Parte del debate que se abrió en 1920 en el Partido Bolchevique sobre la organización del Proletkult fue también una discusión entre marxistas sobre las características de la transición al socialismo, más allá de la práctica efectiva de las organizaciones del Proletkult que no siempre coincidieron con las ideas de sus fundadores [1]. Poco después, en 1924, ya en el marco de la NEP, se reactualizará una discusión sobre la política que el Estado obrero debía tener en el terreno cultural donde se profundizará esta discusión.
Uno podría preguntarse qué hacían muchos de los más importantes dirigentes partidarios, en una situación que aún dejando atrás la guerra civil se presentaba como acuciante a nivel de la URSS y a nivel internacional, discutiendo sobre cuestiones literarias. A ello intentaremos responder centrándonos en el debate teórico-político entablado entre los marxistas.
Los fundamentos de Bogdanov
El planteo original de Bogdanov, principal promotor de la noción de “cultura proletaria”, es parte de su balance de la derrota de la Revolución de 1905, cuando aún era miembro de la fracción bolchevique de la socialdemocracia rusa: el proletariado no había logrado entonces darse las herramientas necesarias para hegemonizar, desde una perspectiva propia, al conjunto de las masas oprimidas. En parte por ello, alejándose del bolchevismo tras sucesivas discusiones políticas durante la primera década del siglo XX, Bogdanov dedicó buena parte de sus esfuerzos a desarrollar una entera cosmovisión desde el punto de vista proletario.
Bogdanov trazaba un paralelo entre la revolución obrera y la burguesa, observando cómo esta última había desplegado, previamente a la toma del poder, su propia cosmovisión en todos los terrenos, desde el económico y científico, hasta el filosófico y artístico –lo que hoy de conjunto conocemos como Ilustración–. Algo similar, pensaba Bogdanov, debía elaborar la clase obrera, plasmando su visión del mundo en una “cultura proletaria”. Hablaba incluso de un “enciclopedismo obrero”, al modo del monumental proyecto de la Enciclopedia de Diderot y D’Alambert, y de Universidades y ciencias proletarias [2]:
Esto significa una ciencia que sea aceptable, entendible y componente de la misión vital del proletariado, una ciencia que esté organizada desde el punto de vista del proletariado, una que sea capaz de dirigir las fuerzas del proletariado en su lucha por implementar sus ideales sociales [3].
La falta de esta perspectiva es lo que lo lleva a oponerse también a la toma del poder en Octubre, que considera prematura, aunque luego de realizada colabore con el nuevo Estado sobre todo a través de su papel como dirigente del Proletkult, del que era dirigente junto con una gran mayoría de militantes del Partido Bolchevique.
Sus concepciones encontrarían eco en algunos de ellos, como en Pletnev, para quien la dictadura del proletariado, como tal, “no existe” en la medida en que los bolcheviques necesitan acordar y conceder en algunos casos su programa con otras fuerzas como los Socialrevolucionarios. Esas alianzas pueden ser necesarias en el terreno político, pero no puede confiar en otros sectores de clase para la construcción de una nueva cultura proletaria, porque terminarían primando sus influencias pequeñoburguesas, advertía, y por ello corresponde al Proletkult la tarea de defender este eje central en la construcción del socialismo [4].
En el terreno artístico, propuestas como la que esboza Bogdanov en 1918 se vieron expresadas en diversos pronunciamientos del Proletkult, y eran la base de su insistencia en la ruptura con la tradición cultural previa, que se consideraba un vehículo de la ideología burguesa con la que por lo tanto había que romper –aunque los planteos de Bogdanov, que demandaban un beneficio de inventario respecto a la tradición anterior, no compartían el espíritu iconoclasta que manifestaron muchos miembros del Proletkult–.
¿Cómo sería esa cultura proletaria? En un texto de 1920, “Los caminos de la creación proletaria” [5], plantea: “Los métodos de creación proletaria se basan en los métodos del trabajo proletario, es decir, el tipo de trabajo que caracteriza a los trabajadores de la industria pesada moderna”. De allí deriva como características del trabajo proletario el colectivismo, producido por la “colaboración masiva y de la asociación entre tipos especializados de trabajo dentro de la producción mecánica”; y el monismo, que en la ciencia y la filosofía habría encarnado el monismo metodológico del marxismo, a base del cual debería desarrollarse una “ciencia organizacional universal, uniendo monísticamente toda la experiencia organizacional del hombre en su trabajo y lucha social”, que llamará tectología.
Estas hipótesis plantean dos problemas en cuanto a la definición de cultura. El primero, que la base del trabajo de la industria moderna, incluso aunque se considere su versión fordista especializada más que la taylorista –como parece estar haciendo en ese texto Bogdanov–, no deja de ser la del trabajo alienado, cuyo control de los tiempos y sus planes generales no están fuera de las atribuciones del trabajador de la línea. Su objetivo es la producción a gran escala y abaratada de mercancías, que está lejos de la noción del arte como trabajo productivo no alienado que el marxismo supo usar como ejemplo contrapuesto a las formas de producción capitalistas. Podría interpretarse que una forma que permita producir más en menos tiempo liberaría tiempo de ocio para otras actividades, y de hecho por ello el fordismo tuvo cierto atractivo para muchos marxistas de la época, pero no es ese el planteo de Bogdanov, que insiste en la forma específica de organización de trabajo industrial.
Esta relación que establece entre desarrollo económico y cultural adolece, además, de un mecanicismo que, salvo en sus versiones más vulgares, nunca defendió el marxismo, al no reconocer la legalidad propia del trabajo artístico con el que insistiera Trotsky en Literatura y revolución justamente en discusión con el Proletkult [6]. En el debate de 1924 una crítica similar hará Trotsky a sus interlocutores alrededor del ejemplo de Dante, que toma de Labriola: “Solo los imbéciles pueden tratar de interpretar el texto de La divina comedia por las facturas que los mercaderes florentinos enviaban a sus clientes” [7].
Pero como problema teórico más general, como señalan quienes han estudiado incluso con simpatía las elaboraciones de Bogdanov [8], la analogía entre la revolución burguesa y la proletaria pierde de vista que la clase obrera llega al poder no como clase poseedora sino como clase desposeída, y que por lo tanto recién a partir de la toma del poder puede comenzar a desplegar y desarrollar elementos o perspectivas que la identifican como clase y consolidar su hegemonía sobre las demás clases oprimidas.
Este elemento aparece completamente subvaluado en Bogdanov, y a pesar de que suele aparecer identificado con las alas ultraizquierdistas de la socialdemocracia rusa, este tipo de planteos parecen acercarlo más a las ilusiones de la socialdemocracia europea que creyó poder avanzar posiciones engordando su cantidad de miembros y multiplicando sus instituciones propias, ilusión que rápidamente se vio desmentida por la derrota de la revolución alemana (y que, por otro lado, en la atrasada Rusia zarista, eran más ilusorias aún).
El debate de 1924
Los dirigentes bolcheviques reunidos en 1924 para debatir la política del partido en el terreno de la producción literaria –entre ellos Lunacharsky, Bujarin, Averbakh, Raskolnikov, Radek, Riazanov, Pletnev y Trotsky–, pondrán el eje en el período de transición.
Los que allí defienden la idea de la “cultura proletaria”, no necesariamente suscriben el conjunto de las ideas de Bogdanov, pero Trotsky ya había discutido con los teóricos de esta concepción en Literatura y revolución desde el punto de vista de los objetivos de la revolución socialista, que no son el reforzamiento de la dominación de una determinada clase, aún la clase oprimida y mayoritaria, en la medida en que la construcción del socialismo implica justamente la disolución de las clases.
Será justamente en momentos en que esa cuestión se desplegaba dramáticamente en la URSS, luego de la derrota de la revolución alemana que dejará aislado al joven Estado obrero, que se abre la discusión sobre los tiempos de esa transición.
Lunacharsky define en sus memorias las diferencias que mantiene con Trotsky:
La opinión de Trotsky es que [una cultura proletaria] no era posible, porque mientras que el proletariado no haya ganado, debe manejar una cultura ajena y no creará la suya propia; y cuando gane no habrá una cultura de clase, no una cultura proletaria, sino una cultura humana común. Lo negué entonces y lo niego ahora. ¿Es nuestro Estado soviético, nuestros sindicatos, nuestro marxismo, realmente una cultura humana común? No, esta es una cultura puramente proletaria: nuestra ciencia, nuestra unificación, nuestra estructura política tienen su propia teoría y práctica. ¿Por qué decir que en el arte esto es diferente? ¿Cómo sabemos qué tan seria y qué tan larga será la NEP? […] Culturas separadas a veces se desarrollan por cientos de años, y quizás nuestra cultura ocupará no décadas sino sólo años, pero es imposible repudiarla de conjunto [9].
Bujarin hará una crítica similar:
Trotsky ha cometido un “error teórico” exagerando el ‘grado de desarrollo de la sociedad comunista’ o, expresado de otra forma. la velocidad en que se disolverá la dictadura del proletariado [10].
