he encontrado inspiración en otro tipo de aproximaciones. Al igual que las de Starcenbaum o Waiman, la presente es una intervención con una impronta marcadamente académica, circunstancia que no deja de entrañar toda una paradoja ya que con el uso andersoniano del concepto en cuestión venía dada una enérgica crítica de la academización del marxismo. No deja de ser una ironía de la historia que el marxismo occidental persista hasta la fecha gracias a su presencia en las academias de humanidades y ciencias sociales como categoría, especialidad o incluso subcampo de estudios. Menciono aquí el caso de Las Aventuras del Marxismo, asignatura de la Carrera de Ciencia Política de la Universidad de Buenos Aires fundada por Grüner a fines de la década de 1990 sobre el que más adelante volveré. En la vida de las izquierdas y sus ámbitos militantes, en cambio, esta forma de marxismo, por lo general, no ha conseguido ejercer demasiada influencia.
Al menos en la cultura militante local, desde la crisis de 2001-2002 puede percibirse sin embargo un cierto revival del marxismo occidental, circunstancia de la que a su modo da cuenta la actividad de una editorial y publicación periódica de debate y crítica como Herramienta. Sería en este contexto que, en una nota aparecida en Ideas de Izquierda: Revista de Política y Cultura con motivo del cuadragésimo aniversario de Consideraciones sobre el marxismo occidental, Ariane Díaz llegaría a señalar que correspondería “a las nuevas generaciones de marxistas volver a poner en foco” el debate abierto por Anderson “y desplegar su imaginación teórica” [9]. No se trataba de una afirmación fortuita o hecha meramente al pasar, pues la organización en la que milita Díaz –el Partido de los Trabajadores Socialistas– ha tenido la audacia de difundir y discutir extensamente y sin hesitación la obra de un marxista occidental como Antonio Gramsci e incluso, más en lo reciente, la del mismísimo Louis Althusser, cosa que ha generado todo tipo de críticas por parte de adversarios fosilizados y esclerotizados del movimiento trotskista. A decir verdad, “superar la brecha [...] entre el trotskismo [...] y el marxismo occidental” es un gesto que al interior de la tradición en cuestión aquel “pasador [border crosser]” que fue Daniel Bensaïd –alguien en quien, por lo demás, Anderson se espeja en varios sentidos– fue uno de los primeros en proponer. A fin de cuentas, ha sido por obra suya que la misma “comenzó a fusionarse con otras corrientes de pensamiento crítico, desde la sociología de Bourdieu hasta la Escuela de Fráncfort” [10].
En este nuevo y auspicioso contexto en que los más lúcidos de los ex morenistas pueden coincidir con quien alguna vez fuera un importante militante del mandelismo –y recuérdese que el dirigente belga de la corriente trotskista en cuestión creía que “[p]or su propia naturaleza [...], el marxismo es abierto, crítico, permanentemente dubitativo, también en relación consigo mismo”–, Ariel Petruccelli y Juan Dal Maso han sugerido que la categoría del marxismo occidental no es del todo útil para dar cuenta de pensamientos como los de Althusser y Manuel Sacristán, y que el concepto de “comunismo crítico” –definido por Antonio Labriola como aquel tipo de comunismo que tiene “por sujeto al proletariado y por objeto la revolución proletaria” [11]– es mucho más fructífero para abordar sus itinerarios. Para el caso de Althusser, si bien los autores conceden que “su ‘marxismo occidental’ se circunscribe en especial a los años ‘60”, la prueba de la que se sirven para descartar la categoría es una entrevista póstuma brindada al propio Anderson–“Una tarde con Althusser (Verano de 1977)”, publicada en la New Left Review en 2018–, en la que el filósofo francés “habría sugerido que no resultaba del todo adecuado encasillarlo” de esa manera “porque era necesario analizar a fondo qué efectos políticos había tenido la recepción de su obra fuera de Francia” [12]. En lo que respecta a Sacristán, Petruccelli y Dal Maso no proporcionan demasiados argumentos adicionales ya que, en un punto, parecería estar mucho más claro que “[s]u trayectoria no encaja dentro de la categoría” [13]. En nota a pie de página, finalmente, observan algo que ha sido indicado en más de una oportunidad: “[e]l mapa de Anderson es esencialmente europeo occidental y no incluye corrientes o pensadores marxistas de Europa del Este ni de América Latina para pensar la evolución del marxismo” [14].
