A través de dos textos publicados en Tramas, el autor polemiza con quienes llaman a votar en función de que no ganen candidatos aún peores que Sergio Massa. En ese marco, recuerda la elección de 1989, cuando Menem fue presentado como la alternativa “menos mala” en comparación con Angeloz.
Viernes 25 de agosto de 2023 17:50
Votar a lo nuestro
La actitud de votar por fuerzas políticas y candidatos de los que no se tiene la mejor opinión, no por convicción sino por temor del triunfo de otras que juzgamos aún peores, puede llevar a descalabros difíciles de enmendar.
Corría el año 1989. El que escribe estas líneas rondaba los 30 años. Se realizaban comicios presidenciales, en medio de una situación de crisis económica, con una aceleración del nivel de precios que ya bordeaba la hiperinflación. El Plan Primavera, sucesor del Plan Austral, no daba más de sí. Los llamados “capitanes de la industria”, núcleo de conglomerados empresarios que había pactado con el gobierno, ya se alejaban de los acuerdos alcanzados.
El Fondo Monetario Internacional también le quitaba sustento a las políticas gubernamentales, luego de haber acorralado a esa gestión con continuas y exigentes demandas sobre el rumbo de la economía y el pago de la asfixiante deuda externa.
Las luchas populares iban en aumento, expresadas sobre todo por los frecuentes paros generales y otras medidas de protesta en las que predominaba el papel del movimiento obrero.
A ese cuadro se agregaba que el sostén institucional del gobierno de Raúl Alfonsín se hallaba debilitado, al haber quedado en minoría parlamentaria y tras la pérdida de gobernaciones, entre ellas la más que estratégica provincia de Buenos Aires. Todo resultado de la amplia derrota sufrida por el radicalismo en las elecciones de 1987.
Elecciones y neoliberalismo.
Las elecciones presidenciales, que en principio estaban previstas para el mes de octubre, se adelantaron al 14 de mayo, ante la angustiosa situación que se vivía. En el mes de abril la inflación mensual fue del 33%, y al siguiente saltó a 78,6%. El índice de pobreza ya sobrepasaba el 45%. Se desataban saqueos de mercaderías por parte de grupos sociales desesperados por la carencia hasta de lo más básico.
De acuerdo al esquema bipartidista imperante en esos días, sólo había dos postulantes a la presidencia con verdadero potencial para alzarse con el triunfo: El candidato del justicialismo y gobernador de La Rioja, Carlos Menem y el gobernador de Córdoba candidateado por el radicalismo en el gobierno, Eduardo Angeloz.
El postulante radical hacía su campaña con propuestas de fuerte tono neoliberal. Anunciaba sobre todo una drástica reducción del gasto fiscal y una disminución del aparato del Estado. Hablaba con frecuencia de que usaría un “lápiz rojo y una tijera” para señalar y “recortar” gastos y organismos públicos a ser eliminados. Todo en un contexto de desregulación y de privatizaciones. Estas últimas podían dar lugar a empresas “mixtas”, con participación tanto privada como estatal.
Enfrente se hallaba Menem. Sus apelaciones se distinguían por una gran vaguedad, pero parecían traslucir una orientación nacionalista y el propósito de mejorar el destino de las trabajadoras y trabajadores acosados por la pobreza. Hablaba con mucha frecuencia de hacer una “revolución productiva” y de producir un “salariazo”. Reivindicaba a la “América morena” y proponía una gesta para recuperar las Islas Malvinas.
El autor de esta nota y algunos de sus amigos, sentíamos desconfianza hacia el gobernador riojano. Sus ambigüedades y algunos rasgos de su trayectoria previa llamaban a la prevención. Razonábamos sin embargo que al provenir del peronismo la base social de ese movimiento; la poderosa estructura sindical, el partido justicialista con sus tradiciones de nacionalismo popular, serían todos factores que le impedirían virar hacia políticas neoliberales.
Más aún, nos parecía improbable que Menem deseara siquiera dar un giro de ese carácter. Y si tomaba ese rumbo, la resistencia de sus bases le impediría avanzar por ese camino.
Teníamos por lo tanto la disyuntiva de, bien sufragar por un presidenciable que anticipaba hasta con entusiasmo un ajuste neoliberal y tenía como base una “clase media” que tendíamos a despreciar; o hacerlo por alguien con sustento obrero y popular, y por lo tanto imposibilitado (suponíamos) de adoptar una política semejante a la que promovía su ocasional rival.
