“… una historiografía cuyo objeto no esté conformado por una madeja de factualidades puras, sino por el contado grupo de hilos que representan la trama de un pasado en la textura del presente. (Sería un error equiparar esta trama con un mero nexo causal; se trata más bien de un nexo absolutamente dialéctico, y puede que durante siglos hayan estado extraviados hilos que el devenir histórico efectivo retoma de manera esporádica y como al pasar)”. Benjamin, “Eduard Fuchs, coleccionista e historiador”
Bajo el título de El coleccionismo, una reciente compilación de Ediciones Godot [1] reúne, con nuevas traducciones, textos de Benjamin que tienen como protagonista esa práctica. Tres son de 1931, y en ellos podemos encontrar desde reflexiones en torno a las “tres formas de agenciarse libros” –escribirlos uno mismo, tomarlos prestados “sin posterior devolución” o la compra– (“Desembalo mi biblioteca”), sugerencias para adquirir libros de colección para bolsillos escasos (“Para coleccionistas pobres”), hasta reflexiones sobre el coleccionista como un alegorista de tipo especial, que despoja al objeto de todas sus funciones originales –como vajilla en la que nadie se servirá ya nada–, para colocarlos en un nuevo sistema especialmente creado para ellos: la colección (“El coleccionista”).
Pero queríamos centrarnos aquí en el texto que abre el libro, cronológicamente posterior (fue publicado en 1937 en la revista del Instituto para la Investigación Social de la Universidad de Frankfurt), que además en esta edición incorpora un párrafo inicial que ediciones previas en castellano no incluían porque efectivamente así fuera publicado originalmente por el Instituto, en contra de la opinión del propio Benjamin [2].
El texto en cuestión, “Eduard Fuchs, coleccionista e historiador”, es efectivamente sobre un coleccionista exhaustivo, capaz de reunir solo para el primer tomo de una de sus publicaciones “nada menos que 68.000 láminas para escoger entre ellas exactamente quinientas” [62], pero excede en mucho el tópico. En este exceso, es un eslabón intermedio entre dos de los textos más conocidos y discutidos de Benjamin, “La obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica” y las tesis “Sobre el concepto de historia”, muchos de cuyos motivos más famosos aparecen comentando a Fuchs. Pero si es un eslabón –y a tono con alguien que presta particular interés a la recepción y a la no linealidad de la historia–, lo interesante no es darle su lugar como sucedáneo de o antecedente a, sino reconstruir parte de la trama benjaminiana que le permite hilvanar definiciones que muchos de sus contemporáneos y estudiosos posteriores leyeron como contrapuestas: si “La obra de arte…” fuera en su momento criticado por excesivo objetivismo por las relaciones que establecía entre desarrollos tecnológicos y producciones artísticas (Adorno en su momento, Bürger o Eagleton después, por ejemplo), las tesis fueron habitualmente criticadas como excesivamente idealistas por su apelación a la tradición mesiánica (Eagleton de nuevo; otros como Bensaïd la secularizan como metáfora de la acción política, mientras Löwy o Buck-Morss la consideran un “antídoto” positivista necesario) [3].
No es el único texto en que se entrelazan una visión materialista tanto del arte como de la historia impugnando lo “orgánico”: en textos previos ya rastreamos la crítica benjaminiana a aquello que busca explicar y justificar determinados desarrollos como necesarios y naturales de la mano de los análisis de distintas producciones artísticas (de Baudelaire, el surrealismo, Proust, Brecht, etc.), que son afines a su concepción de la historia expresada en las tesis. Pero en “Eduard Fuchs” esa relación aparece más concretamente como un mismo problema teórico-político derivado de un particular balance del marxismo, y es especialmente importante para revisitar muchas de las lecturas que se han hecho de la obra de Benjamin.
