El fusilamiento hace 50 años del principal referente de la Revolución Fusiladora, las internas de la superestructura política durante el Onganiato y el surgimiento de la guerrilla urbana más importante de América Latina, dan lugar a la investigación periodística del nuevo libro de María O’Donnell, Aramburu.
El misterio del sospechoso
Luego de un inicio donde la autora relata que fueron los escritores Paco Urondo y Rodolfo Walsh quienes en 1974 dirigieron el robo del cajón del fusilado en el cementerio de la Recoleta (provocando cierto recelo de la cúpula montonera), la investigación de María O’Donnell apunta al hecho que da origen al libro. La llegada de unos jóvenes haciéndose pasar por custodios militares al departamento de uno de los principales referentes de la autodenominada “Revolución Libertadora” y presidente durante el fusilamiento del general Valle y la masacre de José León Suárez [1], levantó suspicacias; horas después, no quedaba otra hipótesis que confirmar, para su esposa Sara Lucía Herrera, que se trataba de un secuestro.
Sin embargo, quedaba el interrogante acerca de quién fue el responsable del hecho. Aramburu fue símbolo (junto al almirante Isaac Rojas) del gorilismo más salvaje y acérrimo desde que había sido uno de los generales encargados de sublevar tropas del ejército durante el bombardeo a Plaza de Mayo de 1955. Sin embargo, a partir de determinadas “idas y vueltas” en el régimen político, la relación entre Aramburu y Perón se encontraba en un momento de diálogo, como consecuencia de ciertas inflexiones.
Por un lado, el “Cordobazo” había puesto contra las cuerdas al gobierno de Onganía. Luego de un coqueteo de Perón con el régimen de la autodenominada “Revolución Argentina” (cuando surge su famosa frase “desensillar hasta que aclare”), el exiliado tomó distancia tanto por el acercamiento a Onganía del burócrata sindical Augusto Timoteo Vandor (quien se preparaba para reemplazar a Perón en el exilio, creando un “peronismo sin Perón”, tentativa que fracasó), al igual que por los duros ataques de este régimen al movimiento obrero (principal base de apoyo del peronismo). En ese marco, Perón comienza a dar diferentes guiños para poder integrarse al régimen político que lo había exiliado en 1955. Uno de ellos es el reemplazo como delegado de John William Cooke (defensor de la Revolución cubana y quien planteaba en sus cartas a Perón la posibilidad de una insurrección popular para su regreso) por Jorge Paladino, hombre de estrechos lazos con la burocracia sindical.
Aramburu, derrotado militarmente por el sector de los azules del ejército [2], mantuvo una tensa relación política con Juan Carlos Onganía. Ese fue uno de los motivos por los cuales lanzó su propio partido (UDELPA) con el fin de poder arbitrar una salida democrático-burguesa comandada (paradójicamente) por su figura. Ese cruce de caminos entre Perón y el gorilismo más salvaje va ser detallado por María O’Donnell a través de la figura de un radical (siempre tan hábiles para hacer los mandados cuando se trata de otorgar poder político a los militares) llamado Ricardo Rojo. Es entonces que O’Donnell relata:
Cinco meses antes, Rojo había escrito a Perón, exiliado en España, para contarle sobre esas charlas con el general que lo había derrocado. Aramburu –confió Rojo a Perón–creía que Onganía era un mediocre y que su régimen estaba acabado; que había llegado el momento de encontrar una figura de consenso –pensaba en él mismo–que tomara las riendas del país, dictara una amnistía para los detenidos políticos y convocara a un proceso electoral. “El general Perón podría regresar al país y participar decisivamente en el gran esfuerzo común”, le había dicho a Rojo, con permiso para que lo informara en Madrid [3]
Las sospechas de la viuda y el hijo de Aramburu nunca dejaron de apuntar a una conspiración orquestada por el entonces presidente, aunque nunca haya habido alguna prueba de aquello. Días después, los autores salieron a la luz con un comunicado.
Poco después de esta noticia, renuncia Onganía. Con la asunción de Lanusse(luego de un breve mandato de Levinsgton) se gestará el Gran Acuerdo Nacional y el retorno de Perón a la Argentina.
De Tacuara al Casbah
El secuestro y el fusilamiento de Aramburu generaron una simpatía de masas en la juventud que prontamente engrosará las filas de Montoneros para convertirla en la guerrilla más numerosa de América Latina.
Sin embargo, a diferencia del libro Born, donde María O´Donnell ya se topa con una organización-movimiento de influencia de varios miles en la izquierda peronista, la clase trabajadora y la juventud, con una extendida militancia de base y una estructura de altos mandos y jerarquías, metida a fondo en la interna peronista, con intermediarios millonarios que se rodean con el mainstream de los business, acá el relato comienza con sus orígenes.
Un grupo de jóvenes del Nacional Buenos Aires (salvo Norma Arrostito) realizarán un viraje político bastante radical en sus cortos años. La historia de Fernando Abal Medina (primer dirigente de la organización), proveniente de una familia tradicional nacionalista que “Cuando la pelea entre Perón y la Iglesia marcó al hogar como antiperonista, los dos habían quedado circulando por los grupos nacionalistas de derecha”, se asemeja también a la de Firmenich, Ramus y Maza.
