El nuevo reporte sobre el cambio climático publicado esta semana y toda la serie de episodios dramáticos que se vienen produciendo a lo largo del planeta sin solución de continuidad, invitan a profundizar la reflexión sobre la manera en la cual actúa el capitalismo frente a la naturaleza, sobre la cual el marxismo tiene mucho para decir.
En la semana que pasó el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) publicó la primera parte de su Sexta Evaluación, titulada Cambio Climático 2021: Bases físicas — contribución del Grupo de Trabajo I al Sexto Informe de Evaluación. El reporte repite los avisos alarmantes que se vienen repitiendo hace años en este tipo de documentos, ante la evidencia cada vez más irrefutable del curso peligroso y de cada vez más difícil reversión que está teniendo lugar. El informe tuvo alto impacto, lo cual se debe probablemente no solo a la gravedad del diagnóstico que ofrece, sino a que se conoce cuando estamos observando una serie de dramáticos sucesos encadenados en un período muy breve, que van desde incendios devastadores (los más recientes en Grecia, poco antes en Canadá y Australia) como resultado de temperaturas extremas de más de 40 ºC –julio fue el mes más caliente en la historia de la humanidad–, las inundaciones incontenibles a causa de lluvias torrenciales (en Europa a China), y sequías severas como la que explica la bajante del Paraná.
El IPCC ofrece una abundante evidencia de que se observan “cambios en el clima de la Tierra en todas las regiones y en el sistema climático en su conjunto”. Muchos de los cambios observados en el clima “no tienen precedentes en miles, sino en cientos de miles de años, y algunos de los cambios que ya se están produciendo, como el aumento continuo del nivel del mar, no se podrán revertir hasta dentro de varios siglos o milenios”. Vale la pena detenerse en algunas de las principales cuestiones que analiza el reporte.
Según se consigna allí, las emisiones de gases de efecto invernadero procedentes de las actividades humanas son responsables de un calentamiento de aproximadamente 1,1 °C desde 1850-1900, es decir, el momento en que se aceleró la revolución industrial en Europa y EE. UU.. Se prevé que la temperatura mundial promediada durante los próximos 20 años alcanzará o superará un calentamiento de 1,5 ºC. Los expertos advierten que a menos que las emisiones de gases de efecto invernadero se reduzcan de manera inmediata, rápida y a gran escala, limitar el calentamiento a cerca de 1,5 ºC o incluso a 2 ºC será un objetivo inalcanzable. Las proyecciones indican que en las próximas décadas los cambios climáticos aumentarán en todas las regiones. Según el informe, con un calentamiento global de 1,5 °C, se producirá un aumento de las olas de calor, se alargarán las estaciones cálidas y se acortarán las estaciones frías; mientras que con un calentamiento global de 2 °C los episodios de calor extremo alcanzarían con mayor frecuencia umbrales de tolerancia críticos para la agricultura y la salud. Como consecuencia del cambio climático, las diferentes regiones experimentan distintos cambios, que se intensificarán si aumenta el calentamiento. Algunos de ellos son:
• intensificación del ciclo hidrológico, lo que agrava las precipitaciones y las inundaciones asociadas, y tiene un correlato de peores sequías en muchas regiones;
• patrones de precipitación alterados, con probable aumento de las mismas en latitudes altas y disminución en regiones subtropicales;
• aumento continuo del nivel del mar, lo que contribuirá a la erosión costera e inundaciones más frecuentes y graves. Fenómenos que antiguamente se producían una vez cada 100 años podrían registrarse con una frecuencia anual a finales de siglo;
• amplificación del deshielo del permafrost, pérdida de la capa de nieve estacional, derretimiento de los glaciares y los mantos de hielo, y la pérdida del hielo marino del Ártico en verano;
• calentamiento y acidificación de los océanos, aumento de la frecuencia de las olas de calor marinas, y la reducción de los niveles de oxígeno, con consecuencias para los ecosistemas de los océanos;
• en las ciudades, algunos aspectos del cambio climático, como el calor y las inundaciones, pueden verse amplificados.
