La coyuntura
“Si un pueblo sale a protestar en medio de una pandemia, es porque el gobierno es más peligroso que el virus".
La frase la viralizó Residente, el popular rapero portorriqueño, en un video en el que expresó su solidaridad con el pueblo de Colombia. Pero antes se había leído y visto en miles de pancartas en las calles de Bogotá, Cali, Medellín y decenas de ciudades de Colombia en el primer día de Paro Nacional contra la reforma tributaria regresiva del presidente Iván Duque, el 28 de abril. Desde entonces, Colombia está en estado de rebelión.
La coyuntura política nacional del actual estallido está determinada por la crisis pandémica, la catástrofe social y la crisis política del gobierno de Duque y su partido de (extrema) derecha Centro Democrático. Este es el tercer y más importante levantamiento popular que enfrenta Duque desde que asumió en 2018 contra la agenda neoliberal y la represión de un estado policial.
Con la llamada “Ley de solidaridad sustentable” Duque buscaba que los/as trabajadores, los sectores populares, los/as jubilados y las clases medias fueran los que pagaran la factura de la crisis económica que se profundizó con la pandemia. El paquete incluía eliminación de exenciones y suba del IVA sobre bienes básicos de consumo popular; baja del umbral de ingresos a poco más de 600 dólares para empezar a tributar ganancias (algo más de dos salarios mínimos); impuesto a las pensiones. Esto sin contar que los principales beneficiarios de la asistencia estatal durante 2020 ante la recesión causada por la pandemia y los confinamientos fueron los grandes capitalistas como Avianca (recibió un rescate de 370 millones de dólares) y el sistema financiero. El objetivo principal del gobierno era bajar el déficit que en el último año se elevó al 8% del PIB, y de esa manera, mantener la calificación crediticia y mostrarse confiable para el FMI y el capital financiero internacional.
Duque intentó vender la (contra) reforma casi como un acto altruista, para subir la recaudación y así poder prorrogar por unos meses el gasto estatal en programas sociales. Claro que no tuvo éxito porque para todo aquel que pudiera sumar dos más dos era evidente que entre un 75 y un 83 % de la recaudación iba a ser aportada por los sectores populares dejando intactas las ganancias de los grandes capitalistas. Para colmo de males, Duque eligió el momento menos oportuno para anunciar semejante ataque al bolsillo: en plena tercera ola de Covid 19 y el día en que la Dirección Nacional de Estadísticas informa que la pobreza alcanza al 42 %, la pobreza extrema al 15 % y el desempleo al 17 % (de los 50 millones de habitantes, 21 millones son pobres, 7 millones comen solo una o dos veces por día y 4 millones no tienen trabajo).
Esto explica que Álvaro Uribe, el mentor de Iván Duque y armador de la derecha más rancia y paramilitar agrupada en el Centro Democrático, se haya despegado de la reforma tributaria y del propio Duque, porque ve que esta medida profundamente impopular como mínimo arruinaría las perspectivas electorales de su partido para las elecciones presidenciales de 2022, que por ahora encabeza cómodo en las encuestas Gustavo Petro, el senador del centroizquierdista Colombia Humana, exmilitante del movimiento guerrillero M-19, que se postula por una alianza amplia conocida como “Pacto Histórico”.
Esta situación aguda de la lucha de clases muestra que se ha agotado el terror que infligían el estado y las clases dominantes durante las décadas de la guerra sucia contra las FARC para mantener el orden manu militari. Aunque sigue vigente la concepción bélica frente a la protesta social, como lo expresa claramente Álvaro Uribe cuando desde su cuenta de Twitter agita la intervención de las Fuerzas Armadas y habla de resistir la “revolución molecular disipada”, un seudo concepto esotérico que usan fascistas varios para reducir la movilización popular a la obra de infiltrados y así justificar la violencia estatal. Solo desde que se firmaron los acuerdos de Paz con las FARC en 2016 fueron asesinados alrededor de 1100 dirigentes sindicales, campesinos y populares.
