Es difícil exagerar la importancia de la guerra de Malvinas en el devenir de la historia argentina –y no solo argentina– de las últimas cuatro décadas. También la huella que dejó en la conciencia de varias generaciones, en la política, en la economía, en la cultura. La derrota en manos del imperialismo británico cruzada por el carácter aventurero de una junta militar en crisis, la acción genocida de la dictadura y las amalgamas con la causa justa de Malvinas son parte de los elementos que hacen a la complejidad del conflicto. Sin embargo, en los discursos oficiales –e incluso en muchos pretendidamente críticos– la reflexión sobre estos y otros aspectos, y en general sobre la guerra y sus consecuencias ha sido sistemáticamente simplificada, escamoteada, obturada.
La transición pactada de 1983 entre los militares y la “multipartidaria” –con la UCR y el PJ a la cabeza– buscó cubrirse bajo la forma de discontinuidad absoluta entre la democracia burguesa emergente y la dictadura genocida, entre el nuevo “consenso” y la violencia fundante del neoliberalismo que nos llega hasta hoy. En este marco, la cuestión de Malvinas sería relegada a un prudente silencio, respecto a la guerra en sí y a sus efectos más permanentes. Los soldados/colimbas que habían combatido, los que habían muerto, los que habían sido torturados por los milicos en las islas, no tenían lugar en el relato. Eran los inicios de la llamada “desmalvinización”.
Malvinas vuelve al discurso oficial en abril de 1987 luego del levantamiento carapintada. A quienes exigían impunidad por los crímenes durante la dictadura, Alfonsín los llamó cínicamente “héroes de Malvinas”. Efectiviza la ley de Punto Final promulgada meses antes y al año siguiente se dicta la Ley de Obediencia Debida. Con Menem llegaron las “relaciones carnales” con el imperialismo, la “normalización” de las relaciones con Gran Bretaña y la política de “seducción” a los kelpers. Para 1990, el gobierno peronista formará parte, como “aliado extra-OTAN”, de la coalición que invade Irak. A menos de una década de Malvinas, barcos argentinos apoyaban a la flota inglesa que había hundido al Crucero General Belgrano fuera de la zona de conflicto, en un crimen de guerra.
Las jornadas de diciembre de 2001, con la caída de De la Rúa producto de la movilización popular, marcaron un nuevo contexto de la relación de fuerzas. Kirchner, pese a haber sido parte del PJ durante todo el período menemista, realiza un giro en el discurso gubernamental en torno a Malvinas. Se vuelve a jugar con la idea de “causa nacional”, pero las consecuencias de la guerra en cuanto a subordinación al imperialismo –legada por la dictadura y desplegada con el menemismo– quedan prudentemente fuera de foco. De hecho, las FF. AA. participan por más de una década de la intervención militar en Haití –llamada eufemísticamente “misión de paz”– bajo la égida de los imperialismos norteamericano y francés. Luego Macri expresará un intento de volver a la vieja política menemista en un contexto ya muy diferente y sellará el nuevo pacto colonial con el FMI que el gobierno del Frente de Todos acaba de renovar y legitimar.
Como trasfondo de estos diversos relatos hay un nudo histórico que aparece como necesariamente ausente. Un nudo que compromete el metarrelato hegemónico de los orígenes de la democracia burguesa actual y que atraviesa de una forma u otra a buena parte del espectro político e intelectual argentino. Una de las figuras que más desembozadamente lo ha expresado durante los últimos 40 años es Beatriz Sarlo. El problema planteado por la guerra de Malvinas se limitaría a la aventura de los milicos genocidas, a la unidad nacional ensayada por la dictadura en un primer momento y a los aplausos a Galtieri en Plaza de Mayo. En el relato de Sarlo, la “identidad nacional” –ni hablar del antiimperialismo– se reduce a aquella foto. La derrota en la guerra, al horadarla, produce un efecto positivo, fundante de la democracia posterior [1]. De allí solo resta un paso hacia sus declaraciones más estridentes sobre que “las islas Malvinas son territorio británico”, buscando clausurar la cuestión.
Sarlo tiene la virtud de expresar crudamente una visión de la guerra de Malvinas que la excede a ella y al espacio político-ideológico que representa. El razonamiento sería más o menos el siguiente: la derrota de Argentina en la guerra de Malvinas fue clave para la caída de la dictadura y el advenimiento de la democracia, por ende, si valoramos la democracia debemos valorar el derrotismo en la guerra de Malvinas. Ahora bien, este razonamiento simple deja sin responder preguntas fundamentales: ¿Cuál era el contenido político-social de la guerra? ¿Qué otros efectos perdurables tuvo aquella derrota? ¿Era inevitable? ¿Qué tipo de caída de la dictadura provocó? ¿Cómo afectó todo esto al tipo de democracia (burguesa) que surgió en 1983?
