A propósito de Los Diarios de Emilio Renzi, de Ricardo Piglia (Buenos Aires, Anagrama, 2015).
¿Me parece a mí o en la expresión alter ego, que empleamos con razonable frecuencia, el sentido de ego es tan fuerte, tan espeso y tan potente, que tiende a debilitar a alter hasta casi desvanecer su presencia? Decimos alter ego y vemos un yo, o vemos el yo, mucho más que la voluntad de alteridad, la pretensión de volverlo otro. Como si un alter ego fuese la continuidad del yo pero por otros medios, y en este sentido su ratificación, y no su literal alteración, la apuesta a hacer otra cosa con eso (con eso aquí significa: consigo). Por supuesto que en ocasiones el ego y el alter ego son meramente intercambiables (Cortázar y el sudamericano en el cuento “El otro cielo”), en ocasiones responden a un desdoblamiento (Borges como alter ego de Borges), en ocasiones apuntan a la duplicación (dos egos en vez de uno: Carri / Couceyro en la película Los rubios), en ocasiones el alter ego se impone y acaba por tragarse al ego (a Washington Cucurto lo conocemos todos, a Santiago Vega no tanto), en ocasiones impera por completo el enrarecimiento de sí a manos de una consumada alteridad (César en Cómo me hice monja de César Aira, César Aira en Embalse de César Aira).
¿De Emilio Renzi qué decir, respecto, de Ricardo Piglia? ¿Y qué decir de la decisión de Ricardo Piglia de publicar, finalmente, sus diarios, tan insinuados y tan retenidos por largo tiempo, pero hacerlo mediante la atribución de esa vida escrita a Emilio Renzi? Emilio Renzi se inscribe en una especie de secundariedad nominal respecto del propio Piglia (Emilio es su segundo nombre, Renzi sería su segundo apellido, el de su madre). Pero no es lo mismo haberlo insertado como personaje en la trama de diversas ficciones, de Respiración artificial a Blanco nocturno, que asignarle tan luego la autoría del diario, que es el género del yo, el género de lo personal por excelencia. Hay tramos en los que simplemente prevalece el ego: leemos Renzi y entendemos Piglia, leemos ER y entendemos RP. Pero hay tramos (el título del volumen por lo pronto, la portada en la que coexisten uno y otro) en los que la voluntad de alteridad es lo que queda en primer plano.
En un ensayo crítico sobre las relaciones posibles entre un autor y su héroe (y aun sobre los casos en los que el héroe es el autor), dice Mijaíl Bajtin: “la extraposición se ha de conquistar, y a menudo se trata de una lucha mortal, sobre todo allí donde el personaje es autobiográfico (…); esta colocación desde fuera permite ensamblar al personaje y a su vida mediante aquellos momentos que le son inaccesibles de por sí” [1]. En ello radica, para Bajtin, la clave para asumir una actitud estética: lo que asegura la esteticidad del texto. Lo que no deja de ser un dato relevante para una operación como la que Ricardo Piglia efectúa, ya que no se trata ahora de alguno de sus cuentos o alguna de sus novelas, sino del primer tomo (“Años de formación”: el primero de tres) de su diario personal. Insertar ahí a su alter ego, procurarse precisamente ahí ese efecto de extraposición o de exterioridad del que habla Bajtin, no supondría sino acentuar, por eso mismo, un esmero de estetización (de estetización, que no es igual que de ficcionalización) para un género de la verdad y de la privacidad como es el diario. Y en efecto, Los diarios de Emilio Renzi están intervenidos desde el presente, actualizados; Piglia les adosó textos Contemporáneos, que llegan hasta su situación de hoy, entreverándolos con las notas que fue tomando a lo largo de los años en esos 327 cuadernos que un reciente film de Andrés Di Tella ha vuelto emblemáticos (nada impide pensar, y aun todo invita a pensar, que no hay ningún pacto de autenticidad e intangibilidad de por medio: que los textos del diario original pueden haberse visto transformados también).