La figura de Fuchs (1870-1940) no es casual ni responde solo al interés de Benjamin en el coleccionismo. Además de sus colecciones de pinturas, grabados y caricaturas de temas cotidianos y políticos (sobre las que, además, escribió libros históricos), Fuchs empezó su activismo político en la izquierda durante los años de las leyes antisocialistas que convertían dichas actividades en ilegales. Pero también fue parte de la socialdemocracia alemana en su período de ascenso, cuando ganaba miles de adeptos, sindicatos y parlamentarios, así como en cuando ese crecimiento mostraba su lado negativo, la aparición del revisionismo. Fuchs se mantuvo en el ala izquierda del partido, y fue cercano a Rosa Luxemburgo –fue, por ejemplo, quien encargó el monumento homenaje a Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, de Mies van del Rohe, después demolido por el nazismo–. Él mismo debió exiliarse, claro, con el avance de nazismo, pero Benjamin tuvo oportunidad, en diversas ocasiones, de intercambiar con él sobre su militancia y su obra.
Se trata entonces de una figura en la bisagra de la socialdemocracia, que conoció sus “años de perro” tanto como su avance imparable. Y precisamente por eso, como describirá Benjamin, expresa posiciones contradictorias. El comentario de Benjamin sobre Fuchs es una forma de abordar la situación del marxismo en su época; recala en problemas teóricos y políticos que fueron preocupaciones persistentes del comentarista. Tiene otra particularidad: el nudo con que Benjamin parece reunir esos problemas es uno que aparece más bien poco en las múltiples lecturas de su obra –incluso en aquellas que más hicieron hincapié en su aspecto político y marxista–: la perspectiva de clase. Se trata, entonces, de un artículo fundamental para reexplorar, profundizar, matizar o complejizar el conjunto del marxismo de Benjamin.
Hechuras
¿Cuál era la situación del materialismo histórico en que se insertaba Fuchs? El párrafo faltante por el que Benjamin reclamó sin éxito partía de un diagnóstico que debía enfrentar todo marxista que quisiese ocuparse de una teoría materialista del arte: era una teoría aún sin historia, a diferencia de la más desarrollada teoría económica marxista. Marx y Engels “no hicieron más que asignarle a la dialéctica materialista un campo vasto al interior de esta teoría”; reseña Benjamin, y continuadores como Plejanov o Mehring, que se aventuraron en ese terreno, tuvieron poca relación con los fundadores del marxismo mientras que otros, como Liebknecht o Bebel, desarrollaron mucho más el “costado político del marxismo que el científico” [27]. Una teoría materialista del arte y la cultura –que Benjamin aquí está incluyendo dentro del aspecto “científico” más ampliamente, abarcando a las ciencias sociales– es entonces, para Benjamin, un terreno poco explorado.
El diagnóstico podría precisarse y discutirse, porque si bien es cierto que en el terreno del arte hay relativamente escasas referencias en cartas y textos de Marx y Engels dirigidos a otros objetivos, otros aspectos teóricos no económicos tuvieron un mayor desarrollo, ciertamente (aunque hay que decir que muchos de estos textos no fueron terminados o aparecieron publicados años después). Pero lo interesante es que Benjamin observa un problema político en el origen de un despliegue mayor del marxismo en estas áreas: que el crecimiento de la socialdemocracia alemana fue lo que llevó a los marxistas a plantearse
… necesarias nuevas tareas en el trabajo pedagógico del partido. A medida que aumentaban la masa de trabajadores que se iban incorporando, el partido ya no podía conformarse con su misión de mero esclarecimiento en el campo político y el de las ciencias naturales, con una vulgarización de la teoría de la plusvalía y de la descendencia. Era necesario que se ocupara de incluir también contenidos pedagógicos en materia de historia en sus conferencias y en los artículos de divulgación en la prensa partidaria. De esta manera, el problema de la popularización de la ciencia se presentaba en toda su amplitud [36-7].
Volveremos sobre este diagnóstico, pero lo que muestra en lo referente al desarrollo teórico es que su balance de la socialdemocracia no es ya de “menor desarrollo” sino de graves falencias teóricas. El problema no fue resuelto, y de hecho se agregó otra dificultad: que pensaran “al objeto de este trabajo en términos de ‘público’, y no de clase” [37].
