A mediados del siglo XIX, en un folleto pensado a modo de programa “teórico y práctico”, Marx y Engels declararon que sus enemigos estaban amenazados por un espectro, el del comunismo. A inicios del siglo XXI, “el espectro ha vuelto”, sentencia China Miéville, no tanto porque nuevos sujetos políticos se definan por un cambio radical, sino por el nerviosismo de sus enemigos, que ante cada avance social o político que cuestione siquiera mínimamente al statu quo, vociferan contra la “avanzada comunista”. Y en la medida en que, como reza el epígrafe que el autor eligió para el libro, “solo un tonto deja que otro le diga quién es su enemigo”, Miéville repasará, precisamente, el Manifiesto comunista.
Miéville –después de todo, escritor de ciencia ficción además de teórico marxista–, ya había apelado a la idea de “apocatopía”–una mezcla del apocalipsis y utopía– para captar un rasgo de nuestra contemporaneidad de crisis climáticas, sociales y culturales. No es solo que circulen, a la vez, imágenes catastróficas de un futuro cercano y soluciones pretendidamente científicas –como la geoingeniería– para sacarnos de este entuerto, sino que convivimos ya con apocatopías reales: mientras los pronósticos interesados apuntan a que el problema sería la “actividad humana”, lo cierto es que “vivimos en una utopía”, la de las corporaciones; y por eso convivimos, también, con el apocalipsis creado por el capitalismo. En esas promesas ampulosas de un futuro arrancado al límite de la catástrofe –una capitulación al statu quo– la “utopía” funciona como la exoneración del sistema porque, como parafraseó Malm, parece ser “más fácil imaginar un rediseño completo del planeta que de nuestra economía política”.
Pero, agregará en este nuevo libro, el “fin de todo” y la esperanza en un mundo nuevo estuvieron siempre ligados. Eso es lo que puede apreciarse en un afiche soviético que ilustra la tapa del libro, en que un remero en medio de un mar embravecido, montado en el Manifiesto, sigue el faro de la Internacional. Es que, dice el autor, “vivir acorde a una política radical” es “experimentar momentos en el que la utopía y el apocalipsis son inextricables. En esta extraordinaria imagen, el Manifiesto es un bote salvavidas literal para sobrevivir esos instantes que podríamos llamar de apocatopia” [1].
Mucha agua embravecida ha pasado bajo el puente desde entonces –restauración capitalista en la URSS y avance del neoliberalismo incluidos–. Pero el relato neoliberal que tanto éxito tuvo hace poco más de una década viene mostrando su propia crisis y agotamiento, mientras nuevas luchas y fenómenos políticos generan cambios en la forma de pensar. Para un pequeño pero creciente sector de jóvenes activistas, señala el autor, el concepto de comunismo “está comenzando a perder un sombra que, por mucho tiempo, fue dada por sentada. Y eso ha sido invaluable para aquellos en el poder” [2]. Y en la medida en que considera que “cada generación debe encontrar el Manifiesto de nuevo, aprender qué enfocar en él, identificar problemas, preguntas, análisis, respuestas, lagunas y aporías, y soluciones para y de su propio tiempo”, Miéville ofrece esta relectura.
El libro incluye el texto del propio Manifiesto y los prefacios que se agregaron en sucesivas ediciones. Los primeros capítulos recorren la historia del texto mismo, e incluso la forma genérica elegida, que no era la original. Lo que hoy es el Manifiesto no iba a tener originalmente ese formato. Engels había estado intentando esbozar la perspectiva comunista en una serie de preguntas y respuestas (cuyos borrador se conoce como “Principios del comunismo”). Pero ya con varios borradores le escribe a Marx: “Creo que lo mejor es dejar de lado la forma de catecismo y darle a la cosa el título: Manifiesto comunista. Tenemos que dar cuenta de una cierta cantidad de historia, y la presente forma no se inclina a esto muy bien”. Se trata entonces, resalta Miéville, de un texto que no solo trabaja sobre los materiales que analiza, sino que también intenta que esos análisis trabajen sobre sus lectores.
En los capítulos siguientes repasa sección a sección el Manifiesto, comentándolo y trayendo otras lecturas; retoma los que considera sus puntos centrales como trabajo histórico, político, económico y ético; y discute muchas de las críticas que a lo largo de los años le han formulado enemigos, adversarios y también simpatizantes. Es que aunque la tradición del género tenga relación con la religión, la lectura del Manifiesto no podría ser religiosa: aún declarando abiertamente sus simpatías por el texto, e incluso considerándolo un documento “urgente y vital”, el autor incluirá balances críticos propios. Desglosemos aquí algunos de esos ejes.
