A 80 años de la muerte del filósofo alemán perseguido por el fascismo, y del revolucionario ruso asesinado por el stalinismo, publicamos aquí la traducción de un capítulo del libro dedicado a Benjamin del crítico inglés Terry Eagleton, Walter Benjamin or Towards a Revolutionary Criticism, que precisamente a partir de esa coincidencia traza una relación entre Benjamin y Trotsky.
EL ÁNGEL DE LA HISTORIA
El año de la muerte de Benjamin, otro intelectual judío exiliado encontró su destino a manos de la reacción política. Víctimas, respectivamente, del fascismo y del stalinismo, y signo conjunto de su letal complicidad, Walter Benjamin y León Trotsky muestran una serie de paralelismos que deben aún estudiarse seriamente. Sabemos que Benjamin leyó a Trotsky con admiración: tenía en alta estima ¿Adónde va Gran Bretaña? [1], y devoró “conteniendo la respiración” Mi vida e Historia de la Revolución rusa declarando, apropósito de estas dos últimas, que hacía años que no asimilaba nada con tanta intensidad [2]. Las perspectivas políticas de ambos eran idénticas en muchos aspectos. Ambos se opusieron a la locura ultraizquierdista del Tercer Período, destacando la amenaza inminente del fascismo frente a la complacencia criminal de la Comintern; ambos rechazaron igualmente las ilusiones alternativas de la socialdemocracia, como queda claro en los comentarios mordaces de Benjamin acerca de la capitulación del partido socialdemócrata alemán ante el fascismo [3]. La concepción frentepopulista de la lucha contra el fascismo, contra la cual Trotsky nunca cesó de polemizar, queda bastante bien caracterizada en las burlas de Benjamin hacia las ilusiones izquierdistas del “progreso” y de las alianzas con la cultura tradicional [4]. La concepción de la historia como una progresión triunfal de tesoros culturales, odiosa para Benjamin, es una característica típica de la ideología del frente popular. Escribiendo sobre el Frente Popular francés en 1937, habla de un “fetiche de la mayoría izquierdista” que no se avergüenza de una política que, de ser practicada por la derecha, provocaría disturbios [5]. Sus “Conversaciones con Brecht”registran el interés del propio Brecht por los escritos de Trotsky, su reacción escéptica frente al dogma del “socialismo en un solo país” y a la degeneración del Estado obrero soviético [6].En el ámbito de la revolución cultural, Trotsky y Benjamin concuerdan, aunque el último esté a la izquierda del primero. Ambos rechazan el Proletkult [7], buscando rescatar aspectos de la cultura tradicional al tiempo que permanecen críticamente abiertos a la vanguardia; ambos le dan la bienvenida a los hallazgos de Freud y establecen una alianza activa con los surrealistas; ambos combinan la erudición y la sensibilidad de los intelectuales “tradicionales” con una insistencia en las tareas “orgánicas” de la cultura socialista, ya sean campañas de alfabetización o la “proletarización” esencial del artista.
Hay un aspecto en el que sería degradante para la memoria de León Trotsky llevar más lejos este paralelismo. Trotsky fue uno de los dos mayores revolucionarios marxistas del siglo XX, incomparablemente más significativo para el curso y el destino del socialismo que un crítico de arte místico, políticamente inactivo y temperamentalmente aletargado de la República de Weimar. Sea cual sea el genio y la aflicción de Walter Benjamin, una plena equiparación entre él y el arquitecto del Ejército Rojo y la Cuarta Internacional tendrá el aire de un error de categoría. Porque ambos se formaron en períodos distintos del marxismo moderno: uno durante la fase heroica de la lucha política que culminó en la Revolución de Octubre; el otro durante la época más desoladora del “marxismo occidental” en que esas luchas políticas habían recibido su tiro de gracia de manos del stalinismo, la socialdemocracia y la burguesía conjuntamente.
