La Córdoba revolucionaria que parió el Cordobazo condensó su potencia en las grandes plantas automotrices y autopartistas. Allí nació un temor que asoló a la clase dominante. En aquellas moles de acero brotaron el clasismo de Sitrac-Sitram, del que hemos hablado otras veces; y el neoclasismo, que tuvo su figura emblemática en René Salamanca, dirigente del PCR; hoy uno más de los 30.000 detenidos-desaparecidos que legó la cruenta dictadura [1].
Cinco décadas atrás, la experiencia neoclasista fue asolada y derrotada por una feroz represión. Sobre miles de obreros metalmecánicos y la conducción del Smata cordobés cayó la violencia conjunta de la burocracia sindical, del Estado dirigido por el peronismo y de las patronales de la rama.
Aquella experiencia sindical y política configuró uno de los procesos más sintomáticos de ese período de movilización revolucionaria de masas que despertó el Mayo Cordobés y cerró –con dureza extrema– marzo de 1976. Aquí intentamos delinear algunas de las tensiones que lo recorrieron. Proponemos, también, una lectura crítica de la política desplegada por la corriente que dirigió el proceso: el mismo PCR.
En el origen está la barricada
“¿Quiénes son los subversivos y foráneos? Que se identifiquen”. Vagués (sic) debió sentir algo feo en el cuerpo cuando se levantaron frente a sus ojos cuatrocientas manos [2].
Mayo de 1970. Cientos de brazos obreros se alzan hacia el cielo de una fábrica tomada. Perdriel, autopartista importante de aquella Córdoba convulsionada, se rebela en defensa de sus delegados. Enfrenta una ofensiva patronal, que cuenta el aval explícito de la conducción del Smata.
Reseñando aquella magnífica respuesta obrera, Rodolfo Laufer escribe:
Con más de 400 obreros presentes, se decidió mantenerse en estado de asamblea permanente y se conformó un comité como dirección de la toma (…). Quedaron como rehenes 38 directivos de la empresa, incluidos dos ejecutivos franceses, entre ellos el gerente general de la firma [3].
La ocupación se extendió a lo largo de tres días; la combatividad obrera logró una victoria. El triunfo potenció tendencias antiburocráticas que aceleraban desde el Cordobazo. Al interior del Smata, simbolizó un duro golpe a la conducción peronista de Elpidio Torres, apodado el “Vandor cordobés”.
A inicios de junio, presionado por la base obrera e intentando descabezar al activismo opositor que emergía, el dirigente burocrático lanzó el llamado a un plan de lucha que incluía la ocupación de plantas. Tomada en sus manos por la base obrera, la acción se tornó contundente.
Laufer reseña:
Se rodearon las plantas con tanques de combustible y materiales explosivos, se electrificaron las rejas exteriores para disuadir el desalojo, se establecieron guardias de seguridad rotativas y se prepararon las mangueras de incendio y bombas molotov para resistir la eventual represión… [4].
En las tomas se desplegaron fuertes tendencias a la autoorganización. Carlos Mignon relata el
surgimiento de órganos autónomos de lucha en Santa Isabel y Transax, denominados “comités de ocupación” y/o “comités de lucha” [que] surgieron a partir del voto asambleario de los operarios que tomaron la empresa (…) poseyeron prerrogativas que hacían al funcionamiento del espacio de trabajo ocupado, mientras se mantenía la medida de fuerza... [5].
Aquella potencia encontraba un límite manifiesto en la dirección burocrática de Torres. En pánico ante el despliegue de combatividad, el caudillo sindical apostaba a la derrota; preparaba las condiciones para una traición que hundiría su nombre en el barro ante los ojos de aquella generación obrera. Ese accionar desmoralizante acompañaba las operaciones represivas estatales.
Bastones y gases inundaron, en primer término, los pasillos de Perdriel. Muy pronto, el 3 y 4 de junio, otras fábricas sufrieron el asedio policial y el desalojo. IKA-Renault, la planta más grande del Smata, decidió la resistencia. La Iglesia apareció en escena: evitó un eventual enfrentamiento entre aquella combativa base obrera y las fuerzas represivas.
