El conflicto entre Rusia y Ucrania que trajo nuevamente el imaginario de la Guerra Fría y hasta de la amenaza nuclear, habilita para volver a pensar sobre un género cinematográfico que no puede escapar al enfrentamiento: el cine bélico, que se produce con el patrocinio de los Estados y la gran industria.
Las fantasías son hermosas, y cuando el cine o la literatura agitan nuestra imaginación con las más extravagantes, es probable que estén desplegando su auténtico método para ponernos en contacto con la realidad. Sobre esta idea reflexionaba H. Bruce Franklin en la introducción a su libro Vietnam y las fantasías norteamericanas citando a Tim O`Brien (un escritor ex-combatiente de esa guerra); escribe que las mejores fantasías expresarían una “verdad ficcional” que nos permitiría comprender la “verdad fáctica”. Como la obra trata de “las fantasías engañosas”, en especial las de guerra, que deliberadamente buscarían enmascarar hechos, revertir percepciones populares o alimentar el sentimiento belicoso, se sentía obligado a aclarar que las amaba pero iba a adentrarse en su lado oscuro.
Franklin estudia en especial la ciencia ficción, como resonancia de proyecciones, utopías o distopías, cuya distancia sideral nos invita a sentirlas como metáforas de lo cotidiano. Pero hay otro cine de fantasía que suele presentarse como lo contrario, en especial los “dramas históricos hollywoodenses”, que aún admitiendo su derecho a la libertad narrativa reclaman que se los considere atentos a cierta “fidelidad histórica”. Entre los vuelos de las naves espaciales y la ilusión de abrir ventanas al pasado, navega el portaaviones del cine bélico.
A propósito de estas ficciones de consumo masivo que “nos cuentan la historia”, el historiador Robert A. Rosenstone propuso a sus colegas, hace dos décadas, asumir sin amargura el hecho de que “nuestras ideas y representaciones del pasado (lejano o cercano), tienen como base o referencia una película”. Los historiadores del papel habían perdido la batalla ante el cine, y en ese razonamiento ubicó la relación entre la historia escrita y la historia en imágenes, como un cisma de igual envergadura que el que provocó el salto de la historia oral a la codificación de los libros.
Siguiendo esa línea de estudio, en su libro El pasado en imágenes, escandalizó a sus pares al proponer elevar al cine al rango de historiador, pero uno que trabaja “un nuevo tipo de historia, estableciendo una relación diferente con el aspecto documental o empírico” considerado central por la academia. En este camino formuló una herejía productiva: había que “tomar seriamente el cine histórico” y había que hacerlo en sus propias reglas, aceptando que en él “la base empírica es solo una manera de acercarse al significado del pasado”, que es su verdadera motivación. Una película debía entenderse siempre como “una innovación en imágenes de la historia” y esto no era malo. Puesto que el dispositivo cinematográfico, fiel a su propio mecanismo, “se centra en la creación y la manipulación de los significados”, había que concluir que “lo que un film (se propone) y es capaz de hacer, es forjar una nueva relación con el pasado” y no contarlo “tal cual sucedió”.
Hay que remarcar que Rosenstone no busca dar vía libre al enmascaramiento y las distorsiones históricas con estas reflexiones, sino buscar un enlace genuino con lo que ha sucedido. Pero el conocimiento de ese método revelador del cine, que ya había sido puesto en práctica por precursores como Sergei Eisenstein y su film de guerra iniciático El Acorazado Potemkin (1925), también puede ser usado para fines reaccionarios. En este sentido, en la evolución de las películas de guerra quizás se descubre un extremo en la construcción ficcional del pasado. Por la naturaleza que tratan no pueden escapar al conflicto, a las tácticas y a la estrategia de señalar un enemigo. Se imbrican inevitablemente con la política tomando los hechos pretéritos para reescribirlos una y otra vez, y cuando crecen con el patrocinio de los Estados y la gran industria se convierten en auténtica propaganda.
Estados Unidos y el secreto más oscuro de Hollywood
Como ciudadanos del mundo occidental, aunque habitemos el patio trasero “americano”, estamos seguros que en Rusia y China los Estados se meten en las producciones culturales y digitan mensajes de propaganda y manipulación. Esta certeza, que la evidencia disponible se resiste a contradecir, no la tenemos cuando de Estados Unidos se trata. Se considera en especial que la manipulación en Occidente proviene solamente de “mecanismos invisibles” parientes de la “mano del mercado” que regularía nuestras vidas. Estas ideas podrían enrolarse también dentro de “las fantasías” que fabrica la cultura norteamericana.