Una diferencia de contexto respecto de los últimos años la marca el hecho de que al frente de la principal potencia imperialista ya no está el magnate de peluquín naranja negacionista del cambio climático, que había retirado a EE. UU. de los Acuerdos de París y frenado los esfuerzos por reducir emisiones. Al contrario, Joe Biden hizo suyo el Green New Deal que dos años atrás era impulsado solo por algunos legisladores de la izquierda del Partido Demócrata. La ley de infraestructura votada esta semana –cuyo monto terminó siendo menos de la mitad de lo propuesto originalmente por Biden, como habíamos anticipado– incluye un fuerte estímulo a iniciativas empresariales “verdes”. La geopolítica del clima también se volvió un arma más en la disputa global con China, que si bien en los tiempos de Trump aprovechó las posturas de éste para convertirse en adalid de la lucha contra el cambio climático, es una de las mayores locomotoras del colapso ambiental. Parte de la pretensión de que con Biden EE. UU. está de regreso como líder mundial responsable pasa por ponerse a la cabeza de las iniciativas para enfrentar el cambio climático. Esto puede recrear la expectativa de que puede bastar la iniciativa estatal, concertada con la acción empresaria, para conjurar los males que viene produciendo el capitalismo desenfrenado.
La crítica ecológica marxista, revitalizada en las últimas décadas pero con raíces de larga data resulta fundamental para comprender los límites de estas “soluciones verdes” que se proponen en los marcos del sistema capitalista.
Contradicciones peligrosas
En las conferencias internacionales sobre el clima y otras amenazas ambientales, donde la batuta la llevan las principales potencias imperialistas y tienen voz destacada las empresas multinacionales más poderosas, lo que se discute son respuestas de mitigación que sean acordes con el imperativo capitalista de sostener la acumulación de capital sin fin. Lo cual implica un crecimiento continuo de la producción de la manera menos costosa posible –medidos estos costos con la mirada de la empresa privada, y no de la sociedad en su conjunto–. Todas las alternativas en debate no cuestionan el supuesto fundamental en el que se basa la relación de la sociedad capitalista con la naturaleza: que esta es un objeto pasible de mercantilización y apropiación.
Desde los inicios de la acumulación originaria capitalista hasta hoy, estos dos procesos de mercantilización de la naturaleza, o la lisa y llana apropiación directa de lo que históricamente era comunitario, fueron vitales para la expansión del capital.
Como nos recuerda David Harvey, la naturaleza “es necesariamente considerada por el capital […] solo como una gran reserva de valores de uso potenciales –de procesos y objetos–, que pueden ser utilizados directa o indirectamente mediante la tecnología para la producción y realización de los valores de las mercancías”. Los valores de uso naturales “son monetarizados, capitalizados, comercializados e intercambiados como mercancías. Solo entonces puede la racionalidad económica del capital imponerse en el mundo” [1]. La naturaleza “es dividida y repartida en forma de derechos de propiedad garantizados por el Estado” [2].
La economía política clásica llega a descubrir en el trabajo la fuente de los valores pero al mismo tiempo considera como dadas e inmutables las relaciones de producción capitalistas, y vela su carácter explotador. En su crítica de la misma, Marx muestra que la enajenación de la fuerza de trabajo, la separación entre quienes producen y los medios para llevar a cabo dicha producción, es el presupuesto básico de esta sociedad. En esta enajenación se basa la transformación de la fuerza de trabajo en una mercancía, y por tanto la apropiación legalizada de plustrabajo. Esta disociación va de la mano de un proceso equivalente en la relación entre sociedad y naturaleza, que es también de enajenación y separación. Como advierte Paul Burkett,
Con los productores separados de las condiciones naturales de producción, los administradores capitalistas y sus funcionarios científicos y tecnológicos son libres de aislar y aplicar las formas particulares de riqueza natural que son más útiles para la mecanización del trabajo y la objetivación de este trabajo en mercancías [3].
En igual sentido, observa John Bellamy Foster que a medida “que el trabajo se volvió más homogéneo, también lo hizo gran parte de la naturaleza, que pasó por un proceso similar de degradación” [4]. La homogeneización o producción de una naturaleza abstracta [5] convertida en un objeto para el uso del capital, resulta inseparable de la generalización de la relación trabajo asalariado-capital. Retornando a Burkett,
No hay forma de que la vara de medida unidimensional del dinero pueda ser un criterio adecuado o una guía para la producción sostenible de valores de uso por parte del trabajo humanos enredado con la naturaleza. No hay forma de que el sistema pueda revertir su reducción antiecológica de la riqueza al trabajo abstracto, o el dominio de los mercados y del dinero sobre los valores vitales. Un sistema basado en la explotación del trabajo también debe explotar la naturaleza.
