La historiografía oficial, que tuvo entre sus exponentes a Bartolomé Mitre, valoró al 9 de julio como una fecha “fundante” de la nación. Pese a las impugnaciones a su obra, los elementos esenciales de su historiografía fueron y son repetidos por el discurso estatal. ¿Por qué?
Desde las polémicas con la “tendencia filosófica” de Vicente Fidel López, que chocaba con la erudición (tan atractiva para los Levene por ejemplo) de Mitre, hasta los revisionistas y nacionalistas de la década del ‘30, pasando por las impugnaciones desde el marxismo, la Historia de Manuel Belgrano y de la Independencia argentina, pudo haber quedado rezagada como una pieza de museo histórico. Sin embargo, las principales operaciones ideológicas de este modelo, por su funcionalidad como reproductora del “mito de los orígenes”, quedaron impregnadas en el discurso estatal que lo supo aprovechar para recrear la idea de “unidad nacional” basada en intereses comunes y cristalizados en momentos fundacionales, como lo es el 9 de julio.
Según Halperin Donghi [1], no fue la erudición científica y el relato construido al “margen de las facciones existentes” lo que colocó a Mitre como pilar de la historiografía oficial, sino su capacidad para eliminar la existencia de múltiples actores y sujetos colectivos (demonizados en la mayoría de los casos), o subordinarlos a “La Nación” como protagonista del relato. La virtud de este sujeto era tener un motor propio: el “destino” (mucho más humilde, vamos a decirlo, que el “destino manifiesto” expansionista de Estados Unidos) , que actuaría de hilo conductor en todo el relato, para separar aquello que significaba un “desvío”, y aquellos acontecimientos que, como el 9 de Julio y el 25 de Mayo, venían a cumplir con el rol de emancipadores de las trabas que aún tenía, como el pacto colonial, dando lugar a las guerras de independencia que forjarán el paso de sociedad a Nación.
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Pero lo que verdaderamente fue tomado por “virtuoso” de su relato, no fue tanto la construcción de este sujeto tan común en las historiografías fundantes del mito nacional [2], sino las operaciones ideológicas para por un lado eliminar o minimizar los elementos que expresen pugna de intereses contrapuestos e irreconciliables en el relato, y por otro, dar preponderancia a los actores individuales por sobre los colectivos. Veamos cómo estos elementos, presentes a lo largo de las conmemoraciones del “día de la independencia”, fueron recreados por los sucesivos gobiernos y como operan sobre los hechos de 1816.
1816
Si tomamos una fotografía del Congreso de Tucumán como fundante del relato sobre el 9 de julio (establecido como fecha nacional varios años más tarde por Juan Manuel de Rosas), notamos rápidamente que es muy poco funcional a la creación de un mito nacional. No solo no estaban presentes allí las provincias del Litoral y la Banda Oriental (no hablemos de la “despoblada” Patagonia), sino que fueron protagonistas del Congreso varias provincias de la actual Bolivia, (El Alto Perú) como Chichas, Cochabamba, Mizque y Chuquisaca. La representación de estas provincias y la locación, por su parte, tuvo menos que ver con un canto al federalismo (como lo quieren hacer ver algunas interpretaciones revisionistas), sino con un problema militar: la contraofensiva monárquica obligaba al gobierno central de Buenos Aires a dar señales de fortaleza en el frente norte, allí donde aún no estaba ganada la guerra.
Tampoco resulta funcional la exposición de los proyectos en pugna. El modelo artiguista, menos armónico con la patria terrateniente exportadora, y con la necesidad de disciplinar a los gauchos y pueblos originarios bajo un mismo modelo productivo, o el modelo de la oligarquía minera alto peruana, expresada en sus diputados que llegaron a proponer el traslado de la capital a Cuzco y el reconocimiento jurídico de la monarquía incaica, no son congruentes con el “destino” que debería expresar ese acto fundacional en Tucumán. Por no hablar obviamente de las clases populares que se oponían, desde el conflicto, a estos modelos, como los campesinos desplazados de sus tierras, en algunos casos canalizados en las “montoneras” y los mineros alto peruanos sometidos a nuevos regímenes de trabajo.
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Pero tal vez el lugar más incómodo, y por ende el menos objetado desde el relato oficial, es el propio acto emancipador. El hecho de que haya sido necesario convocar varios días más tarde a una sesión especial, propuesta por Pedro Medrano para agregar en la declaración la formulación “y de toda otra dominación extranjera”, a la formulación que ambiguamente sólo refería a la independencia respecto del “Rey Fernando VII, sus sucesores y la metrópoli”, habla de la disputa ya existente entre las distintas facciones de la oligarquía criolla sobre los alcances de subordinación jurídica y económica respecto de las potencias como Francia, Portugal e Inglaterra, que buscaban profundizar su injerencia en la región, como ya lo había mostrado Alvear en 1815 sugiriendo rendir pleitesía a la corona Británica.
Lo cierto es que el tránsito de colonia española a semicolonia británica, cuyas bases las sienta muchos años antes el comercio ilegal y el propio comercio interamericano impulsado por la fuerza industrialista inglesa, no solo no inauguró una etapa emancipadora, sino que, mal que le pese a los promotores de la idea de una “patria grande” inherente a los pueblos de América Latina, reforzó los conflictos regionales, demostrando que la unidad artificial creada por el aparato administrativo colonial no tenía una continuidad “natural” tras su destrucción. A pesar de haber logrado romper el vínculo colonial, las clases dominantes locales atadas por múltiples vías a las grandes potencias comerciales extranjeras estaban imposibilitadas de plantearse seriamente esta tarea. Como veremos más adelante, sin embargo, algunas de las ideas más progresivas de este proceso, hoy tienen actualidad en la posibilidad real de la clase obrera de liberarse de aquellas trabas que aún perduran.
Es decir, la operación básica de todo relato mítico sobre el 9 de Julio, es presentar los intereses particulares ( en este caso de la facción criolla pro inglesa, luego retomada justamente por los ganaderos rosistas y los liberales exportadores mitristas), como intereses generales, por encima de los conflictos existentes y las fuerzas de clase.
1916
El año del primer centenario de la declaración de Independencia, dio razones a los gobiernos de aquel entonces para retomar este esquema en su esencia. La primera guerra, en donde las potencias imperialistas luchaban por el reparto del mundo, colocaba a Argentina ante su “destino” identificado con la élite terrateniente y con el rol de semicolonia inglesa que había adoptado desde el siglo anterior en el nuevo esquema mundial: proveer de materias primas, sobre todo alimentos, a las potencias colapsadas por el esfuerzo bélico. Pocos ejemplos tan claros de transformar el “vicio en virtud” como el reconocimiento a Yrigoyen por sostener una postura neutralista ante la guerra pese a las presiones norteamericanas, desconociendo la funcionalidad que esto tenia para la potencia que aun gravitaba mucho más en la política exterior local.
Pero lo “nuevo” que debía ser ocultado en el relato mítico, era la clase obrera inmigrante, identificada en muchos casos con las ideas anarquistas y socialistas, que no encajaba con el “destino nacional” que falsamente pregonaban las clases dominantes de la época, haciendo creer que existía algo tal, cuando en realidad tal proyecto “nacional” (burgués) era y es totalmente incompatible con el rol subordinado de las clases dominantes y locales y sus políticos al gran capital internacional, como lo demostró el propio Yrigoyen reprimiendo brutalmente a los trabajadores rurales de la Patagonia que cuestionaban el “paraíso terrateniente” que condenaba a Argentina a ser un mero abastecedor de materias primas.
Totalmente gráfico es lo que ocurrió el 9 de Julio de aquel año, durante los festejos del centenario: el presidente Victorino de La Plaza, tras asistir al tedeum en la capital porteña (los festejos en Tucumán estuvieron a cargo del nefasto general Dellepiane, represor de la semana Trágica), sería víctima de un atentado perpetrado por un obrero anarquista, expresión de una clase trabajadora que había quedado afuera de la integración democrática que proponía la Ley Sáenz Peña para las clases medias porteñas.
En su discurso de asunción, Yrigoyen retomará el relato mitrista para, anulando los sujetos y el conflicto, colocarse en la culminación del destino nacional: “Justo es, entonces, que esta resurrección que pareciera imposible, llene de intenso regocijo el espíritu nacional que asumiera todas las contingencias de tan cruenta jornada, como si un dictado superior hubiera dispuesto que se fundiese en la más indestructible solidaridad”. Y en oposición al pasado reciente plantearía que era necesaria una superación del conflicto y de los intereses de parte: “(…) tan magnas concepciones fueron idealizadas por el genio de la Revolución, sentidas por el alma nacional y cumplidas con admirable excelsitud en una trayectoria de sucesos y de acontecimientos en que culminaron todas las glorias de la Patria” [3].
Es decir, la Patria y la historia nacional mítica son utilizadas para construir relato desde una facción determinada de la clase dominante, tal como Mitre lo hizo en su Historia de Belgrano, mientras la “cuestión social”, daba lugar a uno de los periodos más álgidos de la lucha de clases en Argentina, con hitos como la “Semana trágica” o la “Patagonia Rebelde”.
1966
Los festejos por el 150 aniversario del 9 de julio se enmarcan en una coyuntura particular. Se inician durante el gobierno de Illia y se interrumpen con el golpe de estado de la autodenominada “Revolución Argentina”. Pocos años después tendrá lugar el inicio un periodo de ascenso obrero que se inaugura en Córdoba. El discurso “modernizador” del gobierno de Onganía venía de la mano de represión a la juventud y al movimiento obrero que seguía organizado pese a la ilegalidad de muchas de sus organizaciones de base y al rol colaboracionista de la burocracia de Vandor.
La Tucumán de la “casita”, había sido los meses anteriores protagonista de varias huelgas de los obreros azucareros nucleados en la FOTIA, que desarrollarían un plan de lucha en un año de crisis para la zafra tucumana y de cierre de varios ingenios. Sin embargo, el discurso de Onganía , en su visita oficial a tierras tucumanas, ocultaría el conflicto existente: “ha querido que sea en Tucumán, a 150 años de la Declaración de Independencia que la Revolución Argentina venga a confundirse con el pueblo tucumano, que es el pueblo de toda la patria”. Y agregaba en tónica con el destino mitrista y en contraposición con la “inoperancia” de los partidos políticos, entendidos como fracción, durante el período anterior: “…Venimos en representación del pueblo que quiere imperiosamente comenzar una nueva etapa de la vida nacional. Venimos en representación de la Revolución Argentina a ofrecer a todos la histórica oportunidad de participar en la realización del país” [4].
Es decir, el onganiato apoya su identificación con la Nación en la superación tanto del conflicto social como del conflicto político previo (proscripción del peronismo, imposibilidad de los gobiernos radicales para asentarse en el poder), utilizando la idea mítica del “pueblo tucumano” como el identificatorio de la nación misma como sujeto histórico. Nuevamente vemos aparecer la mimetización del interés faccional de un sector de la burguesía, en este caso encarnada en un ala del ejército vinculada a los intereses norteamericanos, con el conjunto social en un período de fuerte lucha de clases y conflicto interburgués.
2016-2018
Los 200 años del aniversario de la declaración de independencia encontraron dos relatos en pugna, pero sin embargo con una matriz común.
El saliente kirchnerismo había planteado un relato latinoamericano sobre la independencia, en donde su gobierno vendría a continuar la obra de independencia política de los primeros patriotas. En 2015 Cristina Kirchner, retomando la idea de “destino” y absolutizando el acto independentista en 1816 planteaba que su proyecto político le había dado “independencia al país” mientras hacia un llamado “todos los hombres y mujeres que de distintas identidades políticas e históricas creen que la patria sigue siendo lo más importante”. Lo cierto es que el relato latinoamericano (que retomaba las elaboraciones historiográficas revisionistas buscaron separarse del mitrismo), partía de un supuesto común: la preexistencia de una nación, pero extendida al plano latinoamericano, negando que el propio proceso independentista, más allá de la voluntad de actores como Bolívar o Monteagudo, “pasó de la unidad ficticia a la desunión real”, a decir de Milcíades Peña [5]. Pero sobre todo negando que el supuesto sujeto de esta unidad (las “burguesías nacionales” locales), por sus múltiples ataduras al capital imperialista, históricamente se han demostrado impotentes para tomar medidas elementales de liberación nacional (como el no pago de la deuda externa, o la nacionalización de la banca y el comercio exterior). Un ejemplo es el título de “pagadores seriales” de la deuda pública del que se vanagloriaba el kirchnerismo, con el pago de 200 mil millones de dólares según la propia CFK, incluyendo los 10 mil millones de dólares al FMI cínicamente presentados como una acto de “soberanía nacional” [6]. Es por eso que el discurso kirchnerista actual, renovado para el rol de oposición, que pregona que “la patria está en peligro”, oculta lo esencial del problema nacional, las bases estructurales que sostienen el carácter dependiente de nuestro país, y el rol de las clases sociales en el mismo.