Benjamin retoma una carta de Engels a Mehring para reconstruir el problema teórico. En ella Engels resaltaba la apariencia autónoma que cobraban distintas “historias” de las ideas de cada campo particular como sucesión de superaciones (Hegel supera a Kant, Rousseau a Montesquieu, etc.). Esa autonomía era para Engels una forma de participar en la “ilusión burguesa” del “triunfo del pensamiento” en detrimento de prestar atención a los cambios en las condiciones sociales que se presuponían, en definitiva, como ya dadas e inmodificables [4]. Benjamin concluye que Engels arremete contra la representación de un dogma como “desarrollo” de un dogma previo, un nuevo estilo como “reacción” a uno previo, etc., pero a la vez contra representar esos nuevas ideas “desvinculadas de su efecto sobre las personas y del proceso de producción tanto intelectual como económico que atraviesan” [30]. Es decir, con planteos que, cumpliendo formalmente con el requisito de “historizar”, parcializan y descontextualizan esos desarrollos. Ese “vacío” creado entre estas distintas “historias” parciales queda cubierto con prácticas y relaciones sociales que justamente no se historizan y que por tanto se naturalizan.
Pero para Benjamin el camino trazado en esa carta de Engels es aún más explosivo, porque lo que viene a cuestionar es el intento de tapar las “hechuras” de esa historia, revistiéndola de organicidad. El materialista histórico, al contrario, saca provecho de esas hechuras, porque se entrevé allí ese trasfondo, sus contradicciones, su titubeos. En el terreno del arte, por ejemplo, le enseñan que la “función [de las obras] es capaz de sobrevivir a su creador, de dejar atrás sus intenciones; que la recepción de sus contemporáneos es parte integrante del efecto que la obra de arte tiene hoy”. La historia previa de las obras no está entonces cerrada, sino que se actualiza desde la recepción del presente [30]. El pasado y el presente relacionándose en posibilidades de actualización y no de mero devenir de uno en otro progresivamente será un eje central de sus tesis de 1940.
Intercambiando epistolarmente sobre el “Eduard Fuchs”, Horkheimer cuestiona a Benjamin si esta visión del pasado como inconcluso no se desliza en el idealismo, porque “los golpeados han sido realmente golpeados” [5]. Pero Benjamin no se refiere a que puedan simplemente cambiarse los hechos pasados, ni a un ejercicio contrafáctico banal según el cual “tal derrota podría haber sido una victoria”, sino que generaciones posteriores, que sí tienen el poder de cambiar las cosas en el presente, pueden retomar y sacar fuerzas de esos golpes y derrotas.
Lo que Benjamin está reclamando con estas definiciones es una ubicación que, a diferencia del historicismo –que convierte a la historización una justificación de lo que fue–, sea no contemplativa: para que la consideración de la historia merezca el atributo de dialéctica, el investigador deberá figurarla no como una sucesión lineal de hechos en un “tiempo vacío” sino prestar atención a la “constelación crítica en que ese fragmento del pasado se encuentra precisamente con el presente” y hacer “que la época salga dinamitada de la continuidad histórica”. El rescate de las “hechuras” apunta contra ese tranquilizador revestimiento de organicidad que elimina fallidos, contradicciones y potencialidades actualizables en el presente. Si se quiere liberar las “fuerzas poderosas” sometidas en el “había una vez” del historicismo es necesaria una conciencia del presente capaz de hacer estallar “el continuum de la historia” [31] –la concepción y la terminología es muy cercana aquí a la que usará en las tesis sobre la historia–.
En Fuchs, observa Benjamin, conviven una representación de la recepción crítica y nueva, con una antigua, dogmática e ingenua, y eso tiene que ver con la situación de desarrollo político de la socialdemocracia que, junto con su avance en nuevas posibilidades, acumula también peligros que terminarían estallando frente a las pruebas de la guerra y la revolución. Benjamin señala que frente a las nuevas tareas culturales planteadas, la socialdemocracia presuponía que “el mismo saber que afianzaba el dominio de la burguesía sobre el proletariado capacitaría a este a liberarse de su dominio”. Pero eso implicaba considerar a la cultura burguesa como una “herencia” cerrada que el proletariado recibe sin beneficio de inventario, cuando se trata de un “conocimiento que no tenía acceso a la praxis y que no podía enseñar nada al proletariado en tanto clase acerca de su propia situación” y era así “inofensivo para sus opresores” [37-8].