Cabe a esta altura señalar que el inclinarnos por el “menos malo” de los candidatos del sistema estaba naturalizado para nosotros. Veníamos de la militancia en el Partido Comunista. Esa agrupación había hecho un hábito, sostenido por décadas, de buscar “progresismo” o “nacionalismo”, así fuera con lente de aumento, en un ala de las disputas interburguesas, y apoyarla en consecuencia. Habíamos votado por Ítalo Luder en las presidenciales de octubre de 1983.
Era cierto que el PC se había autocriticado de las decisiones de ese tipo desde 1985 y 1986, había pasado a buscar aliados a su izquierda, incluido el trotskismo, y abandonado la idea de aliarse con la fantasmagórica “burguesía nacional”.
Nuestro reloj atrasaba un poco y lo sabíamos. Pero el espanto ante una ofensiva neoliberal que estimábamos segura nos hizo alejarnos de la propuesta comunista, que llevaba a Néstor Vicente para presidente por la coalición Izquierda Unida, con el Movimiento al Socialismo como el otro actor principal. Y tomamos la decisión de votar al riojano.
Celebradas las elecciones y tal como se preveía en esa coyuntura más que crítica y de padecimientos populares, Menem se impuso por más de diez puntos sobre su contendiente.
Las peores amenazas se hacen realidad.
El resto de la historia todxs la recuerdan o conocen por relatos o lecturas. Una vez asumido como jefe de Estado, el hombre de las frondosas patillas abandonó toda ambivalencia y asumió un programa procapitalista y neoliberal de una profundidad y velocidad que es muy probable que Angeloz no se hubiera atrevido siquiera a soñar.
Privatizaciones de numerosas empresas públicas, desregulaciones generalizadas, despidos masivos de personal estatal, fueron sólo algunas de las medidas antipopulares y reñidas con cualquier concepción del nacionalismo que adoptó.
Este impulso inesperado tuvo otro componente tanto o más sorpresivo, al menos para nosotros. A poco andar, y con variadas tácticas de cooptación, Menem consiguió el apoyo del grueso del aparato sindical, de la totalidad de los gobernadores peronistas, de la conducción del Partido Justicialista y de la casi unanimidad de los parlamentarios de ese signo. Apenas un pequeño bloque de ocho diputados saltó de vereda para enfrentarse con los rasgos principales de la política menemista.
La supuesta resistencia de las estructuras del peronismo se había derretido antes de comenzar. Se nos brindaba una dolorosa lección acerca de que la finalidad de obtención o conservación del poder podía superar a cualquier escrúpulo ideológico y a todas las lealtades sociales y políticas preexistentes. Al menos así era en el seno del que suponíamos el nacionalismo popular por excelencia.
A la hora de evaluar la dolorosa experiencia, se hizo carne en nosotros la convicción de que elegir una entre las opciones que proponían fuerzas directa o mediatamente orientadas por la burguesía era un camino estéril y peligroso. Y que era políticamente infecundo tratar de incidir a la hora de determinar qué sector de los profesionales de la política pasaría a regir el aparato estatal, al servicio de fines que nunca coincidirían con los nuestros.
Y nos hicimos el propósito a futuro de votar por las propuestas de izquierda, definidas como contrarias al capitalismo e identificadas con la clase obrera y los sectores populares. Experimentábamos la sensación de habernos caído en un pozo y madurábamos el objetivo de no sufrir nunca más un tropiezo semejante.
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Quizás el relato de estos sucesos ocurridos hace más de tres décadas pueda parecer ocioso o innecesario. Es posible en cambio que, con todas las diferencias y salvedades que se pueden formular entre aquella época y la nuestra, nos diga algo acerca de encrucijadas que nos plantea el presente y el futuro inmediato.
Siempre hay pretextos para no votar a la izquierda
En octubre ciudadanas y ciudadanos argentinos votaremos en comicios presidenciales. La opción estará dada entre el firme sostenimiento de las convicciones y del espíritu de resistencia con rumbo a una sociedad distinta, o el temeroso retroceso frente a oscuras amenazas.
Quien esto escribe, en los muy lejanos días de su infancia y adolescencia, tenía un grupo musical favorito; los estadounidenses de California que respondían al nombre de Credence Clearwater Revival. Seguidor del conjunto durante un buen tiempo, sentía particular inclinación por un tema musical que no estaba entre los más famosos de la banda, y le parecía de una singular belleza. Se titulaba, en la traducción al castellano, Algún día nunca llega.