Terminar con la sociedad de clases
El espectro que querían conjurar “todas las potencias europeas” tiene en el Manifiesto la oportunidad de responder en nombre propio las acusaciones que se le hacían. Una de ellas era que, eliminando la forma de producción que caracterizaba al capitalismo, desaparecería también su cultura (algo de lo que parecían estar menos avergonzados de mencionar que la explotación del trabajo ajeno o la defensa de una propiedad privada que ya estaba “abolida para nueve décimas partes de la población”). Marx y Engels recusan este argumento, entre otras cosas, por el supuesto que lo sostiene: que las ideas particulares de una clase como la burguesía se postularan como “universales”. Es cierto, admitirán, que algunas ideas generales han sobrevivido distintos modos de producción, pero precisamente porque, hasta ahora, los cambios de un sistema a otro, incluso con revoluciones, han sido el reemplazo de una clase dominante por otra, mientras el comunismo se propone, en cambio, terminar con toda forma de explotación. Es más, agrega Miéville: todos saben que Marx y Engels querían cambiar la sociedad, pero por lo general se enfatiza menos que creían en el auto-empoderamiento del pueblo a través de esa actividad revolucionaria: el cambio radical, de las estructuras y de los sujetos, marca el pulso del Manifiesto.
Sin embargo, señala Miéville, después de definiciones tan radicales, no deja de ser sorprendente la relativa “modestia” de algunas propuestas concretas que adelanta el texto, donde la eliminación del derecho a la herencia convive con “educación para todos” o “roturación de los terrenos” dentro, sí, de un “plan colectivo”. Además, en el prefacio de 1872 se insiste en que “no habrá un acento particular en las medidas listadas” porque “podrían haber cambiado”.
Si el listado en sí tiene aparentemente un lugar secundario, lo importante es la lógica en la que están planteadas esas demandas, enunciada en el mismo Manifiesto: algunas aparentemente aceptables y otras aparentemente impracticables en el marco capitalista, están elegidas para que, combinadas, puedan desenvolverse en un cuestionamiento de la propia lógica del sistema y lleven a su ruptura. En términos posteriores del debate marxista, se trata de estructurarlas –teniendo en cuenta el contexto– de forma de programa transicional, buscando tender un puente entre la conciencia de las masas y una respuesta de fondo que apunte a la reorganización completa de la sociedad.
Así dicho parece sencillo, pero la relación entre demandas máximas y mínimas recorrió la disputa de estrategias entre tendencias dentro del marxismo, en la medida en que allí estaba en juego la relación entre reforma y revolución. Quienes desarrollaron este aspecto posteriormente fueron sobre todo Luxemburgo y Trotsky, en oposición tanto al reformismo de la Segunda Internacional como al ultraizquierdismo que –en contraposición– abundaba, también, en la época. Es cierto: el comunismo no rechaza en sí mismas las reformas que puedan arrancarse al capital, ni desestima a las masas por “ir a menos” de lo que les corresponde históricamente; siempre y cuando eso no se transforme en un fin en sí mismo que venga a reemplazar la necesidad (y la preparación necesaria del sujeto social) para el cambio radical que propone.
Repensar la historia
Otro eje muy discutido del Manifiesto es su conceptualización de la historia. Dos críticas son las más habituales.
La primera cuestiona un “exceso de materialismo”: el Manifiesto contrapondría los factores económicos a la cultura, la ideología o las formas de pensar, a las que consideraría meros epifenómenos de la estructura. Miéville se reserva algunas críticas que podrían hacerse al escaso lugar que en este texto se da al tratamiento de la cultura –a diferencia de, por ejemplo, La ideología alemana–, pero nada de eso significa que el Manifiesto considere el terreno de las ideas como irrelevante o como simples “ecos” de los intereses materiales. Lo que sí puede desprenderse del texto es un modelo en que se destaca –contra otras visiones predominantes en la época– la relación entre esos aspectos (en formas altamente complejas) con la realidad social. Materialismo sí, mecanicismo no.