Pero no acababa aquí el problema: priman en estos intentos, como paradigma, las ciencias naturales pensadas en términos de aplicabilidad práctica y de desarrollo técnico como vaga evocación a la materialidad. Pero con eso se compra, también, una división entre ciencias sociales y naturales que es propia del positivismo, mientras se desconoce el lado destructivo de la técnica desarrollada en condiciones capitalistas.
¿Se tratará entonces, profundizando la referencia a Engels, de dar por tierra con las diversas autonomías y abarcar esa historia como una nueva unidad que evite la compartimentalización? En opinión de Benjamin, eso no haría más que multiplicar las dificultades. No es solo la división en historias parciales el problema, sino la consideración de la cultura como cosa, como algo manipulable que sencillamente recibe una época. De nuevo, lo que falta aquí es la perspectiva de clase: en esta sociedad la técnica sirve, ante todo, para la producción de mercancías, sino para la guerra o para prepararla [40-1].
Aún reunida en una sola “historia de la cultura”, la concepción de un legado cerrado que simplemente se recibe no es para Benjamin una reposición de las “condiciones objetivas” olvidadas por el idealismo, sino una noción deudora de la ideología burguesa. Un punto de vista de clase de la historia de la cultura permitiría observar algo que el materialista histórico no puede sino ver con espanto: “no existe documento de civilización que no sea a la vez documento de la barbarie”. En la historia de las ciencias, de la técnica, del arte, todo aquello que debe su existencia a los grandes genios la debe, también, a la servidumbre de sus contemporáneos [43] [6]. En términos de las tesis sobre la historia, es la idea de progreso impuesta por los vencedores. El materialista dialéctico, en cambio, desconfía del rasgo fetichista de una cultura así entendida: “Su historia no sería otra cosa que la borra formada por los elementos memorables hallados en la conciencia de los seres humanos mediante experiencias sin grado alguno de autenticidad, es decir, sin experiencias políticas” [44].
Subrayemos “política”, que aparece también como eje en “La obra de arte…” –donde propone un fundamento político frente a la estetización de la política que impulsa el fascismo–, o en las tesis cuando menciona una concepción política de la historia. Por política Benjamin no se refiere a la explicitación de ninguna afiliación partidaria particular sino esa actitud no contemplativa, no pasiva, no estática –frente a la obra o frente al pasado– como objetos cerrados que el presente simplemente recibe. Politizarlos implica actuar sobre ellos, reformularlos, tirar de los hilos que quedaron allí perdidos, movilizar “esa trama del pasado en la textura del presente” [47].
Y allí es donde Fuchs, aun con sus contradicciones, en tanto coleccionista, hace su aporte al teórico materialista de la cultura. Porque sus colecciones, que estudian exhaustivamente las producciones del pasado, toman constantemente como referencia el arte contemporáneo. Porque Grosz o Daumier lo llevan a problematizar la caricatura antigua [46], y porque sus temas no pueden “resultar sino destructivos”:
Ocuparse de la técnica de la reproducción descubre […] la importancia crucial de la recepción; permite, de este modo, corregir dentro de ciertos límites el proceso de cosificación que tiene lugar en la obra de arte. La consideración del arte de masas lleva a revisar el concepto de genio; sugiere que la inspiración que interviene en el devenir de la obra de arte no haga pasar por alto la hechura, que es la que la torna fructífera. Finalmente, la interpretación iconográfica no solo muestra ser imprescindible para el estudio de la recepción y del arte de masas; ataja sobre todo los abusos a los que induce enseguida todo formalismo [47].