En su libro Operación Hollywood, la censura del Pentágono, el periodista David L. Robb documenta de manera exhaustiva las relaciones entre el aparato militar industrial y la industria cinematográfica. Una relación simbiótica de beneficios mutuos que presenta con documentos probatorios y entrevistas grabadas. Tiene la manifiesta esperanza de llevarlos a los tribunales o desatar la indignación del público, pero esto, al contrario que en las películas, no ha sucedido.
Las pruebas facsímiles que reúne son guiones tachados o comentados con exigencias de cambios, y una profunda correspondencia que da cuenta que el Ejército revisa guiones cinematográficos de manera rutinaria y que el Pentágono impone giros en los mismos con el fin de transmitir el mensaje del gobierno. La mayoría de los films tratados son famosos “tanques cinematográficos” que justifican su apodo. Elegidos para la gloria (1983); Top Gun (1986); La caza del Octubre Rojo (1990); Peligro inminente (1994); Forest Gump (1994); Marea Roja (1995); James Bond, el mañana nunca muere (1997); Air Force One (1997); Impacto profundo (1998); Armageddon (1998); La tormenta perfecta (2000); Parque Jurásico III (2001); La caída del halcón negro (2001); Pearl Harbor (2001); Tras las líneas enemigas (2001); Códigos de guerra (2002); La suma de todos los miedos (2002); etc. Solo para nombrar grandes producciones que hemos visto estrenadas en los cines de Buenos Aires o que inundan aún las repeticiones de TV. Son parte de una lista tan larga que excedería los límites de este artículo.
La denuncia de Robb es que la injerencia sobre los contenidos se realiza a través de la Oficina de Medios de Entretenimiento del Pentágono (Pentagon’s Entertainment Media office) y estudia en especial el período en que la dirigió Phil Strub (Director of Entertainment Media at the Department of Defense) entre 1989 y 2018, aunque también da cuenta de las décadas previas y los años 50. El mecanismo se pone en marcha ni bien la producción de una película de acción o guerra solicita la utilización de vehículos (camiones, tanques, helicópteros, portaaviones, submarinos y lo que sea) o predios e instalaciones bajo jurisdicción militar (de tierra, aire o mar con cierta autonomía entre las fuerzas).
Tal como Robb documenta: “lo que un productor debe hacer para conseguir ayuda es enviar cinco copias del guion al Pentágono para su aprobación, introducir en el guion los cambios propuestos por el mismo, rodar el guion tal y como lo ha aprobado este y proyectar el montaje final ante un grupo de sus oficiales antes del estreno público”. Si así no lo hiciere, la ayuda no vendrá y los costos de las películas aumentarán considerablemente “y lo único que Hollywood prefiere a una buena película es un buen negocio”.
Entre los films a los que les fue negado el financiamiento están La chaqueta metálica, de Kubrick; Apocalipsis now, de Coppola; o Pelotón y Nacido el 4 de julio, de Oliver Stone. Este último, citado en el libro, no puede ser más directo: “nos convierten en prostitutas al pedirnos que vendamos su punto de vista. Solo les interesa un cierto tipo de películas. No quieren tratar el lado negativo de la guerra. Ofrecen ayuda a películas que no cuentan la verdad acerca del combate y se niegan a colaborar con aquellas que tratan de contar la verdad”.
Robb denuncia que no se trata de simples “usos y costumbres” sino que la práctica está reglamentada, según el propio manual del ejército (A producer ’s Guide to U.S. Army Cooperation with the Entertainment Industry); la colaboración entre las FF. AA. y la industria del entretenimiento debe “contribuir al reclutamiento y permanencia del personal”. Mientras el propio Phil Strub afirma sin ningún reparo que solo los proyectos que transmiten una imagen positiva del poderoso Ejército de Estados Unidos se benefician de las ayudas oficiales. A este eje principal de manipulación de los guiones se suma la mirada sobre la política internacional (actitud ante Rusia, Medio Oriente, China o Latinoamérica), la naturaleza de la guerra (no hay antibelicismo, no hay intereses corruptos detrás, no hay crímenes de guerra, alineamiento con las justificaciones nacionales de intervención) y la historia norteamericana (revisada hacia el relato oficial). El resultado es obvio, las películas se anclan en hechos del pasado lejano o cercano de amplio conocimiento popular (vivencial) o simbólico, pero se lucha por darle un nuevo sentido. Sus alcances además llegan a productos para adolescentes o niños como películas de la popular perra Lassie o el programa de TV de los 50 The Mickey Mouse Club.
