Daniel Bernabé (Madrid, 1980) es un escritor y periodista español. Su último libro, La trampa de la diversidad (Akal, 2018) va por la tercera edición española en menos de dos meses. Su publicación ha generado un interesante debate en la izquierda y el activismo del Estado español. El libro es una crítica a lo que Bernabé llama la “trampa de la diversidad”, cómo el neoliberalismo ha utilizado las identidades atomizadas y en competencia entre sí para fragmentar la identidad de clase. Y cómo la izquierda se ha adaptado y ha colaborado con el proceso. El auge de la extrema derecha en Europa y Estados Unidos es uno de los fenómenos que el autor busca explicar indagando en todas estas cuestiones. Conversamos con Daniel Bernabé en Madrid.
En los primeros capítulos del libro retomas lo que señaló Terry Eagleton sobre la complicidad entre posmodernidad y neoliberalismo. ¿Cómo ves esta relación?
Mi intención no era decir que había habido una conspiración –como sugieren algunas críticas que he recibido– para desmontar a la izquierda a través de la posmodernidad. Yo lo que digo en el libro es que los teóricos del neoliberalismo supieron aprovechar ese clima de época que los teóricos posmodernos escribieron en sus obras y que eso sirvió como cuña contra las ideas más universales del marxismo y de la izquierda.
¿Cómo ha afectado a la identidad de clase la idea de la ‘sociedad de las clases medias’?
Hay un momento que aquí en España identifico con fines de los años ‘90, principios de los 2000. De repente todo el mundo empieza a ser clase media. Nadie quiere ser clase trabajadora, e incluso las clases altas utilizan de parapeto esta idea, como si no hubiera nadie que fuera de clase alta, todos son clase media. Me parece muy interesante como mediante una idea cultural, mediante una identidad, puedes borrar incluso cosas que existen en la realidad. La clase trabajadora sigue existiendo, aun habiendo mutado, habiendo cambiado, pero la gente se percibe como clase media.
Esto cambia su relación con la política…
La clase media aspiracional se relaciona con la política como alguien que va a comprar al supermercado o quien va a elegir en una máquina de refrescos: depende si aprietas un botón si sale uno u otro. Se relacionan con la política aspiracionalmente, pensando qué les puede dar la política a ellos, individualmente. Es aspiracional, porque creen que se puede llegar siempre más arriba mediante la acción individual. Cuestión que a nivel real es incierta – y cada vez más incierta, por cierto–, porque cada vez es más difícil vivir solo en esta sociedad, poder solventar el acceso a la sanidad o a la vivienda.
¿Y cómo se adaptó la izquierda a este cambio subjetivo?
El ejemplo que pongo en el libro lo tomé del documental de Adam Curtis, El siglo del yo. Clinton y Blair utilizan métodos de análisis sociológico, mediante llamadas telefónicas y focus groups, donde preguntan a la gente cuáles son los problemas que ellos consideran prioritarios. Y todos esos problemas en el fondo eran microproblemas, estupideces, que no tenían ninguna importancia real para la política general del país, pero los empiezan a tomar en cuenta para consentirles y que estuvieran con ellos.
De aquí surge un poco el mito del centro político, de que todos somos de centro y que hay unos pocos radicales de izquierda y otros de derecha, pero todo el mundo es de centro. Y esto ha ido haciendo que toda la izquierda, desde el sector socialdemócrata hasta los sectores más avanzados, vayan poco a poco retrocediendo en posiciones cada vez que hay una nueva cita electoral. Y lo que hace 20 años se defendía con total naturalidad, ahora si lo defiendes eres un radical. Por poner un ejemplo local, el gobierno de Manuela Carmena en Madrid [NdR: gobierno integrado por Podemos] que se supone que es un gobierno muy a la izquierda, en el fondo no defiende nada que no defendiera el PSOE en los años ’80, ¿no? Es un poco el ejemplo de cómo la política se ha ido derechizando cada vez más.
En ese sentido Podemos llegó a hablar explícitamente de la necesidad de un “giro a la centralidad política”…
Si siempre te adaptas a lo que hay, y no intentas cambiar esas ideas generales, al final acabas haciendo política para los consensos y para el sentido común dominante. Y, claro, el sentido común dominante viene impuesto por las clases altas y por sus necesidades. De tal forma que tu actividad política no acaba de educar a nadie, no acaba de proporcionar unos métodos alternativos de ver el mundo, lo que hace es reafirmar lo que hay. Durante un tiempo determinado eso te puede servir para lograr avanzar rápido, pero tan poco como avanzas retrocedes, y yo creo que en Podemos se ha visto. Creo que no aprovechó realmente el descontento que había: en la calle se cuestionaba más cómo funcionaba el sistema –aun de una forma poco estructurada políticamente– de lo que Podemos luego expresaba en sus idearios, en sus mítines.