Por motivos nada arbitrarios, el nombre de esa canción nos conduce a la evocación de una realidad recurrente en estas pampas, con distintas variedades e intensidades.
¡Quiera el pueblo votar¡ (a los candidatos de la burguesía)
En dos meses, Argentina votará su presidente para el período 2023-2027. Y ya nos hallamos frente a un sonsonete siempre renovado, sobre todo después del imprevisto resultado de las elecciones primarias.
“Hay que evitar que la derecha llegue al poder”, se ha dicho acerca de unos comicios transcurridos mientras alguna expresión que se pretende “popular” ocupaba el gobierno.
“Hay que sacar a la derecha del gobierno”, fue el mantra en el caso de que una fuerza conservadora situada en la cúspide del aparato del Estado intentaba revalidar su legitimidad en esa posición de poder.
Estas circunstancias serían el pretexto para emitir el voto en dirección a opciones que se hallan cómodas en el sistema político de la burguesía, pero aun así mantienen cierto tinte “nacional y popular”, en sus propuestas. Habría que sufragar, se nos dice, por candidatos y fuerzas políticas con reales posibilidades de triunfo, que así puedan obturar el camino hacia el poder del “verdadero enemigo”.
Con ese objetivo, habrá que dar de lado en la consideración del voto que el postulante escogido lleve adelante políticas de criminalización de la protesta social, e impulse la entrega de los bienes comunes, el enfoque extractivista de la gestión productiva, la persistencia en un modelo de integración en el mercado mundial que primariza la economía, el enfoque tecnocrático que vacía de contenido a la educación pública, el “manodurismo” en materia de la llamada “seguridad”.
Incluso habrá que disimular su ubicación frente a la verdadera madre de todas las batallas, la política de pago puntual de la “deuda-estafa” y el sometimiento, con algún corcoveo irrelevante, a los condicionamientos de los organismos internacionales, con el Fondo Monetario Internacional (FMI) a la cabeza.
Así, una elección tras otra, se nos alecciona a quienes nos identificamos con la izquierda para que dejemos nuestras preferencias para mejor oportunidad. Siempre hay algún ogro aún peor a detener, un “mal absoluto” a conjurar, inclinándose hacia la versión en apariencia menos destructiva de las propuestas del gran capital.
Resulta que en la política argentina parecería que hay un día que nunca llega. Y es el de votar a la izquierda, sin timideces ni tapujos, y a lista completa.
Domesticar a la izquierda. Dos métodos.
Puede aducirse con buenos motivos que el capital local y trasnacional que actúa en nuestra sociedad no tiene un verdadero “proyecto de país”. Lo que no quita que, en algunas materias, tenga las cosas bastante claras. Y entre estas últimas se cuentan los dos destinos alternativos prefijados para la izquierda por los dueños del poder: a) Su subsunción detrás de proyectos ajenos, como socio (bien menor) de los emprendimientos de grandes partidos o coaliciones. Y a la espera de la realización de la audaz conjetura de que tarde o temprano ocurrirá algún “giro a la izquierda” que la saque de su rol subordinado y poco trascendente.
O bien b) La conformación de una pequeña fuerza, absorbida por el empeño electoral en detrimento de su inserción en el movimiento social real. Y susceptible de conformarse con una pequeña bancada parlamentaria. Todo lo reducida que sea necesario para impedirle una incidencia efectiva en el Congreso.
Mantenerla en el aislamiento sectario es un buen camino para circunscribir a quienes se atreven a ser críticos del capitalismo a un rol de comparsas, de actores muy minoritarios de un juego que los excede.
Peor aún es la sempiterna postergación del momento de pronunciarse a cara descubierta, de colocar a la postura frente a las urnas en correlato con el esfuerzo realizado en las luchas sociales y en la conformación de espacios que puedan mantenerse siquiera parcialmente ajenos al omnímodo poder de las patronales.
Se puede albergar variadas y duras críticas hacia la izquierda realmente existente. No la de que no denuncie los peores atropellos del gran capital o deje de tomar parte en las luchas que a menudo estremecen a la sociedad argentina.
Puede ser que tengas razón… pero no ahora que se viene la ultraderecha.
La primera vuelta de las elecciones presidenciales de 2023 lleva al paroxismo la lógica que conduce a arrear las banderas propias para inclinarse ante el “mal menor”, que nos evitaría una catástrofe.