Cronista de la historia cordobesa, La Voz del Interior describió la amargura que cargaban los rostros de quienes dejaban atrás la toma:
… dos palabras del inmenso caudal que pueblan los diccionarios castellanos emergen hacia el teclado: frustración y lágrimas, un par de términos que alcanzan para resumir la idea y significar cuanto mostraban los rostros, barbados, fatigados, llenos de desazón, de quienes, ensimismados, meditabundos, con paso cansino, retornaban a sus hogares tras varios días de voluntaria ausencia [6].
La bronca nutrió el deseo de combatir: aquella enorme pelea continuó desplegándose a lo largo de una treintena de días. Fue víctima de la maquinaria burocrática. Rotulándose a sí mismo con el estigma del traidor, Torres activó una cuenta regresiva que terminaría en su eyección del sillón sindical; tanto en la conducción de la CGT Córdoba como en el gremio mecánico.
La génesis del neoclasismo
Esa traición cimentó la creciente oposición. Abrió un sendero hacia la formación del Movimiento de Recuperación Sindical (MRS), del que germinaría la Lista Marrón. El nuevo espacio halló apoyo en dinámicas que –a pesar de la derrota– recorrían la base mecánica. Las poderosas tendencias a la autoorganización encontraron traducción, por decirlo de algún modo, en la recuperación de delegados por sección y, con más fuerza aún, en las comisiones por sector, que se desarrollaron esencialmente en IKA-Renault. Éstas, en la medida que se extendían, alentaban una creciente coordinación.
En diciembre de 1971 se conformó la Marrón [7]. El armado final favoreció a las corrientes más moderadas de la izquierda cordobesa: el MUCS-PC quedó en tercer lugar, aspirando a la secretaría gremial; la secretaría general y la adjunta le correspondieron al PCR, que en ese entonces consolidaba su ubicación en el campo del maoísmo [8]. René Salamanca encabezaba la lista.
El nuevo agrupamiento se lanzó a la batalla electoral [9], poniendo en el centro de su agenda valores como la honestidad, la democracia sindical y el compromiso. La palabra “clasismo” no figuró en los materiales públicos. Esa orientación no era casual: la Marrón intentaba escapar a lo que constituía una incómoda referencia en el mundo sindical cordobés: los sindicatos clasistas de Fiat.
El clasismo, la víbora roja cordobesa
Nacido de una poderosa rebelión antiburocrática, el clasismo de Sitrac-Sitram escenificó un fuerte desafío a la multinacional italiana. Simbolizó asimismo un polo alternativo a la anquilosada burocracia sindical peronista. En su breve existencia, constituyó además una amenaza al Estado, certificando una disposición al combate que contagiaba a otras franjas de la clase obrera.
Esa peligrosidad de clase se incrementó cuando su núcleo dirigente planteó públicamente que la clase trabajadora podía desplegar una política propia, sin necesidad de encuadrarse en proyectos de conciliación de clases. Aquel apotegma constituía un desafío explícito al peronismo. Cimentaba una perspectiva de independencia política de la clase trabajadora que el poder debía interceptar.
La represión se desató para evitar aquel rumbo. Burocracia, Estado y patronal desplegaron una ofensiva abierta y feroz. Al momento de aquel ataque el clasismo estaba aislado. Esa situación era fruto, entre otros factores, de las políticas sectarias que desplegaron las corrientes que influyeron sobre el joven activismo obrero. Entre ellas estaban Vanguardia Comunista y el mismo PCR.
La estrategia de la moderación
El neoclasismo buscaba escapar de ese recuerdo reciente. Mostrando esa distancia, Salamanca definió a la nueva dirección del Smata como “clasista y reformista a la vez. Porque hay una alianza entre clasistas y reformistas donde ninguna de las dos corrientes tiene hegemonía” [10]. Meses más tarde, utilizó el término “neoclasismo” para referirse a una “posición que recoge la herencia de los disueltos Sitrac-Sitram, pero depurada de ‘errores de sectarismo e influencia pequeñoburguesas’” [11].
