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El cuento de la criada: lejos de la revolución

Celeste Murillo

SERIES
Ilustración: Sergio Cena

El cuento de la criada: lejos de la revolución

Celeste Murillo

Ideas de Izquierda

La segunda temporada de la serie cosechó las críticas más variadas, desde estetización de la violencia contra las mujeres hasta el esencialismo femenino. Los malos y la arquitectura del totalitarismo de Gilead en el centro. Contiene spoilers.

El final de la primera temporada de The Handmaid’s Tale (El cuento de la criada) dejó sembrada la rebelión que fermentaba entre las criadas de Gilead. La novela de Margaret Atwood, escrita en 1985, supo traducir en una distopía las amenazas a los derechos de las mujeres, especialmente los derechos reproductivos, que se multiplican en varios países. El impacto fue tal que las túnicas y las cofias inundaron las protestas de las mujeres desde Estados Unidos hasta Argentina, en medio del debate en el Congreso por la legalización del derecho al aborto.

El público esperó con ansiedad la segunda entrega. La productora de contenidos online Hulu anunció rápidamente que la historia de De Fred (June) y sus compañeras continuaría, ya no estrictamente en la senda de la novela de Atwood, pero con su mano metida en los guiones. El recurso de agregar nuevas temporadas, sobreexplotado por las productoras en búsqueda del éxito y los buenos negocios, suele poner a prueba la historia y The Handmaid’s Tale no es la excepción. Los aspectos que más habían sensibilizado, la opresión insoportable precedida por la erosión de los derechos, la visibilización de la violencia que representa la negación de la soberanía elemental sobre el cuerpo propio, ganaron un lugar importante. Pero, sobre todo en una época marcada por la movilización de las mujeres, el germen de la rebelión incluso en condiciones adversas, multiplicó su impacto.

Ilustración: Sergio Cena

Siempre se elige cómo contar una historia

Era fácil predecir que el camino a la victoria podía estar plagado de derrotas, parafraseando a la revolucionaria Rosa Luxemburg. Sin embargo, la segunda temporada de The Handmaid’s Tale aleja su curso de la organización que nace de la bronca de las mujeres que se sublevan contra el régimen totalitario. Luego de algunos capítulos que nos recuerdan la crueldad y el terrorismo de Estado de Gilead, lejos queda el sueño de la revolución o, en su defecto, el final feliz en un avión volando hacia la tierra prometida de la democracia en Canadá (tan cerca pero tan lejos).

En medio de algunos guiños a la historia que desarrolla Atwood en su libro, con la vida de la “econogente”, esa “clase” que trabaja para producir todos los bienes para la república de Gilead, se destaca el sufrimiento y la tortura de las que se rebelan. No fueron pocas las voces que apuntaron contra el exceso de estetización del sufrimiento. “Sufren violencia psicológica, física y emocional, además de la violencia sexual de rutina sobre la que Gilead se funda. Son torturadas y mutiladas. Gritan y sangran”, así describe con bastante justeza Sophie Gilbert el inicio de la segunda temporada en la revista The Atlantic, por mencionar una de las tantas críticas.

La develación de los campos forzados, ese lugar que solo imaginábamos en la temporada 1, es demoledora. Las castigadas, las que se rebelan y las más odiadas, las “traidoras del género” (las lesbianas), trabajan la tierra hasta morir literalmente, sin acceso a absolutamente nada. Es aquí donde entendemos el castigo de Emily (De Glen), la que acerca a De Fred a la causa, Janine y otras. Es difícil ver la escena sin conmoverse: las mujeres mueren como pájaros, por desnutrición y envenenamiento, y aun en ese infierno vemos multiplicarse los gestos de solidaridad y de amor. También vemos la impotencia de la venganza individual en las manos de Emily que, sin otro norte a mano, ajusticia a una de las esposas, cómplice necesaria del orden de Gilead.

Ser madre hoy

Otro de los nudos de la segunda temporada es la maternidad, atravesada en The Handmaid’s Tale por muchos condicionantes. ¿Quiénes son las madres? ¿Las mujeres violadas sistemáticamente y obligadas a parir bebés? ¿Las esposas que crían a esas hijas e hijos por mandato, deseo, o una combinación de ambos? Sin embargo, la pregunta más importante que nos dejan algunas de las historias es, ¿ser madre constituye una esencia de las mujeres? ¿Las hace “naturalmente” buenas? ¿Las empodera?

Existen muchos debates que superan cualquier guión. El feminismo y el movimiento de mujeres discuten constantemente la relación entre la capacidad biológica de reproducir la vida y el lugar asignado a las mujeres en la crianza de niños y niñas. Pero si desde los años 1960 ya era casi algo indiscutible que la “biología no es destino” (o, dicho de otra forma, mujer no es igual a madre), en las últimas décadas se han multiplicado las corrientes feministas que defienden cierto esencialismo de las mujeres: la maternidad, la lactancia, la crianza, son todos temas que han vuelto estar en debate. En parte, el desprecio del capitalismo por las tareas de cuidado, a la vez indispensables y subvaluadas, explica el reclamo de un justo reconocimiento. Pero también es necesario señalar que durante los años de reinado posmoderno, el esencialismo femenino se instaló con fuerza en una era en la que la transformación colectiva de la sociedad fue abandonada como perspectiva por gran parte del feminismo para dar lugar a la “libre elección” individual. En ese plano individual, incluso el regreso a la domesticidad (el ámbito de donde querían escapar) es un valor feminista defendido por algunas corrientes.

El relato, sin embargo, no es unidimensional. La maternidad también aparece de forma interesante y contradictoria, como en la relación de June con su madre Holly (interpretada por Cherry Jones). Holly, una feminista de la segunda ola que advierte muy temprano la amenaza que representa el ataque a los derechos de las mujeres que precede a Gilead, interpela a su hija criada en la era de la igualdad y ensimismada en su pequeña familia con su Luke y Hannah. Pero también aparece, con centralidad, como una especie de “poder” que sostiene a las criadas, como Janine, que sufren las peores vejaciones luego de parir una hija para uno de los comandantes. En una de las historias de la temporada, la bebé que gestó padece una enfermedad que no pueden identificar y el riesgo es tal que un grupo de médicos, con la bendición de Serena (esposa de Waterford), acepta convocar a una prestigiosa pediatra que se desempeña como Martha (trabajadora doméstica en Gilead). Nadie encuentra cura ni tratamiento posible y la bebé, casi al borde de la muerte, solo sobrevive cuando las esposas, desesperadas, acceden a que su madre biológica la sostenga en brazos. Luego de una noche de abrazos y contacto físico, la bebé se recupera “milagrosamente”. Casi sin decir una palabra, The Handmaid’s Tale viaja al esencialismo más profundo. Lo que curó a la bebé fue el amor de su madre, aunque esa mujer no haya pasado con ella más que unas horas después del parto. Incluso cuando la historia es fuerte y emotiva, no está de más la pregunta de por qué ese es el mensaje que elige una serie con un fuerte contenido feminista. Después de todo, el esencialismo nos lleva de regreso al terreno de las emociones y lo “natural”, ese lugar del que las mujeres han luchado por escapar para que no condicionen sus vidas y se cercenen sus derechos en nombre del “privilegio” de reproducir la vida.

Los arquitectos de Gilead

La elite gobernante de Gilead no es una casta homogénea ni mucho menos. Construida en reacción contra las miserias de la sociedad moderna, individualista y carente de valores, encierra figuras disonantes. Una de las incorporaciones más interesantes es la del arquitecto de la pequeña república, Joseph (interpretado por Bradley Whitford) a quien es asignada Emily luego de su regreso después del atentado (que no desarrollamos para no abusar de los spoilers). Este personaje, oscuro y enigmático, muestra otra cara de la casta gobernante, con muchas más contradicciones que los comandantes convencidos como Waterford, amante de la música y el arte, todos placeres prohibidos en esta comunidad “destinada” a salvar a la humanidad. Este líder, que se niega a someter a Emily a la “ceremonia” de la violación y cuya esposa vive atormentada por el destino de las mujeres que trabajan la tierra envenenada, es una de las líneas de falla del régimen.