Lo último, desde ya, es algo a todas luces cierto y no merece por tanto ser discutido in extenso –al menos no de momento, pues de alguna manera más tarde tendré que volver sobre ello. Sí es necesario, en cambio, someter a debate lo primero que es planteado por Petruccelli y Dal Maso ya que se trata de una sugerencia lógicamente extensible a otros marxistas del siglo XX que si no fueron militantes comunistas al menos sí ejercieron la crítica. Recientemente, de hecho, el sociólogo suizo Razmig Keucheyan ha propuesto la expresión nuevas teorías críticas para nombrar aquello que hasta hace no mucho tiempo –esto es, antes de que cayera la cortina de hierro que separaba a un oeste capitalista de un este que se autoproclamaba comunista– habría entrado bajo el paraguas del marxismo occidental. Es que lo sucedido en 1989-1991, la imposición del Primer Mundo por sobre el Segundo y la consolidación de una despiadada globalización neoliberal que lo tercerizaría todo, y que en lo fundamental se extiende hasta nuestros días, implica obviamente que no tenga demasiado sentido hablar de un marxismo occidental en oposición a otro clásico y/o poseedor de un talante eminentemente oriental. Si, gracias a una centralización de las periferias y otra simultánea periferización de los centros que eventualmente se impondrían en todos los continentes y países, el mundo había pasado a ser un solo y único (Tercer) mundo, ¿por qué debería haber entonces más de un marxismo?
Bajo el supuesto de que “el marxismo, como otros fenómenos culturales, varía según el contexto histórico” [15], y en un año tan idiosincrático como el de 1990 –por entonces, el désastre obscur del que hablaría el filósofo Alain Badiou no había terminado de tomar cuerpo–, Jameson advirtió esto y planteó no abandonar la dicotomía sino reemplazarla por otra que estuviera a la altura de lo que los tiempos demandaban. En efecto: ante una “única tercera o ‘tardía’ etapa del capitalismo” –un “capitalismo tardío, transnacional y globalizado” al que correspondería “una suerte de superproletariado mundial”, como diría Grüner en diálogo con el propio Jameson–, de lo que cabía hablar era no de marxismo occidental sino de un marxismo también tardío que habría dejado atrás toda forma de marxismo temprano y/o intermedio –“la palabra no significa[ba] nada más dramático que esto: todavía, ¡más vale tarde que nunca!” [16].
El término propuesto por Jameson como alternativa no sólo al marxismo occidental sino también al antimarxismo y la por entonces muy exitosa idea de posmarxismo guarda una relación inextricable con la noción de Spätkapitalismus, la cual fue acuñada por el sociólogo alemán Werner Sombart tan tempranamente como en 1902. En El capitalismo moderno, de hecho, es donde por primera vez se hablaba del capitalismo en cuanto tal. Esta noción fue empleada en más de una ocasión por el filósofo Theodor W. Adorno, promotor de un pensamiento dialéctico que para el crítico y teórico literario estadounidense constituía a la vez el modelo por antonomasia del tipo de tardomarxismo que tenía en mente. No es un mero hecho casual que, a diferencia de lo que sucede en la obra de Sombart o en la del propio Max Weber –el autor de Economía y sociedad: Esbozo de sociología comprensiva [1922] ha escrito páginas y páginas sobre el capitalismo en general y el capitalismo moderno-occidental en particular–, en la letra de Marx no haya lugar para la idea de capitalismo –el gigante de Tréveris, es sabido, hablaba en realidad del capital y del modo de producción del capital. Y mucho menos lo hay, por supuesto, para la de marxismo: se recordará que, “a fines de la década del 70, refiriéndose a los ‘marxistas’ franceses, [habría dicho] que ‘tout ce que je sai, c’est que je ne suis pas marxiste’”; vendrá a la memoria también que, en una carta a Vera Zasúlich fechada en 1881, habría reprobado a aquellos “marxistas” que para justificar un argumento cualquiera se valían de frases como “[l]o dice Marx”, “[l]o hubiera dicho si hablara de nuestro país”, etc. [17].