Esa lógica, que intentaba alejar las amenazas represivas, conducía a la moderación política y sindical. Ésta muy pronto apareció en escena, en el áspero terreno de la lucha de clases. Sometida a la responsabilidad de intervenir ante diversos conflictos, la nueva conducción del Smata osciló entre el actuar vacilante y las concesiones ante la presión estatal y patronal.
Uno de los primeros desafíos se presentó en GMD (Grandes Motores Diesel), otra de las plantas del Grupo Fiat: allí tuvo lugar el despido de varios activistas. La respuesta gremial estuvo lejos de la contundencia. Las asambleas y los quites de colaboración no acompañaron ninguna medida capaz de rodear de apoyo la pelea por las reincorporaciones. La lucha terminó en derrota y la actuación de la conducción mecánica fue cuestionada, dentro y fuera de la Lista Marrón.
Casi de inmediato se desató un conflicto en Giacomelli, autopartista que se regía por el convenio del caucho solo en interés de la ganancia capitalista. El triunfo de la Marrón en el Smata había disparado la iniciativa de los trabajadores; el deseo de afiliarse al gremio mecánico empujó un proceso de organización desde la base obrera. La represalia fue inmediata y llegó con el despido de tres activistas. A lo largo de 16 días [12], los trabajadores desplegaron una durísima lucha, que incluyó paros, movilizaciones y piquetes en los portones de la empresa. La resistencia generó más represalias: mientras se negociaba en el Ministerio de Trabajo, hubo 46 nuevos despidos.
La conducción del Smata ofreció su solidaridad por medio de asambleas dentro del gremio mecánico, pero evitó convocar a cualquier medida de fuerza que pudiera ser decisiva [13]. Se sumó a las negociaciones, donde participaban la Federación del Caucho y la representación empresarial; pero terminó aconsejando a los operarios de Giacomelli aceptar las durísimas condiciones que ofrecía la patronal. Ese rol escandaloso corrió a cargo de un abogado de apellido Arroyo; Hugo Rivero, secretario gremial e integrante del MUCS-PC, lo avaló.
Esa estrategia de moderación tuvo correlato al interior de las fronteras gremiales. La Marrón impulsó una serie de modificaciones estatutarias que ampliaron el poder decisorio de la base obrera [14]. No obstante, la democracia sindical también halló límites: la conducción apostó a una “gestión responsable del conflicto” –como definió Carlos Mignon [15]–, buscando contener la rebeldía espontánea que nacía en los lugares de trabajo. El objetivo se explicitó en un boletín publicado a fines de 1972:
La comisión ejecutiva no está dispuesta a permitir que el espíritu de combatividad demostrado por los compañeros sea utilizado para otros fines que no sean los que convienen al conjunto de los trabajadores mecánicos. En tal sentido exhorta a las bases de cada departamento a discutir sus problemas en asambleas masivas con sus delegados y los miembros de la CIR [Comisión Interna de Reclamos], o a concurrir al local sindical para analizarlos debidamente [16].
Lógicamente, esa moderación también se expresó en el sistema de alianzas sindicales del Smata. La nueva conducción mecánica asumió un lugar casi acrítico en la CGT Córdoba. La central, encabezaba por Atilio López (UTA) y Agustín Tosco (Luz y Fuerza) [17], agitaba públicamente la bandera de “la lucha antiimperialista hacia el socialismo”. Su práctica no se condecía por completo con las palabras. Cobijando corrientes profundamente burocráticas, la central provincial también aportaba a limitar las tendencias combativas que desplegaba la base obrera cordobesa [18].
El peronismo gobernante contra la vanguardia obrera
Perón regresó a la Argentina el 20 de junio de 1973. Terminaba un largo exilio de 18 años. Para la clase dominante, el viejo líder aparecía como el único capaz de canalizar políticamente aquella insurgencia obrera y popular que había desatado el Cordobazo.
Aquel era un tiempo nuevo para el sindicalismo combativo que había enfrentado a la dictadura de Onganía y Lanusse. El peronismo retornaba al poder bajo una doble consigna: orden y paz social. Apostaba a lograr el control de ese movimiento obrero indócil que emergía en rebeliones provinciales y que mostraba potencia en cada rebelión antiburocrática, cada huelga salvaje o cada toma de fábrica. Córdoba, la rebelde, conformaba un objetivo necesario en esa apuesta disciplinadora.
