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¿Adiós revolución permanente? Un debate con Javier Balsa

Fabián Puelma

DEBATES

¿Adiós revolución permanente? Un debate con Javier Balsa

Fabián Puelma

Ideas de Izquierda

Juan Dal Maso en un reciente artículo entrega lineamientos para esbozar una formulación ampliada de la teoría de la revolución permanente. Se apunta a una comprensión global que incluya tanto la versión “histórica” –cuya primera formulación está en la “Circular del Comité Central a la Liga Comunista” escrita por 1850 por Karl Marx– y las ampliaciones posteriores realizadas por León Trotsky; que reflexione en torno a la “forma actual” de la revolución permanente, partiendo por la relación entre la teoría de la hegemonía de Gramsci y la revolución permanente; y que permita comprender las “formas elementales”, nivel que alude a la existencia de estructuras comunes entre procesos iniciales o menos desarrollados y otros más desarrollados derivados de los primeros.

La perspectiva es ambiciosa y supone reconocer una serie de dificultades a la hora de elaborar una teoría más completa de la revolución permanente en la actualidad. Una dificultad, según Dal Maso, “reside, sencilla y burdamente, en la ausencia de revoluciones”. De esta forma, la noción de “formas elementales” tendría por objetivo precisamente “pensar la actualidad de la teoría de la revolución permanente en un contexto de ausencia de revoluciones (al menos hasta ahora)”, proyectando las dinámicas pensadas en la formulación original para situaciones de la lucha de clases como la actual.

La problemática de las formas elementales es particularmente relevante, pues la ausencia de revoluciones “clásicas” no ha significado en absoluto ausencia de lucha de clases. Así, buscar las estructuras comunes entre procesos iniciales y otros más desarrollados constituye efectivamente uno de los nudos centrales del debate actual. La crisis del 2008 cuestionó los pilares de la hegemonía neoliberal desencadenando una serie de fenómenos políticos y de lucha de clases. De hecho, como plantea Emilio Albamonte y Matías Maiello en “La situación mundial y el espectro de la primavera revolucionaria de 1848”, es posible identificar dos grandes ciclos desde entonces. El primero, la “primavera” de 2010-2012, tuvo su epicentro en el mundo árabe con procesos que enfrentaron diferentes dictaduras en Túnez, Egipto, Siria y Libia. Pero también tuvo su expresión en luchas democráticas de masas –más pacíficas que la primavera árabe, ahogada en sangre– en países como el Estado Español con el 15M, las huelgas generales en Grecia o el movimiento estudiantil chileno del 2011. El segundo es el ciclo de revueltas que tuvo su antecedente en los gilets jaunes en Francia, pero que luego se expresó en revueltas radicalizadas en diversas latitudes como Chile, Colombia, Ecuador, EE.UU., Argelia, Sudán, Haití, Hong Kong, Myanmar, entre otros. Los casos más avanzados superaron las formas locales propias de los estallidos parciales o las explosiones momentáneas, configurándose como verdaderos levantamientos generalizados contra sus gobiernos a través de métodos de acción directa y choque frontal con las fuerzas represivas. Sin embargo, incluso en esos casos, los procesos no dieron pie a un ciclo de revoluciones, sino que primó la dinámica de la revuelta (con la excepción de Egipto en donde la lucha de clases fue más allá y se abrió un proceso revolucionario, aunque con muchos de los rasgos de revuelta que veríamos en el segundo ciclo recién descrito).

Estos dos elementos, es decir, la ausencia de revoluciones triunfantes y la forma revueltística predominante de los procesos realmente existentes, han empujado a muchos intelectuales a dar por superada la revolución. Incluso entre aquellos que se reivindican como parte de la tradición del marxismo, prima la idea de que la revolución pertenece a una modernidad ya perdida. Efectivamente fue el principal fenómeno político de la modernidad, pero ya no es posible en el mundo contemporáneo. Marxistas como Perry Anderson –quien rompió lanzas a favor de la unidad entre teoría y práctica en su polémica con el “marxismo occidental”–, llegaron a plantear que la revolución se había transformado en un objeto museístico. Así, la perspectiva comunista, aceptada por muchos de estos intelectuales, se fue escindiendo de la revolución dando nacimiento a la “idea” de comunismo.

En este marco, hay quienes se apoyan en Gramsci para plantear que la revolución permanente –identificada con las revoluciones violentas y la estrategia insurreccional– ha sido superada por la teoría de la hegemonía. Por ejemplo, Javier Balsa en su artículo publicado en Jacobin “Debates sobre la estrategia en contextos de lucha hegemónica”, afirma que desde 1870 se vivió un cambio época en la forma de dominación burguesa, que “pasó a basarse en la hegemonía, lo que dejó desactualizada la estrategia de la ‘revolución permanente’”.

Me centraré en este aspecto desarrollado por Balsa, pues considero que su refutación de la teoría de la revolución permanente lo lleva, en realidad, a suprimir las rupturas revolucionarias en las sociedades contemporáneas occidentalizadas y de esta forma, a abandonar la perspectiva de una revolución en el siglo XXI. A partir de esta polémica, pretendo intervenir en el debate sobre las “formas elementales” de la revolución permanente abierto por Juan Dal Maso. Considero que la teoría de la revolución permanente solo tiene sentido si partimos de un concepto común de revolución, por lo cual, hacerse cargo de los argumentos que la dan por superada es un aspecto insoslayable.

Estoy convencido de que no se trata de un ejercicio crítico puramente conceptual. El sentido común reinante en la intelectualidad refleja un prejuicio muy extendido a nivel de masas. Abandonada a los museos por parte de gran parte de la izquierda, es la extrema derecha la que agita el fantasma de la revolución como arma actual de lucha política. Sus dardos no van dirigidos únicamente contra el demonio del comunismo: la noción misma de revolución es satanizada como un momento de caos, destrucción y cuyo destino inexorable es el totalitarismo o, en el mejor de los casos, el recambio de una élite privilegiada y corrupta por otra. El discurso del “orden” –también enarbolado por los gobiernos progresistas (no olvidemos la oda a la “estabilización” entonada por Gabriel Boric)–, tiene como antagonista la irrupción violenta de las masas, que es un rasgo que comparten revueltas y revoluciones. ¿Cómo podemos hacer deseable el programa comunista, sin convencer de la necesidad misma de la revolución?

La acumulación de fuerzas y las rupturas revolucionarias en “Occidente”

Javier Balsa sostiene que el esquema insurreccional propio de la revolución permanente ya no tiene aplicación en los marcos de la democracia representativa. La “occidentalización del mundo” consolidó un Estado complejo y ramificado en la sociedad civil en el que la burguesía tiene una fuerza social superior a la de los países que vivieron triunfos revolucionarios. “En líneas generales, los procesos revolucionarios del siglo XX desplegaron primero revoluciones antidictatoriales, democráticas o anticoloniales que empalmaron rápidamente en revoluciones que manifestaban tender al socialismo (Rusia, China, Vietnam, Cuba, Angola, Mozambique y Nicaragua, entre otros)”. Fuera de estos contextos, la estrategia insurreccional “no ha tenido ningún éxito” (Balsa).