La otra crítica, curiosamente, parece ser la inversa: influenciado por el hegelianismo, Marx y Engels tendrían una visión “teleológica”, predeterminada, de la historia –incluso, para los críticos más audaces, religiosa–: habría una confianza en la “inevitabilidad” del socialismo. Miéville acepta que algunas definiciones del Manifiesto, aisladas, podrían leerse así, pero solo a costa de dejar de lado los tramos donde específicamente se niega esa concepción. Veamos un ejemplo: en la medida en que el texto caracteriza a una clase parasitaria que controla y vive de el trabajo de una clase productora expropiada de los medios de producción, Marx y Engels insisten en que los explotados deben, “necesariamente”, tirar abajo todo el sistema para efectivamente liberarse. Pero, insiste Miéville, aquí es donde es importante tener en cuenta la forma de manifiesto del texto, que no solo describe sino que propone una política: específicamente en este caso, advirtiendo contra las ilusiones de simplemente “mejorar” lo malo del sistema. Este tipo de críticas son, simplemente, vacuas.
Pero el problema es más peliagudo cuando los cuestionamientos no llegan de los enemigos: muchos marxistas han señalado que, por ejemplo, en la medida en que se caracteriza a la burguesía extendiéndose a todo el globo, imponiendo en todas las latitudes su modo de producción y sus formas “civilizatorias”, de mínima se estarían dando una visión ingenua del papel que seguía jugando –y que el imperialismo profundizaría a su manera– formas de opresión colonialistas. El Manifiesto estaría pensado desde y para Europa, extendiendo los procesos allí desarrollados como “el camino natural” del desarrollo histórico.
El autor coincide con que fue posteriormente que Marx calibró mejor el rol brutal y necesario del colonialismo en el origen y desarrollo del sistema capitalista, aunque ya hay indicios de ellos en el Manifiesto mismo, cuando se refiere irónicamente a “lo que se llama civilización” o a las acciones británicas en China por la guerra del opio. Es conocido también que en el prefacio a la edición rusa de 1882, tratando el caso de la comuna rusa, Marx niega que todas las formaciones sociales deban atravesar las mismas etapas. Y agrega Miéville correctamente que, por otro lado, determinar si el “momento” es el correcto para la lucha de la clase obrera en cualquier lugar, no es una cuestión que pueda definirse solamente por las condiciones de ese país. Apunta allí que este debate se conoció, en la tradición marxista, como la noción de “desarrollo desigual y combinado” y la estrategia que se desprende de allí, la de la revolución permanente. Efectivamente, de alguna forma la discusión quedó saldada justamente en Rusia años después, con la primera revolución obrera que logró triunfar en un país “atrasado” [3]. Pero en cuanto a definición de estrategias y su puesta en práctica, dentro de la tradición marxista –como con las definiciones de un programa transicional–, más bien surgió una clara delimitación: las definiciones de Trotsky fueron abiertamente combatidas con el “socialismo en un solo país”, llevando a la derrota a esa revolución y a otras que efectivamente se sucedieron en la Europa de principios de siglo.
En todo caso, si un escaso tratamiento de este problema en el Manifiesto no alcanza para tildar al marxismo de teleológico o eurocéntrico, Miéville señala un aspecto oculto en las diatribas enconadas de sus enemigos: es la “inevitabilidad” del capitalismo lo que parece sostenerlos, el “no hay alternativa”. Lo que ese presupuesto impide ver es que lo que Marx está haciendo cuando entrevé un futuro liberado embebido ya como potencialidad en este presente opresivo, es reformular la idea misma de tiempo y de agencia: “la agencia social está a la vez constreñida y habilitada, es condicionada por y potencialmente transformativa de, las estructuras sociales” [4].
Acabar con toda forma de opresión
El Manifiesto hace hincapié en que la clave del sistema es la explotación de la clase obrera, pero es cierto que el capitalismo saca provecho de otras tantas formas de opresión.
Distintas vertientes dentro del marxismo han señalado una escasa atención que a ellas se ha dado en el Manifiesto. Algo de ello ya apuntamos alrededor de la consideración del colonialismo: la apelación a la fuerza expansiva del capital escasea en el texto la presencia de sujetos no solo explotados sino también sojuzgados por el racismo colonialista, a la vez que subestima las posibilidades de persistir del sistema a través de lo que se desarrollaría luego como el imperialismo “moderno” –aunque, hay que decir también, para el despliegue imperialista como lo conocimos después, efectivamente se requirió la expansión capitalista al globo–.
