La historia de la clase trabajadora registra multiplicidad de escenas heroicas, actos de valentía, individual o colectiva. Una de ellas tuvo lugar la mañana del 26 de octubre de 1971, cuando los obreros de Concord y Materfer celebraron asambleas bajo la fría y rígida mirada de las ametralladoras de Gendarmería. Con aval explícito de la patronal y tácito de las conducciones sindicales, la dictadura de Alejandro Lanusse buscaba liquidar una de las experiencias más avanzadas de la clase obrera argentina, el clasismo cordobés.
En los intensos 19 meses que precedieron aquella jornada, los trabajadores de las plantas de Fiat Concord y Fiat Materfer pusieron de pie dos organizaciones combativas [1] que marcaron la historia de la provincia y el país. Desde el feudo cordobés de los Agnelli, una fracción del joven proletariado se erigió en abierto antagonista al poder de la multinacional italiana, la burocracia sindical peronista y el Estado, corporizado en la golpeada dictadura de la Revolución Argentina.
Esa gran experiencia dejó conclusiones y lecciones estratégicas que aquí repasaremos globalmente. Resultan fuente necesaria de aprendizaje para las nuevas camadas de luchadoras y luchadores obreros y populares que actúan en la arena política y se preparan para los combates agudos que el futuro ya anuncia.
Un odio concentrado
El 23 de marzo de 1970 se despertó el gigante dormido en las plantas de Ferreyra. Una masiva asamblea en la planta de Fiat Concord barrió de la historia a la conducción burocrática de Jorge Lozano, tras el intento de imponer un miserable acuerdo paritario. Dos meses más tarde, en el marco de una durísima huelga del Smata, la oleada llegó a las puertas de Materfer, eyectando a Hugo Casanova de la conducción de Sitram.
La rebelión fabril puso fin a años de entrega y traiciones con mayúscula. Años en los que los trabajadores debían recurrir al anonimato para hacer oír una crítica en asamblea. De silencio, maltrato y superexplotación, donde las plantas de Fiat habían parecido una silenciosa tumba, incluso cuando la ciudad rugió durante el Cordobazo.
El nacimiento del clasismo resulta inescindible de la potencia social desatada en el Mayo cordobés. En un trabajo que no llegaría a ver la luz en ese entonces, los investigadores de la revista Pasado y Presente definieron que
El Cordobazo modificó sustancialmente las relaciones de fuerza obrero-patronales, y los empresarios, atemorizados por la virulencia de las manifestaciones obreras, tratan de retomar el control de la situación. Sin embargo se encuentran con la respuesta inmediata de los obreros que confían más que nunca en la potencia de la movilización [2].
Los nuevos sindicatos clasistas devinieron potentes y temibles rivales para la multinacional italiana y el Estado. Al mismo tiempo, abrieron el cauce para un mayor despliegue de las tendencias antiburocráticas que recorrían el cuerpo de la clase obrera cordobesa.
La honestidad constituyó una marca distintiva del clasismo, un punto de diferenciación nodal en relación al conjunto de la dirigencia sindical. La nueva configuración interna de Sitrac y Sitram tuvo la marca de la democracia obrera: comisiones directivas y cuerpos de delegados, vinculados estrechamente a las decisiones tomadas en asambleas de base.
Al interior de las plantas desafiaron la dictadura patronal de manera directa, poniendo en entredicho puntos nodales del mecanismo de explotación. Allí hay que enlistar la pelea por la jornada laboral en la sección de forja, lúgubremente bautizada “cementerio de los obreros”; la lucha contra el “acople de máquinas”, donde un operario debía trabajar en dos máquinas simultáneamente; la denuncia de un sistema de categorías y premios que, con engaños, convalidaba los salarios más bajos de la rama en el nivel de las grandes empresas.
Sitrac y Sitram mutaron a verdaderos comités de fábrica, representando de manera casi directa la voluntad obrera y constituyendo un obstáculo al despotismo patronal. La mecánica del conflicto hizo emerger una tendencia al doble poder al interior de ambas plantas.
Esa creciente disposición al combate fue respondida con la radicalización patronal. Desde el primer momento, Fiat apostó a la derrota el proceso, apelando a suspensiones y despidos; amenazas directas e indirectas; maniobras avaladas por el poder político. La ofensiva no se detuvo, sin embargo, en el umbral de la legalidad: violentos ataques constituyeron parte del entramado antisindical desplegado [3].