Según el autor, “tempranamente, Engels, y luego Gramsci, reflexionaron sobre el cambio en las condiciones objetivas y subjetivas que había quitado vigencia a la ‘revolución permanente’”. Balsa reproduce la opinión corriente respecto del famoso “Prólogo” de 1895 de Engels a Las luchas de clases en Francia. 1848-1850 de Karl Marx: la lucha insurreccional quedaba superada, de lo que se deducía la importancia de “privilegiar la lucha ideológica y la capacidad de la dinámica política parlamentaria y de incidencia en la opinión pública”. En los pasajes sobre “guerra de posiciones” (Cuadernos de la Cárcel N.º 13, §7), Gramsci retomaría la línea reflexiva de Engels postulando como clave disputar las “organizaciones estatales” y el “complejo de asociaciones en la vida civil”, propias de “la estructura masiva de las democracias modernas” [1].

El esquema es simple y, quizá por esto, parece convincente: en países donde el Estado tiene pocas raíces y el ejército es débil, la revolución y la insurrección son posibles; pero en países con estructuras más complejas (rasgo compartido por la mayoría de los países “occidentalizados”), debe primar la lucha ideológica y la guerra de posiciones, quedando suprimido el momento insurreccional. La ecuación, aunque simple, es unilateral. Creo que esta idea, impregnada como sentido común en gran parte de la intelectualidad progresista familiarizada con los debates marxistas, es fuente de algunos de los malentendidos y errores más graves a la hora de comprender la lucha de clases en “Occidente”. Particularmente, porque es incapaz de abordar de frente y sin excusas la relación entre lucha revolucionaria y parlamentarismo o la relación entre Estados modernos y sus rupturas revolucionarias. Creo, por el contrario, que dilucidar la relación entre acumulación de fuerzas y ruptura revolucionaria en los Estados capitalistas modernos es un tópico fundamental para el marxismo contemporáneo.

Este fue, precisamente, el debate que abrió Engels en su “Prólogo”. La clave de este texto es delinear el carácter masivo de las revoluciones modernas, algo que se confirmó plenamente durante el siglo XX: quedó claro que toda revolución que se precie de tal debe contar con el protagonismo de las grandes masas obreras, campesinas y populares. Engels destaca este elemento especialmente para las revoluciones socialistas: “Allí donde se trate de una transformación completa de la organización social tienen que intervenir directamente las masas, tienen que haber comprendido ya por sí mismas de qué se trata, por qué dan su sangre y su vida” (Marx y Engels, 2018, 90). La referencia a la “sangre y la vida” descarta cualquier interpretación que no contemple la ruptura revolucionaria. De hecho, Engels se refiere a la acumulación de fuerzas políticas, sociales, sindicales y culturales como una “fuerza de choque” que no debe malgastarse hasta el “día decisivo”. Sostiene que las clases dominantes responderían con la “ruptura de la Constitución, la dictadura, el retorno al absolutismo” ante la acumulación de fuerzas del proletariado, momento en el cual quedaba legitimada el uso de la fuerza para las y los revolucionarios. Balsa da cuenta de este elemento, pero no ve que constituye un genial esbozo por parte de Engels del combate defensivo en una estrategia revolucionaria (aspecto que en Trotsky tendrá un vasto desarrollo). Si a eso se suman las reflexiones sobre el “factor moral” de la lucha callejera (que incluye una búsqueda de superar la debilidad del método de la barricada para que la lucha de calles realmente pueda vencer), queda claro que Engels delinea aspectos claves que hacen a la teoría revolucionaria en la modernidad capitalista. Sabida es la utilización reformista del “Prólogo” por parte del ala revisionista de la socialdemocracia alemana –la cual llegó a censurar todos aquellos pasajes que evocaban una perspectiva revolucionaria– y la contundente respuesta de Rosa Luxemburgo. Javier Balsa recrea la misma disyuntiva, reforma o revolución, pero esta vez apoyándose en Gramsci.

A decir verdad, durante el siglo XX la acumulación de fuerzas por parte del proletariado –traducida en sindicatos, partidos, clubes deportivos, cooperativas, organismos de prensa, entre otros (lo que Trotsky llamó “reductos de democracia proletaria”)–, jugó muchas veces un rol desestabilizador que empujó a rupturas violentas y “soluciones de fuerza”, tanto desde el bando revolucionario como contrarrevolucionario. Un ejemplo muy claro es el largo proceso revolucionario en Alemania desde 1918 hasta 1924. Un Estado y una sociedad con estructura “occidental”, una burguesía fuerte, un ejército moderno, sufragio de masas, etc., fue escenario de duras luchas revolucionarias: huelgas generales, consejos de obreros y de soldados, luchas por el control obrero, insurrecciones, caída de gobiernos, batallones enteros del ejército y la marina que se unían a las y los insurrectos, intentos de golpe de Estado, matanzas, etc. La Revolución alemana es recordada muchas veces por la llamada “insurrección espartaquista” de enero de 1919 y se la interpreta de manera un tanto mítica y trágica. Pero lo cierto es que esta fue solo un episodio más dentro de un proceso revolucionario que duró años. El hecho de que la clase obrera fuese un actor organizado capaz actuar decididamente en los acontecimientos apoyándose en la acumulación de fuerzas precedente jugó a favor de las rupturas violentas. Lo que, claro está, solo pudo desplegarse en contextos de crisis catastrófica (guerra, crack económico), en el marco de la onda expansiva de la revolución rusa que remeció a toda Europa.

Es por esto que el esquema de Balsa respecto a la época de la “hegemonía” y la época tempranamente superada de la “revolución permanente” hace aguas por diversos motivos. En primer lugar, como decíamos, no ve que la acumulación de fuerzas propias del esquema de “guerra de posiciones” política, ideológica y cultural, puede preparar rupturas revolucionarias en donde el problema del poder, la insurrección y la guerra civil –en definitiva, el enfrentamiento entre revolución y contrarrevolución–, estarán al orden del día. Es decir, no ve los elementos de “Oriente” que se plantean inevitablemente en las formaciones “occidentales”. Esta dinámica no solo es identificable en el período de entreguerras en Europa, sino que también durante el ascenso revolucionario de los años sesenta y setenta.

Ahora bien, hay que precisar que esta acumulación de fuerzas juega un rol revolucionario en aquellos momentos de ruptura cuando favorece el surgimiento y desarrollo del “doble poder”. Este fue un elemento determinante para Lenin a la hora de delinear su teoría de la revolución expuesta en El Estado y la revolución. Lenin dio un giro con sus Tesis de abril al darse cuenta que "el rasgo esencial de nuestra revolución" era "el doble poder" caracterizado por la existencia de dos gobiernos: el gobierno provisional y el Soviet de diputados obreros y soldados de Petrogrado. Esa dualidad era insostenible y alguno de los gobiernos debía imponerse sobre el otro (ver Dal Maso, 2018). Por su parte, Trotsky generalizó el doble poder como un elemento esencial de las revoluciones. Aunque hay intelectuales como Zavaleta Mercado que impugnan esta generalización, la problemática del doble poder fruto del surgimiento de instancias de auto organización supera las fronteras del marxismo. Pensadoras como Hannah Arendt bautizaron los soviets y consejos como el “tesoro perdido de las revoluciones” sosteniendo que “en todas las revoluciones dignas de ese nombre” han surgido órganos del tipo de “consejos” (Arendt, 412). Por su parte, Charles Tilly postuló la “división de la comunidad política” como rasgo general de toda revolución (ver Maiello, 2022).