La naturaleza objetivada de esta forma, es tratada como una fuente inagotable de recursos para servir a la valorización. Cuando una fuente se agota –ya sea que se trata de una tierra que pierde nutrientes, de una mina que no tiene metales para ofrecer en cantidad suficiente para resultar rentables, un pozo petrolero que no se puede recuperar, o una fauna marina raleada por la pezca indiscriminada que vuelve a dicha actividad económicamente inviable, por citar algunos ejemplos– el capital va en busca de la siguiente. Cuando una fuente energética empieza a encontrar límites, se apuesta por la siguiente para continuar un ciclo que debe perpetuarse. La contaminación del entorno como resultado de la producción, es otra de las facetas que adquiere esta relación alienada entre sociedad y naturaleza que caracteriza al capitalismo.
John Bellamy Foster desarrrolló, a partir de lo elaborado por Marx en El capital, el concepto de fractura metabólica. Cuando estudia la génesis de la renta capitalista de la tierra Marx plantea la expulsión de las poblaciones agrarias como resultado de la concentración de la propiedad y destrucción de las bases de la economía campesina, y la pérdida de nutrientes que “dilapida la fuerza del suelo”, como un “desgarramiento insanable en la continuidad del metabolismo social, prescrito por las leyes naturales de la vida” [6]. Marx se apoyaba la investigación edafológica de la época sobre el proceso de degradación del suelo, especialmente la desarrollada por el químico alemán Justus von Liebig, al tiempo que planteaba las consecuencias de la alienación de los campesinos de su derecho de propiedad sobre la tierra y de la separación entre ciudad y el campo [7].
Te puede interesar: El valor no lo es todo
Te puede interesar: El valor no lo es todo
En su libro Diecisiete contradicciones y el fin del capitalismo, David Harvey sitúa la relación del capital con la naturaleza dentro de lo que define como las contradicciones peligrosas. Son aquellas que exponen los límites con los que amenaza chocarse el modo de producción capitalista por su lógica de expansión sin frenos con el fin de aumentar la escala de la acumulación de capital –para generar una masa creciente de plusvalor–. La lógica de tratar a la nautraleza como una fuente y un vertedero inagotable, en un metabolismo cada vez más alienado, combinada con el impulso al crecimiento exponencial e ilimitado –otra de las contradicciones “peligrosas” para Harvey– ya está teniendo “un impacto igualmente exponencial sobre los niveles de estrés y riesgo medioambientales en el seno de la ecología del capital” [8]. El “salto de escalas” que caracterizó la expansión capitalista durante los últimos siglos, con circuitos del capital cada vez más internacionalizados, se tradujo en el desarrollo de problemas ambientales que ya no son solo locales (como la contaminación de un río o la niebla tóxica en una geografía acotada) sino cada vez más regionales y globales. También se acelera el ritmo de los impactos, de manera también exponencial.
El desigual reparto de los efectos que el doble movimiento de mercantilización genera sigue las mismas líneas de demarcación que las relaciones de clase –y de relaciones interestatales asimétricas– que ordenan la economía mundial capitalista como una totalidad jerarquizada. Los problemas asociados a la contaminación “no solo se trasladan de un sitio a otro, también se resuelven dispersándolos y transfiriéndolos a una escala diferente. Esto es lo que propuso Larry Summers cuando era economista del Banco Mundial. África, aseguraba, estaba ’infracontaminada’ y sería razonable utilizarla para deshacerse de los desechos de los países avanzados” [9]. Esta agenda, claramente imperialista, es también tomada como propia en los países mal llamados “emergentes” o “subdesarrollados”, y no solo desde sectores empresarios, sino también por un variopinto arco de impulsores del desarrollo. En aras de este objetivo, cuya posibilidad de lograr en el marco de las relaciones que caracterizan la economía mundial capitalista actual resulta una quimera en el 99 % de los casos, reclaman su “derecho” a llevar a cabo actividades contaminantes, tal como lo hicieron los países ricos. Esto, sumado a los intereses de sectores empresarios de los países ricos involucrados en actividades con alta emisión de carbono, explica en parte la parsimonia de los objetivos de reducción de emisiones acordados actualmente, que no evitarán un calentamiento de más de 1 ºC en la próxima década. Dicho sea de paso, quienes por estos pagos hoy se oponen a lo que llaman “ambientalismo bobo” en aras de abrazarse a una “salida exportadora” basada en estimular producciones de alto impacto ambiental a cambio de un puñado de dólares [10] –quienes se hiceron correctamente merecedores del mote de “desarrollismo bobo” que les endilgó Ezequiel Adamovsky–, parecen pasar por alto que no están haciendo más que acomodarse a estos lineamientos que son parte de lo que caracteriza las relaciones imperialistas hoy. El resultado es siempre un reparto desigual de beneficios y pérdidas –los primeros acumulados en unas pocas manos mientras las grandes mayorías obreras y populares padecen las peores consecuencias de los desastres ambientales–.