La víbora cordobesa
El 14 de enero de 1971 la patronal de Fiat despidió a siete operarios de Concord. La multinacional apuntaba al corazón de la organización obrera: 2 integrantes de la Comisión directiva, 3 delegados y 2 representantes de la Comisión de clasificación de tareas. Se trataba de imponer las condiciones de un nuevo orden al interior de la estructura fabril, liquidando las tendencias al doble poder que expresaba el clasismo.
Córdoba se conmocionó por la energía de la respuesta obrera. La toma de fábrica con rehenes fue inmediata. Con el correr de las horas, quedó rodeada por las fuerzas represivas. El conflicto devino crisis nacional. Carlos Mignon reseña aquellas jornadas
2.500 operarios se apostaron en los lugares estratégicos del complejo y tomaron de rehenes a 300 personas del personal jerárquico, encerrándolos en un pabellón rodeado de tanques de combustible (…) el conflicto comenzó a extenderse por fuera de los confines de Concord cuando la totalidad del personal de Materfer, Grandes Motores Diesel y Perkins hizo abandono de tareas en solidaridad con los obreros de Fiat el día 15. A pesar de que su gremio estaba intervenido, la conducción de Luz y Fuerza en la Resistencia de Agustín Tosco, apoyó la medida del SITRAC [4].
En menos de 48 horas la Secretaría de Trabajo de la Nación dictó la conciliación obligatoria. El Estado, consciente de la radicalidad obrera, impuso a la patronal a hacer efectivas las reincorporaciones. El triunfo obtenido potenció al clasismo y elevó a Sitrac y Sitram a referencia nacional.
En las siguientes semanas un nuevo ciclo de movilizaciones se disparó en la provincia. Mientras crecía la radicalidad en las bases obreras, la CGT atravesaba un proceso de acefalía [5].
Bajo aquellas tensiones llegó marzo. Intentando apagar el fuego obrero con nafta, un nuevo interventor provincial declaró que “en Córdoba anida una venenosa serpiente cuya cabeza pido a Dios me depare el honor histórico de cortar de un solo tajo”.
José Camilo Uriburu, hombre de estirpe y sentimientos oligárquicos, no midió el efecto corrosivo de sus palabras.
Entre el 12 y el 16 de marzo se desarrolló, con breves pausas, un ciclo de combates obreros y populares, que incluyó paros generales, movilizaciones masivas y el enfrentamiento abierto con las fuerzas represivas. Reeditando aspectos del Cordobazo, sectores de las masas volvieron a ser dueñas de la ciudad durante algunas horas en la última de aquellas jornadas. El saber popular le otorgó el nombre de “Viborazo”.
El hecho detonó una nueva crisis en las alturas del poder. Roberto Levingston rodó desde la cúpula del Ejecutivo tan solo una semana más tarde. Su sucesor, Alejandro Lanusse, sería el último representante de aquella dictadura que se había planteado gobernar décadas.
Los clasistas volvieron a quedar en el centro de la escena. Su protagonismo había sido inocultable en aquellas jornadas. La represión cayó sobre ellos. El mismo 16 de marzo la Secretaría de Trabajo de la Nación intervino los sindicatos que habían convocado a la movilización. Se emitieron órdenes de captura contra múltiples dirigentes. Gregorio “Goyo” Flores, uno de los emblemas del proceso de Fiat, fue detenido de inmediato.
Una piedra en un zapato ajustado
El levantamiento de marzo evidenció la debilidad del régimen de la llamada Revolución Argentina. El poder militar estaba obligado a armar valijas en función de descomprimir el masivo descontento social que Córdoba había concentrado. El Gran Acuerdo Nacional (GAN) –lanzado por Lanusse en abril– acompañó el anuncio de nuevas elecciones.
A uno y otro lado del Atlántico, la conducción del peronismo compartía el objetivo estratégico de los militares. Desde Madrid, jugando un esquivo juego con Lanusse, Perón alentaba el camino electoral, única vía para contener la radicalidad que expresaba la lucha de clases a escala nacional.
Aquella normalización obligaba a despejar el camino de obstáculos. A licuar los elementos más revolucionarios de la situación. A, entre otras cosas, sacar al clasismo de la escena de la lucha de clases [6].
La CGT y el conjunto de la burocracia sindical constituían actores centrales en el teatro de operaciones de aquella transición. Para esa casta cuasi eterna, el clasismo representaba una amenaza persistente. Sitrac y Sitram condensaban los lineamientos de una profunda conciencia antiburocrática [7], que amenazaba extenderse.