En segundo lugar, Balsa oscurece los elementos “occidentales” de aquellos procesos en donde sí hubo revoluciones triunfantes, partiendo por Rusia. De hecho, la metáfora Occidente-Oriente utilizada por Trotsky y Lenin buscaba ilustrar que en los países centrales sería más difícil tomar el poder, pero más fácil mantenerlo en pos del tránsito al socialismo; mientras que en Rusia había sido más fácil tomar el poder, pero la lucha por el socialismo era sumamente lenta y tortuosa. Hoy suena obvio el axioma que en países centrales es difícil tomar el poder, pero durante los años inmediatamente siguientes al triunfo de la revolución bolchevique no era tan evidente. La metáfora contenía, de hecho, una veta polémica. Las corrientes “izquierdistas” eran sumamente populares en el movimiento comunista internacional (Gramsci mismo estuvo, de hecho, influenciado por estas ideas) y particularmente en Alemania. Dichas corrientes postulaban la inminencia de la revolución, la que podía ser desencadenada por una pequeña vanguardia. La acción parlamentaria, electoral e incluso sindical estaba caduca, por lo que todo acuerdo con la socialdemocracia, aunque fuese para actuar en común en la lucha de clases, equivalía a una traición. Uno de los argumentos que usaban a favor de este facilismo, era precisamente la mayor fortaleza y peso de la clase obrera en los países occidentales, lo que incluso permitía prescindir de la “centralización” de los partidos revolucionarios (asociada a la “disciplina” conservadora de la socialdemocracia).

Lenin protagonizó una dura polémica con estos sectores que catalogaba de “izquierdistas infantiles”. En contra de estas corrientes, postuló la obligatoriedad de “ligarse, de acercarse y, hasta cierto punto, si queréis, de fundirse” con las más amplias masas trabajadoras y también no proletarias. El objetivo era superar en influencia a las organizaciones conciliadoras –mencheviques, socialdemócratas y centristas–, para lo cual había que saber utilizar las distintas “formas del movimiento, legal e ilegal, pacífico y tormentoso, clandestino y abierto, de propaganda en los círculos y entre las masas” (Lenin, 1998, 34), lo que por cierto incluía la táctica electoral y parlamentaria como la propia historia del partido bolchevique mostraba. Por su parte, León Trotsky explicó muy bien cómo consignas “específicas, candentes y combativas” del tipo “‘¡Abajo los diez ministros capitalistas!’” dirigidas al gobierno provisional, permitieron que la clase trabajadora se convenciera por su propia experiencia de la justeza de la orientación bolchevique, rompiendo su confianza en los socialistas conciliadores (Trotsky, 2014, 157). Es decir, la preparación de la toma del poder se jugó en gran parte en el terreno político a través de una lucha abierta entre diversas alas del movimiento socialista, por una disputa palmo a palmo por la “opinión pública” de las distintas fracciones del proletariado, el ejército y el campesinado. No fue meramente una “guerra de movimiento” contra el zarismo y la burguesía. No por casualidad la táctica del “frente único”, pensada especialmente para los países europeos con el fin de conquistar la mayoría de la clase trabajadora para el programa comunista, se inspiró en la experiencia rusa. Tampoco es casualidad que Lenin le recriminara a los jóvenes partidos comunistas europeos el que no habían asimilado la rica y variada experiencia que permitió a los bolcheviques transformarse en el partido dirigente de la revolución superando a sus competidores.

En tercer lugar, el esquema de Balsa no es capaz de captar la dinámica “centro-periferia” de los ciclos revolucionarios. Tanto en el ciclo de entreguerras como en el ascenso de los años sesenta y setenta, las revoluciones en la periferia generaron una onda expansiva que se sintió fuerte en los países imperialistas. El triunfo de los bolcheviques fue un factor revolucionario y desestabilizador de las democracias capitalistas y sin este elemento es muy difícil entender el proceso revolucionario alemán. Lo mismo puede decirse de la intensa actividad revolucionaria del proletariado en la entreguerra en España, Francia, Inglaterra, China, entre otros. Por otra parte, durante los años sesenta la revolución cubana fue un claro factor de radicalización política e ideológica. Actuó no solo sobre el imaginario de la juventud, sino que incidió en la correlación de fuerzas en diversos países, incluido los países llamados centrales, sin nombrar los enormes efectos geopolíticos que desencadenó. Una ventaja de la teoría de la revolución permanente es que puede entenderse como una “gran estrategia” que busca aprovechar esa dinámica de “centro-periferia” en miras de la revolución a escala internacional, pensando las “trincheras” y los centros de gravedad de la revolución en la lucha por el socialismo (Albamonte y Maiello, 489).

Acumulación de fuerzas y el problema de la independencia respecto del Estado capitalista

Por ahora nos hemos concentrado solo en la faceta de la acumulación de fuerzas que favorece las rupturas revolucionarias. Hemos planteado que la acumulación de fuerza social y política de la clase trabajadora es un factor determinante en la correlación de fuerzas entre las clases. Gramsci fue uno de los marxistas que pensó este problema de manera amplia, incorporando distintos “momentos” en el análisis de situaciones, tanto en el plano económico, político y militar (Gramsci, 1980). Las rupturas revolucionarias que están en la base de la teoría de la revolución permanente, por tanto, forman parte esencial de las configuraciones occidentales y no constituyen una etapa superada por las mismas, como sostiene Javier Balsa.

De hecho, pareciera que este elemento, en vez de distinguir, más bien emparenta los procesos revolucionarios de los países centrales (como ilustramos en el caso alemán) y en los países de la periferia. Sin tener esto en cuenta es muy difícil entender la dinámica revolucionaria del Chile de los setenta y los procesos de radicalización obrera, juvenil y popular que atravesaron Latinoamérica. No es casual que la primera tarea de la dictadura de Pinochet fue reprimir y exterminar a la vanguardia setentista, pero también modificar de raíz la estructura social y política del país. Un ideólogo de la dictadura como José Piñera planteó claramente que las llamadas “modernizaciones” fueron medidas (contra) revolucionarias orientadas a desmantelar el llamado “Estado de compromiso”, el cual le otorgaba al proletariado y sus organizaciones un poder que, en el marco de la crisis estructural de esa configuración político social, ya no era sostenible para la burguesía y el imperialismo. La ofensiva neoliberal de los años ochenta y noventa que abarcó todo el mundo, tuvo su primer experimento en Chile, por lo que nunca se debe olvidar que esa nueva etapa surgió de una ruptura radical de la democracias capitalistas, una respuesta contrarrevolucionaria a la ruptura revolucionaria protagonizada por la clase trabajadora y los sectores subalternos.