Hablas también de la sobrevaloración de lo discursivo. ¿La izquierda compró el paquete de las guerras culturales donde lo simbólico tiene más peso que las transformaciones materiales?
Yo soy escritor y trabajo de periodista, por supuesto que creo que el lenguaje y la narración tienen un gran peso, es importantísimo. Ahora, por el camino que no podemos ir es por dónde parece que los únicos cambios que pueden realizarse son a través de cuestiones discursivas. Aquí en España, de repente, sobre todo a través de Íñigo Errejón de Podemos, se instaura una idea que yo creo perjudicial que es que las cosas acaban cambiando por el mero hecho de las palabras.
Las guerras culturales en España llegaron a través del gobierno de Zapatero [2004-2008 y 2008-2012] cuando para simular una posición más izquierdista que la que realmente tenía en el ámbito económico –donde no cambió nada sustancialmente respecto al gobierno conservador de Aznar–, empieza a utilizar debates y cambios que son importantísimos, como la ley de matrimonio igualitario, o el tema de la memoria histórica, pero los utiliza simbólicamente, para simular que son un gobierno más progresista de lo que realmente son. Y eso evidentemente es acogido por la derecha con los brazos abiertos, porque a ellos les viene bien, movilizan también a sus bases en la guerra cultural, y en el fondo no están metiéndose en un terreno que afecte a la economía, o afecte a la estructura de clases o afecte la estructura productiva. No tocas ninguno de sus ámbitos concretos. Y ahora con el gobierno de Pedro Sánchez está pasando lo mismo.
¿Qué quieres decir con que el neoliberalismo utiliza la diversidad como coartada?
Al ser esta la semana del Orgullo gay es muy fácil verlo: no ha habido gran empresa que no haya sacado alguna publicidad donde dice estar a favor del respeto a los homosexuales, cuelgan banderas arcoíris en sus establecimientos. Y se utiliza este reconocimiento de la diversidad solamente como un recurso publicitario. El problema es que al final las partes más incómodas de cualquier asunto acaban siendo pulidas, y acaban desactivando realmente cualquier atisbo de conflicto que pueda haber.
Me comentaban por ejemplo unas trabajadoras del sur de Madrid, de una gran empresa industrial, que su empresa había pintado todos los pasos de peatón dentro del recinto con la bandera arcoíris. Sin embargo, están despidiendo a gente con puestos estables, para cambiarlos por otros precarios. Seguro entre esas personas algunos también son homosexuales, con lo cual en el fondo hay una contradicción de términos. Parece que todo lo que sea simbólico se lo pueden apropiar fácilmente, es aceptable por parte del capitalismo.
Terry Eagleton tiene una frase que pongo en el libro, dice que el capitalismo siempre ha ensamblado con promiscuidad formas de vida diversas.
Hay otra frase del libro que me gustó. Dice: “Deconstruir identidades hasta atomizarlas es dar anfetaminas neoliberales al posmodernismo”. ¿A qué te refieres?
Parece que la ansiedad por representar la diversidad lleva al activismo hasta la atomización de las identidades. Al final, tenemos tal angustia por ser representados, que tenemos que ir hasta lo micro, por eso los grupos tienden a ser cada vez más pequeños… Cuando podríamos decir simplemente las ‘personas con sexualidades no normativas’, y ahí tendría cabida mucha más gente. Pero tenemos que estar permanentemente representados y eso indica en principio una angustia, porque parece que si no aparecemos justo representados, dejamos de vernos. Esto a nivel político es un desastre porque al final hacia lo que se tiende es hacia una división constante de todos y encima un enfrentamiento entre esos grupos, constantemente hay enfrentamientos entre los pequeños grupos identitarios, que en el fondo tienen necesidades muy parecidas, podrían llegar a acuerdos, alianzas y pactos. Hay conflictos intrafeministas, de activistas queer contra feministas, de activistas LGTB contra activistas queer, de activistas multiculturales contra las feministas, de feministas islámicas contra feministas árabes, de los animalistas contra todos.
En ese contexto, ¿dónde queda la identidad de clase?
El libro Chavs de Owen Jones era muy interesante. En el fondo, ese libro de lo que hablaba era de la representación de la clase trabajadora, incluso a través de su sector más precarizado que eran jóvenes ingleses de barrios marginales, los llamados chavs. El problema es que al final podemos extraer la conclusión falsa de que la clase es solo una identidad y que lo más importante es que “nos representen” correctamente. No, yo creo que en el fondo, el respeto, te lo ganas. Y cuando tu clase está organizada, tiene poder social y tiene capacidad de influir en estamentos claves del poder, la política y la economía, es cuando te respetan. Pero la clase trabajadora se ha convertido casi en una identidad más. Y eso no funciona de esa forma, porque no podemos contraponer mujeres con clase trabajadora, es ridículo, por una cuestión estadística, la mayoría de las mujeres son mujeres de clase trabajadora.
Me sucedió algo muy interesante en Twitter. Cuando publiqué el artículo que dio después lugar a este libro, una mujer joven, feminista, por lo tanto políticamente consciente, me dijo algo así: “Tus artículos están muy bien, pero para que hagamos caso a los obreros, vaya lío que has montado”. Lo que me di cuenta es que me estaba diciendo que para ella los obreros eran un grupo identitario más, que probablemente estaba constituido solo por hombres, blancos, de 50 años, que trabajaban en un sector industrial y fumaban tabaco negro. Y eso es un gran problema, porque realmente muestra que la clase trabajadora ha perdido su papel central en formar una identidad, pero también en organizar una respuesta política, de tal forma que la contraponemos a los otros grupos. Y eso para los intereses de la izquierda y de la propia clase es un problema, claro.
En realidad, la clase trabajadora está profundamente feminizada, es nativa e inmigrante, hay diversidad sexual. ¿El problema es que no se percibe como un conjunto, como una clase?
Claro, de eso evidentemente no tienen la culpa las políticas de la diversidad. Es una lectura muy equivocada del libro, o mejor dicho una no lectura –porque quien ha leído el libro no puede afirmarlo–, que por el hecho de hablar de la clase haya que dejar de hablar de los otros problemas relacionados con las identidades. Yo lo que digo es que mientras que en el siglo XX los movimientos revolucionarios buscaban qué era lo que podía unir a personas muy diferentes, en la actualidad el activismo lo que hace es buscar las diferencias entre las distintas unidades. Entonces constantemente casi se exageran esas diferencias para poner a competir a esos grupos, y no se busca cuáles pueden ser los motivos generales de unión. Buscar una unión general entre todas las personas, no significa no reconocer, como así debe ser, que las mujeres tenéis problemas específicos por ser mujeres que yo no tengo como hombre. O que un inmigrante tiene problemas que yo como nacional no tengo, o que un negro tiene problemas que yo como blanco no tengo. Yo no digo que no sea importante ni que sea algo que haya que postergar, lo que digo es que no se nos debe olvidar que tenemos que hacer un esfuerzo común por buscar exactamente qué es lo que nos une, y lo que nos une es la clase trabajadora, a la gran mayoría de esta sociedad.
Uno de los objetivos del libro es explicar el auge de la extrema derecha. ¿Qué relación encuentras con los problemas que señalabas antes?
Cuando la socialdemocracia pierde el sentido –porque como tal ya no se puede hablar de socialdemocracia hace casi veinte años, hay socioliberales–, al final ¿qué es lo que nos queda? ¿Elegir entre Macron y Trudeau? Personas que en el fondo tienen políticas muy similares, salvo que uno puede ser más receptivo con los inmigrantes y el otro menos, o uno pueda llevar un tipo de calcetines y otro no… Si las opciones políticas son esas, y la izquierda más allá de la socialdemocracia ha perdido también su razón de ser, o no quiere reconocerse como tal, al final llegan unos tipos que de forma muy mezquina y muy interesada hablan de los problemas cotidianos de la gente de forma mucho más clara que la izquierda. En Francia, Le Pen en sus discursos trataba temas que hacía mucho tiempo no se trataban en el ámbito político. Mientras que la izquierda parecía empeñada en nada más que tratar problemas de grupos específicos y además seccionarlos. Y muchos individuos “medios” (blancos, nacionales, de clase trabajadora, aunque no se reconozcan como tal), sienten que no están representados en ningún lado, sienten que nadie habla de ellos y sienten que los grupos identitarios están sobrerrepresentados, precisamente por la utilización mezquina que ha hecho la socialdemocracia e incluso el capitalismo de estas representaciones. La derecha ha sido muy inteligente y ha sabido cubrir ese vacío.
Encima, la ultraderecha también se ha apropiado de las trampas de la diversidad, porque no es casual que sea una mujer la representante de la ultraderecha en Francia, o que en Holanda llegaron a tener un representante homosexual. Ellos saben que esos valores positivos los pueden asumir con relativa sencillez. Cuando una chica joven interpreta la sororidad como que se puede estar más cerca de Marine Le Pen que de un hombre que tiene al lado, porque es hombre, pues ahí tenemos un problema. Es una idea que mal aplicada puede llevar a grandes monstruos.