Una de las protagonistas indiscutibles de esta temporada es el de Serena (interpretada por Yvonne Strahovski), esposa de Waterford y receptora de la bebé que June (De Fred) llevó en su vientre. Parte de los arquitectos de Gilead, cuando Serena se ve obligada a acercarse a la vida de las criadas (para ganarse la confianza de quien gesta a su futura hija) y contrariada por la imagen de Gilead fronteras afuera (su viaje oficial a Canadá la devuelve devastada), su convicción inquebrantable empieza a desmoronarse. Esta figura, que poco tiene que envidiarle a las representantes del feminismo (neo)liberal, que tantos servicios ha prestado a las clases dominantes, encarna algunos de los lugares incómodos de las mujeres que acceden a lugares de poder dentro de un sistema fundado en la opresión de su género. La escena más paradigmática es la que la encuentra exigiendo el derecho de “conocer la palabra” para las hijas de Gilead, relegadas de las leyes que dan forma a la República.

Las consecuencias del desafío al orden son las que permiten una lectura más que interesante de este lado de la pantalla. El castigo a quienes se relacionan por fuera de las reglas de Gilead (matrimonio para reproducir la vida), como la ejecución de la joven pareja que escapa a su destino. El castigo a la propia Serena, idéntico al que sufren las criadas que cuestionan, pone la cinta alrededor de una bomba pronta a explotar. Pero lo más interesante es que Serena no empatiza automáticamente con sus aliadas potenciales. Ya no confía ciegamente en Gilead, pero tampoco se rebela enteramente. ¿Qué mejores aliadas que las criadas y las Marthas para terminar con ese régimen que no cede ni siquiera el derecho de las mujeres de las clases dominantes a opinar sobre sus leyes? El guión no saca conclusiones apresuradas y pone el foco en las contradicciones de esta mujer que ayudó a edificar una sociedad que hoy la silencia con la misma violencia que a las que no tienen ningún derecho, ni siquiera a un nombre. ¿Defeccionará Serena? ¿Traicionará a su “clase”? Todas las preguntas son válidas pero ninguna tiene respuesta.

¿Pesimismo de la razón, optimismo de la voluntad?

La trama de la rebelión se hace cada vez más compleja, aunque es una historia que la segunda temporada ha elegido dejar en un segundo plano. Esto no impide que haya algunos guiños interesantes, quizás para atrapar a su público que quiere que estalle la revolución de las criadas.

Una de las escenas más emotivas, en medio de la oscuridad, es la del reencuentro de nuestras heroínas en el mercado. En un gesto mínimo, casi en el grado cero de la subjetividad arrasada, Emily dice su nombre (no el de criada sino el propio) en voz baja, June la imita, también Janine, y se desata una explosión de susurros de quienes se reconocen en la barbarie de la opresión. La importancia de llamarse por su nombre les recuerda que son sujetos y eso afirma la posibilidad de transformar las cosas.

A lo largo de esta temporada, vemos muy pocos avances de la rebelión que parecía al borde del estallido cuando las criadas marchaban encolumnadas y June (De Fred) casi mirando a cámara nos decía: “Es culpa de ellos. No deberían habernos puesto uniformes si no querían que fuéramos un Ejército”. Pero casi al final de la temporada, vemos que mientras en la superficie parece reinar la paz de los cementerios, en los sótanos de Gilead otro “ejército” organiza sus propias acciones.

La revelación, y quizás la expectativa de que la revolución sigue viva a pesar de todo, es la red clandestina de Marthas, esas trabajadoras domésticas, el escalafón más bajo de Gilead. Silenciosas y silenciadas, las Marthas manejan las casas y sus secretos, y sus redes se extienden como una telaraña que atraviesa el territorio que gobiernan los comandantes. Las mejores aliadas están de nuestro lado, la heroína (aunque los finales no suelen conformar a nadie) sigue en pie, pero la rebelión todavía necesita sus propias arquitectas: algunas están en Gilead, otras en el exilio, el interrogante sigue abierto: ¿sigue encendida la chispa? ¿Es suficiente para encender las praderas de Gilead?


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Celeste Murillo

@rompe_teclas
Columnista de cultura y géneros en el programa de radio El Círculo Rojo.