A propósito de un nuevo aniversario de la muerte de José de San Martín, publicamos una breve reseña de San Martín. Una biografía política del Libertador (Edhasa, 2019), de la historiadora Beatriz Bragoni.
San Martín. Una biografía política del Libertador [1] es una de las recientes publicaciones de la historiadora Beatriz Bragoni, docente de la Universidad Nacional de Cuyo e investigadora del Conicet. El libro está organizado en ocho capítulos en los que aborda la experiencia europea del joven San Martín y su regreso en 1812 al Río de la Plata revolucionario, las campañas en Chile y Perú, y el refugio que busca en Europa en la etapa final de su vida; el último capítulo está dedicado a abordar los usos públicos de su imagen hasta el pasado político reciente.
El estilo de su escritura combina simplicidad narrativa y complejidad argumentativa, haciendo uso de fuentes y recursos propios del trabajo disciplinario y del análisis de acervos de las historias nacionales latinoamericanas. La obra permite conocer la trayectoria de uno de los más importantes liderazgos independentistas latinoamericanos. Es una buena oportunidad, además, para aproximarse a las producciones historiográficas recientes, en diálogo con las consagradas oficialmente sobre el tema.
Si el género biográfico cuenta con tradición académica en el país, el libro se planta como una biografía política tratando de “develar los hilos múltiples que vinculan a un individuo con el ambiente y la sociedad, y capturar sus convicciones políticas en conexión a las prácticas concretas, y no como resultado de conceptos definidos de antemano” (p. 14), en el que los acontecimientos son reconstruidos de manera rigurosa, aunque limitados a hacer inteligible la biografía sanmartiniana sin proponerse ir más allá del campo de acción para una comprensión más profunda de su época. El binomio “biografía política” adquiere su sentido más puro en la investigación de Bragoni a partir del momento en que pone el acento en “las formas de gestionar el poder en el turbulento e incierto pasaje del orden colonial al independiente” (p. 14), entendiendo la política como el conjunto de decisiones, ideas y métodos puestos en juego por San Martín en su trayectoria pública y colectiva, al servicio de su estrategia (“la opción por América”), clave interpretativa de la indiscutible epopeya libertadora en la que desplegó las dotes del genio militar.
La opción por América
Podríamos decir que esta epopeya fácticamente comienza en Cuyo, con su designación como gobernador intendente (1814). Sin embargo aquella convicción estratégica es previa, resultado de una cadena de acontecimientos que contribuyeron a persuadirlo del declive del imperio español y el rol que podía jugar en ello una América liberada. No hay unanimidad respecto a los motivos que determinan su rumbo americano. Para Bragoni son de primer orden los sucesos que atraviesa la metrópoli en crisis luego de la batalla de Trafalgar (1805), la abdicación monárquica (1808) y el avance de las tropas francesas en el territorio español, “la desacertada estrategia militar que mantuvo la descentralización de los mandos” de la resistencia española que “obligó a aceptar la entrada de las tropas inglesas y la regular presión fiscal sobre las economías indianas [...] contribuyeron a formar un diagnóstico favorable entre los enrolados en los partidos americanos de la independencia para liquidar los lazos que sujetaban a las colonias de ultramar con la metrópoli” (p. 34). San Martín integraba prácticas asociativas secretas (como la de los Caballeros Racionales, en Cádiz) que mantenían contactos con delegados británicos, en la que confluyen personajes como el chileno Bernardo O´Higgins, el letrado ecuatoriano Vicente Rocafuerte, el colombiano Antonio Nariño (quien habría de difundir la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano), los venezolanos Andrés Bello y el joven Simón Bolívar. La “chispa revolucionaria” proveniente de las capitales virreinales y gobernaciones americanas, aclara la autora, hizo lo suyo entre estas sociedades y filiales europeas.
Hacer la guerra
El proceso de militarización que habían inaugurado los sucesos de Mayo (1810) adopta bajo el mando de San Martín un nuevo rumbo: golpear directamente sobre el núcleo de la reacción realista, un punto de inflexión frente al tipo de guerras libradas hasta el momento. Si bien toda forma de “hacer la guerra”, como fenómeno específico, tiene su propia historicidad, su estrategia requirió nuevos modos de encarar la confrontación guerrera. Implicaba un número de efectivos y un reclutamiento mayor, cuyo ímpetu y moral de combate debía construirse por todos los medios, pues los ejércitos son más que la sumatoria de individuos y su armamento, de ahí que el Ejército se organizó “como la fuerza para sostener nuestra libertad civil contra los tiranos peninsulares” (p. 86). Este tema es abordado extensamente en el libro. Es que el carácter ofensivo de su plan continental, señala Bragoni, tenía además como condición una nueva disciplina y profesionalización del ejército, inseparables del suministro de un salario y de un eficaz equipamiento militar, aspectos críticos de los ejércitos criollos de la época.