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El contenido político-social de la guerra
Para responder la pregunta por el contenido político-social de la guerra lo primero es deshacer la amalgama que pretendió establecer la dictadura entre la causa de Malvinas y la aventurera y desastrosa dirección de la junta militar. Sobre lo primero: la ocupación británica de las islas no solo es catalogada como “situación colonial” por la propia ONU, sino que es un enclave de relevancia de cara a todo el Cono Sur y para el control de la Antártida, reforzado luego de la guerra con la base militar de Mount Pleasant. Si nos preguntamos –y deberíamos hacerlo– sobre cuál fue la política que se continuó en la guerra “por otro medios” es claro que cuando Margaret Thatcher envió a la Royal Navy a Malvinas en 1982 estaba continuando con una política imperialista de largo aliento. Pero del otro lado, ¿cuál era la política que continuaban Galtieri y los militares al desembarcar en las islas?
En este punto nos puede ser útil aquella noción de Carl von Clausewitz, retomada luego por Lenin, que denominaba “falsa dirección” de la guerra. Al respecto decía: “si, siguiendo una falsa dirección, [la guerra] sirve preferentemente a las ambiciones, los intereses y la vanidad de los gobernantes, [...] en ningún caso, el arte […] militar puede darle lecciones” [2]. De esta forma refería al hiato que se produce en determinadas guerras entre los objetivos políticos y los intereses particulares de determinada camarilla gobernante. Un claro caso de este tipo vimos en Malvinas. Ya a partir de 1980, la crisis económica golpeaba a clase media y el movimiento obrero protagonizaba diversos conflictos; para 1981 comenzarán las Marchas de la Resistencia –encabezadas por las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo–. El punto más alto de este proceso será la huelga general con movilizaciones contra la dictadura del 30 de marzo de 1982, con enfrentamientos durante varias horas. En este contexto, el desembarco en las Malvinas se decidió desde la propia asunción de Galtieri en diciembre de 1981. Pensado para la segunda mitad de 1982, se fue adelantando hasta que, finalmente, la “operación Rosario” se ordena el 26 de marzo y se concreta apresuradamente solo unos días después. El 2 de abril se produce el desembarco, a pocos días de aquella huelga general que había sido la acción más importante desde el golpe de 1976.
Es con esta crisis por detrás que un régimen profundamente proimperialista esgrimió una causa justa como Malvinas para autopreservarse. El plan de los militares se reducía a “ocupar para negociar”. Como sintetizan Pablo Bonavena y Flabián Nievas, “la guerra de las Malvinas, aunque provocada, no fue buscada y por ello no fue prevista”. La “previsión” se limitaba a crear mediante una maniobra militar una situación favorable para una negociación diplomática. Sus fundamentos: la gran distancia que debía sortear una expedición militar británica, los problemas logísticos que esto traía aparejados, el clima, la crisis económica en Gran Bretaña y las políticas de ajuste de Thatcher, pero sobre todo la presunción de que EE. UU. recompensaría la fidelidad de la junta militar –y su apoyo en la represión en Centroamérica– e intercedería a favor de Argentina para evitar una acción militar británica [3]. Nada de esto sucedió, lo que ratifica el contenido antiimperialista del reclamo por Malvinas. Paradójicamente, los militares terminaron teniendo que reivindicar el apoyo de Cuba al reclamo argentino y pidiendo ayuda militar a la URSS.
Una vez iniciada la guerra en esta forma aventurera y con los métodos decadentes propios de una dictadura que lo único que sabía planificar era el saqueo del país y el terror interno, la cuestión más ríspida es cómo posicionarse frente al conflicto (uso tiempo presente porque lo sigue siendo). Desde este punto de vista, el criterio de quién atacó primero no puede ser lo determinante, tampoco las “intenciones” de los Estados Mayores -menos aún en este caso-, ni el carácter de los regímenes políticos –la “democracia” de Thatcher vs. la dictadura genocida argentina–. Se trata antes que nada de definir el lugar en el sistema internacional de Estados –opresores y oprimidos– de cada uno de los beligerantes. Desde allí, el carácter político-social de la guerra de Malvinas está determinado en primer término por el status semicolonial de Argentina y el imperialista de Gran Bretaña. Se puede señalar que es una aventura irresponsable y conformarse con eso, pero esto no evita el carácter ineludible de la guerra y de sus consecuencias. A diferencia de este tipo de aproximaciones que evaden la cuestión, el derrotismo del tipo sarleano tiene la virtud, al haberse impuesto, de que se lo puede medir por sus resultados.