Este enfoque de la acumulación de fuerzas a favor de las rupturas revolucionarias, aunque correcto, es unilateral. Debemos realizar dos objeciones muy importantes a lo que hemos desarrollado hasta ahora. En primer lugar, tiene razón Éric Hazan en La dinámica de la revuelta que no todas las revoluciones surgen en un contexto de “ebullición de ideas revolucionarias” o de una atmósfera de agitación política. A veces las revoluciones surgen por la cólera y el hambre, por el sentimiento de que la situación tal como está no puede durar más y por la defección de las fuerzas del orden (algo que Lenin supo captar y sintetizar magistralmente en su definición de situación revolucionaria). Recíprocamente, “a veces la ebullición política y la insurrección no van de la mano, a veces una situación que se presenta como prerrevolucionaria acaba desmoronándose y conduce al desánimo y la represión” (Hazan, 35) y da el ejemplo de la radicalización fabril en los setenta en Italia. De este modo, el esquema de “guerra de posiciones” entendida como el conjunto de “luchas de largo aliento con amplia acumulación de fuerzas, que implican un mayor peso de la lucha ideológica y por la hegemonía como dirección intelectual y moral sobre la base de una nueva relación de fuerzas, que tiene su continuidad en una movilización total que implica cierto desdibujamiento de la unicidad del momento insurreccional y su subsunción en una dinámica de guerra civil” (Dal Maso, 2024), de ningún modo puede erigirse como un modelo único para las configuraciones occidentales.

Pero la segunda objeción es bastante más dramática: la propia acumulación de fuerzas del proletariado funciona, a su vez, como freno de la revolución. Esta fue la constatación que dejó al descubierto la Primera Guerra Mundial y el rol de la socialdemocracia en el ciclo revolucionario de entreguerras. El ejemplo más claro fue la socialdemocracia alemana: pasó de ser el ejemplo a seguir de todos y todas los marxistas de Europa y Rusia, a transformarse en el aparato contrarrevolucionario que asesinó a Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht y ayudó a restablecer la gobernabilidad capitalista luego del quiebre revolucionario iniciado en 1918. Las organizaciones que el proletariado había construido a sangre, sudor y lágrimas se volvían contra este. Surgía una nueva problemática que el marxismo no había vivido antes y que no está presente en el “Prólogo” de Engels.

Tanto este como Karl Marx fueron sumamente optimistas del surgimiento de los partidos obreros. De hecho, veían ahí una superación del período de las “sectas socialistas”, que “solo están justificadas históricamente mientras la clase obrera aún no ha madurado para un movimiento histórico independiente” (Marx a Federico Bolte, 1871 en Marx, Engels, Lenin; 1976; 35), algo que ya estaba ocurriendo en Alemania. Ellos apostaban por la “organización real de la clase obrera con vistas a la lucha”. Batallaban contra el abstencionismo político de los anarquistas y defendían la “constitución del proletariado en partido político”. Aunque Marx y Engels llegaron a combatir el surgimiento de un “socialismo pequeño burgués” en el seno de la socialdemocracia que “a pesar de reconocer la exactitud de los conceptos fundamentales del socialismo moderno [...] se declara que su realización es solamente posible en un futuro lejano, prácticamente imprevisible” como plantea Engels en Contribución al problema de la vivienda; nunca llegaron a ver cómo estos partidos y organizacionesde la clase obrera se transformaban en uno de los principales obstáculos para el triunfo de la revolución.

La traición de la socialdemocracia internacional votando los créditos de guerra, el triunfo de la revolución bolchevique y el rol abiertamente contrarrevolucionario de la socialdemocracia alemana abrieron nuevos problemas teórico-políticos. Hay dos aspectos que me parece importante destacar al respecto.

En primer lugar, en un plano más teórico, surgieron nuevas dicotomías en el debate marxista: ruptura revolucionaria versus gradual acumulación de fuerzas; “factor subjetivo” y voluntad en la historia versus teleología determinista de la revolución como un proceso objetivo inevitable; tiempo “desigual y combinado” versus tiempo homogéneo y vacío del progreso ilimitado. El problema de la “traición” de la revolución y su “restauración” se puso al centro de la reflexión, primero frente a la socialdemocracia y luego frente al estalinismo que persiguió y asesinó a la camada que había protagonizado la Revolución rusa (y al igual que la socialdemocracia en Alemania, jugó un rol abiertamente contrarrevolucionario en la guerra civil española).

Resulta expresivo que tanto León Trotsky como Walter Benjamin, que no tenían una relación intelectual, concibieron la revolución como una interrupción del tiempo histórico y como salvaguarda ante la catástrofe. Trotsky abordó estos nuevos problemas teóricos desde aristas como la temporalidad revolucionaria –que tiene varios aspectos como la teoría del desarrollo desigual y combinado, la noción de “inversión de la causalidad” y el peso del factor subjetivo en los momentos de crisis y catástrofes, el estudio de los abruptos cambios de la conciencia de las masas en los períodos revolucionarios y la importancia que le daba a la filosofía dialéctica del “salto de cantidad en calidad”. Walter Benjamin, por otra parte, desarrolló su pesimismo frente a la idea de progreso propia de la socialdemocracia haciendo énfasis en la traición de los dirigentes socialistas y postulando la revolución como “freno de emergencia” y la interrupción del “continuum histórico”), ideas plasmadas en sus tesis Sobre el concepto de la historia. No pretendo acá desarrollar las divergencias y convergencias entre Trotsky y Benjamin, sino solo marcar el impacto teórico que tuvieron los nuevos hechos de la lucha de clases en Europa en el ambiente intelectual de la época.

En efecto, todos estos desarrollos enriquecieron enormemente la teoría revolucionaria y la filosofía política en general. El esquema de Balsa, al suprimir el momento de ruptura revolucionaria, deja en la total oscuridad todo este ámbito de reflexión teórica referente a los quiebres de la historia. Tan fecundo fue este nuevo terreno que un sector de la intelectualidad de izquierda se apropiará de estas preocupaciones teóricas y buscará separar dos niveles: el estudio de la sublevación, la revuelta, la insurrección o el momento de ruptura del orden versus la Historia y su aspecto procesual y estratégico. De hecho, esta operación es muy común en el abordaje filosófico de la revuelta.