¿Pero qué significado tenían para Trotsky las producciones artísticas que, con las medidas democratizadoras que había traído la revolución, comenzaban a aparecer entre los trabajadores? Desde un punto de vista, su valor era enorme, tan significativo como la aparición de las obras de los Shakespeare, los Moliere o los Pushkin, explicará en la reunión [11], en la medida en que demuestra la incorporación de enormes sectores sociales hasta entonces vedados de la producción cultural, lo cual seguramente dará frutos a largo plazo y que apunta, aunque inicialmente, a la superación de la división entre trabajo intelectual y manual. Pero ello está lejos aún de representar una nueva cultura, menos aún si por ello se considera una cosmovisión más o menos completa de la vida social.
Podría trazarse aquí un paralelo con la conceptualización que hace Trotsky, en ese mismo período, sobre la situación de la mujer en una sociedad clasista: por más que el Estado obrero garantizara –como hizo en niveles que aún hoy siguen siendo de avanzada– la igualdad legal entre los géneros, ello estaba lejos de representar aún la igualdad ante la vida, tarea que las próximas generaciones tendrían la posibilidad de desarrollar y disfrutar. Por ello el Estado tuvo que tomar en muchos casos medidas transitorias que podían parecer contrarias a su programa, como promover el matrimonio civil para combatir la influencia de la Iglesia. No reconocer estas contradicciones en nombre de principios abstractos que no dan cuenta de las condiciones reales, no ayudaba a que desaparezcan, pero además, entorpece la formulación de una política para encararlas a fondo.
Los argumentos del Proletkult no tendían a una política revolucionaria: el conocimiento, crítica y superación de la tradición artística previa, por ejemplo, requería de una serie de herramientas que podrán tener los dirigentes del Proletkult, pero no aún las masas obreras. La demagogia rápidamente podía entonces convertirse en condescendencia y falta de una política realmente democratizadora. Será contra estas ideas, que en el fondo Trotsky caracteriza como populistas aunque se disfracen de marxistas, donde dirigirá sus cañones. No lo hará a la manera fácil de resaltar el origen o formación no proletaria de los dirigentes del Proletkult, que estaban lejos de ser obreros de base en la línea de producción –algo que, en todo caso, les hubiera cabido en los términos en que los proletkultistas fundamentaban sus ataques a otros–, sino discutiendo la concepción del marxismo que postulaban. Y sorprendentemente para algunas lecturas superficiales, para defenderlo, lo que hace es señalar sus límites.
En primer lugar, insiste en que no hay por qué pedirle al marxismo que dé respuestas sobre todos los problemas artísticos –y científicos, agregará–: una cosa es resaltar el origen burgués de la novela como género, por ejemplo, apoyándose en caracterizaciones hechas por el marxismo, pero otra es determinar si la utilización de la primera o la tercera persona de un relato responde a alguna determinación de clase y no a problemas de trabajo con el lenguaje o las formas de representación.
Pero además, las definiciones del Proletkult pretendían fundamentarse en su capacidad de ser comprensibles para las masas, elemento que sí estaba presente ya en las definiciones de Bogdanov [12]. Pero ¿acaso El capital sería menos científico porque su lectura supone sin duda un trabajo arduo? No, refutará Trotsky, y de hecho, si la revolución logra sus objetivos y la existencia de clases es un mal recuerdo del pasado, ese libro fundacional de Marx se convertirá en un “mero documento histórico, como el programa de nuestro partido” [13]. Apelar al gusto de las masas como vara implica justamente no cuestionar la ideología dominante que sin duda seguirá teniendo por un período, aun en los momentos en que se encuentra más debilitada, como es en el medio de una revolución. Quien crea a la clase exenta de conservadurismo, prejuicios o atraso, no está mirando de frente a la realidad y pensando políticas para modificarla de raíz, sino contentándose con esquemas impotentes.
Volviendo entonces a la pregunta inicial: ¿por qué esta discusión en este momento entre tantos dirigentes del partido en una situación que no era precisamente calma? Por un lado, porque la discusión cultural de entonces, que tuvo uno de sus ejes en la cuestión de qué hacer con la tradición anterior en la construcción de lo nuevo, era un eco de debates abiertos también en otros terrenos, incluso más dramáticos, desde el militar o el económico –y sobre todo en un país atrasado como la URSS–.
Por otro lado, porque el debate de la “cultura proletaria” entre los marxistas del Partido Bolchevique no era solo literario; estaba basado en conceptos como el de hegemonía, alianza de clases, tareas históricas de clase, en fin, problemas importantes de la teoría y la política revolucionaria para pensar la transición. Al parecer, estos dirigentes están saldando en un terreno menos “acuciante” las diferencias que tenían en cuanto a la dinámica de la revolución y los desafíos que presenta la transición, en un período en que empiezan a perfilarse dos alternativas que pronto chocarán: la idea de la posibilidad de construcción del “socialismo en un solo país” que Stalin esboza en 1925, o las ideas que terminarán conformando la “teoría de la revolución permanente”, que Trotsky desarrollará más acabadamente en los años posteriores.
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