Otro tanto se ha cuestionado respecto al problema de la opresión de la mujer. No es porque el tema no aparezca –hay brutales denuncias al patriarcado cuando aborda la familia–, sino porque teóricamente no profundiza las relaciones entre patriarcado y modo de producción capitalista –algo que sí haría Engels después– o porque políticamente no retoma luchas ya por entonces planteadas como parte de la agenda del movimiento por feministas socialistas como Flora Tristán –a quien sí habían citado, por ejemplo, en La sagrada familia–.
Una lectura actual del Manifiesto requiere, dirá Miéville, problematizar cómo formas de opresión previas han sido subsumidas a la lógica del capital. Si escasea en el Manifiesto un tratamiento más integral, también es cierto que hay allí un suelo fértil, dirá, para nuevos y mejores desarrollos. Para cuando se cumplían 90 años del Manifiesto, Trotsky –traído a cuenta por Miéville– declaraba, por ejemplo, que la afirmación del Manifiesto de que los trabajadores “apoyan cada movimiento revolucionario contra el orden social y político existente” significa que “el movimiento de las razas de color contra sus opresores imperialistas es uno de los más importantes y poderosos movimientos contra el orden existente y por lo tanto llama a un completo, incondicional e ilimitado apoyo de parte del proletariado blanco”. Y el feminismo socialista acumuló, posteriormente, una larga historia de aportes para problematizar la relación entre explotación y opresión de la mujer, entre producción y reproducción social. A la vez que, agreguemos, las políticas llevadas a cabo por el Estado obrero soviético aportaron nuevos elementos en la discusión de muchos de estos aspectos teórica pero también prácticamente, en base a experiencias concretas que iban dirigidas a cambiar radicalmente, también, estos aspectos.
Pero lo que no puede leerse allí, indica Miéville, es que el Manifiesto, unilateralmente, colapse toda la complejidad del sistema capitalista en la clase obrera obviando la existencia de otras clases oprimidas. Lo que allí se está tratando de establecer es el conflicto que funda este sistema: una enorme masa de individuos despojados de sus medios de producción y por lo tanto obligados a vender su fuerza de trabajo para sobrevivir, y un sector minoritario de capitalistas que, en la medida en que los trabajadores son los que producen la riqueza social que ellos se apropian, necesita seguir reuniéndolos (contribuyendo así, como efecto no deseado, a fortalecer a su sepulturero). Es esa posición, y el poder que conlleva, lo que subyace a que, para el marxismo, “la clase no [sea] un eje de opresión entre otros”: es el clivaje ubicado estratégicamente para destruir los resortes del sistema y para, acabando con la sociedad de clases, terminar con toda forma de opresión.
Agreguemos que esto tampoco quiere decir que una estrategia socialista deba ocuparse solo de problemas sindicales o económicos dejando para el futuro la lucha contra las distintas formas de opresión. Lo que sí quiere decir es que no hay forma de desterrarlas si no se termina, de una vez, con la lógica capitalista que las promueve: es decir, que una política antipatriarcal, antirracista, etc., si quiere triunfar, no puede no ser, también, anticapitalista.
Organizar el descontento
Es notorio en el Manifiesto, señala Miéville, la antipatía de los autores por el anarquismo, en la medida en que consideran que la oposición de este a toda forma de poder era un obstáculo para la organización de un partido de la clase obrera y para apuntar a la toma del poder.
La cuestión no es nada menor porque, resalta Miéville, el comunismo es un proyecto con enemigos declarados: la abolición de la propiedad privada es una amenaza existencial a la clase capitalista como tal, de lo cual se defenderá por todos los medios posibles. Eso significa que la lucha por el comunismo no puede eludir el uso de la fuerza. Eso no implica, insiste Miéville, una reivindicación de la violencia revolucionaria por sí misma, ni que ella misma baste. Esa cuestión recorre los debates de estrategia de toda la tradición marxista posterior y, dice el autor, ha llevado a binarismos cómodos pero inconducentes: o bien que la armazón de la vieja sociedad solo puede destruirse con el uso de la fuerza, o bien que el Estado puede transformarse pacíficamente ganando posiciones en sus instituciones representativas; que el partido debe organizarse como un ejército cuyos golpes al enemigo despierten a las masas, o que el partido debe acompañar la conciencia de las masas para no “atemorizarla” con la explicitación de los fines comunistas; hay tendencias que depositan su fe solamente en la espontaneidad de las masas, y otras para las cuales el partido es necesario para convencer y movilizar a una clase marcada por la ideología de la clase dominante.
