Se cumple en estos días el 250 aniversario del nacimiento en Bonn de Ludwig van Beethoven (1770-1827). El 17 de diciembre, el día de su bautismo, es el que se toma como referencia, ya que no se conoce con exactitud su fecha de nacimiento. Tal vez el creador más admirado del repertorio musical occidental llamado “clásico”, con sus monumentales nueve sinfonías, cinco conciertos para piano, sus 32 sonatas para el mismo instrumento, así como otras para violín y cello, 16 cuartetos de cuerda, sus misas, su música incidental y su única ópera, Fidelio, entre muchos otros géneros. Su obra fue un puente, una transición, entre el clasicismo y el período romántico, del que muchos lo consideran como el “padre” (en su aspecto musical). Esta transición y toda su vida adulta estuvieron marcadas, también, por la Revolución francesa y la lucha contra el Antiguo Régimen en Europa, así como por la derrota de los ejércitos napoleónicos y luego la llamada “Restauración”, con la paz de Viena, ciudad en la que residió gran parte de su vida. El artículo que presentamos busca hurgar la relación entre arte y política en la obra de Beethoven para que, como dice su autor, “afinemos los oídos” y captemos la naturaleza subversiva de su música, que se enlaza con los ideales republicanos y revolucionarios del “genio de Bonn” que en las grandes conmemoraciones oficiales son totalmente olvidados y neutralizados, al punto de que su música ha sido instrumentalizada por distintos Estados y regímenes opresivos. Chris Wright, doctor en historia de EE. UU. por la Universidad de Illinois en Chicago, es autor de Worker Cooperatives and Revolution: History and Possibilities in the United States y escribió este artículo para la revista Dissent (dissentmagazine.com) donde plantea, por el contrario, que Beethoven es una figura que pertenece al legado de los que queremos subvertir este mundo de raíz, que anticipa ese mundo en el que “todos los hombres serán hermanos” (parafraseando los versos de Schiller del cuarto movimiento de la monumental Novena Sinfonía) pero por el cual primero hay que luchar contra los poderes existentes para poder realizarlo.
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Doscientos cincuenta años después del nacimiento de Beethoven, nos enfrentamos a una paradoja: su música es conocida y amada en todo el mundo, probablemente más que la de cualquier otro compositor, incluso cuando casi nunca se destaca su significación real, salvo en estudios críticos no leídos por el gran público. Lo familiar, parece, no ha engendrado desprecio sino ignorancia. Escuchamos las famosas melodías por milésima vez, ya sea en películas, anuncios o conciertos, de la tercera, quinta, sexta o novena sinfonía o de conciertos de piano y sonatas o piezas de música de cámara. Pero el filo de esta música ha sido opacado por su utilización excesiva. Es decir, hemos olvidado, y ya no parecemos escuchar, la naturaleza intensamente política de la música de Beethoven, su naturaleza subversiva, revolucionaria, apasionadamente democrática y exaltadora de la libertad.
En el año del 250 aniversario del gran compositor sería apropiado volver a capturar esta esencia, afinar nuestros oídos para captar el mensaje político y filosófico de la música. Esto es especialmente apropiado en nuestra época, cuando hay luchas democráticas contra un ancien régime corrupto y en decadencia, que tiene sus paralelos con la era beethoveniana de revolución, reacción encubierta y esperanzas de realizar “los derechos del hombre”. Beethoven pertenece, en cuerpo y alma, a la izquierda. Siglos después de su muerte, su música aún conserva el poder de transformar, transfigurar y revivir, sin importar cuántas derrotas políticas hayan sufrido sus partidarios y espíritus afines.
Podríamos comenzar con el más famoso de los motifs beethovenianos: las notas con las que empieza la Quinta Sinfonía (1808). Todos hemos escuchado la leyenda de que representan “el destino llamando a la puerta”. El origen de esta idea es Anton Schindler, el conocido secretario de Beethoven. Sir John Eliot Gardiner, director de orquesta de fama mundial, tiene una interpretación diferente: detecta la influencia del revolucionario Himno del Panteón de Luigi Cherubini de 1794. “Juramos, espada en mano, morir por la República y por los derechos del hombre”, canta el coro, al ritmo del ta-ta-ta-taaam. Beethoven era un gran admirador de Cherubini, por no decir que era un devoto republicano, así que la teoría de Gardiner no es muy descabellada. En la Viena de 1808, embrutecedora, conservadora y represiva, Beethoven introdujo el toque de clarín de la revolución en las primeras notas de una de sus sinfonías más revolucionarias y napoleónicas. ¡No es de extrañar que los conservadores detestaran su música!