La situación en Colombia es un dolor de cabeza para el imperialismo norteamericano, que ha jugado un rol central en el desarrollo de la guerra sucia del estado colombiano a través del llamado “Plan Colombia”. Este programa de colaboración militar con la excusa del combate contra el “narco terrorismo” implicó un grado de injerencia sin precedentes de Estados Unidos en la región. Bajo la presidencia de Joe Biden (un fanático defensor del “Plan Colombia”) Iván Duque y la extrema derecha colombiana que militaba en el bando de Donald Trump sigue siendo un aliado fundamental en la política de hostilidad de Estados Unidos hacia Cuba y Venezuela.
El levantamiento y sus perspectivas
A pesar de que Duque retiró la reforma el 2 de mayo, y que su autor, el neoliberal ministro de Hacienda Alberto Carrasquilla, renunció al día siguiente –estas eran dos de las principales demandas de la oposición política al gobierno de Duque– siguieron las movilizaciones, los paros nacionales y los enfrentamientos con la policía y sus escuadrones de la muerte del Esmad (Escuadrón Móvil Antidisturbio).
Al momento de escribir este artículo, ya se acumulan 10 jornadas de movilizaciones y paros, más de 30 muertos, cientos de heridos y desaparecidos. Como todo proceso de lucha de clases que toma dimensión histórica, este levantamiento del pueblo colombiano tiene sus símbolos en todos esos asesinados. E incluso tiene su capital: Cali, la tercera ciudad del país, ha sido declarada “capital de la resistencia” y aún es el epicentro de los enfrentamientos más radicalizados protagonizados por una juventud precaria, desocupada, informal. Y de la acción de paramilitares y sicarios.
Antes de abrir hipótesis sobre la posible dinámica que pueden tomar los acontecimientos intentaremos sintetizar algunas definiciones.
Sobre el levantamiento. La profundidad del proceso se ve en las analogías que empiezan a plantear intelectuales y analistas con grandes hechos rebeliones nacionales como el Bogotazo o el paro cívico de 1977. Se trata del tercer acto de un ciclo ascendente de lucha de clases que se inició con el paro nacional del 21 de noviembre de 2019, como parte de la oleada de levantamientos y protestas en América del Sur, que tuvo sus puntos más altos en la rebelión en Chile y Ecuador.
Bajo el lema “A parar para avanzar”, el 21N tuvo como sus motores centrales el profundo descontento por las medidas de austeridad, la violencia estatal y paramilitar contra dirigentes sindicales, sociales, campesinos, y el boicot permanente por parte del gobierno de Duque (y Uribe) de los acuerdos de paz firmados con las FARC en 2016 por el presidente anterior Juan Manuel Santos (y revisados “a la baja” luego de que sorpresivamente se impusiera el “No” en el referéndum que debía ratificarlos). Y dejó como tradición nuevas formas de lucha y organización como las asambleas barriales.
Después de una pausa tensa producto del inicio de la pandemia y las cuarentenas, el segundo acto de este proceso tuvo lugar en septiembre de 2020. El detonante de estas jornadas violentas de movilizaciones fue el brutal asesinato de Javier Ordoñez por parte de la Policía Nacional, que fue registrado y difundido por un video casero.
Estamos viviendo un tercer momento de condensación nacional de la bronca obrera y popular, catalizado por la reforma tributaria y la enorme impopularidad del gobierno de Duque. En este ciclo no solo las protestas sino también la represión estatal ha escalado: en 2019 hubo un saldo de cuatro muertos por represión, en septiembre de 2020 fueron 13 los manifestantes asesinados en Bogotá. Hoy ya son más de 30.