Sin embargo, es posible marcar un contraste entre Benjamin y Trotsky que resultaría a favor del primero. Trotsky, a pesar de su interés entusiasta por el arte moderno, fue al igual que Marx, Engels y Lukács, heredero de la Ilustración. El marxismo clásico comparte en gran medida la racionalidad de la Ilustración –esa red de presunciones históricas acerca de lo que debe considerarse verdad, razón, sentido, valor e identidad, ahora tan profundamente enraizadas que son imposibles de erradicar enteramente de nuestros gestos más leves–. Que una problemática tal pueda simplemente ser “erradicada” en todos los casos es altamente dudoso; y es de seguro claro que era –y es– históricamente necesario para el marxismo luchar principalmente en ese terreno. La mayoría de las alternativas propuestas hasta ahora han sido, por decir lo mismo, primitivas e intragables. Sin embargo, seguramente uno puede cuestionar las graves limitaciones de esta problemática, si es que podemos identificarlas, sin ceder al suicidio intelectual. Benjamin y su amigo Adorno son “marxistas modernos”, ubicados en un último umbral del significado donde puede que sea posible reflexionar de nuevo sobre el marxismo en términos a menudo bizarramente alejados de las presunciones dominantes de la Ilustración [8]. Los resultados, como es de esperar, son parciales y variados, pero esbozan un proyecto abrumador y estimulante cuya forma quizá solo estemos empezando a vislumbrar en forma vaga. Es un proyecto que tal vez solo resulte plenamente viable del otro lado del cambio revolucionario. Si gran parte del modernismo teórico ha terminado por abandonar toda esperanza de ese cambio, esto puede no deberse tanto a que sea incompatible con el marxismo sino a que las condiciones materiales necesarias para un intercambio así no existan propiamente aún. Puede que solo en el reino de la libertad la Razón tenga la completa tranquilidad para transformarse en términos que sin duda mantendrán alguna referencia a las racionalidades “ajenas” de las otras civilizaciones del mundo.
He argumentado que donde gran parte de la “estética marxista” muestra más síntomas de marxismo occidental es en sus extraños entrecruzamientos de materialismo e idealismo, y que dentro de este linaje estético ninguna figura sería, a su vez,mejor ejemplo de esta ligazón que el propio Benjamin. El idealismo de Benjamin asume múltiples formas, pero una en particular exige aquí una breve discusión. A menudo se ha advertido en su obra una tendencia hacia el “tecnologismo”–el asignar un determinismo histórico a las fuerzas técnicas abstraídas a su contexto social–; pero quizá no se haya puesto el énfasis suficiente en que este es uno de los términos de una pareja antitética cuyo otro término es el de “culturalismo”. En resumen, Benjamin tiende al mismo tiempo a objetivizar la base económica y a subjetivizar la superestructura, alternando con un mínimo de mediación entre las “fuerzas materiales” y la “experiencia”. Las fuerzas técnicas a veces se idealizan, así como la materialidad de la superestructura amenaza a veces con disolverse en la “inmediatez” de la “experiencia” misma, ya sea como Erlebnis o como Erfahrung [dos formas de traducir experiencia en alemán, distinguibles en la obra de Benjamin como “experiencia histórica” y “vivencia” respectivamente, y que Eagleton problematiza en el libro en capítulos previos, N. del T.]. La relación entre la base y la superestructura se convierte esencialmente en una relación de tipo “expresiva” –una “correspondencia” o mímesis sensorial, como en las teorías de Benjamin sobre el lenguaje–. Esta doctrina, irónicamente, es a menudo un rasgo del mismo historicismo contra el que luchó tan denodadamente: si rechazó el eje diacrónico del historicismo –sus teleologías deterministas–, en ocasiones estuvo cerca de reproducir su visión sincrónica de la historia como una homogeneidad de “niveles”. La base y la superestructura se unen en la realidad acompasada de la historia, de la cual los modos de producción serían una cara, y la otra sería la “experiencia”. De hecho, Benjamin adopta un punto de vista historicista respecto a su propio marxismo que, destaca, no es “nada, absolutamente nada más que la expresión de ciertas experiencias en mi vida y mi pensamiento” [9]. La teoría no es más que la autoconciencia de la “experiencia” o la práctica.
