A raíz del libro ¿Por qué triunfa el populismo? de María Esperanza Casullo, esbozamos algunos ejes de polémica con la interpretación del “populismo” en clave discursiva, puntualizando sus límites y omisiones en la experiencia latinoamericana.
Casullo comienza su argumentación con una premisa: los pronósticos sobre el “fin de la historia”, tras la caída del Muro de Berlín, en donde parecía que la teoría democrática liberal reinaba en soledad, han entrado en crisis [1]. Según la autora de ¿Por qué triunfa el populismo? esto se debe no solo a fenómenos políticos tales como las guerras y la crisis económica, sino también al ascenso del populismo, entendido como la “negación práctica de aquel orden eterno poscomunista”. Los gobiernos populistas “de izquierda” en América Latina y “de derecha” en Europa, se habrían transformado más en la norma que en la excepción de la democracia.
¿Y de qué se trata este populismo para Casullo? Centralmente de un fenómeno político (no sociológico ni económico), y enunciativo, en el cual ni el pueblo ni la elite (los polos opuestos del discurso populista) son objetivos, sino discursivamente construidos por parte del “líder populista”, utilizando el género narrativo del mito. Para su argumentación, la autora se apropia de algunos conceptos laclausianos, sobre todo la idea de discurso performativo, a partir de la dicotomización del campo político. Aunque plantea que va a prescindir de la idea de “cadena de equivalencias”, utiliza la idea del mito populista como aquel “modelo formal discursivo vacío”, que puede ser llenado por distintas ideologías, pero que es “efectivo”.
Desde esta tónica Casullo define que los gobiernos latinoamericanos de Hugo Chávez, Evo Morales, Néstor y Cristina Fernández y Rafael Correa, habrían alcanzado el éxito producto de haber articulado este mito populista con la idea de “golpear hacia arriba”, es decir, construyendo una noción de pueblo en oposición a los poderes externos (FMI, Estados Unidos, imperialismo), y contra los “traidores” internos (oposición golpista, medios de comunicación, etc.). Por su parte, los “populismos de derecha” habrían avanzado por saber utilizar las crisis y trasformaciones sociales ocurridas en Europa y Estados Unidos para “golpear hacia abajo” (a los inmigrantes, las minorías, etc.) y generar la idea de un regreso a una nación idílica albergada en el pasado.
La realidad de los últimos años, sin embargo, permite invertir la pregunta de Casullo: ¿Por qué han fracasado los populismos? O por lo menos los llamados “populismos de izquierda” de América Latina, que luego de más de una década en el poder, se encuentran en retroceso frente al avance de gobiernos más directamente vinculados al gran capital.
Del dicho al hecho y del hecho al dicho
Así como para Laclau [2] la lógica de la diferencias es susceptible de ser transformada en “lógica de equivalencias”, en tanto una serie de demandas se articulan alrededor de alguna en particular que cede su significado para universalizarse, en Casullo el mito populista surge de un “daño” infringido al pueblo, que es canalizado por un líder redentor, quien llena el vacío de la estructura mítica construyendo un enemigo, y tendiendo lazos de solidaridad entre “los de abajo”. El presupuesto es que, en tanto la democracia implica un pueblo, que es incapaz de gobernarse a sí mismo sino que solo actúa cuando se siente atacado por una elite, el populismo es un fenómeno intrínseco a la democracia.
Esta premisa, tomada de Maquiavelo [3] (el pueblo no desea dominar sino solo no ser dominado), tiene dos problemas. En primer lugar que el “pueblo”, sin una precisión de clase, es a su vez una construcción discursiva de los padres del liberalismo, que supone la existencia de un contrato originario en donde “el pueblo” acepta ser parte de la sociedad burguesa, como base pasiva y legitimante del orden social, no se sabe desde qué momento ni en base a qué realidad histórica. Las revoluciones burguesas han demostrado, por el contrario, que la burguesía tras utilizar al “pueblo” (los trabajadores y pobres urbanos centralmente) para arrebatar el poder político a las antiguas noblezas, debieron reprimir, disciplinar y contener a las masas en pos de construir su propia hegemonía (como se vio en las revoluciones de 1848). El temor de la burguesía a la movilización de la clase obrera la llevó a pactar con las antiguas clases dominantes para sostener su dominio. En América Latina, las clases dominantes locales siguieron el mismo derrotero en relación al imperialismo.
En segundo lugar, hay sobrados ejemplos de que “el pueblo”, y en particular la clase obrera, no desea solo “no ser dominada”, sino también sentar las bases para su liberación. Las experiencias de auto-organización de las masas, desde los soviets rusos hasta los cordones industriales chilenos, pasando por diversas experiencias revolucionarias (Hungría, Portugal, Alemania, etc.) han demostrado que la idea de un pueblo pasivo, que responde a un líder y que solo “desea vivir tranquilo” son infundadas.
Por estos motivos, más que hablar de populismo, categoría que hace énfasis en las construcciones discursivas del líder en relación al “pueblo”, preferimos, para el caso de los gobiernos latinoamericanos, el concepto de “posneoliberales”, ya que los sitúa en una época histórica, y evita las generalidades de lo que podríamos llamar la “lógica bíblica” de la reconstrucción histórica. ¿A qué me refiero? A la idea, heredada del llamado “giro lingüístico” de que el verbo es creador de realidad (“hágase la luz y la luz se hizo”) y no viceversa. Omitir que la dinámica de la lucha clases previa al ascenso de los gobiernos posneoliberales en América Latina creó discursos y construcciones políticas propias, “desde abajo”, impide señalar que muchos de esos gobiernos, a pesar de enunciar un discurso del antagonismo, aggiornaron, pasivizaron y moderaron aquella acción. Es imposible entender la retórica chavista sin el caracazo y la resistencia a los intentos golpistas por parte de Estados Unidos, el evomoralismo sin la llamada “guerra del agua” y el peso de las comunidades en ella, o el kirchnerismo sin el “que se vayan todos” y las asambleas populares del 2001.
Por estos elementos, sostendremos que aquello que distinguió a estos gobiernos es que se constituyeron como un desvío de la movilización popular, conteniendo al movimiento de masas a partir de concesiones, y golpeando sobre su vanguardia de lucha, con el fin de disminuir las expectativas sobre las trasformaciones posibles.
Golpear para abajo
Pero supongamos que efectivamente podemos hacer una evaluación de estos gobiernos, desde sus sujetos de enunciación. Lo que detectamos es que la construcción del “pueblo”, en realidad no es homogénea y que los antagonismos muchas veces se han formado también “hacia abajo”.
Las acusaciones durante el kirchnerismo de “destituyentes” a todos los trabajadores que confrontaron con su gobierno, combinado con represiones y utilización de bandas paraestatales garantizadas por su alianza con la burocracia sindical (el asesinato de Mariano Ferreyra por parte de una patota de la Unión Ferroviaria); los discursos de Evo Morales acusando de “golpistas” y reprimiendo en 2013 a los trabajadores mineros de Huanuni; y la retórica y represión chavista contra la autonomía de los sindicatos, son solo algunos ejemplos de esta dinámica.
Es decir, la hipótesis de la efectividad de estos gobiernos, basada en la identificación del pueblo con un líder que apunta “contra los de arriba”, es como mínimo parcial. La incorporación de algunos reclamos populares a la agenda estatal, fue de la mano de una fuerte represión y ataque a una vanguardia de lucha, sobre todo cuando los intereses en disputa señalaban los límites de las trasformaciones que estaban dispuestos a realizar esos gobiernos: recursos estratégicos ligados al gran capital imperialista (mineros bolivianos), empresas multinacionales (Kraft, Lear), o el cuestionamiento al aparato burocrático del Estado, en el caso de Venezuela, fuertemente vinculado al Ejército.
Cuando los ciclos terminan
Casullo, aunque centra su explicación en el “éxito” de los populismos, ensaya dos hipótesis sobre su “caída”. La primera es que la centralidad del líder y su “autoridad performativa”, “no es fácilmente trasferible ni a un sucesor ni a la institucionalidad impersonal de un partido”. La segunda es que en Sudamérica se habrían dado fenómenos de ascenso social de grupos que “una vez llegados a la clase media comenzaron en gran medida a identificarse con otras opciones políticas”, combinado con un “rechazo del antagonismo”. Aunque hay elementos de verdad en estos planteos, creemos que, como en el resto del análisis, la ausencia de una explicación sobre las bases materiales de sustentación de estos gobiernos puede llevar a confusión.