Sobre las fuerzas motrices y sus direcciones. Como en 2019, el actual levantamiento popular está protagonizado por una alianza en los hechos de asalariadxs sindicalizadxs, jóvenes precarizadxs de barriadas populares, estudiantes, clases medias urbanas progresistas, la “minga” indígena, campesinos y sectores populares en general. La dirección burocrática de las centrales sindicales, la CUT y la CGT, que integran el llamado Comité Nacional del Paro, vienen teniendo la política de llamar a paros por un día, lo que conspira con la organización y preparación de una huelga general que unifique a todos los sectores en lucha detrás del objetivo de tirar abajo el gobierno de Duque. Esta falta de unidad de propósitos plantea el peligro de que la fuerza de la movilización se vaya agotando en acciones dispersas y enfrentamientos parciales.
Sin embargo, como señala el politólogo Álvaro Jiménez Millán –ex vocero del M19 en las negociaciones de paz con el gobierno de Betancourt– las burocracias sindicales no dirigen de cabo a rabo, sino que hay una cuota importante de espontaneidad, lo que se puede percibir en las acciones más radicalizadas de vanguardia que no acatan el llamado a la conciliación y la respuesta pacífica frente a la violencia estatal. Esta tensión entre las direcciones burocráticas del Comité Nacional del Paro y un sujeto juvenil más disperso pero a la vez más radical ya se habían puesto de manifiesto en las movilizaciones de 2019. Lo que podría volver a suceder en una situación de catástrofe social y crisis política agudizada por la pandemia y sus consecuencias.
Resumiendo, si aún no se ha abierto claramente la perspectiva de caída del gobierno es más que nada por la acción de las direcciones sindicales y políticas.
Sobre la dialéctica represión/diálogo. El gobierno de Duque, que estuvo días pendiendo de un pincel sin sustento político claro ni siquiera de su propio partido, ha adoptado una estrategia doble para desarticular el movimiento: represión más diálogo. Esta fórmula clásica de las clases dominantes y sus estados para desmontar procesos revolucionarios, es la misma táctica que usó Duque para desarticular la protesta en 2019, instaló una “mesa de diálogo” impulsada junto con la iglesia y los empresarios con la estrategia de dispersar las demandas. En un sentido, fue también la táctica de Lenin Moreno en octubre de 2019 en Ecuador cuando invitó a la dirección de la Conaie a la mesa de diálogo y entre ambos sacaron a las masas de las calles. En esencia consiste en estigmatizar a los sectores más radicales de la vanguardia a quienes se acusa de ser “vándalos”, “saqueadores” y en particular en Colombia, “terroristas” para aislarlos y legitimar su represión, junto con crear un clima propicio para la “protesta pacífica”. Es otra manera de separar vanguardia y masas.
Sobre la oposición de centro izquierda a Duque. Tanto la Coalición de la Esperanza como el Pacto Histórico de Gustavo Petro vienen trabajando para el éxito de la política diálogo. Esta política la ha formulado Petro explícitamente en una reunión con el Comité del Paro. Les dijo que deberían haber “declarado el triunfo” después del retiro de la reforma por parte de Duque, y tomando nota de la distancia entre las direcciones sindicales y la juventud precaria y barrial que sigue combatiendo y no quiere irse a su casa, les aconseja definir uno o dos objetivos inmediatos y sentarse a dialogar con el gobierno. De esta manera le rinden un servicio invaluable a la clase dominante, actuando para salvar al gobierno de Duque que está debilitado, evitar su caída revolucionaria y consolidar el desvío del proceso hacia las elecciones del año que viene. El proceso aún tiene final abierto.
La etapa en América Latina
El levantamiento popular en Colombia es parte de una dinámica latinoamericana que se está tornando explosiva. Los motores de este ciclo de la lucha de clases en América Latina son profundos y anteceden con mucho a la pandemia. En realidad se remontan a principios de la década de 2000 que dieron como resultado las jornadas revolucionarias en Argentina en 2001, o las guerras del agua y el gas en Bolivia. Agotado el desvío del primer ciclo de los “gobiernos posneoliberales” con el fin del boom de las materias primas, el retorno de algunas de estas variantes luego de experimentos fallidos de la derecha, como el gobierno de Alberto Fernández en Argentina o el de Luis Arce en Bolivia tras la derrota de los golpistas, en condiciones de pandemia y de crisis económica y compromisos con el FMI no logran recrear esas ilusiones en el movimiento de masas.