Resuenan aquí las preocupaciones de Benjamin en “La obra de arte…”, donde agregaba en su propio estudio de la reproductibilidad técnica –en el cine, especialmente–, la posibilidad de un nuevo modelo de percepción del arte relacionada a esta actitud activa y ligada a la vida cotidiana que Benjamin relacionaba en ese texto, con la actividad de las masas. Algo que lo diferenciaría de sus interlocutores Adorno y Horkheimer, que algunos años después solo verían esos avances de la técnica como una voraz racionalidad instrumental frente a la que poco podía hacerse. No es que Benjamin no viera esos peligros, pero persistía en la necesidad y posibilidad de darle batalla colando a las masas en los intersticios de esa historia que se pretendía tan homogénea y orgánica. En “Eduard Fuchs” deja indicado que ese punto de vista es también necesario para una teoría marxista que no se discipline al conformismo burgués.
Mediaciones
Benjamin identifica otro nivel de problemas y virtudes en el ímpetu coleccionista de Fuchs: una relación a veces demasiado directa entre base material y producción artística, como cuando recae en analogías generales que desdibujan la especificidad de una escuela o un estilo. Por ejemplo, cuando atribuye la introducción del movimiento en una escuela escultórica al dinamismo de la aparición del comercio. Es por ejemplos como este que Benjamin destaca que en la amplia y larga discusión sobre las relaciones entre base y superestructura, lo único seguro es que Marx tenía en mente, para pensar este problema, la necesidad de una serie de mediaciones [55].
Mediaciones es precisamente lo que le había reclamado Adorno en lo desarrollado en “La obra de arte…”, y que aquí Benjamin se dedica a explorar (¿quizás como forma de continuar debate o precisar su respuesta?), de nuevo apelando a la distinción de clase y en la denuncia a las adaptaciones de la socialdemocracia.
Para Benjamin, el revisionismo había convertido la influencia del darwinismo en la concepción materialista de la historia, otrora beneficiosa, en un optimismo determinista según el cual el triunfo del partido “no podía no acontecer”, llevándolo a analogías deterministas y derivaciones de su táctica de “leyes naturales”. Benjamin admite que sin una confianza sólida en su triunfo, a la larga ninguna clase intervendría políticamente, pero señala que
…marca una diferencia que el optimismo esté dirigido a la fuerza de acción de la clase o a las circunstancias bajo las cuales opera. La socialdemocracia tenía ese segundo optimismo, que resulta cuestionable. La perspectiva sobre la barbarie incipiente, que le había aparecido como un destello a Engels en “La situación de la clase obrera en Inglaterra”, a Marx en el pronóstico del desarrollo capitalista […] le estaba obstruida a los epígonos del cambio de siglo [58].
Esa desatendida “perspectiva de la barbarie” parece rellenarse, en Fuchs, con una consideración “moralista de la historia” que, está convencido, compatibiliza perfectamente con el materialismo histórico. Se orienta a poner en la mira el “espiritualismo” que operó en esas revoluciones velando los intereses de clase, y a denunciar los “ardides” o el palabrerío hueco de la moral burguesa [67]. La denuncia de Fuchs al arte como “disfraz idealizado” de la clase dominante y a la moral burguesa como mera falsa conciencia tienen el problema de dar demasiado peso a la noción de “conciencia individual” que es propia de la burguesía, de no prestar atención a que sus modos efectivos de comportarse están inducidos con frecuencia de manera inconsciente por su posición en el proceso de producción, y de no explicar cómo es que esas nociones de los explotadores se impone a los explotados. Benjamin insiste en que es preciso tener en cuenta que es la cosificación descripta por Marx la que “invisibiliza las relaciones entre las personas” y “envuelve en niebla a los verdaderos sujetos de las relaciones” [67-8]. Con esto Benjamin no exculpa a la burguesía de su calidad de explotadores, sino que apunta a resaltar que entre “los poderosos de la vida económica y los explotados se inserta un aparato de burocracias legales y administrativa cuyos miembros ya no funcionan como sujetos morales con plenas responsabilidades” [68]. La ideología dominante no es entonces el producto inmediato de sus intereses de clase, como conceptualizaba Fuchs [72]. