Ponemos a disposición del lector el artículo "El encuentro del águila y el león", de Gérard Roche, que forma parte de la compilación El encuentro de Breton y Trotsky en México
Ariane Díaz @arianediaztwt
Viernes 24 de julio de 2020 22:50
Ilustración: Natalia Rizzo
El encuentro de Breton y Trotsky en México es uno de los títulos de Ediciones IPS, que busca dar cuenta del encuentro entre André Breton, la figura más representativa del surrealismo, y León Trotsky, el dirigente revolucionario, exiliado por entonces en tierras mexicanas. Los materiales que compila permiten profundizar en los debates en torno a la situación del arte en el capitalismo y su relación con la revolución.
Corría abril de 1938 cuando Breton llega a México, acompañado por Jacqueline Lamba, para dar una serie de charlas; se quedarán allí hasta recién iniciado agosto. Alojados por Diego Rivera y Frida Kahlo, Breton concreta en esos meses una serie de encuentros con Trotsky. Las circunstancias eran significativas: el debate cultural y artístico europeo se debatía entonces entre el ascenso del fascismo y el asentamiento del stalinismo en la URSS. El surrealismo mismo se había dividido para entonces entre los defensores del “realismo socialista” y los críticos –como Breton– de la política del stalinismo dentro de la URSS y en los procesos revolucionarios en Europa. Las charlas oficiales proyectadas por Breton, de hecho, fueron boicoteadas por el stalinismo local, y hasta hubo temor a un posible atentado.
De esos intercambios salió el eje del libro, el “Manifiesto por un arte revolucionario independiente”, que redactó en primera instancia Breton y luego modificó Trotsky. En el libro presentamos las dos versiones comparadas, porque este ejercicio desafía prejuicios: hay fragmentos sobre la relación que entre “base y superestructura” establece el marxismo, por ejemplo, que había puesto Breton, y que Trotsky sugiere modificar; y pasajes sobre la “completa anarquía en el arte” que uno atribuiría a Breton y… son de Trotsky. Esos cambios son muy reveladores de sus trayectorias previas y de sus formas de abordar estos problemas.
Como la idea era abrir el debate sobre las definiciones que allí se hacen, la compilación reúne también una serie de manifiestos, cartas, declaraciones y entrevistas que dan cuenta de los caminos previos que Breton y Trotsky recorrieron para llegar a esas definiciones, sus repercusiones posteriores y los relatos de quienes fueron testigos del encuentro o lo estudiaron: la ya mencionada Jacqueline Lamba, Jan Van Heijenoort –secretario de Trotsky–, Pierre Naville –quien participó de la preparación del encuentro–, Maurice Nadeau –autor de una de las historias más conocidas del surrealismo– y Marguerite Bonnet –quien dirigió la publicación de las Obras de Breton y gestionó, tras la muerte de Trotsky y como amiga personal de Natalia, buena parte del legado escrito por Trotsky–.
Entre estos materiales está también “El encuentro del águila y el león”, de Gérard Roche, que el lector podrá encontrar al final de este artículo, donde se relata detalladamente las coincidencias y diferencias que surgieron entre Breton y Trotsky en torno a temas como la escritura automática, el psicoanálisis, el azar objetivo, el naturalismo y el realismo. Por su parte, el prólogo del libro, a cargo de Eduardo Grüner, destaca el carácter “inaudito” del manifiesto mexicano por quienes fueron sus autores y por la relación que sabe entablar entre política estética y política revolucionaria,controversia que recorrió el debate marxista desde ese entonces y continúa vigente hoy.
De los muchos aspectos que pueden discutirse sobre estos materiales, pronto a cumplirse los 80 años de su muerte, nos dedicaremos brevemente aquí a las definiciones de Trotsky sobre el arte, que transitan estos escritos.