Salamanca fue inmediatamente anatemizado. La posición del PCR ante el escenario electoral –votar en blanco– fue el punto de partida del escarnio público que desplegó la derecha peronista. El ataque, no obstante, chocó contra la resistencia de la base metalmecánica, que defendió a la Lista Marrón del agravio macartista lanzado por la burocracia nacional del Smata.
Aquella tensión escaló conforme los meses. La derecha peronista buscaba recuperar la central sindical provincial. La llamada “normalización” fue decretada desde el centro. Las órdenes de Rucci llegaron a todo el país: “los gremios son de Perón, la CGT, también”. La ofensiva recrudeció contra Tosco, Salamanca y el mismo Atilio López, que se desempeñaba como vicegobernador. Había acompañado a Ricardo Obregón Cano en la fórmula electoral ganadora, en abril de 1973.
Aquella burocracia que capitaneaba Rucci oficiaba de activa defensora del Pacto Social, el mecanismo político-económico que ese tercer peronismo ideó y defendió, apuntando a aquietar las aguas de una economía en crisis, al tiempo que frenaba la radicalidad obrera. Congelando salarios y precios por dos años, se impedía la negociación paritaria y se cercaba el terreno de lucha a la clase trabajadora.
La derecha peronista desplegó una intensa campaña contra el sindicalismo combativo cordobés: los insultos feroces complementaron los ataques físicos. Las sedes sindicales de Luz y Fuerza, Smata y la CGT fueron blanco recurrente de bombas y balazos. Esa violenta ofensiva fue in crescendo; preparando las condiciones para un asalto mayor. El acto de rebelión derechista llegó el 28 de febrero de 1974: Antonio Domingo Navarro le dio su nombre a un levantamiento policial que desplazó del poder a Obregón Cano y Atilio López. El Navarrazo contaba la bendición de Perón y la Iglesia; también el aval explícito de grandes patronales y el conjunto de la burocracia sindical. Aquel excoronel –avalado para el cargo de Jefe de Policía por Montoneros–, abrió una nueva era política en esa provincia convulsionada. La Córdoba combativa, la de las barricadas y las tomas de plantas, no respondió a la altura del ataque [19].
La batalla por el Smata
El 11 de mayo de 1974, a pesar de la división en su núcleo original, la Lista Marrón volvió a imponerse en las elecciones del Smata [20]. El gremio industrial más importante de la provincia seguía en manos de una conducción identificada con la izquierda no peronista. Semanas más tarde, a inicios de junio, se lanzaba a una dura pelea. Al tiempo que exigía el reconocimiento de su triunfo por parte de la conducción nacional, reclamaba un aumento salarial del 60 %. El pedido, que contaba amplio respaldo en la base, constituía una afrenta directa al Pacto Social.
Comenzada la lucha, casi de inmediato se impuso el quite de colaboración. Trabajando a reglamento, los mecánicos cordobeses generaban un daño importante a grandes automotrices y autopartistas. El contraataque patronal llegó el 19 de julio con 1.000 suspensiones en Renault, centro neurálgico del conflicto. Una semana más tarde, 2.800 nombres fueron sumados a esa lista. Se jugaba más que el salario obrero; se libraba una batalla por el Smata cordobés. Las patronales automotrices, la burocracia nacional del gremio y el peronismo gobernante apostaban a terminar la labor iniciada por el golpe policial de Navarro.
Las masivas suspensiones no disminuyeron la disposición de los trabajadores al combate. Lo que sí pareció golpear la moral obrera fue una decisión de la conducción del Smata. La dirección neoclasista avaló con su firma un acta en la que renunciaban a cuestionar el Pacto Social. No era una formalidad; implicaba debilitar el propio reclamo.