Por otra parte, este relato negaba que estas “burguesías nacionales” han sido siempre socias menores del imperialismo en su afán de evitar que la clase obrera, luche por este tipo de medidas, reprimiendo o desviando todas aquellas acciones independientes ( y han sido muchas durante el siglo pasado!), que cuestionaran las bases capitalistas de estos países.
Esta lectura se vio también refutada por los hechos contemporáneos: “la unidad latinoamericana” impulsada por los gobiernos posneoliberales que seguían fuertemente atados al imperialismo por diversas vías, no pasó de la unidad ficticia enmarcada en la UNASUR, que estalló por los aires ante las dificultades económicas reales y las presiones del imperialismo. El Mercosur por su parte, configurado en los años ‘90 con la introducción de las reformas neoliberales, se sostuvo como una unión aduanera funcional más que nada para la gestión regional de la producción de los capitales trasnacionales, sin evitar tensiones regionales que el imperialismo usufructuó.
Todo discurso patriótico se vuelve el intento hegemónico de una facción (en este caso de un gobierno que en partes de su mandato tuvo mejores condiciones de negociación con el imperialismo), negando que la unidad latinoamericana puede ser solo obra de la clase obrera, en tanto única clase capaz de pelear hasta el final, sin ataduras de ningún tipo y con la fortaleza que tiene en las estructuras capitalistas atrasadas, contra la opresión imperialista. En cierto sentido, “la hecho maldito” para este relato (y para todos), es que los verdaderos herederos de las ideas más progresivas de algunos de los patriotas decimonónicos, y de aquellas clases populares que pelearon por la independencia de España, son los trabajadores de nuestro tiempo.
El macrismo, por su parte, llegó al bicentenario del 9 de julio con la tarea política de profundizar el ajuste sobre el pueblo trabajador. Su proyecto político es lo opuesto por el vértice a la independencia nacional: acuerdo con el FMI, entrega de los recursos naturales, subordinación política a los principales gobiernos imperialistas. Los festejos del bicentenario fueron también gráficos: en ellos participó nada más ni nada menos que el Rey emérito de España, Carlos I. Dirigiéndose a el Macri planteo en referencia a los delegados al Congreso de Tucumán “…claramente deberían tener angustia de tomar la decisión, querido Rey, de separarse de España” y agregó: “No fue fácil en ese momento ni es fácil hoy asumir ser independiente, ser libre. Porque eso conlleva una responsabilidad”. También fue parte de las celebraciones y desfiles en la Capital Federal, el general Aldo Rico, el militar carapintada que pactó con Alfonsín en 1987 la impunidad para miles de genocidas de la dictadura vía la Ley de Obediencia Debida. Para completar el escenario de reconciliaciones históricas que ejecutó el macrismo, vale recordar la visita de Obama el 24 de marzo de ese mismo año.
Esta simbología reaccionaria no fue casual. Es que así como Mitre utilizó su libro para ejecutar una maniobra estratégica que consistió en dotar a un territorio sin unidad política, con facciones políticas sin intereses comunes, de una historia común, en donde los intereses de la burguesía liberal porteña (y por ende los del capital financiero británico) fueran también los de “La Nación”; hoy el gobierno de los empresarios reconstruye la operación. Lo que aquel entonces eran los intereses de la burguesía porteña, hoy son, con el mismo carácter dependiente del capital extranjero, los sojeros, los sectores financieros ligados a la exportación, entre otros de la burguesía local, a los cuales la idea de reconciliar a dominadores extranjeros, militares golpistas, y poderes imperiales (“el FMI no es lo que era”), con la sociedad argentina, bajo la idea de una misma “nación”, es totalmente funcional.
El problema de fondo para las historias oficiales es que esos intereses comunes solo pueden subsistir en los relatos, y más en tiempos de crisis. La clase obrera argentina mostró que no se ha quedado callada en nombre del “destino nacional” ni de una patria imaginada. La lucha contra el ajuste en curso, será también la puesta en evidencia de la contradicción aún vigente entre la clase obrera y los capitalistas locales y el imperialismo que domina nuestro país.
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