La comprensión de ese viraje puede entenderse a partir de varias cuestiones. Los grupos eclesiásticos por los cuales estos jóvenes porteños se movían se topaban con curas que habían sido influidos por el Concilio Vaticano II, que cuestionaba algunos postulados tradicionales de la Iglesia. Entre los curas que adherían se encontraba Carlos Mujica, egresado de la misma institución y referente espiritual de algunos de los primeros montoneros. En segundo lugar, la radicalización mundial de la juventud a partir de fenómenos como la Revolución cubana y la guerra de liberación argelina van a impactar en la juventud y en la curia, aunque estos jóvenes en determinado momento se alejarán ideológicamente de Mujica, quien se expresaba “dispuesto a morir pero no a matar” para acercarse al seminarista Juan García Elorrio, quien sí estaba a favor de la lucha armada y mediante su revista Cristianismo y Revolución homenajeaba a Camilo Torres, sacerdote fundador de la guerrilla Ejército de Liberación Nacional en Colombia, asesinado por militares que ocultaron su cadáver. Como tercer aspecto, las revueltas de masas estudiantiles y obreras iniciadas con el “Mayo Francés” tuvieron su expresión argentina en el “Cordobazo”: aquella semiinsurrección obrero-estudiantil fue la estocada final para que jóvenes de tradición cristiana, que habían tenido cierta adhesión al gobierno de Onganía por su tinte nacionalista, pasen a una radical oposición. La debilidad posterior del onganiato y las expectativas desde el GAN en la vuelta de Perón, también harán lo suyo.
Estas cuestiones no son solo anecdóticas sino que también permiten entender porqué una acción aislada y sustitutiva frente a las masas generará tal nivel de simpatía en sectores de la juventud, que pasarán a engrosar de manera récord las filas de la organización Montoneros.
El general tiene quien le escriba
Hecha la acción, faltaba la sentencia final del dirigente justicialista. ¿Influiría el inicio del diálogo con quien lo había depuesto 15 años atrás? El primer dictamen puede mostrarlo la palabra de su delegado, Jorge Paladino. En una declaración difundida “condenó ‘el hecho’ del que ‘había sido protagonista’ Aramburu y señaló que había que buscar a los culpables en otra parte: ‘Los peronistas no somos revanchistas’”. Esto ponía en un brete a quienes firmaban en su declaración “Perón o Muerte”. Sin embargo, la última palabra aún no estaba dicha.
En febrero de 1971, frente a los ataques de la derecha peronista, que los caratula como “agentes provocadores de la infiltración marxista”, Montoneros se propondrá un diálogo con Perón en su quinta de Puerta de Hierro a través de Rodolfo Galimberti. Este fue con una nota firmada por la organización donde se le pedía a Perón la venia sobre la acción realizada. Esto ponía en determinado nivel de disyuntiva al dirigente justicialista. Por un lado estaba el inicio del diálogo con quien había sido uno de sus principales y acérrimos enemigos, por los cuales se había exiliado. Por otro lado, era innegableque la acción había generado simpatía en grandes sectores: meses pasado el hecho, la organización había crecido de forma exponencial y ello podía ser una carta dentro del régimen político para consolidar la perspectiva de su regreso como una alternativa frente a un régimen militar debilitado sobre todo por las acciones de masas obreras y populares en Córdoba, Rosario, Tucumán, Corrientes y otras capitales clave del país.
Como estratega del poder burgués en Argentina, pesó más lo segundo: “total acuerdo con la mayoría de los conceptos que esa comunicación contiene como cuestión de fondo” y, frente a la pregunta sin vueltas sobre qué opinaba en relación al fusilamiento de Aramburu, respondía “Encomio todo lo actuado”. Perón sabía que en el contexto de su exilio, la integración a su movimiento de una juventud que muy probablemente en las circunstancias históricas de su primer y segundo gobierno hubiera sido opositora, le daba la posibilidad de contar con una fuerte pata izquierda. Como consecuencia, frente a las expectativas que comenzaban a existir sobre su vuelta, determinadas consignas de peso que habían existido en el Cordobazo como “luche, luche no deje de luchar por un gobierno obrero, obrero y popular” podían ser reemplazadas por consignas relacionadas a la lucha por la vuelta del dirigente nacionalista burgués.
Perspicazmente, O´Donnell analiza la concepción que les da Perón a sus jóvenes armados de “formaciones especiales”. Si por un lado, eso envalentonaba a Montoneros, sintiendo que tenían a Perón de su lado, por el otro, la categorización del movimiento como algo exógeno, tranquilizaba en determinado punto a los sectores de la burocracia sindical y la derecha peronista que se atemorizaban sobre su desplazamiento al interior del justicialismo, mientras pactaban acuerdos económicos-salariales de miseria con el gobierno militar y denunciaban el peligro de la infiltración marxista. El objetivo: dejar contentos a todos.