En segundo lugar, quedó demostrado que la acumulación de fuerzas no garantiza la victoria y el tránsito hacia el socialismo. Existe una dialéctica contradictoria entre el fortalecimiento de la organización obrera y el fortalecimiento de burocracias y partidos que estrangulan la revolución. Uno de los méritos de Gramsci –compartido también por Trotsky– fue captar el proceso por el cual el Estado burgués busca reforzar su hegemonía a través de la cooptación e integración del movimiento de masas y sus organizaciones. El concepto de “Estado integral” debe entenderse en el marco de una “teoría del Estado burgués moderno en la época del imperialismo, caracterizada por la irrupción de masas a partir de la guerra y la Revolución rusa y el trastocamiento de las relaciones entre Estado y sociedad civil establecidas durante la etapa del capitalismo de libre competencia” (Dal Maso, 2018, 209). Uno de los principales fenómenos políticos de fines del siglo XIX y principios del XX fue la emergencia del proletariado como actor político. Los partidos obreros y los sindicatos de masas fueron la vía para que la clase obrera adquiriera ciudadanía política, y el Estado capitalista no se mantuvo pasivo frente a esta emergencia. La integración de la socialdemocracia como guardián del orden durante el período de entreguerras fue un primer episodio. En la posguerra se vivió un fenómeno similar con el pacto entre los partidos comunistas y la burguesía imperialista. Muchos de esos partidos se transformaron en grandes partidos de masas integrados a la democracia capitalista con peso de dirección en los sindicatos. Esto sucedió no solo en Francia o Italia, sino que también en Chile.

De esta forma, ya no resultaba posible pensar la acumulación de fuerzas tal como la había pensado Engels en el “Prólogo”. Tampoco bastaba con ubicarse como ala de izquierda o espíritu crítico dentro del aparato reformista, porque este ya se había integrado al Estado capitalista. Por este motivo todas aquellas estrategias que proponen una “vía reformista al socialismo” –como las que defiende Javier Balsa– han terminando en grandes fracasos: o son derrotadas a través de una ofensiva contrarrevolucionaria que encuentra a la clase trabajadora desarmada precisamente por sus direcciones reformistas y sus “vías democráticas”, o se constituyen como gobiernos de “pasivización” a través de una estatización y cooptación mayor de las organizaciones populares. Surge así un segundo tipo de acumulación de fuerzas: la construcción de partidos revolucionarios independientes a los grandes aparatos socialdemócratas y comunistas, que actúen como fracción revolucionaria dentro de las organizaciones sindicales y sociales, batallando porque el programa e ideas socialistas ganen influencia política de masas. Sin este tipo de acumulación de fuerzas, entonces resulta imposible evitar que las organizaciones del movimiento obrero y popular se vuelvan en contra de él. Gran parte de la reflexión de los primeros congresos de la Internacional Comunista se centra precisamente en este punto.

El quiebre que significó la Primera Guerra Mundial es expresivo del surgimiento del imperialismo como una nueva época del capitalismo. No es casual que la integración al Estado burgués de las organizaciones obreras reformistas fuese una herramienta fundamental para fortalecer “a la interna” a los Estados imperialistas en su disputa hegemónica y en la opresión contra los países dependientes. Como hemos insistido, el ver el surgimiento de la “época de la hegemonía” desde 1870 implica saltarse este pequeño detalle, insoslayable para entender la dinámica revolucionaria tanto en países imperialistas como dependientes y semicoloniales.

En conclusión, se podría decir que una de las nociones “elementales” de la teoría de la revolución permanente es que la ruptura revolucionaria del orden capitalista forma parte esencial de la modernidad y de la dinámica política de clases. Ya vimos que la distinción entre Oriente y Occidente hace referencia a formas de hegemonía burguesa que imponen determinadas formas de lucha, pero no suprimen en absoluto las posibilidades de ruptura revolucionaria del orden burgués. Desde la primera formulación de Karl Marx en la Circular de 1850, la idea de revolución permanente está íntimamente ligada a evitar que esos momentos de ruptura sean desviados, pasivizados y limitados de antemano para afianzar la dominación capitalista. De lo que se trata es de desarrollar el contenido plebeyo de las revoluciones, buscando que los explotados y oprimidos logren actuar como factor independiente y, desde ahí, hegemonizar al conjunto de los sectores subalternos. Esta “permanencia” busca que estos sectores no solo quiebren el orden burgués, sino que ofrezcan la perspectiva de un “nuevo orden”: la dominación política del proletariado en la lucha por el socialismo. Las experiencias revolucionarias del siglo XX muestran que los aparatos reformistas son los más interesados en evitar que esto suceda.

Acumulación de fuerzas y lucha ideológica

En síntesis, el acervo estratégico de la Tercera Internacional con Lenin y Trotsky a la cabeza de sus cuatro primeros congresos, golpea en diversos flancos: por “izquierda”, plantea que la acumulación de fuerzas sindical, social, cultural y electoral no asegura la victoria, puesto que el reformismo que se apoya en estas instituciones se transforma en una fuerza contrarrevolucionaria en los momentos inevitable ruptura revolucionaria; por “derecha” sostiene que tampoco son las “crisis catastróficas” y el empuje desde abajo las que aseguran la victoria (en debate tanto con las antiguas concepciones de Rosa Luxemburgo como de los nuevos “izquierdistas”), puesto que se requiere conquistar la mayoría de la clase trabajadora y dirigir al conjunto de las capas subalternas. La conclusión política es categórica: se necesitan partidos comunistas independientes que organicen férreamente a los sectores más avanzados de la clase trabajadora y conquistar influencia de masas. Para esto hay que “fundirse” con las más amplias masas trabajadoras, echando mano a diversas formas de lucha, incluyendo la táctica frente único. Es por esto que el problema de las “tareas preparatorias” de la revolución y una comprensión revolucionaria de la acumulación de fuerzas cobran enorme relevancia.

El trotskismo surge en buena medida al constatar que esta dialéctica contradictoria de la acumulación de fuerzas se dio también al interior de los partidos comunistas y el Estado soviético: las conquistas de la clase trabajadora se volvían en su contra bajo la dirección de la burocracia estalinista. De esta forma, las ampliaciones “trotskistas” de la teoría de la revolución permanente pueden entenderse como una generalización del acervo teórico y estratégico de los cuatro primeros congreso de la Internacional Comunista y su aplicación en contextos revolucionarios en donde ya no solo la socialdemocracia sino también el estalinismo funciona como obstáculo para el despliegue de la energía revolucionaria.

En contraste, hay una cierta interpretación escolar sobre el trotskismo que realiza una serie de desplazamientos: la revolución permanente se transforma en “ofensiva permanente”; el Programa de Transición se transforma en una guía para desengañar a las masas a través de la agitación de demandas imposibles, y el problema de la lucha política a los reformistas surge porque las direcciones traidoras son el único bloqueo de una dinámica revolucionaria siempre dispuesta a estallar. Rolando Astarita es el principal exponente de esta interpretación formal del pensamiento de Trotsky y gran parte de las críticas de Javier Balsa están inspiradas en esta escuela de pensamiento. Matías Maiello en su libro De la movilización a la revolución (2022) ha zanjado este malentendido, por lo cual no profundizaré en dicha polémica.