Malvinas según sus efectos
En el caso de una guerra como Malvinas, que pasó ya hace 40 años, tenemos una perspectiva amplia para contrastar su contenido político-social a través de las propias consecuencias que produjo el triunfo británico. Para ello me interesa detenerme en una conocida reflexión de Trotsky, parte de un diálogo con el dirigente argentino Mateo Fossa, donde imaginaba una hipotética guerra entre Brasil y Gran Bretaña. El interés no es solo porque echa luz sobre varios aspectos que sirven para pensar el derrotero posterior a Malvinas sino porque refiere a un determinado tipo de abordaje más general –inverso al sarleano, digamos– sobre este tipo de guerras.
En Brasil –decía Trotsky– reina actualmente [1938] un régimen semifascista al que cualquier revolucionario solo puede considerar con odio. Supongamos, empero, que el día de mañana Inglaterra entra en un conflicto militar con Brasil. ¿De qué lado se ubicará la clase obrera en este conflicto? En este caso, yo personalmente estaría junto al Brasil “fascista” contra la “democrática” Gran Bretaña. ¿Por qué? Porque no se trataría de un conflicto entre la democracia y el fascismo. Si Inglaterra ganara, pondría a otro fascista en Río de Janeiro y ataría al Brasil con dobles cadenas. Si por el contrario saliera triunfante Brasil, la conciencia nacional y democrática de este país cobraría un poderoso impulso que llevaría al derrocamiento de la dictadura de Vargas. Al mismo tiempo, la derrota de Inglaterra asestaría un buen golpe al imperialismo británico y daría un impulso al movimiento revolucionario del proletariado inglés [4].
Las similitudes entre este hipotético ejemplo y Malvinas son claras, así como lo es que en Argentina no sucedió aquello de “cambiar un fascista por otro” tras la victoria británica. Esta diferencia es importante resaltarla porque desde aquel entonces el imperialismo sofisticó su política. Más exactamente, el imperialismo norteamericano impulsó, a partir de la Revolución Portuguesa (1974), “transiciones a la democracia” para desviar y derrotar los ascensos de masas contra regímenes dictatoriales. Desde principios de los años ‘80 extendió esta política a América Latina, donde previamente había promovido todo tipo de dictaduras. Estos nuevos regímenes democrático-burgueses estarían moldeados de forma tal de garantizar los intereses imperialistas profundizando las cadenas de la opresión nacional [5]. En el caso argentino, esta profundización de las cadenas imperialistas tuvo como bisagra la transición pactada entre los militares y la “Multipartidaria” (PJ, UCR, MID, PDC y PI). Luego de la rendición en Malvinas el 14 de junio y las subsiguientes protestas contra el gobierno en Plaza de Mayo al grito de “los pibes murieron, los jefes los vendieron”, el 17 de junio cae Galtieri. El régimen estaba herido de muerte, pero la multipartidaria se reúne en el Congreso para apoyar su continuidad a través de la asunción del general Bignone, convirtiéndose en su principal sostén por más de un año –hasta las elecciones de octubre de 1983–, evitando así una caída abrupta de la dictadura.
De esta forma, más sofisticada que las que existían en la época de Trotsky, Argentina pasa a ser un ejemplo, hasta el día de hoy, del tipo de afianzamiento de aquellas cadenas imperialistas del que hablábamos. La intervención casi permanente del FMI y el estigma de la deuda es uno de sus aspectos, desde la nacionalización de las deudas privadas de los Techint, Pérez Companc, los Macri, etc. realizada por Cavallo al final de la dictadura, pasando por “renegociaciones” de Alfonsín donde los propios acreedores definían cuanto se les adeudaba, o el Plan Brady durante el gobierno de Menem, o los 223.000 millones de dólares pagados durante los gobiernos de Cristina Fernández, hasta llegar al reciente negociado con el FMI realizado por Macri y ratificado ahora por el Frente de Todos. Otro aspecto lo podemos ver en la privatización masiva de las empresas públicas o en la extranjerización de la economía donde, de las 500 empresas más grandes, más de 300 son extranjeras. Por otro lado, muchos pilares del entramado institucional actual se remontan a la dictadura. Más de 400 leyes aún vigentes, muchas claves, que “modelan” el Estado argentino. Todo el saqueo sistemático que realizan los capitalistas cuenta con el paraguas legal de la Ley de entidades financieras de 1977, la Ley de inversiones extranjeras, el Código Aduanero que se remonta a 1981 que regula nada menos que el comercio exterior, entre muchas otras.