Cuyo se encontraba casi quebrada a partir de la parálisis del comercio con Chile, incapaz de asegurar la regularidad de los ingresos. San Martín se aseguró el financiamiento casi forzoso del gobierno central en Buenos Aires, a riesgo de perder el último bastión en el ex territorio rioplatense, e impuso contribuciones extraordinarias “a través de gravámenes ordinarios y de excepción que incluyeron desde contribuciones forzosas a los capitalistas hasta impuestos al consumo popular” (p. 89) para solventar los gastos. El libro da cuenta del sistema de mandos unificado que San Martín estableció entre “jefes, oficiales, y tropas” (p. 72) en el que la mediación personal que realizaron los sargentos fue distintiva, estando a cargo de la distribución de la paga a los soldados de su compañía como una forma de “lubricar la cadena de obediencia o, en otras palabras, frenar la deserción o rebeldías” (p. 88). Acompañado de un sistema de respaldo y alianzas necesarias solventada no solo en la autoridades consagradas legalmente sino entre aquellas intermedias cercanas al mundo plebeyo, capaces de transmitir la firme voluntad de la empresa que se preparaba, “el sistema de alianzas incluiría ahora al nutrido elenco de actores políticos que había tomado partido por la revolución” y comprendía al “puñado de clérigos que habían sostenido el ‘sagrado sistema de la libertad’ a través de sus influyentes relaciones comunitarias y de sus sermones desde los albores de la revolución” (p. 73).
Por otro lado, dispuso una serie de entendimientos con la “nación pehuenche”, por la que la participación indígena no se redujo a la vigilancia o neutralidad, sino que hay evidencias de suministro de hombres y “contratos celebrados con caciques y mocetones con el fin de recolectar ganado disperso para alimentar a los hombres armados” (p. 74). Este esquema, esta pirámide de poder, como describe la autora, alcanzó proyección en toda la jurisdicción y se repetiría en las ciudades de San Juan y San Luis, aunque no logra sostenerse en el tiempo a lo largo de la campaña continental y hará eclosión en su estadía en Lima.
Respecto a la formación militar que cruzó los Andes en 1817, la autora señala que fueron “5.187 hombres, de los cuales 3.610 eran oriundos de Cuyo” (p. 84). Para este formidable proceso de movilización se apeló a las normas vigentes sobre reclutamiento y a un sistema de incentivos regionales que impactó “en los sectores subalternos” (p. 84), “primero confiscó a los esclavos de los españoles peninsulares que no poseían carta de ciudadanía. Poco después echó mano de los esclavos de los españoles-americanos contrarios al ‘sagrado sistema’ y finalmente en 1816 alcanzó “a la completa jurisdicción sobre la base de un acuerdo entre las diputaciones de Mendoza y San Juan. Sólo dos tercios de la ‘esclavatura’ serían cedidos al ejército, a excepción de los ‘brazos útiles para la labranza’, bajo un doble compromiso que preveía abonar a los propietarios un ‘justo valor’ y que los esclavos formaran un batallón separado bajo la conducción de oficiales cívicos y blancos” (p. 85), quienes mayoritariamente integraron la fuerza de infantería, empeñados en la promesa de obtener su libertad, aunque muy pocos lo lograron. Como señala Bragoni, si bien la concepción sanmartiniana estableció una nueva organización miliciana no modificó la división de castas vigente al momento de la revolución y “con ello se ponía de manifiesto la presión de los capitulares, convertidos en la voz oficial de los amos, que evitaban alterar las jerarquías sociales heredadas del antiguo régimen” (p. 86). Es que en la concepción militar de San Martín, la participación plebeya sirvió “más como base de maniobra del ejército que como un sujeto independiente en los mismos” exponiendo, a su manera, la relación estrecha entre el objetivo de la guerra, el tipo de ejército que la llevó adelante y los condicionamientos para avanzar en la emancipación social de quienes participaron en ellos.
Naciones y liderazgos
El libro aborda en detalle la campaña en Chile, la expedición marítima y su arribo a la costa peruana. A través de ella podría leerse otra historia, paralela, la que se forja en estas guerras pero que poco tenía que ver con sus armas, recursos, combates y batallas. Aquella vinculada a la potencia del momento que inaugura el autogobierno de Mayo, poniendo en evidencia que el “nacimiento de la patria”, que la historia dominante conmemora desde Mayo, sigue ausente. Es aún una incógnita abierta en esa coyuntura histórica. Como escribe Alejandro M. Rabinovich “lo que estaba en juego en las luchas sudamericanas del siglo XIX era justamente el contenido, los límites y la naturaleza de las nuevas naciones a construir sobre las ruinas del imperio colonial” [2]. E incluso la Patria Grande que los libertadores americanos idearon confrontó con la imaginaria unidad que el yugo colonial español había creado sobre espacios regionales económicamente fragmentados y dependientes del comercio europeo, dejando expuesta la ausencia de intereses económicos comunes [3].