Beethoven fue un hijo de la Ilustración y lo siguió siendo toda su vida. A finales del siglo XVIII, Bonn, donde nació, estaba impregnada del pensamiento más progresista de la época: Kant, el filósofo de la libertad, era un tema de discusión muy vivo en la universidad, al igual que su seguidor Friedrich Schiller, el poeta de la libertad, enemigo apasionado de los tiranos de todo el mundo. El joven Beethoven estaba fuertemente influenciado por Eulogius Schneider, a cuyas conferencias asistía. Schneider, uno de los más importantes jacobinos alemanes, era tan radical que en 1791 fue expulsado de la liberal Universidad de Bonn, luego de lo cual se unió al Club Jacobino de Estrasburgo, en Francia (allí fue nombrado fiscal del Tribunal Revolucionario, enviando con entusiasmo a los aristócratas a la guillotina hasta que perdió su propia cabeza un par de años después). El republicanismo de Schneider permaneció con Beethoven, pero fue a Schiller a quien Beethoven adoraba.
El poema de Schiller, “An die Freude” (conocida aquí como la Oda a la alegría), impresionó inmensamente a Beethoven. Planeó desde el principio ponerle música y finalmente lo hizo con la Novena Sinfonía. Pero estaba igual de enamorado de las obras idealistas y heroicas de Schiller, como Los ladrones, Guillermo Tell y Don Carlos. Cuando era joven, anotó sus propios pensamientos sobre esta obra: “Hacer el bien siempre que se pueda, amar la libertad por encima de todo, no negar nunca la verdad, aunque se esté ante el trono”. Décadas más tarde, lo encontramos exclamando en una carta: “¡¡¡Libertad!!! ¿¿¿Qué más quiere uno???” Una vez escribió en una carta: “Desde mi más tierna infancia, mi celo por servir a nuestra pobre humanidad sufriente de cualquier manera por medio de mi arte no ha quedado comprometida con ningún motivo inferior. Estoy encantado de haber encontrado en usted un amigo de los oprimidos”. El historiador Hugo Leichtentritt concluye: “Beethoven fue un demócrata apasionado, un republicano convencido, incluso en su juventud; fue, de hecho, el primer músico alemán que tuvo fuertes intereses, ideales y ambiciones políticos”.
Por cierto, su primera composición importante fue su Cantata por la Muerte de José II, un homenaje sincero y conmovedor al reformador ilustrado que murió en 1790. Beethoven, a quien siempre le disgustó la jerarquía, simpatizaba totalmente con los ataques de José al poder de la Iglesia Católica y de la aristocracia austriaca. Su desprecio por los aristócratas era tal que, años más tarde, escribió una nota insultante a uno de sus más generosos benefactores, el Príncipe Lichnowsky: “Príncipe, lo que eres, lo eres por las circunstancias y por nacimiento; lo que yo soy, lo soy por mí mismo. Hay y siempre habrá miles de príncipes, pero hay un solo Beethoven”. Incluso su sentido de la moda era democrático. Una mujer que lo conoció escribió un recuerdo de su comportamiento en los aristocráticos salones vieneses: “Aún recuerdo claramente a Haydn y Salieri sentados en un sofá... ambos cuidadosamente vestidos a la antigua usanza con peluca, zapatos y medias de seda, mientras que Beethoven venía vestido según la moda informal típica del otro lado del Rin [es decir, de Francia, N. del T.], casi mal vestido”. Se comportaba “sin modales, tanto en sus gestos como en su comportamiento. Era muy altivo. Yo mismo vi a la madre de la princesa Lichnowsky... arrodillarse ante él mientras él se acurrucaba en el sofá, rogándole que tocara algo. Pero Beethoven no lo hizo”.
Beethoven mantuvo durante décadas una fascinación por Napoleón, en gran parte porque el “pequeño cabo” que había conquistado Europa por sus propios esfuerzos no era un aristócrata. “Admiraba el ascenso de Napoleón, quien venía desde tan abajo”, comentó un oficial francés del que se hizo amigo en 1809. “Se ajustaba a sus ideas democráticas”. La coronación de Napoleón como emperador, sin embargo, no encajaba con las ideas de Beethoven, como sabemos por la anécdota de cómo arrancó furiosamente la portada de la partitura de la Sinfonía Eroica (1804), su tercera sinfonía, a la que, increíblemente, dada la represión política de Viena, pretendía llamar originalmente “Bonaparte”. “¡Así que no es más que un hombre corriente!”, se enfureció Beethoven. “¡Ahora él también pisoteará todos los derechos del hombre... y se convertirá en un tirano!” Veinte años más tarde, durante el apogeo de la época de la Restauración, sus opiniones se habían suavizado: “Antes no podría haber tolerado [a Napoleón]. Ahora pienso de forma completamente diferente”. Por muy malo que fuera Napoleón, no era el despreciado emperador Francisco II o, peor aún, el canciller del Imperio Austríaco, Klemens von Metternich.