El autor señala que, incluso contándose entre aquellos que consideran que alguna forma de partido es necesaria, no tiene una respuesta definida sobre qué tipo de partido puede ser eficiente y adecuado para la lucha contra el capitalismo, especialmente en tiempos de recomposición de los “partidos de masas tradicionales de la derecha, del centro y de la centroizquierda, a la vez que de pequeños grupúsculos radicales” [5]. Pero sí señala algunos elementos que es necesario despejar: “un modelo de partido no implica un modelo jerárquico, de arriba hacia abajo, de convencimiento. Sin duda, el partido intenta forjar las posiciones más en cuestiones relevantes, pero para que sea saludable este es un proceso de ida y vuelta, de aprendizaje tanto como de persuasión, en el que el partido no es tanto un impartidor de ideas sino una arena para el desarrollo político”. A la vez, acota, el dogmatismo no ayuda: los textos de los clásicos, como el Manifiesto mismo, no son sagrados, y debemos aceptar que no fueron pocas las ocasiones, en el pasado, en que estuvimos equivocados.
Las aclaraciones y precauciones son necesarias, sobre todo después de la experiencia del siglo XX. Pero son, también, acotadas a los comportamientos y mecanismos dentro de los partidos y no a la relación entre las formas de organización partidarias y nuevas necesidades de la lucha anticapitalista, que no ha permanecido inalterada desde el Manifiesto –perspectiva que sí abrió en otros puntos en relación, por ejemplo, al desarrollo del imperialismo–. Como el mismo Miéville señala, en ese texto Marx y Engels sindicaban a los comunistas como parte integrante, no separada, del conjunto de la clase obrera, compartiera esta o no, todavía, su perspectiva. Pero fue precisamente el imperialismo el que reconfiguró la relación entre la clase y los partidos obreros: si los trabajadores no fueron nunca una masa indiferenciada a la que el partido pueda inmediatamente “representar” de conjunto, sino un colectivo atravesado por diferencias culturales, experiencias y niveles de conciencia que dieron distintas estrategias políticas, con el surgimiento del imperialismo se vio sometida, además, a las divisiones reaccionarias provocadas por la misma burguesía que buscaba ser correa de transmisión de su política en el seno del movimiento obrero –con sindicatos estatizados, partidos socialchovinistas, etc.–. Es decir que corrientes e instituciones disputan ahora no solo distintas estrategias que podrían considerarse “adversarias”, sino que se inmiscuyen también estrategias del enemigo, a las que es ineludible combatir.
Por otro lado, otra novedad histórica fue una invención de la espontaneidad de las masas en lucha: la aparición de los soviets, parlamentos obreros y de frente único que habilitaban tanto la autoactividad de las masas como un espacio para la lucha de estrategias y para ligar sus diversas demandas –por eso la consigna de la organización en forma de consejos sería, para Trotsky, “el coronamiento del programa de reivindicaciones transitorias” [6]. Sobre esas innovaciones fue que se desarrolló el modelo “leninista” de partido. Pero el descrédito que esa forma actualmente tiene es no solo una consecuencia del aprendizaje de las experiencias del siglo XX entre los militantes revolucionarios, sino también una de las grandes maniobras ideológicas del capitalismo, que identifica a la deriva stalinista con el leninismo o el bolchevismo. Revertir esa maniobra explorando críticamente esa historia para pensar la forma de organización que necesitamos es también tarea de quienes peleamos por el comunismo.
Hay otro aspecto relacionado a cómo organizar el descontento al que Miéville dedica buena parte de su lectura del Manifiesto, aunque excede su “letra”, que es la ética que allí se sustenta. Citando a Terry Eagleton, apunta a una analogía, en primera instancia, amorosa: si el comunismo supone que “solo a través de otros podemos finalmente encontrarnos”, eso significa “un enriquecimiento de la libertad individual, no una disminución de ella. Es difícil pensar en una mejor ética. En un nivel personal, es lo que se conoce como amor”. Agrega que, por otro lado, vivimos en una época donde el odio campea a sus anchas como efecto de un sistema que lo promueve y explota a su favor, y que es muchas veces internalizado por las masas y dirigido contra sectores de las mismas que sirven como chivo expiatorio de los males del capitalismo.