Sí me quiero hacer cargo de una problemática planteada por Balsa que me parece sugerente y muy relevante: el rol de la lucha ideológica en las tareas preparatorias. Aunque afirmaciones del tipo “en Gramsci, en contraste con Trotsky, el trabajo ideológico de masas es insoslayable” (Balsa) y que en Trotsky hay ”desvalorización de la lucha ideológica” no tienen fundamento en su práctica revolucionaria y su elaboración marxista. Trotsky escribió sobre psicoanálisis; desarrolló una interesante crítica a Nietzsche; nos dejó Literatura y revolución; en El nuevo curso o La revolución traicionada desarrolló crítica cultural y lucha ideológica ante los problemas de la transición al socialismo; debatió con los filósofos pragmáticos norteamericanos sobre socialismo; incentivó la organización de intelectuales y artistas en la revista Clave o en el “Manifiesto por un arte independiente”, entre otras preocupaciones.

Pero sí es cierto que existen interpretaciones “luchistas” del pensamiento estratégico de Trotsky del tipo: la intervención en la lucha de clases es suficiente para acercar a las masas a las ideas revolucionaria. Y también existen interpretaciones “fatalistas” del tipo: basta con contar con una acumulación de cuadros suficiente y un programa “correcto” para aprovechar las situaciones revolucionarias, ya que los cambios abruptos en la consciencia de las masas en los contextos de crisis revolucionaria las empujarán a confluir con las y los marxistas.

Estas posiciones entienden mal el problema de la consciencia en los momentos de ruptura revolucionaria. Los giros en la consciencia de las masas no tienen una estructura mesiánica o mítica. Los momentos de interrupción del orden no nos dan acceso a un ámbito “verdadero” de la vida y de la conciencia de clase cuyos guardianes serían los grupos revolucionarios. No hubo una confluencia mesiánica entre Lenin y el pueblo ruso. La rica experiencia del bolchevismo defendida por Lenin en La enfermedad infantil del “izquierdismo” en el comunismo, no se reduce a una acumulación de cuadros, sino a una intensa relación entre el partido bolchevique, la vanguardia obrera y las masas. La “ínfima minoría” que representaban los bolcheviques fue capaz de agrupar a 46.000 afiliados al partido en 1907 mientras que en 1910 se redujo a 10.000 afiliados para llegar a la revolución de febrero de 1917 con cerca de 20.000 (antes de crecer vertiginosamente hasta los 240.000 ese año) [2]. Se trataba de un partido pequeño en relación al país (aunque en el San Petersburgo de 1917 vivían alrededor de 2.500.000 habitantes) y en comparación con la socialdemocracia alemana, pero claramente los bolcheviques tenían influencia sobre una franja de masas no menor. No por casualidad Trotsky planteaba que la revolución de febrero la habían protagonizado los “obreros educados por Lenin”, dando cuenta de la importancia de la acumulación política e ideológica previa a la revolución.

Coincido, por tanto, que la lucha ideológica es parte insustituible de las tareas preparatorias, pero me parece que hay que precisar mejor cuál es su significado. Creo que las elaboraciones de Gramsci sobre la intelectualidad permiten establecer una comprensión más concreta. Para Gramsci los partidos son los elaboradores de la nueva intelectualidad integral. La “autoconsciencia” no flota en el aire sino que se traduce en vanguardias, partidos, intelectuales y fuerza material. Es decir, los partidos pueden considerarse como los intelectuales colectivos de una clase. Y la relación entre las clases y la intelectualidad expresa en gran parte una objetivación del grado de conciencia. Esta problemática teórica aplica no solo para la construcción de partidos y una intelectualidad orgánica y militante, sino también para pensar cómo los partidos marxistas se ubican frente a la intelectualidad como un sector específico de la sociedad. Vale la pena citar el pasaje sobre “Unidad de la teoría y de la práctica” (Gramsci, 1984, Cuaderno 8, parágrafo 169):

La autoconciencia significa históricamente creación de una vanguardia de intelectuales: "una masa" no se "distingue" y no se hace "independiente" sin organizarse y no hay organización sin intelectuales, o sea sin organizadores y dirigentes. Pero este proceso de creación de los intelectuales es largo y difícil, como se ha visto en otras partes. Y durante mucho tiempo, o sea hasta que la "masa" de los intelectuales no alcance una cierta amplitud, esto es, hasta que las más grandes masas no alcancen un cierto nivel de cultura, aparece siempre como una separación entre los intelectuales (o algunos de ellos, o un grupo de ellos) y las grandes masas.

Me parece que esta reflexión sobre la relación entre vanguardia y clase –o más en general, entre intelectualidad y pueblo– sirve no solo para pensar la construcción de una hegemonía luego de la toma del poder, sino también para pensar cómo la acumulación de fuerzas sociales, sindicales y culturales permiten, a su vez, una acumulación política ligada a la construcción de partido revolucionario y no el bloqueo de este por los aparatos reformistas. A su vez, permite pensar la dicotomía “cultura” –entendida como prácticas cotidianas con gran peso en los momentos “no revolucionarios”– versus cambios abruptos en las formas de pensar propios de las rupturas revolucionarias. Pareciera que estos giros en la conciencia no podrán engendrar partidos que lideren el movimiento revolucionario en un sentido socialista sin contar con una base previa de acumulación de fuerzas social y política, en donde la “lucha ideológica” y la pelea por ciertas prácticas político-culturales tengan un peso importante. Las interpretaciones luchistas de Trotsky surgen al hipostasiar la teoría de las rupturas revolucionarias, aislándola de toda la problematización sobre la acumulación de fuerzas que en el pensamiento estratégico de León Trotsky se presenta bajo la relación entre lucha defensiva y ofensiva. Creo que el problema de cómo acumular fuerzas previamente a la revolución, la pelea por “sembrar ideas” y cómo estas deben objetivarse en instituciones, vanguardia, intelectuales, partidos, adquiere una nueva luz desde Gramsci.

Para esto es una condición sine qua non entender la “batalla cultural” como una pelea política, como parte de la lucha de clases concreta que debe incidir en la correlación de fuerzas. Comparto con Juan Dal Maso que “la cultura no es la forma de insinuar un cambio político por una vía alternativa a la de la revolución, sino una codificación en distintos lenguajes de un conjunto de relaciones de fuerzas establecidas históricamente [...] la cultura en Gramsci significa una cristalización de ciertas relaciones de fuerzas (Dal Maso, 2018, 219). Acá es donde entra la dialéctica entre prácticas cotidianas y lucha: como analizamos más arriba, si una práctica cultural “socialista” no está puesta en función y no está preparada para ser aplicada de manera revolucionaria en los momentos de ruptura revolucionaria, entonces se vuelve un peso muerto o un salvavidas de plomo.

Es por esto que quienes defienden una lucha ideológica separada de la lucha política, de programa, de partidos y, también, de la lucha “física”; terminan recayendo en la pura “propaganda” que dicen combatir, perpetuando la separación entre intelectuales y clase, mientras que el marxismo, según Gramsci, busca “combinar la cultura de masas y la alta cultura” (Dal Maso, 20218, 216). Por otra parte, la lucha por la hegemonía supone autonomía (la “masa” no se distingue si no se hace “independiente”), por lo que concebir la acumulación de fuerzas y la batalla ideológica cultural al alero del Estado capitalista es un absurdo conceptual y una bancarrota política. Javier Balsa concibe el Estado como una herramienta que puede “democratizar las instituciones de la ‘sociedad civil’”, ¿pero cómo el Estado moderno, que se basa en la integración, cooptación y neutralización de las organizaciones de la “sociedad civil”, será la herramienta para asegurar la autonomía de las mismas?