La Eroica es posiblemente la más revolucionaria de las sinfonías de Beethoven, que puede ser la razón por la que siguió siendo su favorita, al menos hasta la Novena. John Clubbe, autor de Beethoven: el revolucionario implacable (2019), cree que los famosos dos primeros acordes de la Eroica, que suenan como estallidos de un cañón, representan los cañones disparados por los ejércitos de Napoleón marchando por Europa. “Los acordes recuerdan el mundo de la Revolución [francesa]: exuberante, exagerado, colosal. Son llamadas de atención para despertar a un público somnoliento” en Viena y en todo el mundo. Beethoven detestaba a los complacientes, apolíticos y frívolos vieneses de su época, intimidados por la represión y la censura en un silencio sibarítico. La sinfonía está llena de sus técnicas de interrupción por excelencia, incluyendo contrastes dinámicos repentinos, disonancia extrema, un ruido colosal, enormes dimensiones, densidad de ideas, explosión de formas y convenciones, e incluso un corno francés extra para crear la atmósfera de la revolución. Todo esto sirve para comunicar la esencia permanente de la música de Beethoven: la lucha, que termina en el triunfo. No es una mera lucha personal, como su lucha contra la sordera; es una lucha colectiva, universal, intemporal, una guerra contra los límites, por así decirlo, artísticos, creativos, morales, políticos, incluso espaciales y temporales. La caracterización de John Eliot Gardiner es acertada: Beethoven representa la lucha por traer lo divino a la Tierra. (Gardiner contrasta esto con Bach y Mozart, donde el primero representa lo divino en la Tierra, el segundo brindándonos la música que se escucharía en el cielo).
“Si escuchamos a Beethoven pero no escuchamos nada de la burguesía revolucionaria –el eco de sus consignas, la necesidad de realizarlas, el clamor por esa totalidad en la que la razón y la libertad deben estar garantizados– no estamos entendiendo a Beethoven mejor que alguien que no pueda seguir el contenido puramente musical de sus obras”, escribió Theodor Adorno. Beethoven era tan político que, al final de su vida, algunos de sus amigos se negaron a cenar con él: o estaban cansados de su constante politización o temían que los espías de la policía los escucharan. “Eres un revolucionario, un carbonario”, escribió un amigo suyo en su libro de conversaciones en 1823, refiriéndose a una sociedad secreta italiana que había jugado un papel en varios levantamientos nacionales. Beethoven mantuvo la fe en la Ilustración, mucho más allá del punto en que esta se había vuelto anacrónica para sus contemporáneos.
Está fuera del alcance de este artículo rastrear el humanismo exhortatorio de Beethoven a través de todas sus permutaciones musicales, desde la poesía bucólica de la Sexta Sinfonía (tenía un amor casi panteísta por la naturaleza) hasta “la paz que sobrepasa todo entendimiento [1]” de la última sonata para piano, con la deslumbrante variedad de formas y contenidos en el medio de todo eso. Sin embargo, no podemos ignorar la única ópera que escribió, ya sea en su forma inicial (como Leonora) o en su forma final casi diez años más tarde, como Fidelio (1814), que quiso dedicar a los griegos que luchaban por la libertad en su guerra contra el Imperio Otomano. Esta fue una oportunidad para que el gran demócrata expresara sus convicciones con palabras. Y las palabras, la música y el argumento de la ópera son inequívocos: en ellos “la Revolución no es representada sino recreada como en un ritual", como dijo Adorno.