Lucrar con el capitalismo del desastre
Como señalábamos a propósito de la pandemia del covid19, la última –hasta el momento– de una larga serie de enfermedades zoonóticas que se generan como resultado de las transformaciones ambientales que viene produciendo el capitalismo en su avance planetario, los desastres que configuran una amenaza para poblaciones y ecosistemas, no necesariamente lo son para el sistema.
Harvey apunta que “es perfectamente posible que el capital continúe circulando y acumulándose en medio de catástrofes medioambientales. Los desastres medioambientales generan abundantes oportunidades para que un ’capitalismo del desastre’ obtenga excelentes beneficios” [11]. Lo mismo advierte Kohei Saito, observando que sectores del capital pueden continuar “inventando nuevas oportunidades empresariales, como la geoingeniería, los OMG [organismos genéticamente modificados, N. de R.], el mercado de carbón y los seguros por desastres naturales”, razón por la cual “límites naturales no llevan al colapso del sistema capitalista”.
El capital no solo amenaza la destrucción de ecosistemas enteros y produce trastornos a escala planetaria. Esto sería ver solo una cara de la moneda. También transforma la solución de los problemas que genera en otra fuente de prometedores negocios. En más de una oportunidad, la iniciativa pública y privada más o menos concertada logró respuestas efectivas a problemas ambientales, especialmente cuando los mismos eran de escala local o regional. Harvey apunta que los ríos y las atmósferas del norte de Europa y de EE. UU. están hoy mucho más limpios de lo que lo estaban hace una generación; el Protocolo de Montreal que limita el uso de CFC alcanzó algunos de sus objetivos; los efectos perjudiciales del agrotóxico DDT han sido igualmente restringidos [12]. Por supuesto, fueron tratados “con éxito” en los términos del capital, que son los de la rentabilidad sostenida. Esto significa que “los aspectos negativos acumulados que han generado desde el punto de vista medioambiental las anteriores adaptaciones del capital aún permanecen entre nosotros, incluido el legado de los daños causados en el pasado” [13].
Pero distintos son los desafíos que plantean los problemas regionales (lluvia ácida, concentraciones de ozono de baja intensidad y agujeros de ozono estratosféricos) o globales (cambio climático, urbanización global, destrucción de los hábitats, extinción de especies y pérdida de biodiversidad, degradación de los ecosistemas oceánicos, forestales y terrestres, así como la introducción incontrolada de compuestos químicos artificiales, fertilizantes y pesticidas, que tienen efectos colaterales desconocidos y una gama también desconocida de consecuencias sobre la tierra y la vida en todo el planeta). Acá, “no solo carecemos de los dispositivos instrumentales necesarios para gestionar bien el ecosistema capitalista”, sino que “hemos de hacer frente a una considerable incertidumbre respecto a toda la gama de cuestiones socioecológicas que es preciso abordar” [14]. Como muestra la reiteración de documentos con pronósticos alarmistas, que se repite con la misma regularidad que las reuniones de dignatarios donde se votan medidas de efecto limitado acompañadas de discursos rimbombantes, la parsimonia contrasta con el ritmo cada vez más acelerado de destrucción. Por eso, como admite Harvey a pesar de su inclinación a acentuar la capacidad de gobiernos y capitales a responder a los daños generados –siempre en términos capitalistas que profundizan el alcance de la alienación de las personas y de la naturaleza– “sabemos que las medidas necesarias para asegurarse contra los cambios catastróficos podrían no estar diseñadas y ejecutadas a tiempo” [15]. A lo que hay que agregar que no hay “medidas preventivas” que puedan ser suficientes, si están puestas en función de perpetuar la reproducción de un conjunto de relaciones sociales basadas en “la producción por la producción misma”, en el que esta no se lleva a cabo para satisfacer las necesidades sociales –necesidades que para la fuerza de trabajo y el conjunto de los sectores populares incluyen una relación equilibrada y sostenible con el entorno– sino en función de sostener la acumulación de capital. En un modo de producción en el que las mismas empresas que protagonizan el “green washing” están orientadas cada vez más hacia la producción desechable de casi todo, la obsolescencia programada y la negativa de los “derechos a reparar” para limitar artificialmente la vida útil de los productos electrónicos, cualquier “solución verde”, incluso cuando no se trata de puras quimeras, no pueden más que patear los problemas para el futuro, sin alterar las raíces que los generaron.