Avanzada Socialista reflejó el malestar en la base mecánica:
... salió un acta en que la parte obrera renunció a sus reclamos salariales y se comprometió a no cuestionar el Pacto Social ni las pautas programáticas del gobierno (…). Al leer esa acta en una asamblea obrera el 29 de julio, el punto que avalaba el Pacto Social fue largamente silbado por la concurrencia… [21].
La patronal redobló la ofensiva: el sábado 3 de agosto, IKA-Renault anunció el cierre de la planta de Santa Isabel. El lock-out empresario apuntaba a imponer una derrota total. La complicidad estatal se hizo evidente: un día más tarde, el domingo 4, la Gendarmería desembarcó en las plantas automotrices para impedir una eventual toma. La burocracia, también: el jueves 8 la dirección nacional del Smata expulsó a la Comisión Directiva de la filial cordobesa y decretó la intervención. La lucha de los mecánicos se quedaba sin paraguas legal. Y sin recursos. El Banco Central, por decisión del gobierno, congeló los fondos sindicales existentes en cuentas a lo largo de todo el país [22].
El 26 de agosto, bajo órdenes del juez Carlos Hairabedian, las fuerzas policiales entraron a la sede gremial. Su objetivo era ceder el control a los enviados de José Rodríguez, nuevo secretario general del Smata nacional. La resistencia obrera y el quite de colaboración continuaron en las plantas. También las movilizaciones. Pero la política represiva escalaba. Una nueva declaración de estado de sitio acompañó la represión paraestatal; la prohibición de reuniones públicas se complementó con secuestros y detenciones ilegales.
Las condiciones de cuasi clandestinidad en la que operaba la conducción y la imposibilidad de utilizar el edificio gremial limitaron las asambleas conjuntas de los trabajadores mecánicos. En ese difícil contexto, el 23 de septiembre comenzaron asambleas por planta. Paulatinamente, se votó el abandono de las medidas de fuerza. A inicios de octubre la batalla por el Smata había finalizado. Sintiendo el odio obrero en la sien, la burocracia nacional ya ocupaba la sede gremial de la calle 27 de abril.
El PCR ante la derrota del Smata
La clase dominante apostó fuerte por la derrota de la experiencia neoclasista. Semanas más tarde, esa ofensiva represiva se descargaría sobre Luz y Fuerza con similares resultados. La avanzada reaccionaria continuaba la obra iniciada por el excoronel Navarro.
Sin embargo, la moderación exhibida por la conducción de Salamanca también fue un factor actuante en aquella dura pelea. La firma del acta que convalidaba el Pacto Social indujo a la confusión en la base mecánica. Ilustrando la situación, el PST analizó:
... están tratando de salvar la fuente de trabajo, después de haber firmado el respeto al Pacto Social… contra el cual se salió a pelear (…) resulta claro que el mayor error de la dirección del SMATA es no tener la valentía y la seriedad de incluir, entre los enemigos que estamos combatiendo, al gobierno (…) la dirección, temerosa de chocar con el gobierno, no habló nunca claro: no supo decir contra quien peleamos y qué fuerza tiene; entonces lanzó una ofensiva desproporcionada [23].
Resulta difícil escindir esa orientación en la lucha de la evolución política del propio PCR [24]. En aquel momento, la corriente maoísta protagonizaba una creciente subordinación al peronismo gobernante. Si bien en marzo y en septiembre de 1973 había convocado al voto en blanco, en 1974 se ubicaba dentro del campo oficialista con un discurso casi totalmente acrítico, ofreciendo consejos al poder gubernamental. En junio de aquel año, la dirección partidaria publicó un documento donde afirmaba:
Perón defiende el Pacto Social, como si éste fuera un instrumento liberador (…). Así, inevitablemente, el gobierno del Gral. Perón marchará a reprimir a las masas obreras y populares ya que la lucha de estas ha de continuar y esas luchas deberán chocar contra el “Pacto Social” (…) por este camino el gobierno del Gral. Perón se debilitará y desgastará progresivamente [25].
Aquel Perón había sido público impulsor del Navarrazo. Era, también, el responsable político del accionar de la Triple A, que actuaba desde noviembre de 1973. Venía, además, de impulsar reaccionarias modificaciones en el Código Penal y en la Ley de Asociaciones Sindicales. El discurso del PCR rayaba el absurdo.