Según algunos medios periodísticos que dan cuenta del tema, sobre la base de documentos desclasificados obtenidos a través del Acta de Libertad de Información, el número de películas revisadas conocido al momento ascendería a 800. Robb insiste que esta práctica contradice la Primera Enmienda, la prohibición constitucional de penalizar o coartar la libertad de expresión.
Este ejemplo de injerencia directa para la propaganda introducida en películas masivas de entretenimiento obviamente no es el único en una relación histórica entre el aparato militar, la industria cinematográfica y el gobierno en EE. UU. Pero es uno que la evidencia de manera menos opaca.
Como habitantes del Sur global y el patio trasero norteamericano, nosotros mismos podemos recordar y sentir casi como propias y sin mucho esfuerzo las épicas del Imperio y sus cambios de enemigos y amigos (porque son parte de nuestra cultura visual). Desde las historias de la II Guerra Mundial que borraban la participación central de la URSS en la derrota nazi; las centenares de películas sobre el enemigo comunista en todas su variantes; pasando por la heroicidad de EE. UU. en Vietnam y la reescritura de su derrota; hasta llegar a los atentados del 11S. Sobre este último hecho que marca hasta hoy el cine de guerra norteamericano del siglo XXI, el crítico J. Hoberman en su libro El cine después del cine es muy ilustrativo. Relata cómo la industria cinematográfica se retrajo abrumada ante los atentados, temerosa de “haber dado ideas” a los terroristas con su cine catástrofe y dudosa de qué y cómo tratar el tema, suspendió rodajes y estrenos; con el paso de las semanas finalmente “Hollywood, que temía ser castigada, en cambio fue reclutada” para “la lucha contra el terrorismo”.
China, comer palomitas viendo morir soldados yankis
La guerra entre Rusia y Ucrania desvió la atención del conflicto a Europa y reflotó el imaginario de la Guerra Fría entre Estados Unidos y la vieja URSS (ya extinta). Pero todos los analistas serios del mundo saben que la verdadera hipótesis de conflicto estratégico de Norteamérica es con China. China sabe lo mismo al revés. Y el cine entre ambos contendientes da cuenta de ello, pero con ciertas particularidades.
Del lado occidental del mundo, Hollywood no ha hecho aparecer “el enemigo chino” de manera directa, con una alta probabilidad de que esto suceda por decisión consciente de mantener relaciones diplomáticas audiovisuales mientras portaaviones reales prueban navegar en el mar de China. Hay otros elementos problemáticos que deben ser tomados en cuenta, como “los raciales”, de difícil tratamiento en el momento actual de creación del enemigo. El odio racial a los asiáticos “tomados de conjunto”, el llamado “peligro amarillo” fue altamente fomentado durante la II Guerra Mundial llegando al paroxismo con las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki. Pero no solo eso, están documentados incluso más “crímenes de guerra de baja escala” en la guerra del Pacífico que en Europa, donde peleaban “blancos contra blancos” (a propósito, es algo de lo que no puede hablarse en los guiones revisados por el Pentágono). Por lo que un anclaje al pasado y un reavivamiento visual del enemigo asiático es una carta cultural de tal envergadura que seguramente es mejor guardarla para momentos decisivos.
El otro elemento es económico. El mercado chino del cine es enorme, descomunal y en crecimiento, por lo que la pelea de las grandes productoras es entrar en él, lo que no puede hacerse si no es saludando a la gran China que tiene un nivel de proteccionismo y control de los productos culturales que debe ser envidiable para más de un halcón yanki. Algunas cifras de conocimiento público pueden dar cuenta de lo que se habla cuando se dice “descomunal”: el número total de pantallas chinas en 2021 superó las 80.000, cuando en 2016 era de 40.000. Según Research and Markets (empresa de investigación de mercado que ofrece servicios de información para inversiones): “Se espera que el mercado de películas de China alcance los US$ 16.5 mil millones para 2026 desde US$ 3.4 mil millones en 2020, creciendo a una asombrosa tasa compuesta anual de 30,12 % de 2020 a 2026”. Obviamente, si el mundo que está surgiendo hoy en Europa lo permite. Mientras tanto se da cuenta del crecimiento de pantallas 3D y el rápido desarrollo de la tecnología del cine (para producción y exhibición), que acompaña a un sector de la población con más ingresos y en actividad, por lo que “en el futuro, también se espera que la industria del cine en línea emerja como el ‘nuevo gigante’".
En este esquema la cuota de pantalla es clave, un sistema proteccionista que mantiene un estricto control sobre las películas extranjeras que pueden proyectarse, impulsado para proteger la industria cinematográfica local y también por motivos ideológicos. En este marco la cuota de importación de películas extranjeras aumentó de 10 a 20 cada año en 2001 cuando China se adhirió a la OMC. Mientras, bajo la presión de Hollywood, la cuota anual se elevó a 34 en 2012, 14 de las cuales deben ser películas en 3D o IMAX. Como citamos más arriba, “lo único que Hollywood prefiere a una buena película es un buen negocio”, por lo que todo indica que el enemigo chino deberá ser tratado elípticamente y fabulado de mil maneras, pero no señalado de manera directa a menos que el guion de la política internacional dé un giro inesperado.
Como sabemos, la industria cinematográfica norteamericana no tiene pruritos en ajustar guiones y cambiar argumentos. Así es que películas muy conocidas en Occidente se “autocensuran” pensando en entrar a ese mercado y otras se reversionaron (manteniendo montajes diferentes para el público occidental). Por ejemplo, Guerra Mundial Z (2013), donde Brad Pitt lucha contra los zombis como la última plaga mundial, fue cambiada. En la versión original la epidemia se originó en China y en ese país no admitían su estreno. El resultado es que si uno ve la película en Europa o EE. UU., el centro de la plaga sigue estando en el gigante asiático. Pero en China mostraron a Brad Pitt interpretando al mismo emisario de la ONU a la búsqueda del primer foco de infección, pero encontrando su origen en… Moscú (ayudado por un científico chino). Uno tiende a encontrar en este ejemplo una metáfora maliciosa.
Los ejemplos son muchos y exceden los límites de este artículo. Van de sutilezas (comer o no comida china) a cortes groseros. Pasan por censurar el desnudo de Kate Winslet en Titanic (1998) en 3D; eliminar toda una escena (13 minutos) de Men in Black 3 (2012) que se desarrollaba en el barrio chino de Nueva York, borrar en otras películas tiros que mataron a personajes orientales o suavizar en Iron Man 3 (2013) los orígenes chinos del villano que se llamaba “Mandarín” e incluir escenas solo para este mercado rodadas con Fan Bingbing, la actriz más popular del cine asiático.
Pero mientras los norteamericanos hacen sus remontajes para dialogar con el dragón, el público chino come palomitas viendo morir soldados yankis. Esto sucede con la película más taquillera de 2021, que no es un tanque americano sino chino: La batalla del lago Changjin (The Battle at Lake Changjin) que sorprende en nuestro corazón occidental al ver morir como moscas tantos soldados de lo que en nuestro imaginario cultural siempre es “el lado de los buenos”.
La película sigue a un grupo de soldados chinos durante la Guerra de Corea (1950) que intentan hacer retroceder a las fuerzas estadounidenses y aliadas en lo que hoy es la frontera de China con Corea del Norte, a pesar del frío polar y las enormes dificultades. Fue estrenada con motivo del Día Nacional de China y realizada con el apoyo del departamento de propaganda del gobierno central. Está protagonizada por Wu Jing, que dirigió e interpretó el papel principal de Wolf Warrior (2015), otra superproducción nacionalista china.
Lo interesante del film son las apelaciones a la historia de la China de la revolución, con apariciones de Mao en reuniones de ministros torciendo la vara y tomando la decisión de golpear al enemigo para dar el ejemplo y frenar cualquier otro avance. Al mismo tiempo tiene una reivindicación del ejército popular con base campesina y la construcción del enemigo norteamericano con un general Macarthur arrogante que “se va de la relación de fuerzas” al menospreciar la respuesta que recibiría. Los soldados protagonistas, que tienen el sueño de la paz y de volver a sus pueblos, muestran una gran amistad, solidaridad y camaradería entre ellos al igual que lo hace el cine americano que emula sus mitos de la II Guerra Mundial. Y luego de secuencias plagadas de efectos especiales, bombas y balazos, el ejército norteamericano derrotado debe retirarse dejando imágenes de soldados heridos y desmoralizados llevados en camiones hasta los barcos de rescate. Al parecer China tiene menos dificultades para señalar al enemigo.
