A propósito de El fin del amor. Querer y coger, de Tamara Tenenbaum.
Dicen que a veces para conocer el mundo hay que salir de él, como cuando se propone explicar tal o cual problema argentino a un sociólogo sueco. Y aunque se abusó de la receta demasiadas veces, funciona. Algo de esto hace Tamara Tenenbaum en El fin del amor. Querer y coger publicado por Ariel en abril de 2019.
Hija de la ortodoxia moderna de la comunidad judía de Buenos Aires, llegó al mundo laico en la adolescencia. Y sus observaciones de ese mundo no tardaron en descubrir que esa libertad que veía desde el Once no era tan libre y tenía reglas, quizás demasiadas para algo que lleva un nombre tan pomposo.
Este ensayo, y crónica a la vez, se mete con aquello que se presenta como puro e íntimo, alejado de la mugre social y los problemas políticos de la vida contemporánea. El amor, el deseo, los vínculos, y la tensión entre los cambios que llegan de la calle y las transformaciones que mantienen vivos prejuicios y conductas funcionales a instituciones como la familia o la monogamia.
En época de movilizaciones masivas de las mujeres en las principales ciudades del mundo, la literatura feminista llena las mesas de las librerías. Lo atractivo de El fin del amor es que todo está puesto en cuestión y toda pregunta es válida.
El amor precario
¿Es libre el amor libre cuando todo está mercantilizado? ¿Solo es posible elegir entre la monogamia y la soledad? ¿Las opciones son equivalentes para varones y mujeres? ¿Por qué tantas chicas esperan el tilde azul cuando el feminismo parece más popular que nunca? Con estas preguntas, cada capítulo combina lecturas y experiencias con la ventaja de la extrañeza de quien lleva en la mochila vivencias y reglas de otro mundo. Esa mirada ayuda a reflexionar sobre eso que no sabemos cómo aprendimos.
Una de las preguntas que recorre de diferentes formas el libro es, “¿Y por qué tantas veces da la sensación de que las mujeres estamos a la espera, ilusionadas por cualquier boludo que en el fondo ni siquiera nos interesa?”. Una pregunta pertinente en un momento tensionado entre los cantos impacientes de “Abajo el patriarcado, se va caer” y la persistencia de relaciones restrictivas y desiguales, en un contexto generalizado de precariedad.
En sentido contrario a las quejas estériles sobre las nuevas formas relacionarse conectadas con la tecnología en general y las redes sociales en particular, a las que se culpa de la superficialidad, la cosificación o la falta de compromiso, las reflexiones de El fin del amor apuntan a otro problema. “No recuerdo haber leído sobre la dificultad de mantener la libido en el contexto de precariedad laboral en el que vivimos, con mil millones de changas, alquileres que pagar y ninguna garantía para dormir tranquilas y, también, desear tranquilas”.
En ese contexto, los vínculos entre las personas se sostienen y se transforman empapados de problemas muy parecidos a los que afectan otras relaciones como las laborales. En una sociedad marcada por el individualismo, la competencia y la mercantilización, ¿por qué las relaciones interpersonales estarían exentas? A la vez, ocurre algo que señala acertadamente el sociólogo sueco (no el del chiste) Göran Therborn cuando dice que a pesar de que la movilización de las mujeres es la fuerza que más cuestiona a instituciones patriarcales como la familia, el capitalismo sigue siendo la fuerza más corrosiva de los vínculos familiares, especialmente de la mayoría de las familias, trabajadoras y pobres.
Una idea similar sugiere Tamara Tenenbaum, releyendo a Judith Butler y a Isabell Lorey, alrededor de la precariedad de la vida y la nostalgia conservadora que empuja a que la pareja monógama sea el depositario de todas las expectativas en una sociedad en la que es muy difícil esperar algo. En ese sentido se pregunta, “... ¿no es lógico que busquemos “algo firme” de donde agarrarnos? ¿Algo que sea “mío y solo mío”, que nadie me pueda robar, quitar, precarizar? ¿No es entendible que sigamos ingresando y persistiendo en vínculos restrictivos y desiguales”. En esa cotidianidad precaria, los lazos familiares y la pareja se transforman en algo así como la última trinchera de las relaciones humanas.
La vida en las democracias capitalistas no promete finales felices. Quizás uno de los aspectos más instalados hoy, antes advertido casi en soledad en el feminismo por las militantes socialistas y marxistas, es que el capitalismo y el patriarcado han forjado una sociedad que, a pesar de problemas y contradicciones, sigue funcionando bastante bien. El capitalismo supo aggionar lo avejentado y vender (casi sin metáforas) nostalgias del pasado para recrear instituciones que no le son enteramente funcionales, pero aportan a sostener jerarquías y disciplinas necesarias para una sociedad moldeada por el trabajo asalariado. Quizás por eso hoy no sea extraño (aunque siguen existiendo múltiples perspectivas en el feminismo) encontrarse en estos diálogos cada vez con más certezas sobre la impotencia o imposibilidad de las reformas sin cuestionar el capitalismo: “La discusión sobre violencia sexual hace patente lo difícil –o imposible– que es atacar un problema sistémico sin transformar todo el sistema. No se trata solo del Estado o la justicia penal; las relaciones laborales capitalistas también impiden pensar en vínculos igualitarios”.