Dejar aquí la cuestión sería hacerle una grave injusticia a Benjamin. Porque si bien a veces concibe la “experiencia” como una especie de impresión directa o una destilación de fuerzas físicas o tecnológicas, sigue siendo cierto que logra hacer aparecer, de tal condición de reflejo, una sutileza de percepción que excede maravillosamente la tosquedad del propio modelo. Más aún, su insistencia en la naturaleza personalmente experiencial de su propio compromiso comunista, está deliberadamente dirigida contra la “esterilidad de un ‘credo’”, que es el stalinismo. Ser “fiel” al marxismo, en estas condiciones, significaba ser hasta cierto punto “necesariamente, significativamente, productivamente falso”. Tampoco es del todo verdad que la obra de Benjamin carezca de mediación entre la tecnología y la experiencia: ¿qué otra cosa es el concepto de la lucha de clases? Sin embargo, a menudo esta es una mediación atenuada. Las “Tesis [sobre el concepto de historia]” son un magnífico documento revolucionario, pero evocan sistemáticamente la lucha de clases en términos de conciencia, imagen, memoria y experiencia y callan casi completamente respecto a la cuestión de sus formas políticas. Entre “base” y “experiencia”, la instancia política se borra silenciosamente: Habermas no está muy errado cuando comenta que “Benjamin concebía la filosofía de la historia también como una teoría de la experiencia” [10]. Los surrealistas, comenta Benjamin, percibían un componente extático o anárquico en cada acto revolucionario; pero agrega enseguida: “poner exclusivamente el acento en esto sería subordinar la preparación metódica y disciplinada de la revolución enteramente a prácticas que oscilan entre ejercicios de preparación física y celebraciones por adelantado” [11]. Precisamente esta subordinación marca la obra del propio Benjamin, desde la espasmódica violencia soreliana expuesta en su tempranatendencia “apocalíptica” ultraizquierdista, al mesianismo revolucionario y la poesía política de las propias “Tesis”.
Esto es, por supuesto, algo más que un lapsus teórico. Tiene sus raíces en el propio carácter político de la época de Benjamin. Varado entre la socialdemocracia y el stalinismo, realmente sus opciones políticas eran limitadas. Le quedaban pocascosas excepto la “experiencia”, e incluso esta era frágil hasta la náusea. El antihistoricismo de Benjamin, por tanto, está en connivencia con su idealismo: el Jetztzeit [“tiempo-ahora”, concepto usado por Benjamin en las “Tesis” como opuesto al tiempo homogéneo y vacío, N. del T.] deja de figurar simplemente como elemento simbólico dentro del materialismo histórico y viene a sustituir el rigor de la práctica revolucionaria. Entre la venida de las masas y la venida del Mesías, no puede cristalizarse tercer término alguno. El profeta revolucionario se sustituye a sí mismo por el partido revolucionario, capaz de cumplir sus tareas mnemónicas, pero no teóricas ni organizativas, en parte rico en sabiduría por ser pobre en la práctica. Si Trotsky posee el Programa Transicional, Benjamin se queda con el “tiempo del ahora”. Ningún movimiento revolucionario puede permitirse ignorar signos de progreso estables, ritmos de un desarrollo gradual o cuestiones de teleología (en sentido no metafísico del término); el “tiempo homogéneo” benjaminiano, desde el punto de vista del bolchevismo, resulta de alguna manera menos repelente. Si ni siquiera los muertos están a salvo del fascismo, tampoco el Mesías lo está del socialismo. El Mesías es la última instancia que nunca llega, pero incluso si llegara, no sería un acontecimiento que quedara dentro del materialismo histórico.
William Blake, que escribía entes del emerger del materialismo histórico, lanzó su crítica al capitalismo industrial en términos teológicos. A pesar de sus importantes limitaciones, ningún producto materialista ha superado jamás su fuerza. Benjamin, como hemos visto, puede del mismo modo avanzar por su lado idealista: como su gran mentor en el marxismo, Georg Lukács, convoca a los recursos ambivalentes del idealismo a entablar batalla con un positivismo considerablemente más pernicioso. El alcance de este logro podrá ser comprendido mediante un sencillo paralelo. El marxismo del siglo XX contiene otra teoría antihistoricista que, al igual que Benjamin, habla de amalgamar formas arcaicas con otras más contemporáneas, y que no entiende el desarrollo histórico como una evolución lineal, sino como una constelación impactante de épocas dispares. Fue esta hipótesis –la hipótesis de Trotsky en Resultados y perspectivas– la que presagió el destino de la Revolución rusa y que, generalizada como teoría de la revolución permanente, sigue siendo de extrema importancia para la estrategia socialista hoy en día. Si un marxismo fascinado por una teoría “etapista” de la historia le hubiera prestado atención, probablemente Benjamin no