Las condiciones de los gobiernos posneoliberales, bajo las que lograron recomponer la capacidad de mediación del Estado, integrando diversas expresiones de lucha popular en los marcos del régimen político, con “inclusión social”, elementos de neodesarrollismo económico y de relativa autonomía respecto al imperialismo, se agotaron. El ciclo de crecimiento económico que acompañó el surgimiento y estabilidad de varios de estos gobiernos, coincidió con la decadencia política de los mismos. Por su parte, la “relativa autonomía” respecto del imperialismo norteamericano, producto de la propia crisis de hegemonía estadounidense, dio lugar, sobre todo desde el triunfo de Donald Trump, a una política de mayor injerencia imperialista sobre la región, con el retorno de organismos como el FMI.
En este contexto económico adverso, la “mística” de ideas como “somos un gobierno nacional y popular” o “luchamos por un socialismo del siglo XXI”, lejos de radicalizarse, fueron aggiornandose al avance de alternativas de una derecha neoliberal. Esto queda expresado en las decisiones de los “lideres”: Cristina Kirchner colocando de candidato a Alberto Fernández, como un giro hacia la moderación y dialogo con el establishment, Lula Da Silva eligiendo como sucesor a Fernando Haddad tras renunciar a la pelea en las calles contra la embestida del poder judicial, y Rafael Correa eligiendo a Lenin Moreno, que se ha vuelto el garante de los planes de ajuste contra el pueblo ecuatoriano. En el caso de Venezuela, se expresó directamente en el refuerzo del carácter represivo del Estado, en el marco de una grave crisis económica y social que impide cualquier tipo de “mística”. Por su parte Evo Morales, considerado como el único sobreviviente de estos gobiernos, pese a la relativa estabilidad económica que logró, se encamina hacia una crisis sucesoria tras intentar un giro bonapartista, fracasado, que impusiera mediante un plebiscito su reelección.
Al mismo tiempo, estos fines de ciclo pusieron en evidencia que lejos de haber “golpeado hacia arriba”, estos gobiernos sostuvieron muchas de las estructuras de poder (justicia, fuerzas represivas, medios de comunicación, corporaciones financieras ligadas al imperialismo, burocracias sindicales, etc.) que así como pudieron convivir mientras obtuvieron ganancias de estos gobiernos, fueron determinantes para quitarles apoyo y desestabilizar su poder cuando se acabó “el viento de cola”. Valga como ejemplo Brasil: es imposible entender el giro político de sectores de las clases medias al “antilulismo” (la hipótesis de Casullo) sin la combinación entre el ajuste que comenzó a realizar Dilma Ruseff en los últimos años de su mandato, junto con la política activa de corporaciones como O Globo, el poder judicial, un sistema de partidos corrupto, y la participación activa de la embajada norteamericana.
Es decir, el “mito populista” solo puede perdurar en condiciones favorables de la economía y de la política internacional. En la medida en que estos desaparecen, aunque haya situaciones de crisis como la actual, la “efectividad” del discurso también desaparece o solo puede sobrevivir efímeramente.
Ante un mundo en crisis
Si el “fin de la historia” como relato hegemónico tras la caída del Muro de Berlín está deslegitimado ante la crisis capitalista, aún existe una disputa sobre las alternativas a ese orden. Los gobiernos posneoliberales al no proponerse una ruptura abierta con el capitalismo, incorporaron todas las limitaciones de un sistema en crisis desde el 2008. Por eso, su postulación como alternativas efectivas está en cuestión.
Los actuales fenómenos de la lucha de clases internacional, como las movilizaciones de los chalecos amarillos en Francia, las luchas del pueblo argelino, e incluso fenómenos políticos, como la simpatía por las ideas socialistas en Estados Unidos, permiten pensar un próximo periodo no solo atravesado por “populismos de derecha”, cuya única alternativa sean “populismos de izquierda”. Si el centro del antagonismo social se traslada a la lucha de clases, las construcciones discursivas y los “mitos” tendrán poco que hacer.
La apuesta por reconstruir un imaginario político, indisociable de una fuerza material que lo concretice, donde el pueblo no solo “no quiere ser dominado” sino también tomar las riendas de sus propios destinos y generar una alternativa superadora a la barbarie capitalista, es la gran tarea del marxismo en el siglo XXI.
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