La autoría que Ricardo Piglia, autor igual, le cede o le concede a Emilio Renzi, esa decisión de incrustar un él en plena escritura del yo, no hace de los diarios una novela (según la conocida invitación de lectura que propusiera Roland Barthes) ni los convierte en una ficción (porque no por eso dejamos de leerlos en el registro de las verdades personales); pero sí los aproxima, en todo caso, a un régimen de construcción y de validación estética que Piglia evidentemente no ha querido declinar. Alberto Giordano ha reparado en una postura de resistencia, al amparo de la “nobleza de los valores modernos”, por las que se pretende “distinguir los ejercicios autobiográficos que configuran auténticas experiencias artísticas de las que se reducen a la mera exhibición narcisista y la autocomplacencia [2]. Giordano parece precaverse de esta clase de enfoques, pero concede que algunos libros que él considera en sus análisis se sitúan “en los márgenes ambiguos de la institución literaria” [3], que están entre ser y no ser literatura (y en especial: que no les importa demasiado el asunto); y formula luego esta advertencia decisiva: “se puede pensar otra forma de superación del narcisismo y la autocomplacencia, esos dos peligros inevitables que corren los escritores del yo, en los términos de un ejercicio ético de autotransformación” [4].
Lo de Piglia no es una autobiografía, sino un diario; pero es un diario fuertemente recapitulado desde el presente; al ejercicio estético de la extraposición podría agregarse ahora este ejercicio ético de autotransformación: Ricardo Piglia / Emilio Renzi. Es como si el consabido “giro autobiográfico” comenzara a acelerarse hasta el vértigo, hasta lograr que el autor se transforme en su personaje o hasta lograr que el personaje se transforme en héroe: girar y girar y girar, hasta convertirse en otro (el ejemplo que se me ocurre es el de los giros ultraveloces con los que Linda Carter se transformaba en la Mujer Maravilla) y es como si el viaje al pasado se hiciera asimismo en giros, giros de alucinación, más que en la línea recta del recuerdo o los saltos asociativos de la evocación (el ejemplo que se me ocurre es el de los giros psicodélicos, cabeza abajo inclusive, de los héroes de El túnel del tiempo, que por cierto viajaban a un pasado que no era personal).
Estamos así en las antípodas de esa tendencia de este tiempo, según Boris Groys destacó y celebró, por la cual, nuevas tecnologías mediante, la figura personal del autor y las menudencias probablemente insignificantes de su vida se adosan a su obra artística, acaban integrándose a ella como “sujeto de la autocontemplación” [5]. Piglia, en cambio, publicando tan luego su diario, un texto sobre sí mismo y sobre su vida personal, procede a la inversa, imprime sobre esa escritura sus registros literarios, ensayísticos y críticos, en la tradición más fuerte de los diarios de escritor. La intimidad que pone en juego nada tiene de la inofensividad que Tamara Kamenszain [6] percibió en varios textos de la intimidad de la poesía argentina reciente, textos que no por nada parecen despreocuparse de la cuestión de la exigencia estética (despreocupación, más que transgresión, por los criterios del valor literario: ser buena o mala literatura, o ni ser literatura llegado el caso). Si algo hacen los Diarios de Piglia, y toda su escritura, y toda su lectura, y su trayectoria docente entera, y hasta podría decirse que él mismo, es resistirse a la insignificancia.
Alan Pauls concibió en estos términos el dispositivo que alienta a los escritores a la escritura de un diario íntimo: el de abocarse a retener nimiedades con el “pálpito secreto” de que alguna vez se volverán valiosas, de que alguna vez tendrán su “redención futura” [7]. Claro que Piglia, al editar sus diarios como lo hizo, se ocupó él mismo de procurar tal redención. De ellos puede decirse lo que el propio Alan Pauls dijo de los diarios de Cesare Pavese (cruciales para Piglia, no solo en Los diarios de Emilio Renzi, sino en un cuento como “Un pez en el hielo”): que antes que recordar un pasado, lo que hacen es “citarlo como se cita un texto ajeno” [8]. Piglia produce esa ajenidad por medio de Emilio Renzi. Su propósito declarado es lograr un “tono personal” (el que se espera de un diario) pero plasmado “en tercera persona [9]. Pasar de la primera persona a la tercera, contar lo propio como si fuese ajeno, es por supuesto un legado de Borges (de “La forma de la espada”, ante todo, pero también de “Hombre de la esquina rosada”, y en parte también de “Emma Zunz”); a Piglia, en los Diarios, le interesa especialmente: “Quisiera escribir sobre mí mismo en tercera persona”, dice por caso; “he aprendido a observar con distancia mi propia vida”; “También a mí me subyuga la presencia de un narrador que observa los acontecimientos, lejanamente implicado (como en Henry James, en Conrad y en Fitzgerald): me gustaría que él fuera el autor de estos cuadernos; con un estilo claro y eficaz reseña los hechos de mi vida, desde afuera”; “el escritor ha adquirido la costumbre de hablar de sí mismo como si se tratara de otro” [10]. Pero este traspaso, este procedimiento, esta especie de tercerización de sí, no los aplica Ricardo Piglia tan solo a la narración, a los modos de narrar, sino también a las vivencias (que es acaso lo que más estrictamente hace Emma Zunz: vivir una experiencia propia como si fuese una experiencia de otra). Vivir, y no ya narrar, como en tercera persona: “he entrado en mi autobiografía cuando he podido vivir en tercera persona”, “ilusión de vivir en tercera persona”, “el tema de una novela con un hombre que vive su vida como si fuera la de otro” [11] (nada impide que esa novela cobre la forma de un diario, o que concretamente lo sea). Ese primo de Piglia “que es casi como mi hermano” y que, a diferencia de él, se quedó viviendo en Adrogué “en la misma casa en la que había nacido”, que se recibió de médico “como quería mi padre que hiciera yo” [12], le ofrece la alternativa de esa visión singular: la de la vida que pudo tener él mismo, verse a sí mismo siendo otro, el que pudo ser y en cierta forma debió ser (Piglia habla sobre este primo en una entrada del diario del 30 de marzo de 1967, pero también, ya casi en el presente, lo hace en un pasaje de la película de Andrés Di Tella). Esa visión de sí mismo como otro se la ofrece este primo, o bien, aunque de otra forma, se la ofrecen los diarios; no ya al escribirlos, sino al leerlos o releerlos: “Releer mis ‘cuadernos’ es una experiencia novedosa, quizás se puede extraer, de esa lectura, un relato. Todo el tiempo me asombro, como si yo fuera otro (y es que lo soy)” [13].
La ecuación que propone Piglia es decisiva. En lugar de la distribución esperable, que pondría, de un lado, la vida y sus experiencias, y del otro, el diario y sus narraciones, inscribe la “experiencia novedosa” en la lectura y acude al diario para encontrarse, antes que con alguna vivencia, con la posibilidad de un relato. La noción de experiencia en Piglia es central y es recurrente, lo sabemos, y es uno de sus tópicos sin dudas (Piglia es un escritor de tópicos, es decir, de insistencias). Va de las entrevistas sobre el intercambio social de relatos, reunidas en Crítica y ficción desde 1986 en adelante, hasta llegar al capítulo dedicado al Che Guevara en El último lector en 2005, pasando por la máquina de narrar atribuida a Macedonio Fernández en La ciudad ausente en 1992. Las experiencias personales se entrecruzan en una red de circulación de relatos sociales, en un caso; en el otro, una sola experiencia personal, pero terrible, la muerte de Elena, va a resolverse (o en verdad, a problematizarse) mediante la generación incesante de historias; en el otro, nos encontramos al hombre de acción por excelencia (aquel que tiene a su alcance las más intensas de las vivencias posibles), aprovechando cada rato y cada tregua para hacerse un poco a un lado y para ponerse un poco a leer.
Los diarios de Ricardo Piglia, presentados como de Emilio Renzi, o Los diarios de Emilio Renzi, firmados por Ricardo Piglia, no funcionan pues como un simple reservorio narrativo de sucesivas experiencias vividas a lo largo de los años, ni es apenas el ejercicio de su consignación en la cadencia regular del día a día; no es ni quiere ser la escritura inmediata de un yo (dado que, bajo sus propios criterios, si es escritura, no es inmediata). Las huellas de Walter Benjamin son explícitas en las reflexiones formuladas por Ricardo Piglia acerca de las relaciones entre experiencia y narración: que el arte de narrar experiencias está en crisis, que “cada vez es más raro encontrar gente que sepa contar bien algo” [14], que la impronta artesanal de las narraciones (su aura, incluso, podría decirse: el aquí y ahora del relato, la posibilidad de que en lo narrado queden impresas las huellas del narrador) declina frente al imperio cada vez más en expansión de esos factores tan eminentemente modernos que atentan contra dicha impronta (las ciudades, las nuevas tecnologías, las noticias periodísticas, el entretenimiento, las novelas). A esas ineludibles intervenciones de Benjamin, a las que Piglia se remite infatigablemente, podría agregarse hoy la especificación que en 1978 efectuara Giorgio Agamben: que para esa crisis de las experiencias transmisibles o comunicables (ya que no de las experiencias sin más) “ya no se necesita en absoluto de una catástrofe y que para ello basta perfectamente con la pacífica existencia cotidiana en una gran ciudad” [15].
La oposición de Ricardo Piglia a los relatos sostenidos en explicaciones, oposición que se reitera en los Diarios de Emilio Renzi, asume una resonancia benjaminiana (“nunca se explica el motivo de los hechos. Solo se lo narra y se lo deja ahí”, “la teoría del iceberg de Hemingway no supone el escamoteo de los datos, sino más bien la ausencia de explicaciones” [16]), orientándose en el sentido de que la narración cabal sea ante todo una narración de lo extraordinario (“Alguien hace algo que nadie entiende, un acto que excede la experiencia de todos. Ese acto no dura nada, tiene la cualidad pura de la vida, no es narrativo pero es lo único que tiene sentido narrar” [17]). Una usina eminente de relatos así concebidos es la cárcel (tan propicia para la conversación, como sabemos por El beso de la mujer araña de Puig), bajo una disposición antitética a la que se establece en las novelas (“La cárcel es una fábrica de relatos, dice mi padre. Todos cuentan, una y otra vez, las mismas historias (…). Lo que importa es narrar, no importa si la historia es imposible o si nadie la cree. Lo contrario del arte de la novela, dice Steve, que se funda en la ilusión de convertir a los lectores en creyentes” [18]).
Los diarios de Piglia y de Renzi, mejor que las novelas y los cuentos de los que Piglia es autor, mejor que las novelas y los cuentos en los que Renzi es narrador o es personaje, resuelven esta combinación particular que se condensa en la fórmula del alter ego: aproximar en lo posible el relato y la experiencia, pero alejar ese relato de sí mismo. Si las cárceles se proponían como el ámbito por excelencia para la circulación de los relatos increíbles o imposibles, los hoteles, por su parte, son los lugares por excelencia en los que hacerse de experiencias que no son propias sino de otros:
Vivir en un hotel es el mejor modo de no caer en la ilusión de “tener” una vida personal, de no tener quiero decir nada personal para contar, salvo los rastros que dejan los otros [19].
La narración de experiencias personales, pero experiencias personales de otros, sería entonces la posición asumida por Piglia, ya sea robándoles experiencias a los otros (“Al principio las cosas fueron difíciles. No tenía nada que contar, su vida era absolutamente trivial (…). Entonces empezó a robarle la experiencia a la gente conocida, las historias que se imaginaba que vivían cuando no estaban con él” [20] o ya sea traspasando a otros experiencias que son propias (“Quizá en la novela pueda construir a Cacho a partir de mi propia adolescencia; darle a él la experiencia de mi vida en esos años, extraerla de mis diarios” [21]). Piglia desiste así de abocarse a los relatos de una vida trivial, declara que no tiene “interés en registrar aquí mi vida cotidiana” [22]; pero eso mismo, planteado en los diarios, es lo que lo lleva en definitiva a preguntarse: “¿Cómo definir la vida real?” [23] (pregunta retórica que remite a aquella otra conocida pregunta retórica, la que consta en Respiración artificial: “Se planteó un solo problema: ¿cómo narrar los hechos reales? [24]).
El dilema, claro, lo suscitan los adjetivos: que los hechos sean reales, que la vida sea real. Sobre todo cuando lo más subrayado en Piglia es la disposición a debilitar eso que es o ha sido real, respecto de la escritura (la idea de que se escribe un diario para “negar la realidad” [25] o bien para postergarla, como Pavese que “escribe el diario para postergar el suicidio” [26]), respecto de la lectura (se aprende a pescar leyendo un par de libros sobre el tema y se supera con creces a esos amigos pescadores de toda la vida), respecto de los recuerdos (regla nemotécnica de Piglia: las vivencias se recuerdan a partir de los libros que se estuvieran leyendo en cada momento. Los libros son, no solo lo que de por sí se recuerda, sino lo que ayuda a recordar el resto, todo eso otro que no son los libros).
Piglia entonces va a destacar en Balzac, y luego en Hammett, un recurso que evidentemente toma también de Borges: que lo que se narra no es el acontecimiento sino la narración del acontecimiento, que el que cuenta una experiencia no es el que la tuvo sino el que la oye contar. ¿No es eso lo que se busca, en última instancia, con esta forma de disponer los diarios?: “Ya no se trata de la experiencia vivida, sino de la comunicación de esa experiencia, y la lógica que estructura los hechos no es la de la sinceridad, sino la del lenguaje” [27]. El lenguaje no vendría a constituir, en este caso, como proponía Heidegger, la Casa del Ser, sino más bien su hotel, con el carácter que a los hoteles les concede Ricardo Piglia: el lugar donde se recaban las huellas de las experiencias ajenas. Un hotel o bien una cárcel, como dijo Fredric Jameson a propósito del estructuralismo, pero igualmente bajo la potencia narratológica que a las cárceles elige otorgarles Piglia, el lugar donde todo el mundo cuenta historias que no se pueden creer.
Esta sería, entonces, la declaración de principios de Piglia, si algo así puede decirse: “Siempre habrá un hiato insalvable entre el ver y el decir, entre la vida y la literatura” [28]. Insalvable es un decir (justamente: un decir), porque si bien en ocasiones la disyuntiva entre vida y literatura se padece (“Lo que no soporto es pensar que el 16 Lidia llamó y yo estaba leyendo estupideces en la biblioteca” [29]), otras veces se la busca y se la aprovecha (“Pasé la mañana en la biblioteca de la Universidad, es el lugar donde mejor me siento, a cubierto (…). Metido ahí, en el silencio, con todos los libros a mano, la vida exterior me importa poco” [30]). El hiato es insalvable, sí, y eso se descubre cuando se lo quiere salvar; pero la importancia entera del hiato se advierte en que Piglia lo busca, en que lo produce para poder narrar.