Ahora bien, es importante detenernos también sobre el otro aspecto que señalaba Trotsky en su hipotética guerra, aquello de que “la derrota de Inglaterra asestaría un buen golpe al imperialismo británico y daría un impulso al movimiento revolucionario del proletariado inglés”. En el caso de Malvinas ocurrió el caso opuesto: con su victoria militar, Thatcher consolidó su gobierno, previamente en crisis. En las elecciones de junio de 1983 obtuvo un amplio triunfo, el más holgado en el país desde el del laborismo en 1945. Sobre esta base redobló sus ataques contra los sindicatos, principal obstáculo para el pleno despliegue de sus políticas neoliberales. Durante 1984/85, luego de un año de lucha ininterrumpida, logró derrotar a los más de 150 mil mineros en huelga que representaban el corazón de la clase obrera británica, en lo que fue un punto de inflexión en la historia del país y en buena medida mundial, afianzando la ofensiva neoliberal a escala global. En todo esto, la derrota de Argentina en Malvinas fue una pieza fundamental.
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Antiimperialismo y lucha contra la dictadura
Años antes de sostener que “son territorio británico”, Sarlo ponía la disyuntiva de Malvinas en los siguientes términos:
Algunos fuimos derrotistas y discutimos desde esta posición con quienes, en el exilio y en la Argentina, creyeron descubrir, en esa exacerbación irracional de las querellas territoriales y en ese paradójico renacer del nacionalismo, una ocasión para avanzar primero con los militares contra los ingleses, y, humillados los ingleses, forjar una unidad nacional victoriosa que, a su turno, derrotara a los militares [6].
Según este razonamiento, durante la guerra había dos opciones: o bien el derrotismo, o bien la creencia que participando de una “unidad nacional” con los militares se podía derrotar a las fuerzas británicas. Ahora bien, el posicionamiento en el campo militar argentino frente al imperialismo inglés y la unidad nacional detrás de la junta militar (apoyo político) son dos cosas muy diferentes. Lo primero corresponde a una política antiimperialista, lo segundo a la renuncia a una política independiente. De hecho, las preguntas deberían ser hasta qué punto el derrotismo no fue la propia política de Galtieri y Cía., y en qué medida aquella unidad nacional de la que habla Sarlo no se produjo realmente luego de la derrota detrás de una transición pactada con los militares cuyas consecuencias funestas nos llegan hasta hoy.
Hace unos días, Martín Balza, el ex jefe del ejército durante el menemismo, volvía sobre el balance de la guerra en un artículo de Clarín para plantear que: “Lamentablemente, del ‘ocupar para negociar’ escalamos al ‘reforzar e ir a la guerra’, apreciando que el Reino Unido no reaccionaría y que contaríamos con el apoyo o la neutralidad de los Estados Unidos”. Es decir, cuatro décadas después sigue reivindicando la idea de “ocupar para negociar”, y que en todo caso el problema es lo que vino después. Sin embargo, como debe saber, la guerra tiene su propia gramática y justamente aquel “ocupar para negociar” sintetizó una (no) estrategia de la junta que podría traducirse como provocar una guerra sin realizar preparación alguna. Sin resolver problemas de aprovisionamiento básicos, ni siquiera la ropa de los soldados servía para el invierno. Con los aviones argentinos careciendo de autonomía de vuelo por no estar adaptados para la lucha en el océano. La ausencia de cualquier preparativo serio para la defensa de las posiciones en Malvinas, ni trasladar más artillería pesada, ni crear las condiciones para que la aviación pueda operar desde las islas, incluso contando con el tiempo adicional que implicaba para la Royal Navy atravesar 12 mil kilómetros hasta Malvinas.
A pesar de todo esto, y contra la hipótesis de invencibilidad de las fuerzas imperialistas, varios análisis coinciden en que Gran Bretaña triunfó al límite de sus capacidades y con costos mucho más altos de lo que había previsto. La batalla de Pradera del Ganso, que el ejército británico había planificado para resolver rápidamente, terminó durando 2 días, entre el 27 y 29 de mayo, siendo motivo de discusión si las fuerzas argentinas podrían haberse impuesto de disponerse un contraataque cuando hubo oportunidad. A lo largo de los enfrentamientos aeronavales, más de una decena de bombas mal graduadas sin explotar quedaron sobre los cascos de los buques ingleses, de no ser así las pérdidas de la Royal Navy hubieran sido cualitativamente peores. Por otro lado, el recrudecimiento del invierno, con las duras condiciones para la navegación en la zona, ponía un límite temporal a las operaciones de la flota británica más allá de mediados de junio. Incluso un alto mando norteamericano como el almirante Harry Train, que en 1982 era comandante supremo de la OTAN en el Atlántico, sostiene que Argentina podría haberse impuesto sobre las tropas británicas y señala que:
Se puede afirmar que Argentina perdió la guerra entre el 2 y 12 de abril, cuando no aprovechó la oportunidad que tenía para emplear buques de carga en el transporte de artillería pesada y helicópteros para sus fuerzas de ocupación y equipo pesado para el movimiento de tierra que hubiera permitido al personal en la isla prolongar la pista de Puerto Argentino para que pudieran operar sus A4 y Mirage. La indecisión, basada en el preconcepto argentino de que era imposible derrotar a los británicos en un conflicto armado, fue el elemento dominante en el resultado final [7].
Con este panorama –y no es la intención aquí hacer un balance militar de la guerra– es claro que los primeros “derrotistas” fueron los miembros de la junta militar. Al contrario de lo que sostiene Sarlo, la alternativa a su derrotismo no consistía en ningún tipo de “unidad nacional” con la dictadura sino en luchar por la victoria argentina con un programa independiente que planteara, por ejemplo, la confiscación de todos los bienes y empresas imperialistas en el país, como medida no solo económica y política sino también militar; con una política que apelara a la movilización independiente de los trabajadores y los sectores populares, que ya venía desarrollándose antes de la guerra. Eran momentos donde tenía lugar un apoyo masivo a los soldados expresado en las innumerables muestras de solidaridad, y donde la dictadura había tenido que abrir las puertas a la movilización popular esgrimiendo una causa justa y sentida por la población mientras en los hechos llevaba adelante una política derrotista. Es un error igualar –como tienden a hacerlo abordajes como el de Sarlo– la conciencia nacional de las masas de un país oprimido en su lucha por desembarazarse del imperialismo, al nacionalismo en los países imperialistas, opresores de otras naciones. Un triunfo frente a Gran Bretaña seguramente hubiera significado un importante impulso para aquel primer tipo de conciencia nacional y democrática que hubiera sido mortal para la dictadura. Por otro lado, más allá de las fronteras, era necesaria una política que apelara también a la solidaridad de los pueblos latinoamericanos –en Perú, por ejemplo, se desarrollaron importante movilizaciones en solidaridad–, tan amenazados por el enclave imperialista en las Malvinas como Argentina, y a la clase trabajadora británica que iba a ser, como fue, el siguiente enemigo de Thatcher.
A 40 años
Pasado el tiempo desde la guerra de Malvinas es difícil cerrar los ojos ante las amplias consecuencias de la derrota favorables al imperialismo y a la opresión nacional. Sin embargo, el derrotismo que ilustrábamos con Sarlo, que impugna el posicionamiento por el triunfo de la Argentina semicolonial frente al imperialismo británico pero que va más allá hasta una especie de derrotismo moral, sigue haciendo escuela. A través de múltiples mediaciones es parte del sentido común que sistemáticamente se intenta instalar sobre que al imperialismo “no hay con qué darle”. Por ejemplo, para sostener que no hay otro camino que pagar la estafa al FMI y, a lo sumo, juntar los dólares de las cuentas off shore para hacerlo. Son versiones locales de la premisa thatcheriana del “there is no alternative”, de que no hay alternativa.
Al comienzo sintetizábamos aquel razonamiento de Sarlo según el cual la derrota en la guerra fue clave para la caída de la dictadura y el advenimiento de la democracia, y que por ende, si valorábamos la democracia, debíamos valorar el derrotismo en Malvinas. Sobre la base de lo que fuimos desarrollando, podríamos decir lo siguiente: la derrota en Malvinas fue clave para que la dictadura dejara la escena a través de una transición pactada marcada por toda una serie de continuidades institucionales, políticas y económicas que consolidaron los pilares neoliberales del régimen democrático-burgués que le sucedió, y el sometimiento al imperialismo que nos llega hasta hoy.
Esto es lo que queda fuera de las diferentes versiones del relato hegemónico, y no es casual, ya que incorporarlo implicaría reconocer sus huellas en un país colonizado por el FMI. De esto se trata, porque alternativa hay, pero implica desandar los apotegmas del derrotismo de ayer y de hoy, y recuperar, entre otras cosas, el antiimperialismo que tanto escozor trae entre la intelectualidad biempensante y los círculos oficiales.
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