hubiera muerto cuando murió. La teoría de la revolución permanente se introduce lateralmente en la homogeneidad histórica, encontrando en la época de la lucha democrático-burguesa el “débil impulso mesiánico” que la hace girar, como en el heliotropismo, hacia el sol del socialismo que amanece en elfuturo. Lo que en Benjamin se queda en imagen se convierte en estrategia política en Trotsky: el proletariado, al asumir el liderazgo de la revolución democrático-burguesa en alianza hegemónica con otras clases y grupos subordinados, libera la dinámica que llevará a la revolución más allá de sí misma hacia el poder de los trabajadores. Los estratos epocales que una imaginación marxista oficial colocaba cuidadosamente uno al lado del otro, son tomados y apilados rudamente unos sobre otros, transfigurando la geología de la revolución por un levantamiento violento. Las jerarquías asumidas son subvertidas impúdicamente: el eslabón más débil de la cadena imperialista, desde el punto de vista de la ironía revolucionaria, se convierte ahora en el más fuerte, en esa esquirla heterogénea que puede llegar a desequilibrar toda la estructura capitalista recargada en su parte superior. Con los ojos vueltos hacia el futuro, la revolución da un salto de tigre al pasado –el feudalismo arcaico de la Rusia zarista– para asimilarlo violentamente al presente. El resultado, como resalta Benjamin en su ensayo sobre Moscú, es una “completa interpenetración de modos de vida tecnológicos y primitivos” [12]. Un momento oportuno del tiempo homogéneo de la revolución burguesa se convierte en la estrecha entrada por laque entrará el proletariado, el Jetztzeit en el cual historias diferentes –feudal, democrático-burguesa, proletaria– son dramáticamente empujadas a una correspondencia contradictoria.
Una vez instalado en el poder, el Estado de los trabajadores continúa peinando la historia a contrapelo. La narrativa sedada de la historia homogénea es transformada en un texto enmarañado: “estallidos de guerras civiles y guerras en el extranjero alternan con períodos de reforma ‘pacífica’. Las revoluciones en la economía, la técnica, la ciencia, la familia, la moral y la vida cotidiana se desarrollan en complejas acciones recíprocas y no permiten a la sociedad alcanzar un equilibrio” [13].
La práctica de la revolución socialista demuestra tanto los desplazamientos y condensaciones “sincrónicos” como “diacrónicos” de la historia: “dentro de una ruptura revolucionaria de la vida de una sociedad”, escribe Trotsky, “no hay simultaneidad ni simetría en los procesos, ni dentro de la ideología de la sociedad, ni en su estructura económica” [14]. El tiempo revolucionario no es ni idéntico a sí mismo ni puramente difuso; lo mismo ocurre con el espacio revolucionario. La revolución socialista comienza sobre fundamentos nacionales, pero no puede ser consumada dentro de ellos: en la más mortal de las constelaciones para la burguesía internacional, los poderes liberados por la revolución nacional empiezan a causar efecto en otros lugares, a deformar el espacio global del capitalismo y a condensar sus áreas nacionales aparentemente discretas en un paisaje de revolución socialista internacional. Solo cuando este “texto” esté escrito por completo podrán ser contados apropiadamente los relatos nacionales que lo componen; solo cuando las revoluciones nacionales sean expulsadas violentamente del continuo de su propia época y terreno,y llevadasa términos globales, podremos estar seguros de que no están irrevocablemente perdidas para la historia. Porque toda imagen de revolución que no sea reconocida por el proletariado internacional como un asunto suyo, amenaza con desaparecer irremediablemente.
A la luz de la teoría de la revolución permanente, el antihistoricismo de Benjamin se convierte en algo más que una noción atractiva. Al contrario, su reactivación en nuestra propia época puede ser casi literalmente la garantía de nuestra supervivencia.Desde la derrota americana en Vietnam, el imperialismo mundial ha sufrido una serie de dolorosos reveses a manos del nacionalismo revolucionario. Pero sin el liderazgo proletario, que es el único capaz de garantizar la transformación de tales insurrecciones en los fundamentos del socialismo, estas sociedades continuarán atrapadas en un precario punto muerto entre el stalinismo y el imperialismo. En las patrias imperialistas, las condiciones contra las que advirtió Benjamin están otra vez en alza: una mitología reformista continúa sujetando a sectores enteros de la clase obrera dentro de una crisis global del capitalismo que vuelve a colocar en la agenda la amenaza del fascismo. En esta situación, es más necesario que nunca hacer volar violentamente la obra de Benjamin fuera del continuo de la historia para que pueda fecundar el presente.
Traducción: Ariane Díaz
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