Los clasistas desplegaron una solidaridad activa con múltiples conflictos obreros, desafiando la sagrada división de las corporaciones sindicales. Recibieron, lógicamente, la condena de la conducción cegetista local. Fueron amonestados por “interferir en los asuntos internos” de otras organizaciones.
Tras el Viborazo, abril de 1971 había parido una nueva conducción en la CGT. Allí convergían las distintas alas del peronismo y los sectores independientes. Portando un discurso combativo y encabezada por Atilio López y Tosco –rostros emblemáticos del Cordobazo– se proponía contener la radicalización del movimiento obrero hacia posiciones clasistas.
Aquellas tensiones entre el clasismo y la CGT local expresaban la contradicción entre dos polos de la clase trabajadora cordobesa; entre dos momentos de su desarrollo. El clasismo visibilizaba –de manera genuina, nítida– las tendencias en despliegue tras el Cordobazo. Condensaba el desafío al verticalismo sindical; la predisposición a la acción directa para defender o conquistar demandas; un fuerte sesgo antipatronal. La conducción de la CGT, expresando discursivamente la radicalidad que recorrían la base obrera, se exhibía como el rostro de un viejo movimiento obrero, orientado políticamente por la estrategia global del peronismo, atento a sujetar más que a radicalizar la lucha de clases [8].
En ese denso escenario, el clasismo cometió errores sectarios, que aportaron a su aislamiento. Sobre esto volveremos. Aquí hagamos constar que eso se tornó dramático al momento de enfrentar la ofensiva –conjunta y frontal– de la patronal, el Estado y la burocracia sindical.
Aquel martes 26 de octubre de 1971, la represión al interior de las plantas se acompañó de suspensión de las personerías jurídicas de Sitrac y Sitram. La medida dejó en la indefensión legal a los trabajadores frente a la avanzada patronal. Los abogados de ambos sindicatos fueron detenidos. Apenas cuatro días más tarde, mientras los trabajadores ejercían una resistencia desorganizada, Fiat despidió a 259 trabajadores y anunció la contratación de 400 personas a partir del lunes siguiente. En la lista de cesanteados figuraban los integrantes de las Comisiones Directivas y los cuerpos de delegados.
La respuesta de la CGT cordobesa evidenció las tensiones que hemos señalado más arriba. Obligada por la bronca obrera, convocó de manera algo tardía a un paro provincial. Atada a la política nacional del peronismo, declinó darle continuidad en un plan de lucha. Optó por un impotente pedido hacia la central nacional –ya dirigida por Rucci– para que actuara. En esa decisión, que constituyó una traición hacia el clasismo, no hubo brechas entre peronistas e independientes [9].
Potencialidades y límites
Diecisiete años después de aquellos hechos, Daniel James escribió
… resulta evidente que el ‘clasismo’ tenía en potencia un significado profundo para la burocracia sindical peronista, los empleadores argentinos y, en último término, el Estado (…) Tanto para los sindicatos tradicionales como para los empleadores, la afirmación del clasismo de la irreconciliable naturaleza de los intereses de clase suponía una constante batalla entre ambos y la negación de un común terreno de acuerdo, tan indispensable para aquel sindicalismo como para los empresarios. No menos clara era la amenaza planteada a los militares. El movimiento había demostrado repetidas veces su capacidad para alterar el orden público mucho más allá de las puertas de las fábricas [10].
Ese antagonismo de clase también se desplegó como radicalización en el terreno político. En agosto de 1971 Sitrac-Sitram puso en debate un programa [11] en el que se planteaban, de manera explícita, tanto la lucha “por la liberación nacional y el socialismo” como la necesidad de la clase trabajadora de “organizarse políticamente con independencia de la burguesía” [12].
En los meses previos a su disolución, el cóctel explosivo del clasismo había comenzado a desbordar los muros de la Fiat. A regarse hacia el resto de la clase obrera cordobesa [13]. Esa expansión constituía una amenaza –directa y muy concreta– hacia el gran empresariado local y hacia las conducciones peronistas agrupadas en la CGT.
La represión desatada sobre las plantas de Fiat no tuvo nada de fortuita. Respondió a un problema estratégico para el conjunto de la clase dominante: liquidar una experiencia avanzada que amenazaba contagiar radicalidad a otras franjas de masas, en el marco de un ciclo de ascenso revolucionario abierto con la semi-insurrección de mayo de 1969.