El dictamen final será su vuelta: el “Pacto Social” que buscaba garantizar al orden burgués iba contra las acciones armadas en nombre de él y la “patria socialista”y el cuestionamiento a figuras de derecha que ocupaban lugares centrales en el gobierno como Isabel Perón, López Rega, Osinde y el comisario represor Villar,será aplacado por la expulsión de los “estúpidos” e “imberbes” en la Plaza de Mayo de 1974. Ya antes de su muerte, había consentido acciones como el “Navarrazo” (un putsch policial por el cual se depone al Ejecutivo de la provincia, cercano a “la Tendencia”) e intervenciones en una serie de provincias que serán un precedente para el inicio de las acciones paraestatales de la Triple A.
Entre la radicalización y el Pacto Social
Es notorio el trabajo de la autora en cuanto a recopilación y escritura para este interesante libro. Sí resulta polémica su visión en relación al “Devotazo” como “un gran desorden”, y la posición de que “el crecimiento capitalista en democracia no era suficiente para los jóvenes que querían la revolución socialista y la veían a la vuelta de la esquina”. La falsa idea de “crecimiento capitalista” olvida que las conquistas sociales y el aumento del poder adquisitivo de la clase trabajadora, están condicionados por grandes acciones de masas iniciadas con el “Mayo Francés” a nivel internacional, y que en Argentina tuvieron correlato en el escenario semiinsurreccional del Cordobazo, donde la clase obrera y el movimiento estudiantil comenzaron a desarrollar una perspectiva independiente de los intereses del empresariado, la dictadura y los principales partidos patronales.
Desde esa misma perspectiva es que se asentó el cuestionamiento al régimen social capitalista. El retorno de la democracia burguesa en Argentina de la mano de la vuelta de Perón opera como un desvío organizado por la clase dominante parar contener las expectativas frente al anhelo de un régimen social donde sean los propios trabajadores quienes gobiernen y pongan en jaque a la clase dominante. Además, el retorno de la democracia burguesa va a encontrar rápidamente sus límites con el desarrollo paraestatal de una banda armada como la Triple A, construida con el objetivo de descabezar a la vanguardia obrera que se estaba gestando desde el Cordobazo.
Desde este punto de vista, diferenciadamente lo que plantea O’Donnell, la crítica a Montoneros (cuya estrategia foquista de “guerra de aparatos” combinada con un programa de conciliación de clases con sectores de la burguesía fue catastrófica), no puede confundirse con la impugnación de la justa violencia de la clase trabajadora y los oprimidos cuya autodefensa frente a la violencia de los opresores es indispensable en cualquier proceso de lucha de clases agudo, como lo mostró el desarrollo de la Triple A y el golpe mismo de 1976.
En el caso de Montoneros su programa y estrategia fueron contra la posibilidad de un triunfo político de la clase obrera y los sectores populares. La subordinación al peronismo y la dirección de Perón, desconociendo su rol como garante del orden burgués en Argentina fue funcional a la política de Perón de “pacto social”, en un contexto donde la clase trabajadora iniciaba el ejercicio de cuestionar el poder político y la dominación de clase. Esta política era reivindicada programáticamente en documentos como “La línea del frente popular”, donde planteaban una primera fase revolucionaria de alianza con sectores de la burguesía nacional [4]. Curiosamente, un referente de esa “burguesía nacional” para Montoneros era José Ber Gelbard, ministro de Economía en la vuelta de Perón, quien fue uno de los ideólogos del “pacto social” por el cual se congelaron las salarios, se desataron luchas obreras en una infinidad de lugares, y que finalmente fue tirado abajo por la propia burguesía, mostrando la incompatibilidad de una alianza revolucionaria entre los trabajadores y sus propios patrones.
A nivel estratégico, la concepción sustitutiva de las masas en las acciones armadas y la “guerra de aparato” dentro del movimiento peronista será una de las causas del debilitamiento de la organización. El “ajusticiamiento” de burócratas sindicales de forma absolutamente sustitutiva frente a las acciones del movimiento obrero, o de políticos reaccionarios y de derecha con determinado prestigio social (no así el caso de Aramburu), solo para establecer una relación de fuerzas interna en el justicialismo, va a generar cuestionamientos y también un retroceso en la subjetividad en grandes sectores que no habían todavía terminado de realizar una experiencia por completo con las traiciones de la burocracia sindical.
Por todas estas razones, es necesario establecer balances sobre momentos revolucionarios clave como el ascenso obrero de 1969-1976. Cuestiones como la autoorganización de la clase trabajadora, que se expresó embrionariamente en las coordinadoras interfabriles, o la cuestión de la autodefensa frente a los ataques reaccionarios de las fuerzas represivas y las bandas paraestatales, y la lucha por su independencia política frente a la conciliación de clases planteada por el peronismo, son elementos necesarios para reflexionar al día de hoy y prepararnos frente a una crisis económica mundial de alta densidad donde quien vuelve a cargar el peso de la crisis es la clase trabajadora.
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