Qué se supone que debemos olvidar
En un artículo de comienzos de la guerra entre Rusia y Ucrania daba cuenta de algunas películas y directores que toman este conflicto sobre el cual están nuestros ojos hoy y también del crecimiento de las épicas históricas de la gran potencia en la era Putin. En el lapso que hubo desde el inicio del enfrentamiento entre en 2014 a la guerra abierta en 2022, el cine a ambos lados de la frontera trató las batallas dadas y la guerra latente. De la propaganda al cine reflexivo, de la distopía al antibelicismo, en ese punto caliente de la geografía las películas hablaron previamente tanto de las intenciones de los gobiernos como de las múltiples sensibilidades ante ella. No encontré films que no tomaran partido por un bando, aunque hay que decir que la propaganda rusa, tan burda como en Donbass Borderland (2019) para pintar sus intereses granrusos en Ucrania, difieren ciento ochenta grados de las reflexiones sobre la guerra de parte de Sergei Loznitsa y su propia Donbass, en defensa de los intereses ucranianos.
A propósito de este último director, el más reconocido en la actualidad del cine ucraniano, la invasión lo encontró en Vilnius, Lituania, finalizando su nuevo documental, La historia natural de la destrucción, un título que aparece apropiado al presente de su país y quizás a “las cosas que debemos olvidar” para el poder. Su nuevo proyecto está inspirado en un libro de W.G. Sebald, y trata sobre el bombardeo de saturación de ciudades alemanas por parte de las fuerzas Aliadas durante la Segunda Guerra Mundial, y también aborda el bombardeo de Coventry por parte de la Luftwaffe. No sabemos el tratamiento que le dará Loznitsa, pero sí sabemos que los imperialismos aborrecen que se recuerden sus crímenes de guerra; le temen al antibelicismo en sus propios países más que al enemigo externo.
También a lo largo de la historia el antibelicismo creó grandes movimientos activos, de lucha callejera y acciones masivas, como el que se dio dentro del propio EE. UU. contra la guerra de Vietnam y sobre el cual el Pentágono tuvo que trabajar en la resignificación de imágenes.
Sí, como escribí en la introducción de este artículo, en la evolución de las películas de guerra quizás se descubre un extremo en la construcción ficcional del pasado. También esto sucede porque hay un límite muy fino entre el belicismo y el antibelicismo cuando de imágenes se trata. Mostrar violencia también puede traer aversión a la violencia, un crimen de guerra puede ser aplaudido y luego necesita ser ocultado para no convertir en monstruos a sus perpetradores. Hay algunos ejemplos de esta fina relación. Algunos de ellos vienen de la experiencia de la utilización del cine como propaganda. En la II Guerra Mundial el Ejército norteamericano contrató varios directores con estos fines pero se vio obligado a censurar y rechazar películas cuando veía que el resultado podría ser el contrario. Uno de ellos fue La batalla de San Pietro (1944); el director Huston pensó que había que expresar el sacrificio de los soldados de infantería y entrevistó a muchos de ellos antes de la batalla, en el montaje del film puso sus voces sobre las imágenes de los sacos donde se encontraban muertos. El director expresó que buscaba genuinamente con esa secuencia inflamar los corazones patrióticos, el Ejército la enterró por antibelicista.
El cine de guerra antibélico tiene una larga historia. Algunas de ellas son: Arsenal (1929) de Aleksandr Dovzhenko, Sin novedad en el frente (1930) de Lewis Milestone, El gran dictador (1940) de Charles Chaplin, Alemania, año cero (1948) de Roberto Rossellini, La infancia de Iván (1962) de Andréi Tarkovski, The war game (1966) Peter Watkins, Senderos de gloria (1957) y La chaqueta metálica (1987) de Stanley Kubrick, Apocalipsis now (1980) de Francis Ford Coppola, Gallipoli (1981) de Peter Weir, Ve y mira (1985) de Elem Klímov, La tumba de las luciérnagas (1988) de Isao Takahata, Vals con Bashir (2008) de Ari Folman. En los años que vienen habrá que rescatar este arsenal audiovisual en vistas de las catástrofes que nos amenazan fuera y dentro de las pantallas.
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