Fidelio da rienda suelta al idealismo sin fisuras de Beethoven, como luego el movimiento coral de la Novena Sinfonía, una década después. La trama es simple (y aparentemente basada en hechos reales ocurridos durante la Revolución francesa). Leonora, disfrazada de un joven llamado Fidelio, consigue un trabajo en una prisión donde sospecha que su marido Florestán está detenido por razones políticas. De hecho, lo están matando de hambre lentamente en un calabozo por haber denunciado los crímenes del alcaide de la prisión, Pizarro. El ministro Don Fernando llegará al día siguiente para investigar las acusaciones de crueldad en la prisión, por lo que Pizarro resuelve matar a Florestán para mantener en secreto su existencia y su injusto encarcelamiento. Fidelio y algunos otros son enviados al calabozo a cavar una tumba; mientras tanto, liberan a la mayoría de los prisioneros, al menos temporalmente, para reunirse en el patio y ver el sol una vez más. Cuando llega el momento de que Pizarro mate a Florestán, se acerca con un puñal, pero Fidelio salta entre él y Florestán y se revela, para sorpresa de todos, como Leonora. Amenaza a Pizarro con una pistola, pero en ese momento se oye una corneta lejana, anunciando la llegada del benévolo ministro. Pizarro termina él mismo encarcelado, mientras Leonora libera a Florestán de sus cadenas y es celebrada por su heroísmo por la multitud de prisioneros emancipados.
El simbolismo y los significados alegóricos de la ópera no son difíciles de discernir. Beethoven creía en el coraje y el heroísmo de las mujeres tanto como en los de los hombres, y se sentía conmovido por contemplarlos y representarlos. Toda su vida permaneció tan sincero y puro en sus valores, así como en su “personalidad totalmente indómita” (citando a Goethe), como un niño ingenuo que leía por primera vez a Schiller. Sin duda es esta cualidad la que conmueve al público, la que inspira los flash mobs con millones de vistas en YouTube, y la que ha hecho su música inmortal. El arte más grande es siempre afirmativo en espíritu, y nadie es más profundamente afirmativo -o tiene más derecho a la afirmación, a la luz de su terrible sufrimiento- que Beethoven.
El espíritu de su música es tan simple como los espíritus de sus modelos, como Sócrates y Jesús: el bien triunfará sobre el mal; hay que apreciar la libertad pero vivir con seriedad moral, desafiando siempre a la autoridad; amar a los semejantes, pero no de manera localista, al modo del nacionalismo, sino en forma universal; nunca comprometer los propios ideales o la propia integridad; y sobre todo, luchar por la emancipación. “La libertad siguió siendo el motivo fundamental del pensamiento y de la música de Beethoven”, escribe Clubbe. Para Beethoven, esto significaba la libertad republicana de participar activamente en la política, o la libertad de crear, pensar y hablar lo que sea, donde sea. La política “como el arte de crear la sociedad, una sociedad que exprese una vida más rica y plena”, era su tema favorito, según su biógrafo W.J. Turner.
Hay algo incongruente en la asistencia de esa élite lujosamente vestida y adinerada a las funciones públicas de las sinfonías o los conciertos de Beethoven, dada la expresión en su música de un espíritu tan revolucionario, democrático y humanitario. Tales son las ironías que se producen cuando se niega u olvida la especificidad histórica del arte y solo queda un vago sentimiento de disfrute estético. Sin embargo, incluso el puro disfrute estético es significativo. La música es exquisitamente bella como vigorizante: ningún compositor en la historia es más humanista que Beethoven. Como alguna vez dijo Leonard Bernstein:
No ha vivido ningún compositor que hable tan directamente a tanta gente, a jóvenes y viejos, educados e ignorantes, aficionados y profesionales, sofisticados e ingenuos. A toda esta gente, de todas las clases, nacionalidades y orígenes raciales, esta música habla de una universalidad de pensamiento, de la hermandad humana, de la libertad y el amor.
Que incluso los reaccionarios de hoy puedan amar a Beethoven, aunque sea perversamente, sugiere cuán universal es su música.
Volvamos, entonces, con nuevos oídos y mentes abiertas al “primer gran demócrata de la música”, en palabras de Ferruccio Busoni. Inspirémonos en él en nuestras propias luchas para humanizar y democratizar el mundo. Y no olvidemos, en el páramo cultural que es Estados Unidos en este siglo XXI, los aspectos más nobles de la herencia de nuestra civilización.
Richard Wagner llamó a su propia música “la Música del Futuro”. Esperemos que la de Beethoven sea la verdadera Música del Futuro, y que la humanidad un día sea libre.
Artículo original: “The Revolutionary Beethoven”, Dissent Magazine, 25/09/2020.
Traducción e introducción: Guillermo Iturbide.
“Eroica” (2003), dirigida por Simon Cellan Jones, película de ficción sobre el estreno en Viena de la Tercera Sinfonía (1803), considerada por muchos como el “nacimiento” del romanticismo musical. Ian Hart, protagonista de Tierra y libertad de Ken Loach, actúa en el papel de Beethoven.
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