Semanas atrás el gobierno argentino inició conversaciones con el gobierno chino para impulsar la producción intensiva de millones de cabezas de cerdo en las ya conocidas megagranjas o factorías. Se trata de un modelo de producción en confinamiento, con alta carga de antibióticos, antivirales y generación de grandes cantidades de efluentes.
Ramiro Thomás @heliotropos_
Miércoles 2 de septiembre de 2020 00:24
@cokealarconn
El interés del país asiático por desembarcar en Argentina se basa en la crisis sanitaria que sus propias granjas vienen atravesando desde hace años, con brotes recurrentes de gripe porcina africana, un virus altamente contagioso que afecta a estos animales y tiene el potencial de matar al 100% de los planteles. Para evitar mayor propagación en los criaderos, recurrieron al sacrificio de entre 180 y 250 millones de cerdos, muchos fueron enterrados o quemados vivos. Esto redujo la producción de carne porcina en hasta un 50%.
Recientemente también se descubrieron brotes de otro virus con potencial pandémico en las nombradas granjas, en algunas hasta el 10% de los trabajadores de esos establecimientos resultaron contagiados. Biogenesis Bagó, laboratorio con fuerte presencia en Asia y que destina la mayor parte de su producción a la sanidad animal, aseguró en su sitio oficial que “por la crisis de la Peste Porcina Africana (PPA), las grandes empresas chinas productoras de cerdos están interesadas en invertir en nuestro país en asociación con productores nacionales para desarrollar la industria porcina y abastecer a su mercado, gracias a las condiciones que tiene Argentina en materia de recursos, insumos y condición sanitaria, con la certeza de que la erradicación de la enfermedad les podría demandar más de 10 años”.
Varios factores como el hacinamiento, la homogeneidad genética, el estrés y la elevada utilización de antibióticos, convierten a estas granjas en verdaderos caldos de cultivo para la generación de nuevos virus con potencial pandémico. Como señala Rob Wallace, biólogo evolutivo y autor de Big Farms Make Big Flu: “El creciente monocultivo genético de animales domésticos elimina cualquier cortafuegos inmunológico disponible para frenar la transmisión. Los grandes tamaños y densidades de población facilitan mayores tasas de transmisión. Estas condiciones de hacinamiento deprimen la respuesta inmunológica. El alto rendimiento, que forma parte de cualquier producción industrial, proporciona un suministro continuamente renovado de susceptibles, que es el combustible para la evolución de la virulencia. En otras palabras, la agroindustria está tan centrada en las ganancias que hacer evolucionar un virus que podría matar a mil millones de personas se considera un riesgo que vale la pena”. La idea entonces pareciera ser que es la externalización del desastre social y ambiental que significa este modelo productivo.
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Felipe Solá, recordado entre otras cosas por ser quien aprobó en tiempo récord la introducción de la soja transgénica y el glifosato de Monsanto en Argentina siendo ministro de Menem, es el elegido del gobierno para mediar el acuerdo con China. En el comunicado oficial de Cancillería primero se habló de que “Argentina podría producir nueve millones de toneladas de carne porcina de alta calidad y le daría a China absoluta seguridad de abastecimiento durante muchos años”. Casi tres semanas después, con una avalancha de críticas mediante, fue editado. En la nueva versión redujeron un 90% las toneladas a producir y agregaron casi a modo de burla que se buscaría reducir el impacto ambiental. “La Argentina alcanzará 900 mil toneladas en cuatro años y en un proceso prudente, supervisando las buenas prácticas e incorporando tecnología de punta para reducir el impacto medioambiental”.
Científicos, organizaciones sociales y ambientalistas rápidamente salieron a repudiarlo. Además, miles de jóvenes movilizados en las calles de decenas de ciudades dejaron en claro que rechazan este camino de mayor sometimiento, degradación de la vida y de los ecosistemas. Lo que obligó al gobierno a retroceder por primera vez y prorrogar la firma del acuerdo hasta noviembre con la excusa de que incluirían "un artículo donde se asegura el respeto de las leyes de protección ambiental, los recursos naturales y la bioseguridad". La respuesta en las calles fue contundente: no se firma ahora, ni en noviembre.
A la par del preacuerdo, y no de casualidad, se lanzó el Consejo Agroindustrial Argentino, espacio que nuclea a sectores de la burguesía agraria, representada por la Mesa de Enlace, la CASAFE (Cámara de Sanidad Agropecuaria y Fertilizantes), la Cámara de Biocombustibles, entre otros. Este espacio elaboró su propio plan productivo llamado “Estrategia de Reactivación Agroindustrial Exportadora, Inclusiva, Sustentable y Federal. Plan 2020-2030”, que promete montañas de dólares extras en exportaciones, según sus propios firmantes, claro. La propuesta de este puñado de empresarios del agronegocio, responsables de los desmontes, las quemas de cerros y humedales, los pueblos y escuelas fumigadas, es “generar” 700.000 puestos de trabajo y aumentar en 35 mil millones de dólares las exportaciones (no dicen cómo). Esto último parece que sedujo rápidamente al oficialismo y a la oposición que lo ven como una oportunidad de más divisas para pagar la fraudulenta e ilegítima deuda externa. Dieron su visto bueno desde Alberto y Cristina Fernández pasando por Capitanich, Bordet hasta Cornejo y Mario Negri.
Soberanía alimentaria y agroecología
La soberanía alimentaria, entendida como el derecho de los pueblos a decidir sobre el modo de producción de sus alimentos, al acceso a alimentos agroecológicos y nutritivos producidos de forma sustentable. Es un concepto con el que muchos podemos coincidir. Pero, ¿de qué forma podemos alcanzarla?
En un artículo titulado “El hierro caliente de la soberanía alimentaria”, escrito por Federico Orchani y Florencia Badaracco para el libro La vida en suspenso, coeditado por Crisis y Siglo XXI, acertadamente afirman que: “Todas las proyecciones indican que nos acercamos a un escenario de catástrofe. En la Argentina eso se traduce, entre otras cosas, en falta de trabajo y más hambre”. En el desarrollo del artículo se abordan cuestiones como la concentración de la tierra, la malnutrición infantil, los sobreprecios en los alimentos, entre otros. Más adelante, se hace mención al Foro por un Programa Agrario Soberano y Popular, realizado en 2019 por la UTT (Unión de Trabajadores de la Tierra) y otras organizaciones sociales y campesinas. Allí se definió un programa con varias exigencias: “Se reclamó allí toda una batería de políticas de acceso a la tierra, regularización dominial, fomento de circuitos cortos de comercialización y vinculación directa del productor al consumidor de la mano de un Estado que garantice la soberanía alimentaria del pueblo”. Unos renglones más abajo los autores afirman que “algo de ese programa empezó a cuajar con el cambio en la composición de algunas agencias clave del Estado, a partir del triunfo del Frente de Todos en las presidenciales. Dirigentes de organizaciones campesinas e indígenas, pero también urbanas, accedieron a espacios de gestión estatal sensibles”.
Del artículo se desliza que la inclusión en el Estado (capitalista) de estos sectores significa un avance para lograr un modelo de agricultura sustentable, la producción de alimentos saludables, el acceso popular a los mismos y un reparto equitativo de las tierras. Todas consignas con las que coincidimos, pero lo cierto es que las posiciones “ganadas” son marginales y alejadas de donde realmente se toman las decisiones. Por ejemplo, es paradójica la designación de Nahuel Levaggi (UTT) al frente del Mercado Central de Buenos Aires mientras tenemos como Ministro de Agricultura a Luis Basterra, del riñón de Insfrán. Es uno de los principales promotores del acuerdo con China, y como diputado del kirchnerismo en 2017 presentó un proyecto de ley que buscaba regular la aplicación de agrotóxicos al que, desde Médicos de Pueblos Fumigados, catalogaron como un “Proyecto de Ley de agrotóxicos (llamados fitosanitarios para encubrir su carácter venenoso) generado por los grupos sociales y políticos vinculados al agronegocio con el único objetivo de ampliar la impunidad de una práctica agrícola que multiplica la utilización de pesticidas sumamente tóxicos”.