Sin embargo, dice Miéville, si el odio no es confiable o reivindicable por sí mismo, tampoco puede contarse, necesariamente, como un enemigo de la liberación –al modo en que lo convocaban un Blanqui o un Benjamin–. Es que aquí también hay que prestar atención a la división en clases. Si el odio, como lo definía Aristóteles, “desea que su objeto desaparezca”, la burguesía no puede odiar aristotélicamente a su enemigo, porque depende de la existencia de la clase obrera. Pero “para la clase obrera la situación es otra. La erradicación de la burguesía como clase es la erradicación del dominio de la burguesía, del capitalismo, de la explotación, de la bota en el cuello de la humanidad. Por eso es que la clase obrera no necesita el sadismo, ni siquiera la venganza, y también es por eso que no solo puede, sino que debe, odiar”. “El odio es necesario para la dignidad, lo que quiere decir, para la agencia política”, concluye Miéville, y por eso hoy es “en favor del amor” que debemos “odiar más y mejor”.
Combatir la resignación
Para bien o para mal, el capitalismo es el único horizonte de lo posible; esa ha sido históricamente, dice Miéville, la línea de ataque más efectiva contra el comunismo. El presupuesto de este sentido común sería que la naturaleza humana misma impide ese cambio radical. La persistencia de este sentido común respondería a una fuerte propaganda burguesa interesada, pero también, en un nivel más profundo, a que “es muy difícil pensar más allá de la realidad en el que uno ha sido creado, vive y piensa ahora” –en lo que no debe leerse, agreguemos, un problema de falta de esfuerzo imaginativo, sino se coherencia epistemológica: Marx y Engels señalaban la relación entre bases materiales e ideología no solo para el capitalismo; la propuesta de una forma alternativa de organización social que defienden los comunistas surge de las mismas contradicciones que este sistema conlleva–.
Pero así como Ursula Le Guin nos recordaba en su último discurso que no hace tanto los reyes parecían ser el horizonte de lo posible, Miéville insiste en que si hay algo que la naturaleza humana no tiene es esa rigidez de lo inmutable. El Manifiesto, como antes La ideología alemana, presuponen lo contrario: “Bajo la propiedad comunitaria y el control democrático, será socialmente imposible ser alguien cuya autoestima sea predicada de la explotación de otros. Una subjetividad que pudiera desear ese poder sería insignificante, y no tendría tracción social. Marx y Engels repetidamente acentuaron que la revolución es la transformación de la gente y de las ideas tanto como de las estructuras sociales”.
A la vez, destaca Miéville, los autores del Manifiesto han preferido siempre criticar lo existente por sobre prefigurar los contornos de la sociedad postcapitalista, lo que los diferenció de otros socialistas de la época. Las definiciones del comunismo aparecen más bien como aquello que ya no será: una sociedad regida por la ganancia, por la explotación, por la escasez, por la falta de libertad, por los límites para el desarrollo social e individual. Por la positiva, en otros textos las definiciones son escasas aunque inspiradoras: “manantiales de riqueza colectiva”, “productores libres asociados”, “fin de la división entre trabajo manual e intelectual”, “de cada quien según su capacidad y a cada quien según su necesidad”, “pescador a la tarde, crítico después de la cena”. En el Manifiesto en particular, simplemente cierran con “Los proletarios, con [una revolución comunista], no tienen nada que perder, como no sea sus cadenas. Tienen, en cambio, un mundo entero que ganar”. Dependerá de la lucha terminar con el capitalismo, y de la conquista de nuevas bases sociales comunistas descubrir hasta dónde es realmente capaz de llegar la utopía.
Volvamos, para terminar, al título del libro, An spectre, haunting. Miéville apenas mueve y retoca las palabras de la primera línea del Manifiesto: “Un espectro [7] acecha Europa, el espectro del comunismo”. Muchas traducciones apelan al “recorre”, pero en el alemán geht original y en el haunt con que se lo tradujo al inglés, el verbo está relacionado con la figura del espectro y remite a algo amenazante. Pero también en relación a esa familia semántica, el haunt puede ser, en inglés, algo que nos “encanta”, que nos atrapa positivamente, que incluso buscamos reiteradamente. El espectro del comunismo parece poder hacer las dos cosas: acechar como peligro a los pocos que tienen como utopía el apocalipsis del resto, pero también encantar de nuevo a aquellas masas dispuestas a “tomar su destino en sus propias manos” –como definía Trotsky a la revolución– y hacer del espectro algo tangible.
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