“Los muertos no ranchan donde los vivos. Tenés que entender”, dice la primera línea de Cometierra, la novela de Dolores Reyes, editada por Sigilo en 2019. Dolores Reyes afiló sus armas en la “última trinchera”, como ella misma llamó a escuela pública en una crónica de la revista Sonámbula. De las aulas, pasando por los talleres literarios, llegó a los estantes de las librerías con su primer libro.
Algunas editoriales suelen agregar a los libros una banda donde otras escritoras y escritores hablan de la obra, como una guía (en el mejor de los casos) para quienes espiamos la tapa. No siempre funciona, pero Cometierra no es el caso: las palabras de Selva Almada dan en el blanco de uno de los bordes en los que transita la novela de Reyes. No se trata de los ingredientes de novela negra sino del borde en el que conviven la vida y la muerte, que tan bien escribió Juan Rulfo en su Pedro Páramo cuando rompió la regla de que los muertos no hablan.
Narrada en primera persona, esta novela corta cuenta la historia de una chica con poderes de vidente que encuentra, a través de la tierra, lo que otras personas no pueden ver. De a poco llegan a su casa familias que buscan a alguien que no está, no saben qué pasó con ellos o, en realidad, con ellas. La mayoría de los “casos” que llegan a la Cometierra es de mujeres y chicas que no volvieron.
Entre tardes narcóticas del conurbano, ferias y noches de Play y cerveza, conocemos la historia de una pequeña familia de dos (“familia no, somos el Walter y yo”, corregiría la protagonista). Muy pronto en la novela sabemos que ese vivir de a dos, en un casa que se viene abajo, es legado de un femicidio y nuestra pequeña vidente parece querer exorcizar en esas imágenes la ausencia de la madre muerta. El padre, que no está, existe en forma de recuerdos y también de miedo.
Las marcas de la vida cotidiana dicen cosas sin necesidad de hablar: el pasto demasiado alto, la calle de tierra, chicas y chicos que no van a la escuela, el aplauso en la puerta. La vida es precaria pero alcanza, se arreglan con poco más por esperarlo que por no necesitar más. La casa, librada a su suerte como esa hermana y hermano, sobrevive a duras penas con alguna escoba aburrida y panchos con mayonesa. Es una casa llena de nada, apenas la salita recibidor, la mesa, las habitaciones y el espejo del baño que la Cometierra nunca quiere ver. Su mamá ya no le corta el pelo y esa es una de las marcas de la soledad.
Lo que nadie dice
La Cometierra puede ver todo lo que no se ve y tampoco se dice. Al leer la dedicatoria a Melina Romero y Araceli Ramos, “a las víctimas de femicidios, a sus sobrevivientes”, sospechamos lo que sobrevolará el libro. Es imposible no anticipar el femicidio, aunque haya sido un crimen silenciado durante tanto tiempo, y a la vez tan cotidiano que es difícil no recordar uno, aun cuando no se lo haya nombrado así.
En los miedos, las sospechas (demasiado a menudo amargas certezas) y las preguntas de las familias que se acercan a la casa de la Cometierra en busca de seres queridos que no encuentran, adivinamos la violencia. Nadie se pierde solo. La estudiante de enfermería que no volvió, la maestra que un día no fue a la escuela, la vecina rubia del barrio que nadie volvió a cruzarse, todas dependen de la Cometierra para que se sepa qué pasó con ellas, dónde están. Es curioso cómo las personas que se acercan a llevar sus recipientes con tierra, casi nunca dicen aquello que sospechan, no tienen que decir qué pasó o qué temen que haya pasado, no hace falta.
Para saber qué pasó no necesitamos los poderes de la Cometierra. Desde 2015, cuando el movimiento Ni Una Menos puso el foco sobre la violencia naturalizada contra las mujeres y sus consecuencias más trágica, se registraron casi 900 femicidios y casi 30 travesticidios. La ficción tiene demasiada materia prima en la realidad, la novela habla el idioma de la vida que se codea con la violencia machista. Cometierra respira ese aire pesado en un país donde las cosas se nombran más que antes, pero todavía manda el silencio sobre las violencias menos visibles sobre la mitad de la población.
A veces, la Cometierra intenta resistirse, porque ya no puede o no quiere seguir viviendo con esos fantasmas que están demasiado vivos gracias al silencio, a lo que no se dice. Una escena se repite casi en loop: cerrar los ojos, tocar la tierra, tragarla, ver. Cerrar los ojos para ver a aquella persona desaparecida y responder a quien “contrata” sus servicios.
Lo que vive y lo que muere
Cuando se piensa en una novela que narra historias de chicas asesinadas es difícil pensar en el amor. Pero el amor está en Cometierra de formas complejas (como la vida misma). Desde la señorita Ana y sus cuidados amorosos en la escuela, el miedo de romper el hechizo y dejar de verla al pronunciar la palabra, los roces adolescentes con Hernán y el amor inesperado con Ezequiel. Inesperado porque Ezequiel es policía, rati, cana. Una elección fuera de lo común en la literatura argentina, donde el género negro lleva la marca distintiva de (casi) no incluir fuerzas represivas entre sus “héroes”.
Ezequiel no es ninguno de los dos, ni héroe ni un policía común y corriente. Sabe del desinterés de la institución en investigar las desapariciones o los asesinatos (y sabemos, de este lado del libro, de la participación de la Policía en las redes de trata y sus altos índices de violencia machista); es un policía raro. La novela negra local que prefirió tradicionalmente al periodismo, solo se permite algunas excepciones como el comisario Lascano (de Ernesto Mallo), y Ezequiel no es tan rebelde pero tampoco es el Príncipe Azul, que la Cometierra no necesita. Incluso conviven en ella el afecto y el deseo, cuando “no se parece a los ratis”, con el miedo cuando actúa como uno de ellos.
En una entrevista, Dolores Reyes comenta: “Yo esperaba todo el tiempo que alguien me dijese eso. Es verdad, ella tiene un romance con un policía pero, a ver, parándonos siempre en el lugar donde se desarrolla la novela, eso no es tan lejano”. En muchas familias, dice la autora, la Policía sigue presentándose como una oportunidad de ascenso social o de supervivencia y eso explica la cercanía del romance con esta piba del conurbano.
La novela de Reyes se inscribe en el género negro local, donde se mezclan los relatos policiales con narrativas que hablan de una época donde el feminismo y el movimiento de mujeres pusieron en debate muchas cosas antes naturalizadas. Entre la realidad y ficción, una maratón de poesía transpiraba preocupación e impaciencia entre escritoras, e intelectuales justo antes del alivio (aunque sea momentáneo) de las movilizaciones masivas de 2015. En los albores de esa “nueva época” en la que la palabra femicidio empujaría a los “crímenes pasionales” de los titulares, la literatura no estuvo al margen, y el género negro se pobló de femicidios, trata de personas y violencia machista.
Cometierra camina en el borde de la vida y la muerte, no porque haya persecuciones y escenas de acción, sino porque narra el lazo de dos mundos que se unen en esa chica que abre la reja para encontrarse con una botella nueva que lleva la foto de una piba que ya no está. Ella parece no temerle a la muerte (aunque por momentos tampoco parece que haya mucho para esperar de la vida), pero sí a los fantasmas. Porque, como le pasaba al Juan Preciado de Rulfo, no le tenía miedo de la muerte, “...tenía miedo de las noches que le llenaban de fantasmas la oscuridad. De encerrarse con sus fantasmas. De eso tenía miedo”.
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