En Argentina el agronegocio es política de Estado. Desde los 90, las hectáreas destinadas a cultivos como la soja, maíz y algodón modificados genéticamente, no han cesado de crecer, lo que nos posiciona como el tercer país del mundo (detrás de Estados Unidos y Brasil) con más superficie ocupada por OMG (Organismos Modificados Genéticamente). En números: en 2017 solamente nuestro país concentró el 13% de la superficie mundial destinada al cultivo de transgénicos, que equivale a 24 millones de hectáreas. Esta, junto a la pérdida de diversidad de cultivares, son tendencias que se sostienen año tras año y gobierno tras gobierno. En la década del 70 la soja representaba una minúscula porción, con apenas 79.800 hectáreas sembradas en la campaña 1971/72, una variedad más grande de cultivos como el sorgo, centeno, trigo, lino, maíz y avena eran protagonistas. Para 1996 (año de introducción de la soja transgénica y el glifosato de Monsanto) esa configuración cambió abruptamente, la leguminosa comenzó a tener mayor preponderancia y ya ocupaba 6.669.500 hectáreas. Ese año, alrededor del 5% de la soja sembrada correspondió a variedades transgénicas, de maíz y algodón solamente fueron cultivadas variedades tradicionales; para el año 2019 pegó un salto cualitativo y prácticamente el 100% del área sembrada con estos tres cultivos perteneció a variedades modificadas genéticamente. Según las estadísticas del Ministerio de Agricultura Ganadería y Pesca de la Nación para la campaña 2018/2019, unas 29.200.000 de has (aproximadamente el 72% de la superficie cultivable total del país) fue destinada a solamente 4 cultivos: soja, maíz, girasol y algodón. De los dos primeros cultivos, el 70% tuvo destino de exportación para alimento de ganado porcino, aviar y bovino en granjas intensivas, principalmente ubicadas en China. A la par, la utilización de agrotóxicos creció meteoricamente, llegando a la cifra de 500 millones de kg/l (principalmente el herbicida glifosato) comercializados en 2018, con una población de 17 millones de personas expuesta directamente con graves consecuencias a la salud. Como vemos, a lo largo de los años, por decisión política de todos los gobiernos, se ha configurado un modelo agroindustrial basado en la alta demanda de productos químicos y transgénicos, un tipo de agricultura que por su naturaleza deja los suelos arrasados e infértiles a lo largo del tiempo, lo que obliga a reponer algunos nutrientes de forma constante a través de la aplicación de fertilizantes sintéticos. Más de la mitad de toda la superficie cultivable en Argentina está destinada a solamente dos cultivos industriales: maíz y soja. Es un tipo de producción pensada para la generación de commodities y no de alimentos para satisfacer las necesidades básicas de millones de hambrientos. Es la esencia de los países dependientes como la Argentina, donde la renta agraria juega un papel importante en la economía, convirtiéndonos en países agroexportadores con grandes monopolios de empresas de capitales transnacionales controlando el comercio de granos transgénicos con destino mayoritario a la exportación para la alimentación de ganado. De concretarse el tan ansiado acuerdo con China para convertirnos en proveedores de carne de cerdo, no haría más que profundizar el modelo extractivista agropecuario.
La concentración de las tierras en manos de un puñado de grandes productores empeora el panorama. En nuestro país 1% de los propietarios concentran más tierras que el 99% restante dejando sin acceso a miles de campesinos y comunidades indígenas. En otro apartado los autores consideran al Estado como “el problema y la solución”. Que es parte del problema coincidimos. Pero, ¿es el Estado (burgués), garante de los negociados del agropower y de la propiedad privada sobre la tierra, parte de la solución? Creemos que no. Mientras el gobierno “pinta de verde” algunas áreas del Estado, en la práctica concreta, en la que tiene realmente incidencia, profundiza sus lazos con los grandes empresarios del agro. Emprender la importante tarea pendiente que significa la reforma agraria agarrados de la mano con los mismos que ven peligrar sus intereses ante una medida así no parece probable. Un ejemplo en chiquito muy reciente es la naufragada “expropiación” de Vicentin, en el mismo anuncio de la intervención, Alberto Fernandez llegó a hablar que con esa medida se abriría el camino a la soberanía alimentaria. Poco después nos enteramos a quién habían designado como interventor: Gabriel Delgado, ex Ministro de Agricultura, reconocido lobbista de los transgénicos y cercano a Grobocopatel, el “Rey de la soja’’, con quien compartió más de una disertación. Esto dejando de lado que finalmente la “expropiación” nunca fue y que el plan del gobierno ni se acercaba a la reforma sobre bases sustentables de la empresa, sino que seguiría siendo parte del circuito del agronegocio exportando commodities. Otra muestra no menor del compromiso del gobierno con los empresarios del agro es la negativa de Kicillof, gobernador de una de las provincias más importantes a nivel agropecuario, a derogar la regresiva resolución de Vidal que permitía, de forma irrestricta, la fumigación aérea y terrestre con agrotóxicos.