Cambiar la vida, transformar la sociedad
Trotsky, siempre interesado en los temas literarios, ya había incursionado en los temas artísticos en su libro Literatura y revolución, de 1923, y aunque no fuera un especialista en el tema, tuvo la ventaja de poder contrastar sus definiciones con una realidad plagada de debates entre distintas corrientes estéticas y políticas dentro de la Revolución rusa. Entre ellas, algunas de las expresiones de vanguardias más radicales que, además, tuvieron la oportunidad –que otras como las europeas no tuvieron, aun el surrealismo–, de “discutir”sus ideas con un público ávido de transformaciones y cuestionamientos a las instituciones artísticas “normales” del sistema capitalista. Además de las críticas comunes a la doctrina del “realismo socialista”, probablemente estas reflexiones de Trotsky encontraron eco en Breton, y por ello que toma de esos escritos muchos de los elementos que va a plantear en su proyecto de manifiesto.
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Muchos de los movimientos de vanguardia, con sus diferencias, tuvieron la voluntad de enfrentar las instituciones artísticas burguesas por las limitaciones que opinaban que estas imponían, y bregaron por el objetivo declarado de fusionar arte y vida, cuestionando la separación que existía entre la práctica artística creativa y enriquecedora y una sociedad cada vez más alienada y empobrecida. Como cuenta Van Heijenoort, durante el encuentro Breton, Riveray Trotsky planean una serie de disertaciones sobre estos problemas que pensaban publicar como “Charlas de Pátzcuaro”, que no pueden finalmente realizarse porque Breton enferma. Pero Trotsky llega a hacer la primera disertación alrededor de este punto: la disolución del arte en la vida.
Trotsky había discutido esta cuestión con las vanguardias soviéticas, criticándolas por suponer que eso podía establecerse a puro voluntarismo, pero destacando que mostraban con esa idea una amplitud de miras y una voluntad radical de cuestionar hasta el fondo las bases de una sociedad que mantiene al arte como una “excepción” dentro de una sociedad alienada. Trotsky entiende esto no como algo realizable de inmediato, pero sí como un posible termómetro de cuánto se ha podido avanzar o no en la construcción del socialismo. Para Trotsky en una sociedad socialista la producción artística no estará ya restringida a un pequeño sector de la sociedad, no solo para su disfrute sino para su producción. Será, apunta Trotsky, una práctica donde ya no primen los límites de la separación entre creatividad y trabajo, entre trabajo intelectual y manual. Incluso en discusión con Nietzsche, que había presagiado que sin tensiones sociales el arte perdería sustancia, Trotsky nos hablará de una sociedad socialista con nuevos “partidos” –estéticos, científicos, filosóficos–.
Puede leerse una inspiración similar cuando Breton, acercándose a las ideas revolucionarias, definió como uno de los objetivos del surrealismo unir la “transformación de la vida” siguiendo a Rimbaud, con la necesaria “transformación de la sociedad” siguiendo a Marx.
De alguna manera, Benjamin en 1929 ya había adelantado el encuentro de México: en su conocido artículo sobre el surrealismo, considera que si bien sería propicio “ganarse para la revolución” las “fuerzas de la ebriedad” que representarían los vanguardistas, el surrealismo en particular, pero también reflexiona sobre por qué estas tendencias vanguardistas no comprenden la etapa “constructiva” del socialismo, tan necesaria como la destructiva, y ahí justamente cita para reforzar sus argumentos a Trotsky y sus discusiones con ciertas expresiones del arte soviético cruzado por la revolución.
¿Pero cuánto conocía del surrealismo Trotsky? Por lo que se desprende de varios de los textos, lo conocía más bien poco, y estaba lejos de ubicarlo entre sus preferencias literarias. Pero en parte de eso se trata: Trotsky no pretendía incentivar tal o cual corriente estética. Si no lo había hecho en plena revolución, como uno de sus dirigentes más reconocidos, no iba a ponerse ahora a defender de manera oportunista los procedimientos del surrealismo o cualquier otra corriente porque mostraran acuerdo político con él, ni a tratar de acomodar esas prácticas a sus gustos estéticos. Podía discutir con sus ideas, como había hecho con muchas tendencias de la literatura soviética años antes (nunca consideró al arte algo indiscutible en nombre de un “arte puro”). Pero de ahí a prescribir tendencias había un trecho que Trotsky nunca quiso recorrer, ni siquiera cuando el stalinismo todavía no había establecido su doctrina oficial; menos lo iba a ser cuando el stalinismo ya había impuesto al “realismo socialista” como doctrina “oficial” en la URSS y en los agrupamientos culturales y artísticos cercanos a los PC del resto de los países, como Francia.