Guerras que fueron, además, una fuente primordial en la construcción de los liderazgos políticos americanos, de quienes sostuvieron diferentes fórmulas respecto a los nuevos gobiernos y su legitimidad. En el caso sanmartiniano, y el libro toma distancia del héroe republicano construido a comienzos del siglo XX, la opción por la independencia estaba asociada a la concentración del poder y a la “revolución en el orden” “como única herramienta confiable de gestión independiente” (p. 81). Se inclinaba por gobiernos fuertes, centralizados –en el contexto del proceso de ruptura con España y en alianzas con las elites criollas–, hasta que se consolidaran las independencias. Vale pensar, como hipótesis, que el modelo británico en momentos de restauración europea, reunía varios requisitos que saldaban su debilidad como clase: estabilidad frente a la movilización popular (el terror a los efectos del jacobinismo) y el ejercicio del poder restringido a las élites, bajo la forma de monarquías constitucionales.
Los usos del Estado
La autora dedica buena parte al retorno de San Martín a Europa que él mismo definió como “ostracismo voluntario”, un momento menos abordado en las indagaciones sobre el llamado padre de la patria, y explica cómo San Martín modeló las formas posibles en las que debería operarse su memoria en la posteridad, su “reputación patriótica”, a través de la selección, preparación de documentos, un frondoso intercambio epistolar, recopilado y clasificado sobre su accionar político y militar en las Provincias Unidas de Sud América, Chile y el Perú independiente. Parte de estos documentos se convirtieron en el acervo con el que Mitre lo consagraría como héroe nacional en su labor historiográfica.
Este dato es el puntapié de un largo recorrido sobre los usos públicos de su figura en el siglo XX, desde el Centenario de 1910 y la pedagogía cívica que lo acompañó; pasando por el nacionalismo liberal que, en el contexto de la crisis mundial y cierto escepticismo sobre la grandeza nacional, apeló a su figura e instituyó el 17 de agosto como feriado nacional al nacionalismo militar de la década del 40 y el peronismo, que “hizo de San Martín un dispositivo medular de la liturgia oficial y la educación patriótica [...] el ejército convertido en el principal depositario de la memoria del Gran Capitán” (p. 277). Sin embargo, para la autora el gobierno peronista fue un poco más allá de este discurso de Estado al buscar que la asociación San Martín-Perón arraigara firmemente en su base social. De tal forma que al cumplirse el primer aniversario del 17 de octubre, fecha consagrada popularmente como el nacimiento del movimiento, la celebración oficial “incluyó una ofrenda floral al general San Martín por parte de Perón y de su esposa antes de salir al balcón y pronunciar el discurso ante la multitud reunida en Plaza de Mayo” (p. 278). Casi una década después, cuando la “Libertadora” proscribió al peronismo y buscó borrar todo vestigio simbólico que remitiera al líder y a esa identidad, incluyendo el retiro del cadáver de Evita de la sede de la CGT, “para evitar cualquier manifestación de devoción militar”, esta violenta restricción fracasaría, “es más, la ‘marchita’ peronista convertida en himno del movimiento mantuvo plena vigencia entre sus seguidores al ser silbada en las fábricas o en las cárceles, y la estrofa dedicada a San Martín animaba encuentros barriales ante la porosa y concesiva vigía policial.” (p. 293)
Bragoni se interesa por las diferentes peleas por su apropiación en los sesenta, [4] analizando cómo a lo largo de cada coyuntura “el mito sanmartiniano habría de erigirse en un punto fijo” de referencia (p. 298). Su abordaje se extiende hasta el retorno democrático cuando “el peso de su mitología, y del tejido monumental erigido en su honor, sería conectado con el homenaje a los caídos en Malvinas cuando se erigió un monumento en mármol negro en la Plaza San Martín de Buenos Aires” (p 304), y abarca los años kirchneristas en los que la imagen de San Martín si bien “nunca estaría ausente de la liturgia estatal”, la figura del padre de la patria no destilaría un rol protagónico pues “el momento del Bicentenario de la Revolución de Mayo instalaría otro capítulo de la saga conmemorativa”, quedando en segundo plano, para ser ocupado por “la figura de Evita y de Belgrano, en vistas de abonar un nuevo relato nacional y popular” (p. 304).
En el balance de esta extensa trayectoria, detrás de estas interpelaciones al pasado nacional y disputas por su simbología, existe otro plano de la instrumentalización política estatal al que el libro presta menos atención. Los intentos gubernamentales, desde la restauración democrática, de asociarlo al ejército actual (“alejado del terrorismo de Estado”), dejando en intersticios la posibilidad de construir un ejército distinto al que encaró el exterminio de los pueblos originarios, represor de las luchas obreras y populares a lo largo del siglo XX, en el que fue afianzando su carácter antinacional, subordinado al imperialismo. En este sentido, el capítulo deja otros interrogantes para el debate respecto al alcance y en qué medida estos “usos sanmartinianos”, mirando al presente, han logrado efectividad en dotar a la estructura castrense de reconocimiento social.
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