La alternativa al modelo del agronegocio
Estos días vemos la voracidad con la que los incendios arrasan territorios enteros, desde humedales en Entre Ríos y partes de Santa Fe y Buenos Aires, hasta cerros en Córdoba, provincia que cuenta con apenas un 5% de su monte nativo y donde ya hay más de 40 mil hectáreas afectadas por el fuego. No es un “desastre natural”, es la dinámica de la agricultura capitalista. Durante la pandemia los desmontes no pararon ni un día, el impenetrable chaqueño sigue siendo desmontado al mismo tiempo que Capitanich, en un artículo publicado en Clarín, promociona la provincia que gobierna para atraer inversiones ligadas al agronegocio y asegura que “Chaco tiene potencial para llegar a las tres millones de hectáreas sembradas para el año 2030”. Megagranjas y agronegocio, lejos de estar separados, son dos temas íntimamente relacionados: aumentar la producción de carne de cerdo 40 veces, tal como se deslizó desde un principio, implica necesariamente escalar la producción de soja y maíz transgénicos (más desmontes, más quemas para liberar terrenos, más agrotóxicos), pilares de la dieta porcina.
Según el importante biólogo marxista Richard Levins, “la ecología plantea que la evolución de la agricultura ha de ser de la heterogeneidad aleatoria por propiedades del terreno, pasando por la homogeneidad industrial capitalista, hacia la heterogeneidad planificada”. La homogeneidad de la agricultura industrial capitalista hace referencia a lo que tratamos más arriba: un modelo que tiende todo el tiempo a eliminar la diversificación y combinación para dar lugar al monocultivo de unas pocas variedades de interés económico. En contraposición, Levins plantea la heterogeneidad planificada, que incluye la dimensión ecológica. Aquí ya no es más la ganancia capitalista el eje rector de la producción agropecuaria, sino que entran en juego muchos otros factores como lo son las necesidades del pueblo trabajador, el ambiente de trabajo, la preservación de los ecosistemas, el cuidado de la fertilidad de los suelos, etc. En términos prácticos así lo explica: “Vislumbramos un paisaje de mosaico donde cada pedazo de terreno tiene diferentes funciones. Primero, hay que tener una diversificación en la producción de cosas que son esenciales. Un huracán puede tener un diámetro de 200 kilómetros, entonces, toda la producción de arroz puede venir de una zona muy rica en el terreno, muy apta para el arroz, pero que puede ser arrasada en un día. Así, es importante que la producción de arroz se lleve a cabo no solamente en los sitios más aptos para el arroz, sino en diferentes zonas, como protección contra lo impredecible. Segundo, un mosaico del tipo de cultivo según su necesidad. Hay que producir diferentes nutrientes porque el propósito de la producción agrícola es alimentar a la gente, entonces necesitamos una diversidad de carbohidratos, de proteínas, de frutas, de azúcares, etc. Además, producimos de modo que la demanda de mano de obra es variable durante el año, estacional. Finalmente, a nivel de una granja, una zona, tenemos un mosaico donde un bosque produce madera, carbón, miel, fruta, nueces; pero también es el refugio para las aves que comen mosquitos, es un refugio para avispas que parasitan a las plagas de los cultivos, ofrece sombra, modifica la variabilidad del clima, reduce la velocidad del viento, es un sitio agradable, con sombra, donde los trabajadores pueden almorzar y modifica el ambiente más o menos a una distancia de diez veces la altura de los árboles hacia los otros campos.”
Es evidente que son dos modelos antagónicos que no pueden coexistir. Los requerimientos de la agricultura industrial, la dinámica misma del capitalismo, son contrarios a los de la agroecología. La soberanía alimentaria, junto con un sistema agropecuario ecológico en armonía con la naturaleza, podrán ser alcanzados en la medida que la agricultura deje de estar regida por la ganancia de unos pocos y en vez de eso responda a las necesidades de la abrumadora mayoría de la población. Y esto solamente es posible atacando la raíz misma: la lógica mercantil y la concentración de la tierra.
En ese camino es necesario un programa que incluya la expropiación de la gran propiedad terrateniente y de las grandes empresas que concentran el agronegocio. Es necesario nacionalizar el comercio exterior y crear una banca estatal única, para otorgar créditos baratos a pequeños productores. Hay que imponer la inmediata prohibición de las fumigaciones aéreas y la reducción progresiva del uso de agroquímicos.
Esa tarea colosal es posible en tanto y en cuanto los trabajadores, comenzando por las y los asalariados rurales, en alianza con campesinos y campesinas y comunidades originarias le impongan a la oligarquía del campo, a las empresas agroexportadoras, a los monopolios de semillas, su propia salida.