En este sentido, hay que señalar que el gesto de Jameson no deja de ser parte de una tentación más general por dotar de atributos no necesariamente propios a eso que para bien o para mal continuamos llamando marxismo –y está bien que así lo sea, pues, como alguna vez reconocería el mismo Engels, el autor de El capital “tenía más talla, veía más lejos, atalayaba más y con mayor rapidez que todos [...] juntos” [18]. La tentación de adjetivar de forma calificativa a esa teoría crítica de la modernidad que es el marxismo –y si añadimos a esto que la misma posee la forma de un triángulo compuesto por “una sociología histórica”, “una filosofía de la contradicciones o [...] dialéctica” y “un modo de política de tipo obrero y socialista” [19], disponemos ya de una definición mínima más o menos aceptable– se extiende desde los tiempos del marxismo clásico, el marxismo de cátedra, el austromarxismo, el marxismo-leninismo y/o soviético, el marxismo occidental y el marxismo negro hasta los algo más contemporáneos del marxismo posestructuralista, el posmarxismo, el marxismo analítico, el marxismo político, el marxismo sociológico y el Open Marxism –a este último conjunto de etiquetas podría añadirse además la del marxismo cultural, una entelequia contra la que en la actualidad las extremas derechas conspiranoicas despotrican por supuestamente haber proporcionado a la izquierda liberal y progresista las armas de la ideología de género y la teoría crítica de la raza con las que aquélla habría ganado una batalla fundamental. Y desde ya que no se trata solamente de nombres, pues, si se acepta con Michael Burawoy que el “análisis histórico ha mostrado que el desarrollo del marxismo ha dependido de [...] retrocesos devastadores, convirtiéndolos en desafíos que espolearon el crecimiento teórico”, va de suyo que
[e]l marxismo alemán fue una respuesta al reformismo del Partido Socialdemócrata Alemán, el marxismo ruso al radicalismo de la clase obrera rusa, el marxismo del Tercer Mundo al subdesarrollo engendrado por el capitalismo internacional, mientras que el marxismo occidental fue una respuesta al fracaso de la revolución y el ascenso del fascismo [20].
“[L]a metáfora de un árbol dotado de raíces, tronco y ramas, algunas de las cuales progresan y otras degeneran” [21], es sin dudas útil para justificar la existencia de una plétora de adjetivos, nombres o etiquetas. Otra forma de poner las cosas estriba en subrayar que hace mucho ya contamos con un marxismo explosionado –y éste es tanto uno más de los nombres o respuestas en cuestión como el título de una conferencia impartida por el marxista occidental Henri Lefebvre en 1976, el mismo año en que aparecerían las Consideraciones de Anderson– o, como más recientemente ha propuesto entre nosotros Julia Expósito, inquieto, que ha sabido multiplicarse por “miles” [22]. El occidental o el tardío serían tan sólo algunos de esos mille marxismes realmente existentes, un hecho fundamental debido al cual el propio Jameson ha tenido el tino de hablar, en Valencias de la dialéctica [2009], no del marxismo occidental sino de “distintos marxismos occidentales” [23].