La economía de la región, que ya venía de años mediocres de recesión y bajo crecimiento, se contrajo un 7 % en 2020, más del doble del promedio mundial. Según un informe de la OIT, en América Latina y el Caribe, hay al menos 158 millones de personas trabajando en la informalidad, lo que equivale al 54 % de la fuerza laboral.
A pesar del aumento del precio de las commodities y de las bajas tasas de interés, el panorama para 2021 no es alentador. La aparición de la cepa p.1 (Manaos) disparó una segunda (y en algunos países tercera) ola mucho más letal que las anteriores, lo que llevó a nuevas restricciones y cierres parciales, mientras que la vacunación es lenta en la mayoría de los países. El FMI prevé que recién en 2025 se recuperarán los ingresos per cápita pre pandemia.
En una nota publicada en la revista Foreign Affairs, Luis Alberto Moreno, el diplomático del partido conservador colombiano y expresidente del BID durante 15 años (sucedido en 2020 por el trumpista Claver Carone) sostiene que América Latina está a las puertas de una nueva década perdida, con episodios alternados de disparadas inflacionarias, crisis de deuda y caída de ingresos. Y alerta que “si no se hace nada, América latina se convertirá en una fuente de inestabilidad aún mayor, de la cual nadie, ni sus élites ni los Estados Unidos, será inmune”.
En el mismo sentido, un editorial del diario Washington Post aconseja a “Estados Unidos y otras naciones ricas a ampliar rápidamente las medidas de alivio del Covid a América Latina y otras regiones pobres” y concluye que “si el virus no es puesto bajo control en los próximos meses, no solo Colombia sino gran parte de la región podría verse desestabilizada”.
El mapa de calor de la lucha de clases regional indica que con distinta intensidad, con gobiernos de la derecha neoliberal o de la “centro izquierda” autodenominada progresista, ha retornado la tendencia a la acción directa.
Con las desigualdades, son parte de esta tendencia más general las protestas en Perú y Guatemala en noviembre de 2020; el estallido de bronca popular en Paraguay en marzo de 2021; el paro de los portuarios y la jornada de lucha del 30 abril en Chile; la lucha de los/as trabajadores de la salud de la provincia de Neuquén en Argentina que bloquearon el acceso a Vaca Muerta, la principal inversión de capitalistas locales y extranjeros.
En algunos casos, este retorno de la lucha de clases se combina con coyunturas electorales débiles que no consiguen consolidarse como desvíos. En este contexto hay que leer la crisis abierta en Perú con la segunda vuelta entre Pedro Castillo y Keiko Fujimori.
La reforma tributaria de Duque, como la suba de 30 centavos (30 clp) en el precio del pasaje del metro en Chile en 2019, fue nada más que el detonante del estallido, la gota que colmó el vaso que se viene llenando de indignación y rabia obrera y popular. No casualmente es en Colombia, Chile y Perú, los países presentados por las clases dominantes y su personal político-intelectual como los ejemplos rutilantes de un “neoliberalismo exitoso” donde los procesos de lucha y la crisis política del régimen burgués son más agudos.
Eso no quiere decir que no haya contra tendencias y polos reaccionarios, como el gobierno de Jair Bolsonaro en Brasil –aunque ahora en crisis-, o el gobierno de Nayib Bukele en El Salvador, ni que no surjan tendencias cesaristas y autoritarias. Pero justamente estas tendencias son las que a su manera confirman que se ha abierto una etapa de choques más agudos entre las clases y, en perspectiva, entre revolución y contrarrevolución. Perspectiva que refuerza la necesidad de construir partidos revolucionarios y una dirección revolucionaria internacional que permitan llevar estas luchas a la victoria [1].
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