El partido de cuartos de final de México 86 fue una condensación de morbo belicista.
Alejandro Wall @alejwall
Martes 21 de junio de 2016
En España, el diario El País adelanta que en el estadio Azteca del DF habrá algo más un partido: “Inglaterra-Argentina: la guerra de Malvinas en versión futbolística”. Liberation de Francia prefiere directamente la metáfora bélica: “El equipo inglés avanza como un portaaviones hacia el Atlántico sur a toda máquina”. Algo similar publica Corriere dello Sport en Italia: “Sobre las alas de (Gary) Lineker, Inglaterra vuela hacia la fortaleza de Maradona”. Y El País de Uruguay arma en una frase el TEG del Mundial 86: “Inglaterra pisó fuerte sobre el Chaco paraguayo y ahora prepara el asalto final a las Malvinas”. “No se pierda el domingo 22 la segunda versión de la guerra de las Malvinas”, promociona un anuncio de venta de entradas en el diario mexicano Excelsior. Y en Argentina, el humorista Carlos Basurto dibuja en Crónica al arquero Peter Shilton con una ganzúa en lugar de una de sus manos. Como un pirata. The Sunday Times, en Inglaterra, alimenta la polémica al afirmar, según una investigación propia, que la dictadura argentina pagó sobornos a Perú antes del 6-0 en 1978. Y The Sun califica al partido de cuartos de final –del que este miércoles se cumplen 30 años- con su tradicional sensacionalismo: “Es una guerra”.
La cadena BBC1 emite un informe en el que cuenta que el Foreing Office británico tuvo intercambios con el gobierno mexicano ante el partido Argentina-Inglaterra. En los seis días que transcurren desde que se sabe que se producirá el cruce hasta el día del encuentro, los hooligans hablan en los medios ingleses contra los argies. Y hay kelpers que cuentan que, como en la guerra de 1982, quieren que Inglaterra le gane a Argentina. Esta vez es fútbol. Aunque para algunos es algo más: la guerra de Malvinas por otros medios. O la revancha simbólica de una guerra en la que murieron 649 argentinos, unos 1100 terminaron heridos y cerca de 500 se suicidaron en los años posteriores a la rendición dispuesta por el dictador Leopoldo Galtieri.
“Si hubiera que rescatar de un naufragio a un puñado de partidos de la historia universal –tres, cuatro, cinco partidos de cualquier época del deporte más popular del planeta–, el 2 a 1 contra los ingleses debería quedar a salvo. Es el paraíso del fútbol argentino. Hubo cientos, miles de tardes y noches con más goles y con mayor belleza colectiva, pero ninguna con esa carga simbólica. Ese partido es un aleph del fútbol que lo tuvo todo, y todo lo que tuvo nos favoreció. El macho alfa de los goles y el más ilegítimo, la deificación de un futbolista en un puñado de minutos, el trasfondo de las llagas de una guerra todavía abiertas, y el contexto deportivo perfecto: los cuartos de final de una Copa del Mundo”, escribe Andrés Burgo en su sensacional libro El Partido (Tusquets), una reconstrucción minuciosa del Argentina 2 – Inglaterra 1, el antes, el durante y el después.
“No se habló de la guerra en el plantel antes del partido, pero estaba ese ruido, la sensación de un partido contaminado. Había telegramas de ex combatientes de Malvinas; los periodistas preguntaban sobre el tema. Pero creo que el paso del tiempo instaló la idea de revancha”, dice Burgo a La Izquierda Diario. “Yo creo que fue una construcción de los medios porque el ambiente previo al partido era muy relajado entre los jugadores”, sostiene Fernando Signorini, preparador físico personal de Diego Maradona desde 1983, testigo directo de esos días en México. “Yo no recuerdo una sola conversación al respecto y si las hubieron fue circunstancial. Por supuesto que todos pensamos en Malvinas, pero eso no tuvo que ver con el desarrollo del partido”, asegura desde México, donde trabaja para Venados de Mérida.
“No pregunten nada acerca de la cuestión diplomática, ¿ok? No pierdan el tiempo”, les dijo Bobby Robson, el técnico de Inglaterra, a los periodistas en los días previos al partido. Así se cuenta en La mano de Dios, un documental que este miércoles se estrenará en la TV inglesa, y que aportará la mirada británica para este aniversario, sumándose a otros trabajos argentinos, como el libro de Burgo, la serie que emitió la TV Pública sobre México 86 (La historia detrás de la Copa, dirigida por Christian Rémoli), y el libro que lleva la firma de Diego Maradona, Mi Mundial, mi verdad (Sudamérica), escrito por el periodista Daniel Arcucci.
El 1º de mayo de 1982, en plena guerra, otro Argentina-Inglaterra se jugó atravesado por Malvinas. Pero no fue en fútbol, sino en hockey sobre patines durante el Mundial de Portugal. Los jugadores argentinos –y se cree que también los ingleses- tenían la orden de no saludar a los rivales y tampoco intercambiarse camisetas. Mario Agüero, integrante de ese equipo, recibió un reto en el vestuario por haberse dado palmadas con un inglés, al que ayudó a levantarse después del choque. No eran las únicas órdenes de ese estilo que bajaba la dictadura militar durante la guerra. El relator Juan Carlos Morales todavía recuerda –y hay un tramo del audio como prueba- que tuvo que transmitir por Radio Rivadavia un Alemania 0 – Inglaterra 0 sin nombrar a los ingleses. “Atacan los de rojo”, decía. O “la tienen los rivales de Alemania”.