Si este es el caso, el interrogante que inevitablemente ha de surgir es por qué seguir insistiendo con (y en) el término. En efecto: ¿por qué hablar hoy, en tiempos de realismo capitalista y melancolía de izquierda, en los que, además, la rebeldía se habría vuelto de derecha, de marxismo occidental? ¿Solamente para que los tan en boga estudios sobre la memoria reciente engorden un poco más? O, mejor, ¿por un licencioso afán historiográfico-intelectual por medio del cual la constelación teórica en cuestión devendría un mero objeto del pasado muerto? Como bien sugiere Bruno Bosteels, el hecho de que hoy lidiemos con “tantas lecciones pacientemente enseñadas e instantáneamente olvidadas, tantos recuerdos languidecientes y conmemoraciones indiferentes, tantas apostasías descaradas y arrepentimientos desvergonzados, tantas ilusiones perdidas y una nostalgia tan indigesta por los días felices de antaño”, exige por parte de nosotros “una fuerte dosis de olvido activo para combatir la cultura de la memoria” [24]. Si el pasado enseña alguna lección, efectivamente, ella es la del cuestionamiento de toda “relación pedagógica entre el pasado y el presente”; un rechazo en toda la línea, dice Kristin Ross en su aproximación a la experiencia de Les révoltes logiques y la más amplia obra de ese maestro ignorante que ha sido y continúa siendo Jacques Rancière, de “cualquier concepción del pasado como conocimiento que se puede traducir en forma de lecciones o historias edificantes” [25].
Si es verdad que en las últimas décadas hemos sido testigos de una “lenta cancelación del futuro” gracias a la que habría terminado resultando “más fácil imaginar el fin del mundo que el final del capitalismo” [26], apelar a la memoria o las enseñanzas del pasado entrañaría entonces una justificación más o menos aceptable. Ahora bien, la historia en general y la historia intelectual en particular –y esto lo afirma alguien formado en sociología, lo que no deja de ser una ironía ya que ésta es una disciplina científico-social denodadamente antimarxista y que por ende tiende como pocas a empatizar con el estado de cosas existente– pueden ser concebidas como empresas mediante las que puede llegar a revelarse que un cadáver fétido, putrefacto e insepulto como el del marxismo occidental es también uno de aquellos “espectros de los futuros perdidos” que “cuestionan la nostalgia formal del realismo capitalista”, y, por consiguiente, un ardid de aquel trabajo de duelo que las izquierdas del presente tanto necesitan poner en práctica si es que en verdad desean eludir el “negro de la depresión” [27].
Vale decir: si es que cabe seguir insistiendo con el marxismo occidental y mantenerse por tanto en una más general posición de “melancolía de izquierda” es puesto que nada de ello
significa abandonar la idea del socialismo o la esperanza en un futuro mejor; significa repensar el socialismo en un tiempo en el que su memoria está perdida, oculta y olvidada y necesita ser redimida. Esta melancolía no supone lamentar una utopía perdida sino más bien repensar un proyecto revolucionario en una época no revolucionaria. Se trata de una productiva melancolía que [...] entraña el “efecto transformativo de la pérdida” [28].
En otras palabras, un ejercicio historiográfico-intelectual sobre una temática como la del marxismo occidental –no es la única, por supuesto–, que abra sus archivos y los reconsidere a la luz del presente, puede ser útil para retomar la iniciativa, tramar nuevos posibles y dar paso a una “recuperación de los futuros perdidos” e incluso, por qué no, “del futuro como tal” –un cometido pergeñado por los aceleracionistas Nick Srnicek y Alex Williams que no casualmente se inspira en Jameson y la lectura del Tomo I de El capital por él propuesta [29]. Esto al menos es lo que se le plantea a todo aquel que continúe acordando con Jacques Derrida, haga suya la afirmación de que “[n]o hay porvenir sin Marx” y comparta la “hipótesis o más bien [...] toma de partido” de que “hay más de uno”, de que “debe haber más de uno”, y en consecuencia pueda reconocerse como uno de los miles de “hijos de Marx” [30]. Pues, ante todo, “la melancolía significa memoria y conciencia de las potencialidades del pasado: una fidelidad a las promesas emancipatorias de la revolución, no a sus consecuencias” [31].