Incomoda quien pregunta
Como decíamos al comienzo, lo más atractivo de El fin del amor es que invita a reflexionar sobre discursos integrados por el neoliberalismo y pensar críticamente sobre prácticas y enunciados de los feminismos.
“El discurso de la autoaceptación, el de la salud y el de la libertad individual tienen algo en común: clausuran la conversación y ponen un velo sobre nuestras ansiedades y dolores colectivos”, se lee en el capítulo “Espejito, espejito”. El bombardeo del amor propio, la vida saludable y, por otro lado, la vigencia de los estándares de belleza occidentales provocan un cóctel explosivo de negocios millonarios y la censura de debates sobre problemas políticos y sociales. Actúan sobre todo -aunque no exclusivamente- sobre las mujeres y, “...nos hacen sentir más solas. Son discursos que ponen el acento en el individuo e invisibilizan las fuerzas sociales que estructuran nuestros pensamientos más privados sobre nuestros cuerpos: Ser linda en el siglo XXI no es una fatalidad del destino: es un mérito que debe ser premiado, si está presente, y castigado, si no lo está. Habiendo tanta tecnología e información disponible, ¿qué excusa tenemos para no ser hermosas?”.
Estos discursos individualistas todavía conviven con la revitalización de las movilizaciones de las mujeres durante los últimos años. Aunque hay ideas y discursos en cuestión, a lo largo de las décadas neoliberales se instaló el sentido común liberal de que era posible que todos los individuos elijan libremente. Muchos sectores del feminismo trocaron la pelea colectiva por la liberación y el fin de la opresión por la ampliación de derechos y la garantía de igualdad de oportunidades para las mujeres (en los hechos, para una minoría). Estos cambios se tradujeron en que los derechos conquistados por la movilización fueran accesibles solo para algunas personas (de las clases medias y altas -preferentemente blancas-, de las grandes ciudades y profesionales) sin que esto sea cuestionado. A su vez, el feminismo liberal cumplió un rol legitimador del neoliberalismo y sus jerarquías, como señaló la feminista estadounidense Nancy Fraser, ayudó “a una pequeña cantidad de mujeres a ascender en ellas”. Y, al no criticar esas restricciones ni las desigualdades multiplicadas para la mayoría de las mujeres, se transformó en un discurso asimilable, mercantilizable e inofensivo.
El “amor libre”, el desapego masculino y las formas de la sexualidad, en el contexto de lo que Eva Illouz denomina “mercado del deseo” (casi sin metáforas) retomado en El fin del amor, las lecturas y respuestas desde el feminismo también son parte de aquello que se invita a repensar. La llamada revolución sexual de los años 1960 y 1970 había conquistado que las relaciones sexuales no significaran una obligación de una relación formal (en los hechos, casi exclusivamente para los varones, para las mujeres la "revolución" había sido la píldora, que separaba por primera vez sexo y reproducción). Sin embargo, al haberse cortado los lazos con los cuestionamientos radicales a la sociedad capitalista y la moral conservadora, la idea de libertad sexual fue reducida su versión de mercado: “la identidad sexual, el deseo y la fantasía se transformaron en objetos de lucro a niveles industriales. El puritanismo de ciertas corrientes feministas, en general asociadas al punitivismo, termina siendo la contracara de este proceso” (De concepciones teóricas y estrategias para luchar por una sociedad no patriarcal).
En el neoliberalismo, a la sombra de esa derrota de perspectivas de cambio radical y colectivo, individuo y mercado son los protagonistas a la hora de realizar los deseos sexuales “liberados” de restricciones y tabúes. Algo de esto señala la filósofa española Ana de Miguel en su libro Neoliberalismo sexual cuando sostiene que la oferta constante de la industria cultural y publicitaria vía la cosificación de las mujeres transmite un mensaje, especialmente a los varones, de que lo importante es el deseo del individuo y que el mercado proveerá los cuerpos y los medios para satisfacerlo. Los discursos del “amor libre” florecen en este contexto. Es difícil pasar por alto los condicionamientos ideológicos y materiales que actúan también sobre prácticas sexo-afectivas fuera de las normas patriarcales. Por ese motivo, el “amor libre” puede ser integrado (como otras prácticas y discursos) fácilmente si no incluye en su crítica el combo individuo-deseo-mercado.
Si hay algo incómodo en el feminismo es el debate alrededor del punitivismo, en general, y de los escraches, en particular. Como parte de esas discusiones, que siguen siendo reformuladas por las nuevas generaciones, resurgen temas como el consentimiento o la cultura de la violación, que siempre mantuvieron en ebullición a las diferentes alas del movimiento feminista. El fin del amor no solo no evade la discusión sino que acepta y se hace las preguntas incómodas que generan las experiencias, discursos y respuestas a la violencia machista y el acoso (en todos sus grados y ámbitos). “A lo que tenemos que estar atentas es a que la demanda feminista no sea cooptada por los que quieren sociedades cada vez más punitivas y controladas”; una advertencia que no está de más en una época donde el castigo es casi la única respuesta estatal a problemas sociales profundos.
La violencia machista fue uno de los motores de las movilizaciones de mujeres en todo el mundo desde 2015. La convivencia de la igualdad formal y la opresión que marca la vida de la mayoría de las mujeres dejó en evidencia (o volvió a hacerlo) que capitalismo y patriarcado funcionan muy bien juntos. Ese choque entre discurso y realidad hace estallar viejos consensos y exige nuevas reflexiones, incluso críticas de las propias prácticas de los feminismos: “No queremos que ningún comité decida las reglas de los cortejos o, al menos, no podemos quererlo como feministas”. Tamara Tenenbaum recupera las palabras de Audre Lorde, “con las herramientas del amo no vamos a desarmar su casa”, como un recordatorio que hoy no es extraño a varios sectores del feminismo. Los movimientos emancipatorios no buscan venganza (como suele arengar la reacción), sin embargo, las soluciones penales (que cumplen un rol en diversas situaciones) suelen ser las únicas herramientas que ofrecen los Estados capitalistas.
En estos Estados, incapaces de terminar con la violencia patriarcal –estructural en las sociedades de clase como la capitalista–, “la tipificación en el sistema penal y el establecimiento de castigos, por tanto, aunque recoge una relación de fuerzas engendrada por la lucha y la movilización de las mujeres contra la opresión, no puede más que mitigar –apenas en casos singulares– las consecuencias de la violencia patriarcal” (Patriarcado, crimen y castigo, Ideas de Izquierda, 2016). La experiencia indica que el castigo penal no soluciona el problema, no funciona como prevención ni como respuesta a las víctimas. Pero el debate no se limita al silenciamiento y la revictimización en el sistema judicial.
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El método más extendido, y que empieza a ser el más cuestionado, es el del escrache en redes sociales y en sitios digitales. El fin del amor no duda en ir una cuestión que hoy atraviesa muchos debates: “Lo que me interesa preguntarme es hasta qué punto el escrache generalizado aplicado a casos que no son, ni queremos que sean, delitos es una estrategia productiva en términos políticos”. La denuncia de Thelma Fardin, acompañada colectivamente por sus compañeras actrices, volvió a problematizar las prácticas feministas. Las relaciones sexo-afectivas siguen siendo terreno de disputas entre visiones punitivistas, la aspiración a codificar todas las conductas y las que, “pretenden encontrar la fórmula mágica del consentimiento, el santo grial que garantice la imposibilidad de los malentendidos, las ambigüedades y el sufrimiento…”. Por supuesto, señalar los límites o las críticas a esta idea no anula la búsqueda de construir otras relaciones: “estimular conversaciones claras y desbancar el prejuicio de que preguntarle al otro lo que quiere es cortamambo son dos cosas imprescindibles”. Aunque, advierte, no existe una fórmula para estandarizar situaciones violentas o no violentas.
“Como nunca, tenemos que ser capaces de singularizar. Preguntarnos por las diferencias de poder, por la punición y la gradación de las penas, por las imágenes de sociedad deseable que se juegan”, proponía María Pía López a fines de 2018 en “Un sano ejemplar” en Página/12. Desnaturalizar la violencia y no aceptar los discursos que la colocan en el terreno de la pasión y el amor no significa la caricatura del contrato por escrito para avanzar en un encuentro sexual. Se trata de transformar las relaciones sociales en las que se inscriben las relaciones interpersonales, ya que no se reduce a un problema subjetivo o individual. “Si mi negativa no va a ser escuchada, no sirve de mucho que aprenda a verbalizarla; si no tengo los medios para mudarme de la casa que comparto con mi violador, no me va a alcanzar con emanciparme en términos subjetivos”. “El avance punitivo demora las transformaciones reales imprescindibles para desmontar la maraña de violencias producidas por muchas asimetrías", advierte Ileana Arduino en “Feminismo: los peligros del punitivismo”, y señala así el gran elefante en la sala cuando se debaten perspectivas para terminar con la violencia patriarcal, enraizada en la base misma de las sociedades de clase que, como el capitalismo, se fundan en la violencia y la desigualdad.
El escenario actual confirma algo que recuerda una activista de la segunda ola feminista de Estados Unidos en el documental Ella es hermosa cuando está enojada: ninguna victoria es permanente. La bandera de los valores familiares enarbolada por la derecha conservadora, la guerra contra la “ideología de género”, demonizada desde el Vaticano hasta los voceros de la reacción que se visten de liberales, pone a las conquistas del movimiento de mujeres en la mira. Revisitar críticamente las prácticas y las ideas del feminismo, buscar nuevas alianzas y reformular las que tienen una larga historia como aquella que vuelve con el símbolo de las huelgas y los paros internacionales de mujeres, se vuelve imperioso para todo movimiento social y político que tenga como objetivo terminar con la opresión.
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