El partido de cuartos de final de México 86 fue una condensación de morbo belicista. “Nosotros sabíamos que teníamos que ganar sí o sí, que no era un partido más, pero tampoco podíamos hacernos cargo de todo lo que se decía”, le dice Sergio Almirón a Burgo. Y en el mismo libro, Carlos Bilardo, el técnico, relata que les prohibió hablar a los jugadores sobre Malvinas. “Los reuní –cuenta- les dije ‘muchachos, en este momento no se puede hablar de las Malvinas’. Esa pregunta te sacaba del campeonato, pero no había caso. El tema estaba muy caliente. Las Malvinas superaban todo”. Todos los jugadores coinciden que, aunque ellos se mantuvieran al margen, el contexto era la guerra en la que cuatro años atrás la Argentina había desafiado al país colonizador de las islas desde 1833.
Para Héctor Rebasti, un ex arquero de San Lorenzo y Huracán, el partido fue “una descarga emocional”. Ex combatiente en Malvinas, clase 62, Rebasti comparte esa característica –haber sido jugador en el continente y soldado en las islas- con otros diez futbolistas, entre ellos el actual entrenador Omar De Felippe, tal vez el caso más conocido. Su año de nacimiento, además, es el año de nacimiento de seis campeones del mundo en México: Jorge Burruchaga, Héctor Enrique, Sergio Batista, Oscar Ruggeri, Carlos Tapia y Néstor Clausen. Pero Rebasti salió sorteado para el servicio militar y no pudo zafar. Terminó en las trincheras. Y el partido del que ahora se cumplen tres décadas se convirtió, para él, en una reivindicación. “No lo viví sólo como el triunfo de Argentina, sino también como el triunfo de la clase 62”, le dice a Burgo. “Cuando Diego hizo el gol con la mano contra los ingleses, sentí que recuperaba la patria –cuenta Rebasti-. Y cuando hizo el segundo, ya no pude parar de abrazar a mis viejos y mis hermanos. Sentía oxígeno. Al fin respiraba aire puro. Terminó el partido y estuve dos horas sin parar de llorar”.
Maradona no es clase 62, sino 60. Y su campo de batalla fue –de algún modo, todavía lo es- la cancha de fútbol. “A mí me quieren hacer enemigo de los ingleses, y no lo soy”, dice en su libro. Maradona fue el autor de la obra, el autor del partido, con su mano primero y sus gambetas infernales después, la síntesis de ese “dios sucio”, como lo llamó Eduardo Galeano; inalcanzable también para Margaret Thatcher, la reina Isabel, el príncipe Carlos y hasta Ronald Reagan, como lo muestra en dibujos animados un tramo de la película Maradona de Kusturica, que musicaliza la escena de caricatura con God Save the Queen de Sex Pistols.
“No jugué el partido pensando que íbamos a ganar la guerra, pero sí que le íbamos a hacer honor a la memoria de los muertos y darles un alivio a los familiares de los chicos”, sostiene en Mi Mundial, mi verdad. Aunque más adelante agrega: “Yo le hice dos goles a Inglaterra que les valieron a los chicos caídos en Malvinas y a los familiares de los chicos caídos en Malvinas. Les di un respiro, les di un consuelo y eso no lo va a poder hacer nadie más”.
En el documental inglés, seis jugadores de la selección que conducía Robson (Gary Lineker, Peter Shilton, Glenn Hoddle, Terry Butcher, Kenny Sansom y Steve Hodge) repasan cómo ese partido significó una cruz que los perseguiría hasta muchos años después. Y cómo algunos compañeros no le perdonaron a Hodge -el ex futbolista del Tottenham y el Aston Villa que levanta la pelota a la que luego Diego le daría el puñetazo ganándole a Shilton- que se haya llevado de ese partido la camiseta de Maradona, como si se tratara de una traición. Algunos se sorprenden de que Butcher no les contara hasta mucho tiempo después que Diego le había confesado durante el control antidoping que había hecho su primer gol con la mano. Pero el tiempo templa las tensiones, y Lineker se anima a decir: “Me gusta Diego. Tengo que confesarlo”.
También en Malvinas, muchos años después, como lo supo la periodista Marcela Mora y Araujo, Maradona convirtió en un figura de atracción. Cuando viajó a Malvinas, a fines de la década del 90, años de la diplomacia Winnie the Pooh del canciller menemista Guido Di Tella, que enviaba libros del osito a los kelpers como forma de acercamiento, Marcela vio cómo los chicos de las islas se emocionaban con la posibilidad de que Diego viajara hasta el lugar. Y ese sentimiento, el deseo de tener cerca al héroe futbolístico argentino, el verdugo del imperio, también podía ser otra forma de revancha; otra manera de una reivindicación.