Poner el “freno de emergencia”
Frente a una perspectiva absolutamente irracional a la que nos aboca el capitalismo, es evidente la necesidad de medidas drásticas y urgentes. Estas no pueden depender de la buena voluntad de los gobiernos de las potencias imperialistas que son las principales responsables del desastre actual, ni de un “nuevo pacto verde” que incluya a los grandes capitalistas.
Es necesario poner el freno de emergencia. Algunas de las medidas que están planteadas son la expropiación del conjunto de la industria energética, bajo la gestión democrática de las y los trabajadores y supervisión de comités de consumidores, única forma de avanzar hacia una matriz energética sustentable y diversificada, prohibiendo el fracking (de gas y petróleo) y otras técnicas extractivistas con el objetivo de reducir drásticamente las emisiones de CO2 desarrollando las energías renovables y de bajo impacto ambiental, siempre en consulta con las comunidades locales. Al mismo tiempo es necesario pelear por la nacionalización y reconversión tecnológica, sin indemnización y bajo control obrero todas las empresas de transporte, así como las grandes empresas automovilísticas y metalmecánicas, para alcanzar una reducción masiva de la producción automotriz y del transporte privado, mientras se desarrolla el transporte público en todos sus niveles. La lucha por lograr condiciones seguras de trabajo en todas las fábricas y empresas, libres de tóxicos y agentes contaminantes, unida a la reducción de la jornada laboral y reparto de las horas de trabajo sin rebajas salariales entre todas las manos disponibles, como parte de un plan general de reorganización racional y unificada de la producción y la distribución en manos de la clase trabajadora y sus organizaciones. Solo mediante una completa reorganización de la producción, la distribución y el consumo podrá cambiarse un curso hacia la profundización de los desastres ambientales. La nacionalización bajo gestión directa de las y los trabajadores de sectores como estos, sería solo el primer paso hacia la nacionalización del conjunto de los sectores económicos estratégicos de las ciudades y el campo, avanzando contra el antagonismo entre ambos, con el objetivo de establecer un plan general verdaderamente sustentable, algo que para alcanzarse requiere pelear por un gobierno de trabajadores.
Este programa, junto a otras medidas de imperiosa necesidad, son obviamente imposibles de alcanzar en los marcos del capitalismo. Para llevarlo a cabo hace falta una estrategia revolucionaria que enfrente decididamente a los responsables del desastre. Y para eso es vital que la clase trabajadora se integre a la pelea contra la destrucción ambiental con sus propias reivindicaciones y sus propios métodos de lucha (huelgas, bloqueos y piquetes) y enfrentando a las burocracias sindicales. En necesario la mayor unidad de la clases trabajadoras de todo el planeta para dirigir al conjunto del pueblo oprimido, sobre cuyas espaldas recaen las peores consecuencias de las catástrofes ambientales, que no tienen nada de naturales sino que son un crimen social generado por el desenfreno capitalista, aliándose con los sectores de los movimientos ambientalistas que impugnan las falsas soluciones capitalistas. Esta unidad dirigida a atacar las raíces del desastre ecológico es una precondición indispensable para instaurar un sistema que apunte a restaurar el metabolismo entre los seres humanos y la naturaleza, que reorganice la producción social respetando los ciclos naturales sin agotar nuestros recursos, terminando al mismo tiempo con la pobreza y las desigualdades sociales y apuntando a conquistar tiempo libre. Un proyecto verdaderamente ecológico que conjure la catástrofe ambiental a la que nos conduce el capitalismo solo pude serlo en tanto sea anticapitalista y apunte a una transformación revoluciaria dirigida por la clase trabajadora.
COMENTARIOS