Esto último nos remite de nuevo a Borges, por supuesto, y el encierro en la biblioteca (como emblema de renuncia a las vivencias) también. Y hay una remisión expresa a Borges, y más concretamente a “La memoria de Shakespeare”, cuando en el prólogo a la Antología personal editada por Fondo de Cultura Económica, Piglia enfatiza: “la utopía reside en construir artificialmente la experiencia y vivir como propias vivencias que nunca se han vivido” [31]. Ahí está, en efecto, la utopía literaria de Piglia, o su versión utópica de la literatura: no ya la plasmación de experiencias vividas, sino la construcción artificial de experiencias, de tal modo que las vivencias ajenas puedan pasar a funcionar como propias (y así las experiencias en sí mismas pierden su condición mítica de garantía intrínseca de la verdad, para pasar a cargarse de artificio). Así es en “La memoria de Shakespeare” de Borges, por lo pronto: un transplante de memoria permite hacer propias, en el recuerdo, las vivencias que tuvo otro. Esta forma de vincular literatura y vida ya es de por sí bastante menos vitalista que literaria; contar con el truco que sirve para apropiarse de una experiencia resulta claramente preferible al hecho mismo de vivir esa experiencia. La preferencia literaria se torna aún más evidente cuando se repara en que, puestos a tener la memoria de algún otro, ese otro no es sino Shakespeare, esto es, un escritor; el mejor de los escritores, claro, pero un escritor después de todo; se elige a Shakespeare y no a Napoleón Bonaparte, o a Cristóbal Colón, o a Marco Polo, o a Jorge Newbery, o a Joe Louis, o a Mario Boyé. La utopía de vivir como propias vivencias que nunca se han tenido se aplica, en definitiva, de todo el inmenso repertorio de vivencias disponibles, a una vivencia literaria (de la escritura de la vivencia a la escritura como vivencia).
Un enfoque de esta índole parecería, a primera vista, incurrir en una consideración deslucidora del prestigio que se atribuye al hecho de vivir experiencias (en la citada tradición vitalista a lo Hemingway, por lo pronto). Cabría decir, no obstante, que sucede lo contrario: que se tiene una idea demasiado alta, demasiado exigente, de lo que cabe entenderse por una experiencia en el sentido más fuerte de la expresión. Pensemos, por ejemplo, en ese poema titulado “Instantes” y atribuido falsamente a Borges (acaso el único juicio que María Kodama hizo bien en cometer). Se trata a todas luces de una vendetta vitalista, lanzada en contra del deplorado intelectualismo borgeano, una exaltación moralista de la plenitud de la vida a fondo que se quiere infligir, por venganza, al hombre del repliegue en bibliotecas, prescindente y desentendido, compenetrado y ajeno, hecho de libros y nada más. No por nada el desvío autoral le fue asestado a Borges, no por nada una atribución literaria tan endeble consiguió pese a todo verosimilitud y produjo gruesos errores. Porque la premisa de que Borges se perdió “la vida” funciona en la cultura, porque su demasía literaria por lo visto perturba y fastidia, y a veces hasta no se soporta, y surgió así la necesidad de imaginarlo arrepentido por la vida perdida (imaginarlo mortificado, con culpa, diciendo a lo Julio Iglesias: “Me olvidé de vivir”).
Ahora bien, ¿qué clase de experiencias concretas invoca el poema “Instantes”? Mirar más atardeceres, haber tomado más helados. ¿Son esos los tesoros que ofrece el vitalismo? ¿Mirar atardeceres? ¿Tomar helados? ¿Ir a los toros, ir de caza, ir de pesca, hacer guantes un poco, tomar mojitos? Sabemos que Borges en verdad no escribió “Instantes”; sabemos que sí escribió “La memoria de Shakespeare”. ¿Y qué valor tiene tomarse un helado, en comparación con escribir “Hamlet”? Y no ya bajo un criterio literario, sino incluso del vivir experiencias. Borges deja en claro, en “El sur” sin ir más lejos, qué entiende por experiencia: dar muerte a otro hombre, exponer la propia vida. La apreciación de la experiencia en Borges resulta pues más alta, más ambiciosa, más honda que la que se enarbola en el culto a la intensidad vital.
En el cuento “Un pez en el hielo”, colosal homenaje a Pavese, ficción urdida a partir del diario de otro, Ricardo Piglia escribe: “No conocía ningún novelista que hubiera matado a nadie” [32]. Ahí se expresa, con contundencia, otra vez borgeanamente, la escala en la que se mide qué es tener una experiencia. Debo admitir que yo tampoco he matado nunca a nadie. Así de pobres en experiencias andamos. El resto, como suele decirse, es literatura.
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