Revolución en tiempos de crisis de la hegemonía neoliberal

Como hemos visto, la lucha ideológica es parte esencial de las tareas preparatorias, puesto que no basta con la acumulación de cuadros y un programa correcto para aprovechar las situaciones revolucionarias. Sostuvimos también que debe existir una relación entre la acumulación de fuerzas previas a la revolución, expresada en prácticas “culturales” o comprensiones de mundo que hacen a ciertas prácticas cotidianas objetivadas en instituciones, y la pelea por la consciencia en aquellos momentos de cambios abruptos propio de las rupturas revolucionarias. El estudio de la relación entre el registro histórico y el registro “excepcional” de las revoluciones me parece fértil teóricamente, aunque el planteamiento todavía se mueve en un nivel abstracto. La formulación de la revolución permanente realizada por Trotsky va mucho más allá, pues establece una relación precisa entre la revolución en países atrasados y la revolución socialista mundial; entre las “tareas” o “motores” de la revolución y su realización íntegra y efectiva (dictadura del proletariado); busca precisar la “dinámica interna” de clases determinadas como el proletariado y el campesinado, respondiendo a un debate concreto que se daba en el seno del movimiento comunista internacional. La revolución permanente, aunque es una teoría general de la revolución socialista, es sumamente concreta, puesto que dibuja una compleja relación de determinaciones. Desde este punto de vista, implica una profundización y actualización de la noción de “revolución permanente” esbozada por Marx, puesto que esta es aún elemental y previa al surgimiento del imperialismo.

Como decíamos al principio, la ausencia de revoluciones hace más difícil la tarea de determinar concretamente la dinámica de la revolución en la actualidad, pero esta dificultad “vale también para la ‘forma actual’ de la hegemonía. (Dal Maso, 2024). De hecho, me parece que este es uno de los principales puntos débiles del artículo de Javier Balsa: no repara que todo lo dicho respecto de la validez de la revolución permanente vale también para el modelo que él propone. Esto se debe a que la forma de las democracias y los Estados “integrales” en Occidente sufrió importantes cambios tras la ofensiva neoliberal. La articulación hegemónica durante los años dorados del neoliberalismo se basaba mucho más en la promesa del consumo a costa de atacar las conquistas de la clase trabajadora y debilitar a sus organizaciones; que en los pactos de gobernabilidad entre partidos reformistas y organizaciones sindicales de masas. Esto no significa que la estatización de los sindicatos haya perdido relevancia, pero está mucho más orientada a perpetuar la división entre los sectores más estables del movimiento obrero (trabajadores “nativos” de las grandes empresas) y una enorme masa fragmentaria de trabajadores precarios, muchos de ellos inmigrantes o de sectores oprimidos. Existe, a su vez, una mayor separación entre los “movimientos sociales” y los grandes sindicatos, pero en ambos sectores se desarrollan burocracias particulares que defienden intereses “identitarios” o corporativos. Por lo mismo, sostener un esquema de “acumulación de fuerzas” orientado a reconstruir el viejo tejido social y político de la socialdemocracia y, luego, del estalinismo, representa en muchos sentidos una utopía reaccionaria, o un gesto muy similar a la “vuelta atrás” de los socialistas utópicos.

Creo que los cambios de la configuración hegemónica de las últimas décadas cuestionan de tres maneras el esquema de Balsa. En primer lugar, este esgrime como argumento para dar por superada la teoría de la revolución permanente el hecho de que las “tareas democráticas” ya fueron resueltas en la mayoría de los países. En el contexto actual marcado por reversiones democráticas, aumento del autoritarismo y de guerras imperialistas, resulta un tanto excéntrica esa afirmación. ¿O alguien podrá negar que hay pueblos enteros privados de su derecho democrático a la autodeterminación? El genocidio contra el pueblo palestino es un recordatorio del carácter de la época imperialista. Pero para ser justos, es cierto que el problema de las demandas democráticas no puede formularse de la misma manera que hace un siglo. Las revoluciones y contrarrevoluciones del siglo XX dejaron su huella. Un ejemplo: en Chile la llamada “modernización” del campo (es decir, la imposición de formas capitalistas de producción en el campo, el crecimiento del proletariado agrícola sobre el campesinado), fue impuesta por un gobierno dictatorial con métodos contrarrevolucionarios. Desde ese punto de vista la teoría de la revolución permanente se mostró acertada: un problema tan estructural (aunque democrático) que hace a la dominación capitalista solo puede ser resuelto por la dictadura revolucionaria o por la dictadura contrarrevolucionaria. Pero aún así, nadie podría decir que la dependencia frente a las multinacionales y potencias imperialistas está resuelto en Latinoamérica. Por el contrario, esas “modernizaciones” capitalistas generalmente profundizaron la dependencia frente a los capitales imperialistas y no al revés. Por otra parte, los procesos de lucha de clase más profundos y violentos que hemos visto en la actualidad, como la primavera árabe o la resistencia palestina, han sentido en carne propia la gravitancia que mantiene el imperialismo. La intervención política y militar de las grandes potencias ha sido un factor de primer orden en su desarrollo y lo será también en Latinoamérica a medida que se profundice la lucha de clases.

Todos estos elementos hay que estudiarlos con detalle y exactitud en cada país. Sin embargo, la pregunta crucial de la revolución permanente –que hace a sus formas elementales– sigue estando ahí: ¿cómo resolver íntegramente las demandas democráticas de las masas? Comparto con Dal Maso que “la incapacidad del capitalismo de resolver de manera íntegra y efectiva un sinnúmero de demandas sociales, económicas, culturales y políticas de amplias franjas populares que ven degradarse cada vez más sus condiciones de vida, a las que ofrece guerras, democracias vaciadas (en el mejor de los casos) y restricción de derechos en todos los órdenes, plantea que la lucha por articular esas demandas en una dinámica que vaya más allá del capitalismo sigue siendo posible y necesaria” (Dal Maso, 2024). La oposición fundamental de la modernidad entre capital y trabajo significa que hay demandas populares imposibles de satisfacer sin atentar gravemente contra pilares fundamentales de la dominación burguesa. Sin métodos jacobinos es imposible resolver esta disyuntiva a favor del trabajo; sin métodos contrarrevolucionarios (o de contrarrevolución democrática o revoluciones pasivas) es imposible resolverlos a favor del capital. Desde este punto de vista abstracto, la problemática de la revolución permanente es consustancial a la modernidad capitalista.