Es que Trotsky caracteriza al arte como un “resultado”, una interacción viva entre los elementos subjetivos del artista (su voluntad, estilo, lo que quiere expresar allí) y los elementos materiales con que se enfrenta (tanto los sociales como los propiamente artísticos que también vienen marcados por la tradición de donde se toman). Tomar solo uno de esos elementos llevaría al arte a repetirse: o todas las obras de un artista serían iguales por ser fiel a su estilo, o todas las obras de una época serían iguales porque responderían a sus determinaciones sociales, técnicas, etc. Pero el artista trabaja desde su subjetividad, una combinación particular en que ha procesado sus condiciones orgánicamente, en sus “nervios”, como dice el “Manifiesto” escrito con Breton, en su sensibilidad; por eso el arte soporta mal las directivas que pretenden señalarle por dónde ir.
Por otro lado, si Trotsky reconoce que el marxismo permite dar cuenta del surgimiento de determinadas escuelas y problemas estéticos en determinados momentos históricos, también reconoce que sus métodos no son los del arte; por eso, el marxismo no tiene por qué tener una posición tomada sobre las formas de versificación o de determinada renovación del lenguaje. Prescribir una estética, como lo hacía el “realismo socialista”, es entonces no entender ni de estética ni de marxismo.
Estos posicionamientos no solo le valieron a Trotsky el reconocimiento de Breton y otros surrealistas, sino distintos agrupamientos de la época, como otro que está presente en los documentos del libro, como el grupo reunido alrededor de la revista Partisan Review –que también había roto con el stalinismo, norteamericano en ese caso–. Podría pensarse también en que la historia del trotskimo en Latinoamérica tiene un capítulo en la discusión y adhesión a las concepciones de Trotsky en el terreno del arte. Tanto los militantes trotskistas Péret –surrealista francés–, Mario Pedrosa –destacado crítico de arte y animador del concretismo– en Brasil, como Samuel Glusberg (Enrique Espinoza), editor de la revista Babel y colaborador de Clave en Argentina y Chile, difundieron sus ideas y en algunos casos fueron parte de la construcción de los primeros grupos trotskistas en la región.
Hoy, el “realismo socialista” sirve más bien de esperpento con el cual rechazar no el stalinismo, sino la idea misma de revolución socialista. La experiencia de la Rusia revolucionaria, sus agrupamientos y producción artística, a lo sumo son una nueva moda a la que pueden dedicarse muestras y estudios, siempre a condición de disociarla del proceso revolucionario o mejor aún, de atribuirle a éste su tragedia. Y lo mismo pasa en buena medida con el surrealismo y otras experiencias de vanguardias, que fueron deglutidas por el mercado como meros gestos de rebeldía que también hoy cotizan. Los textos reunidos en el libro son un ejemplo de que la tradición marxista revolucionaria estuvo no solo lejos de ella, sino que mostró una riqueza que hoy necesitamos seguir desarrollando si de lo que se trata es de cuestionar los límites que el capitalismo impone a la actividad artística.
Ariane Díaz
Nació en Pcia. de Buenos Aires en 1977. Es licenciada en Letras y militante del Partido de los Trabajadores Socialistas (PTS). Compiló y prologó los libros Escritos filosóficos, de León Trotsky (2004), y El encuentro de Breton y Trotsky en México (2016). Es autora, con José Montes y Matías Maiello de ¿De qué hablamos cuando decimos socialismo? y escribió en el libro Constelaciones dialécticas. Tentativas sobre Walter Benjamin (2008), y escribe sobre teoría marxista y (...)