Sin embargo, se radicalizó. Bajo un forzado análisis que veía a la Argentina en disputa entre el imperialismo norteamericano y un pretendido “socialimperialismo ruso” [26], profundizó aquella subordinación al peronismo. Presentándolo como oposición a esas dos potencias, la corriente maoísta terminó como defensora casi acrítica de un gobierno que ejercía una feroz represión contra la vanguardia obrera y la izquierda.
A un año de la huelga el Smata, Salamanca volvió sobre el balance. Escribió que
...los responsables directos, los que nos vieron como enemigo irreconciliable y provocaron nuestro desplazamiento en la conducción sindical del SMATA Córdoba, fueron los sectores prorrusos (…) Otero desde el Ministerio de Trabajo, Rodríguez desde el SMATA nacional y Miguel desde las 62 organizaciones (…). Nosotros no fuimos claros ni a fondo, no le hablamos a la masa en términos políticos precisos y entonces la masa nos vio dentro del golpe (...) nos vio contra el gobierno peronista. Entonces los mecánicos, oponiendo a la situación su política patriótica, antigolpista, prefirieron esperar y no luchar por su dirección [27]
El balance retrospectivo incluye una especie de autocrítica: el PCR, en la conducción del gremio mecánico, no resultó lo suficientemente oficialista como para evitar supuestos equívocos en la base obrera. “Ser claros” equivalía, aparentemente, a reafirmar el alineamiento con el gobierno del Pacto Social y la Triple A.
Los límites de una estrategia
En esa tierra indómita que fue la Córdoba setentista, el neoclasismo emergió como producto de la extendida radicalización obrera y popular. Condensó tensiones de un proceso complejo y contradictorio, donde la orientación del propio PCR no puede ser soslayada.
Al frente de la Lista Marrón, Salamanca empujó una evidente diferenciación con el clasismo que había habitado las plantas de Fiat. Ese distanciamiento no se explica solo por el temor a la represión. Radica, también, en la construcción de un proyecto político-sindical más moderado, acotado por la estrategia política de la corriente maoísta. En la concepción global del PCR, la clase obrera debía integrar un frente de liberación nacional en el que confluyeran los sectores sociales que padecían el saqueo imperialista. Esa alianza –necesariamente policlasista– incluía a fracciones de la llamada burguesía nacional. En términos político-sindicales, implicaba converger con fracciones del peronismo. Esa orientación definía límites: el “clasismo” del PCR se restringía al plano gremial y corporativo; no podía elevarse al terreno político.
Como sugiere María Laura Ortiz [28], la experiencia neoclasista se emparentó con el sindicalismo de liberación que encabezó Agustín Tosco [29]. El Gringo y el dirigente del Smata compartían una premisa estratégica: la revolución planteada en la Argentina tenía carácter antiimperialista y antioligárquico; su dirección debía recaer en fracciones de la clase capitalista nativa. La lucha por la independencia política de la clase trabajadora no era, por lo tanto, tarea urgente e inmediata [30]. En el caso de la corriente maoísta, esa orientación se intensificó. Sindicando al peronismo gobernante como –eventual e imaginaria– barrera al golpismo, avaló al gobierno de la Triple A, la misma organización asesina que condenaba públicamente a muerte a Salamanca.
La saña represiva operada contra el Smata cordobés en agosto de 1974 copió –casi en detalle– aquella otra desplegada contra el clasismo de Sitrac-Sitram, tres años antes. Dos meses más tarde se ejecutaría contra Luz y Fuerza. Esa analogía en los métodos se explica por la voluntad contrarrevolucionaria de las grandes patronales; por el temor mohoso de la burocracia sindical peronista; por la necesidad estatal de enterrar los fantasmas de la lucha de clases. Vista a la distancia, desnuda el miedo atroz que invadía a la clase dominante; el pánico ante esa clase obrera que, tras haberse levantado en el Cordobazo, amenazaba el poder capitalista allí donde éste debía sentirse más seguro: el interior de las grandes automotrices y autopartistas.
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