Retomando una tipología que hace Nancy Fraser, señalas que la trampa de la diversidad es posible cuando se establece una separación entre luchas de reconocimiento y luchas de redistribución…
Cuando se rompe la relación entre la representación y la redistribución, en el fondo lo que se hace es un flaco favor al sistema, porque las políticas de la diversidad son fácilmente apropiables. Por ejemplo, Hilary Clinton; decían que era muy importante que ganara porque sería la primera presidenta mujer… ¿Pero la situación de las mujeres pobres en Estados Unidos hubiera mejorado con Hilary Clinton con respecto a Trump? Sinceramente creo que no. Igual que no mejoró sustancialmente para la comunidad negra en Estados Unidos con Obama. De hecho, las ejecuciones extrajudiciales de la policía disparando a negros en Estados Unidos, creo que aumentaron bajo el gobierno de Obama.
Algo que no se nos puede olvidar nunca es que los problemas de representación de la diversidad no vienen porque haya una maldad intrínseca del grupo mayoritario, vienen porque el sistema económico necesita marcar a determinados grupos con características negativas para explotarles de una forma mejor. Con lo cual hay siempre una relación entre la marginación, la opresión y la explotación económica.
Planteas que hay que unir las luchas por la representación con las luchas económicas…
Puedes hacer una campaña contra la homofobia, colgar carteles en tu Ayuntamiento, poner banderas arcoíris, pero cuando hay que gastar el dinero de la administración pública, un dinero sustancial, en formar profesionales para que vayan por los colegios de todo el país a dar educación sexual, ahí ya nadie se apunta a las políticas de la diversidad. Hay que hacer una cosa real. Tú puedes vender camisetas feministas, dar un premio feminista, todas esas cuestiones. Pero cuando las mujeres cobran a término general menos que los hombres y muchas tienen que abandonar las empresas por el cuidado de los hijos, hay que plantearse actuar sobre ello de alguna forma, para cambiar la estructura laboral del país; entonces ya no gustan las políticas de la diversidad.
Para terminar, en el libro dices que la URSS fue utilizada como blanco de ataque por el neoliberalismo, identificando marxismo con homogeneidad y desprecio por la diversidad. Puedo coincidir contigo, pero si el neoliberalismo pudo hacer esa operación, es porque en la URSS hubo estalinismo. Tú no profundizas en esto…
Por supuesto que la izquierda ha tenido graves déficit a la hora de representar a las mujeres y a grupos minoritarios, eso está claro. Pero por otra parte hay que recordar que la idea socialista en general fue una idea que se expandió por todo el mundo, y hubo revoluciones desde Asia a África, Latinoamérica, es decir, parece que era una idea que si bien surgió en Europa se podía intentar aplicar en todo el mundo. Es verdad, y este es un tema que se escapa de las intenciones del libro, que la caracterización de los países del este es muy complicada. Digamos que evidentemente hubo ataques a los derechos civiles, en todos esos países, hasta los más básicos. Por otro lado, en algunos de ellos, no más que en los países occidentales en la misma época. Yo no quiero dar la idea de que cualquier tiempo pasado fue mejor, o que los sistemas fueran perfectos. Porque es verdad que había grandes problemas y por algo se vino abajo, ¿no? Yo en el libro no quería expresar una especie de adhesión absoluta y total a la Unión Soviética, pero sí en parte dejar claro que no era el infierno que siempre se nos ha pintado. Que hubo avances por ejemplo en los derechos de la mujer, aunque también es verdad que fue desastroso en el tema de los homosexuales, igual que en Cuba hasta hace 20 o 30 años. Pero la caracterización de la Unión soviética se escapa de los motivos de mi libro.
Desde algunos sectores te han criticado lo que ven como una visión melancólica…
Yo no lo pretendía, al menos. Quizás el libro da esa sensación, quizás debería haber sido más crítico con la época anterior o debería haber insistido más en alguno de esos aspectos. Pero sí creo que se nos ha olvidado que el mundo antes era muy diferente, y hablo del siglo XX. Yo creo que el siglo XX ha sido un siglo de las revoluciones, prácticamente creo que no hubo década del siglo XX donde no hubiera un par de revoluciones en cualquier parte del mundo, algunas exitosas, otras no. Además, una vez que fueron exitosas, está el por qué se convirtieron en países burocratizados y con serios problemas, lo que hablábamos antes. Se nos ha olvidado que los trabajadores, incluso en los países occidentales, tenían una gran cantidad de poder, una gran cantidad de influencia en la política general del país, a través de sus sindicatos, tenían una gran representación. Lo que está claro es que no se puede volver ahí, ha cambiado el propio contexto económico, la socialdemocracia se reveló inútil cuando el capitalismo cambió del capitalismo de posguerra a un capitalismo posindustrial, con lo cual no se trata de decir que volvamos atrás.
El libro es un tirón del freno de mano, como diciendo: por aquí no vamos bien, por aquí vamos a un sitio que a mí no me gusta, que es lo que te decía, una desaparición por completo del eje izquierda-derecha, y el eje de clase. No puedes simplemente volver a atrás, pero sí habría que buscar los mejores elementos de nuestra tradición y volver a recuperarlos.
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