Así las cosas, ¿dónde es que nos encontramos actualmente? El “desarrollo desigual” y combinado del modo de producción capitalista habría supuesto que por mucho tiempo el “marxismo occidental” sea nada más que “un marxismo específico y restringido al Primer Mundo [...], un instrumento intelectual especializado muy distinto de los reclamados por el subdesarrollo o la construcción socialista” [32]. En Marxismo y forma: Teorías dialécticas en la bibliografía del siglo XX [1971], Jameson había planteado ya que era “perfectamente congruente con el espíritu del marxismo –con el principio de que el pensamiento refleja su situación concreta–”, que existieran “varios marxismos distintos en el mundo”, y que “cada uno [...] respondiese a las necesidades y a los problemas específicos de su propio sistema socioeconómico” [33]. Hacia 1990, sin embargo, era claro que una “nueva y repentina expansión del sistema mundial” que, desde mediados de la década de 1970, habría “anulado esas desigualdades” y “reemplazado por otras”, ponía sobre la mesa un “rápido deterioro del Segundo Mundo y su caída al nivel de un Tercer Mundo tout court”, como así también “el surgimiento de un nuevo capitalismo más auténticamente global” [34]. La hipótesis de Jameson era que, ante esta “nueva ‘Gran Transformación’” –y la referencia al antimarxista Karl Polanyi no era para nada caprichosa–, el marxismo occidental habría también de mudar su piel, deviniendo un marxismo global, transnacional y tardío [35]. Eso, al menos, era a lo que estaba obligado en caso de que realmente aspirara a “volverse verdadero otra vez” para recobrar así el estatuto de “filosofía insuperable” del que alguna vez había hablado Jean-Paul Sartre [36].
Un objetivo adicional de este trabajo será probar la fuerza de esta hipótesis de Jameson –el autor piensa sobre todo en la dialéctica adorniana, pero la conjetura es transpolable al marxismo occidental en general, el cual por lo demás constituye el objeto de su libro previo Marxismo y forma. Ello, no obstante, tendrá lugar recién al final del ensayo. Habrá que recorrer primero un largo camino que permita obtener una imagen lo más nítida posible del concepto –y, a decir verdad, es discutible si realmente nos hallamos ante un concepto, pues de la que él pretende dar cuenta es de una realidad tan flexible como heterogénea–, que abarque tanto sus rasgos principales como las tensiones e incongruencias de las que es objeto –a diferencia de lo que hace casi cuatro décadas sugiriera Martin Jay, ya no nos encontramos “demasiado cerca de la tradición”, de modo tal que una “totalización concluyente” es algo pasible de ser llevado a cabo [37]. En términos del propio Jameson, de lo que ha de tratarse es de diseñar y trazar un “mapa cognitivo” del marxismo occidental mediante el cual se contribuya a “devolver a los sujetos concretos una representación renovada y superior de su lugar en el sistema global” [38]. La pregunta por el futuro y el porvenir del marxismo será formulada solamente una vez que haya tenido lugar un “análisis de la trayectoria” del marxismo occidental que haga “referencia a la historia interna de la teoría y la historia política de su desarrollo externo” –y, con esto, hago mías aquí las palabras de Javier Amadeo, alguien que hace algunos años trazó un mapa notoriamente inspirado por el trabajo del propio Anderson [39].