En segundo lugar, es preciso pensar la forma actual de la lucha ideológica. Hoy vemos una fuerte “privatización” de los mecanismos culturales en manos de grandes empresas tecnológicas que fortalecen la ideología del libre mercado, lo que abre nuevos desafíos para plantear la acumulación de fuerzas. Este elemento, lejos de configurar un tecno feudalismo, en realidad expresan una tendencia propiamente capitalista de la “dominación impersonal” o “dominación abstracta” del capital, que para Marx siempre estuvo combinada con la concentración del capital. El rol del Estado en la formación de la cultura varía históricamente. De hecho, la cultura proletaria surgió primero de manera relativamente autónoma del Estado. Como vimos, la socialdemocracia jugó un papel clave a la hora de subordinarla al Estado capitalista. La “cultura comunista” durante la posguerra, aunque tenía como base la existencia de un Estado obrero deformado como era la URSS, en los países occidentales también estuvo muy integrada a la democracia capitalista. De todas formas, estas prácticas culturales tenían “poder de fuego” propio, anclado en grandes partidos y sindicatos de masas, con sus periódicos, imprentas y otras herramientas político culturales. Hoy la socialización cultural de millones de proletarios está menos anclada en las organizaciones de la “sociedad civil” o en el consenso promovido desde el Estado, y cada vez más se sustenta en herramientas tecnológicas controladas por un puñado de magnates que dominan la información de acuerdo a los patrones culturales que sean convenientes a la valorización capitalista.

Esta falta de “autonomía” constituye un gran problema político para pensar la acumulación de fuerzas del proletariado que desarrollamos más arriba. Este solo debate requeriría un artículo aparte, pero dejo anotados algunos ejes para el debate. ¿Cómo hacer que la participación en las redes ayude a la acumulación de fuerzas para un proyecto socialista y no ayude, por el contrario, a los intereses de los capitalistas que controlan las empresas tecnológicas? ¿Qué significaría actuar como “fracción revolucionaria” dentro de este terreno? ¿Hay que huir o disputar las redes? Sea como sea, un programa que busque la socialización de las empresas tecnológicas y su control democrático no podrá realizarse dentro del Estado capitalista como una medida “democratizadora”. De hecho, cada día aumenta la imbricación con las empresas tecnológicas con los Estados imperialistas.

En tercer lugar, hay que notar que actual período de crisis de la hegemonía neoliberal plantea aún más problemas para el modelo de “lucha hegemónica” propuesto por Balsa. Actualmente no vemos que la tendencia sea el fortalecimiento de movimientos nacionales y populares que aprovechen la relación entre el Estado y la “sociedad civil” para fortalecer nuevas hegemonías, en los cuales los sectores de “izquierda” puedan actuar como una tendencia. Por el contrario, vemos un fortalecimiento del bonapartismo estatal. Hoy lo que priman no son proyectos de transformación reformista con amplio apoyo social, que es el modelo que parece añorar Javier Balsa. Ese tipo de progresismos ya no va más, y lo que hay son gobiernos muy débiles hegemónicamente, en el marco de una polarización social y política mayor.

Es interesante notar que las respuestas a la crisis de los últimos años han sido más violentas. Para decirlo rápido y mal: hoy hay más rupturas y menos hegemonía. Por eso la oposición entre “lucha hegemónica” y “revolución permanente” no solo es incorrecta, sino que anacrónica. No es casualidad que el problema de la revuelta violenta y de los alzamientos violentos generalizados vuelva a la discusión teórica. El modelo de Estado ampliado dirigido por gobiernos “nacionales y populares” entró en una crisis profunda, como así también los gobiernos neoliberales de “centro” que organizaban el consenso apoyándose en el consumo y el crecimiento económico. Así, hemos visto muchos más elementos insurreccionales y sus desvíos no han dado pie a nuevos movimientos históricos. Chile es un claro ejemplo de ello, en donde el desvío de la revuelta devino en una Constitución Constitucional fracasada que quedó rápidamente suspendida en el aire. El gobierno de Boric ha causado gran decepción y su base se mantiene atada no por una adhesión fuerte al programa sostenida en la organización sindical y los movimientos sociales, sino que un poco (muy poco) de prebendas a la clase media progresista y sobre todo mucho malmenorismo.

De esta forma, creo que el estudio teórico de las revueltas y su cruce con los tópicos “elementales” de la teoría de la revolución permanente requiere de una máxima atención para pensar la forma actual de la revolución. En un siguiente artículo abordaremos la relación entre revuelta y revolución permanente, en debate con las corrientes filosóficas que defienden la revuelta contra la revolución. El objetivo será sostener que uno de los tópicos claves de la “forma actual” de la teoría de la revolución permanente, es la problemática de la “transformación” de la revuelta en revolución. De esta forma, aunque no vivimos aún revoluciones clásicas, los últimos procesos de revuelta tienen mucho que decirnos a la hora de actualizar la teoría de la revolución en general, y la revolución permanente en particular.

Bibliografía

Albamonte, Emilio y Maiello, Matías. 2016. Estrategia socialista y arte militar. Buenos Aires: IPS Ediciones.

Balsa, Javier. 2024. “Debates sobre la estrategia en contextos de lucha hegemónica”, en Revista Jacobin:

Dal Maso, Juan. 2018. Hegemonía y lucha de clases. Buenos Aires: IPS Ediciones.

Dal Maso, Juan. 2024. “Revolución permanente: forma actual, formas elementales y formulación ampliada” en Ideas de Izquierda.

Gramsci, Antonio. 1980. “Análisis de las situaciones. Relaciones de fuerza”, en Nueva Antropología, Año IV, No. 16, 7-18. Consultado en Febrero 28, 2024 en: https://www.redalyc.org/pdf/159/15901602.pdf.

Hazan, Éric. 2019. La dinámica de la revuelta. Barcelona: Virus.

Lenin, V.I. 1998. La enfermedad infantil del “izquierdismo” en el comunismo. Madrid: Fundación Federico Engels.

Maiello, Matías. 2022. De la movilización a la revolución. Buenos Aires: IPS Ediciones.

Marx, Karl; Engels, Friedrich y Lenin, V.I. 1976. Sobre el anarquismo y anarco sindicalismo. Moscú: Progreso.

Marx, Karl y Engels, Friedeich. 2018. Revolución (compilación). Buenos Aires: Ediciones IPS.

Trotsky, León. 2014. “Por la ruptura de la coalición con la burguesía”, en Escritos sobre la revolución española (1930-1940), Buenos Aires: CEIP León Trotsky.


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NOTAS AL PIE

[1Sobre la interpretación de la “guerra de posiciones” versus “guerra de movimiento” en relación a la teoría de la revolución permanente, ver el exhaustivo estudio de Juan Dal Maso en Hegemonía y lucha de clases. Tres ensayos sobre Trotsky, Gramsci y el marxismo (2018. Buenos Aires: Ediciones IPS), así como también en Estrategia socialista y arte militar de Emilio Albamonte y Matías Maiello (2017. Buenos Aires: Ediciones IPS).

[2Datos extraídos de Marcel Liebman, Leninism under Lenin y Tony Cliff, Building the Party. Los datos de afiliación no permiten dar cuenta de la “militancia estricta”, pero sí del “partido amplio”.
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Fabián Puelma

@fabianpuelma
Abogado. Director de La Izquierda Diario Chile. Dirigente del Partido de Trabajadores Revolucionarios.