Ocurre que en aras de hacer girar aún más a la derecha la agenda de discusión pública, los poderes fácticos, y en particular su correlato comunicacional, engendraron una criatura inesperada: Un postulante presidencial de opiniones brutales, sostenedor del programa de máxima del gran capital hasta el límite de la sobreactuación e incluso del delirio.
Y el mismo ha consumado la hazaña, navegando sobre el casi universal descontento y el descreimiento más profundo, de construir una opción electoral con firmes posibilidades de alzarse con la presidencia de la nación. Una buena parte de la ciudadanía apuesta a Javier Milei como vehículo para operar un cambio drástico, barrer con la “casta política” y parar la lacerante inflación con recetas mágicas, con la dolarización a su frente.
Milei ha ido más allá del propósito original de su elevación a la consideración pública, y ha dejado a sus promotores iniciales en el incómodo lugar de desconcertados aprendices de brujo. Ya no faltan siquiera artículos en el diario de los Mitre que lo exorcizan en nombre del “republicanismo” y del repudio al populismo.
¿Qué hacer frente a ello? Los profetas de la eterna defensiva, de la búsqueda de retiradas ordenadas que siempre desembocan en el desbande, ya han hallado la receta “infalible” para detener a la monstruosa amenaza.
Es cierto, reconocen, que no hay ningún candidato que se aproxime, siquiera en parte y de lejos, a una alternativa popular.
Es verdad, conceden, que los tres aspirantes con posibilidades de triunfo profesan, con distintos énfasis, el culto a la propiedad privada, al “buen clima de negocios”, a la inversión extranjera con todo tipo de facilidades, al pago puntual de la deuda y al “meter bala” como solución preferente para combatir al delito.
Incluso nos darán la razón si aducimos que todos los miembros de la tríada de postulantes tienen estrechos lazos con el gran capital local y extranjero. Y que cualquier observador medianamente informado acerca de la vida económica del país podría redactar una lista de grandes empresarios alineados con cada uno de ellos.
Pero, en el fondo ¡Nada de eso debe importar! ¿Acaso no tenemos uno de esos tres candidatos que, si bien alineado a la derecha sería un tanto exagerado tildar de “extrema derecha”?
Se acabó la discusión, izquierdistas de todo pelaje, nos dirán. El deber los llama, evitemos un gobierno de “ultraderecha”. Está abierto así el camino para que, en lugar de una gestión abiertamente reaccionaria pero con sustento social e institucional muy endeble, alumbre otra con fuerte representación parlamentaria, mayoritario apoyo sindical, respaldo de los gobernadores de la mayoría de las provincias. Y sostenida por una maquinaria partidaria avezada en el vertical alineamiento con quienquiera que detente el poder político en nombre del peronismo y al servicio de cualquier política, por más antinacional y antipopular que sea.
¿Habrá alguien que pueda dudar de que la segunda posibilidad es menos peligrosa que la primera? Nadie en su sano juicio, por supuesto, se nos dirá. ¿Acaso no quedó demostrado en ocasión de que la victoria de Carlos Menem impidió que el rival neoliberal, Eduardo Angeloz, llevara adelante una brutal política de ajuste? Bueno…no exactamente, claro. Pero era otro mundo, otro país, otra época…, ahora será distinto. Además…la correlación de fuerzas desfavorable…
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Que los cultores de que “Algún día nunca llega” se hagan cargo de que votarán a favor de quien lleva adelante el deterioro creciente de salarios y prestaciones previsionales, recorta gastos indispensables para a cambio subsidiar a los grandes capitalistas, devalúa la moneda de modo de golpear aún más el ingreso y nivel de vida popular. Y tiene en el mayor banquero del país (Jorge Brito) a un amigo dilecto, y en los Estados Unidos su faro internacional irrenunciable. Y un largo etcétera de razones que deberían bastar para no votarlo jamás.
Son ellos quienes tendrán que hacer malabares para justificar el tortuoso sentido de su sufragio y para no reconocer su participación, sin duda involuntaria, para que el destino de muchos millones de argentinos se halle abocado a un futuro aún peor.
Esperamos que el tono irónico que se nos ha deslizado en este escrito no obste para que el avisado lector perciba que nuestro voto en los comicios de octubre no favorecerá a Sergio Tomás Massa, con o sin corte de boleta. Y que permita un llamado a la reflexión de quienes se hallan dispuestos a posponer una vez más un pronunciamiento claro y unívoco.
* Daniel Campione es politólogo e historiador. Es autor de libros como Para leer a Gramsci o Los años de Menem.