Con tales propósitos, a continuación me centraré en los textos sobre la temática más importantes del ensayista e historiador británico como así también en diversos aportes de otros intelectuales y pensadores. Partiendo de que intentar efectuar “un balance histórico de la unidad del marxismo occidental” tiene hoy mayor sentido que en la época en que Jameson publicara su estudio sobre Adorno e incluso que en la época en que aparecieran las Consideraciones del mismo Anderson –por aquel entonces, a decir verdad, la formación teórica estudiada no había terminado de tocar a su presunto fin– [40], pretendo arribar a una consideración algo más contemporánea de la problemática de la que da cuenta la expresión, llevada a cabo en el contexto del mundo latino gracias a las intervenciones relativamente recientes de Bensaïd, André Tosel y el ya también mencionado Keucheyan. En este sentido, resultará de relevancia también el ajuste de cuentas con Anderson propuesto por el filósofo e historiador italiano Domenico Losurdo en la que, de hecho, habría de ser su última obra y, por añadidura, la última palabra relevante que de momento ha sido conferida sobre el tema.
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Si bien no se encuentra estrictamente ligado a la actividad académica que desarrollo como docente en la Universidad de Buenos Aires e investigador del CONICET en el Centro de Historia Intelectual de la Universidad Nacional de Quilmes, el propósito de escribir un libro sobre el llamado marxismo occidental siempre se halló presente en mi agenda. La génesis del proyecto probablemente se localice en el contexto de mi formación de grado, etapa en la que –un poco por azar, otro poco debido a ciertas inquietudes generadas– me encontré por primera vez con los textos que integran el canon de la tradición y con la propia obra de Perry Anderson. Mi agradecimiento en primer lugar va dirigido entonces a Gisela Catanzaro y Ezequiel Ipar, y, por prolongación más o menos lógica, a Eduardo Grüner, por haberme facilitado una puerta de acceso a lo que constituye un verdadero mundo. Hago extensivo el mismo a mis amigos Alexis Gros y Agustín Prestifilippo, con quienes desde hace largo tiempo que discutimos sobre cuestiones y problemáticas que resultan caras a ese mundo.
Son muchas las personas con las que desde aquel momento iniciático he contraído deudas inmensas. De entre todas esas personas, no podría dejar de mencionar a Ariel Petruccelli, con quien, pese a la distancia geográfica y generacional, desde hace años mantengo una estimulante relación de camaradería intelectual. Tanto él como Juan Dal Maso jugaron un papel clave en la concreción de este proyecto. Los comentarios, críticas y sugerencias efectuados por ambos en el marco del potente intercambio que llevamos a cabo durante algunos meses de 2021 resultaron invaluables para que el trabajo adquiriera una forma definitiva. Agradezco también a Juan, y por intermedio suyo a las compañeras y los compañeros de Ediciones IPS, por haber hecho del manuscrito una realidad materializada en el libro que el lector tiene ahora entre manos.
Una versión preliminar y parcial de esta obra fue presentada como ponencia en una mesa sobre historia y teoría marxista que coordiné junto a Hernán Díaz en el marco de las III Jornadas Internacionales de Historia de los/las Trabajadores/as y las Izquierdas del CEHTI. A posteriori, varios allegados y amigos como Facundo Nahuel Martín tendrían la generosidad de leer diferentes versiones del texto, remitiéndome eventualmente sus pareceres y opiniones. Todos y cada uno de ellos, desde ya, quedan eximidos de las deficiencias que pudieran llegar a ser identificadas a lo largo del mismo. A riesgo de que se me considere un ingrato, me limitaré a nombrar aquí, como representante de esos lectores, a Marcelo Starcenbaum, quien en septiembre de 2021 organizó una actividad en la Universidad Nacional de La Plata en la que participé junto a Javier Waiman y Gisela Catanzaro y gracias a la cual el proyecto terminó enriqueciéndose significativamente.
El grueso de lo que sigue fue redactado mientras que con Violeta esperábamos a Nina, alguien cuya llegada a este mundo no podría haber traído mayor felicidad a nuestras vidas. Además de a ambas, quisiera dedicar el libro a la memoria de mi viejo, quien nos dejó demasiado pronto.
Diciembre de 2021
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