De infantilismo e impotencia
La rebelión clasista en Fiat condensó la confluencia entre una novel camada de activistas y dirigentes obreros y una variedad de corrientes políticas agrupadas en lo que fue conocido como “nueva izquierda”. Los años de persecución habían limitado el ejercicio de una sana “gimnasia” sindical para los nuevos dirigentes clasistas. Un ejercicio siempre necesario a la hora de educarse en cuanto a aliados, enemigos y traidores. A su vez, corrientes como Vanguardia Comunista (VC), el PCR y el PRT-ERP [14], expresaban un rechazo por izquierda al reformismo del viejo PC, pero dentro del marco de estrategias frentepopulistas y de conciliación de clases.
Aquella aproximación ensanchó los errores sectarios. El rechazo a las conducciones sindicales burocráticas se convirtió en norma absoluta, rechazando la convocatoria a acciones de lucha en común; negándose a integrar instancias organizativas que –aun con mayoría de las conducciones peronistas–, podrían haber fortalecido al clasismo en la pelea por la dirección del movimiento obrero [15]. El mote de “traidor” fue repetido y escrito en infinitas ocasiones, casi sin discriminar diferencias entre Tosco, Atilio López o el conjunto de las conducciones burocráticas.
Dos décadas más tarde, balanceando los acontecimientos, Gregorio Flores escribió que
… nuestra inexperiencia sindical nos llevó a cometer gruesos errores (…) no nos dimos cuenta de que teníamos que darle prioridad a una alianza con los gremios independientes (…) Nuestra posición frente a la CGT negándonos a integrar el secretariado o el comando de lucha fue un garrafal error producto de las relaciones que manteníamos con tendencias que por ese entonces proponían organizarse al margen de los sindicatos y de la CGT. Esto no invalida de ninguna manera nuestro profundo cuestionamiento a la burocracia sindical [16].
Las corrientes políticas que influenciaron sobre los nuevos dirigentes clasistas se negaron a desarrollar una política de frente único [17], única vía para conquistar influencia sobre las grandes masas de trabajadores que veían con simpatía las posiciones combativas de Tosco y Atilio López. La contracara fue un sectarismo auto-proclamatorio, que profundizó el aislamiento de ambas organizaciones. Bajo ese esquema, no desarrollaron instancias de autoorganización más amplias que, transcendiendo los muros de Fiat, pudiera agrupar a otros sectores de trabajadores o los habitantes de las barriadas populares como Ferreyra, que los apoyaban masivamente.
Esa impotencia también se hizo evidente en el terreno de la política. Aquella consigna de “organizarse políticamente con independencia de la burguesía” no se trasladó a una perspectiva concreta. El clasismo podría haberse convertido en abanderado de la construcción de una fuerza política propia de la clase trabajadora, como alternativa al peronismo que ofrecía su retorno al poder como salida a la crisis de las FF.AA. Sin embargo, la presión ultraizquierdista de diversas corrientes empujó a un aislamiento sectario que respondió a la apertura electoral con la inasible consigna de “Ni golpe ni elección, revolución”.
Una enorme tradición derrotada
Robert von Puttkamer falleció exactamente 71 años antes del Viborazo, en Pomerania. Fue ministro de Educación y del Interior durante el II° Reich alemán. Conservador nato, enemigo de la clase obrera, su organización y sus luchas, la historia lo recuerda por la sentencia de que “en cada huelga se oculta la hidra de la revolución”.
¿Cómo llamar entonces a aquel enorme proceso que constituyó el clasismo, con su sumatoria de huelgas, tomas de fábrica con rehenes y amenazas de hacerlas explotar? ¿Cómo definir a aquel potente movimiento que desafiaba –de manera abierta y sin eufemismos– el poder de una multinacional imperialista al interior de dos enormes plantas? ¿Cómo caracterizar aquella fuerza que hacía temblar los cómodos sillones de la burocracia sindical peronista?
El clasismo multiplicó las cabezas de la hidra de manera exponencial. Fue, sin lugar a duda, uno de los procesos más avanzados de la clase obrera argentina en su historia. Hacia fines de 1971, en un marco signado por una radicalización creciente, encarnaba un peligro para el poder capitalista. La revolución asomaba en todos los poros, emergía en cada tramo de piel, se escuchaba en cada golpe de las herramientas contra los portones de aquellas moles de acero cuando eran tomadas por sus trabajadores.
Fue el espectro de la revolución social asolando desde el sur de la ciudad de Córdoba. La amenaza del poder obrero al interior de las plantas automotrices. El temor a la emergencia de una corriente política independiente en la clase trabajadora. Las razones de la brutal represión desatada una mañana de fines de octubre deben buscarse esencialmente allí.
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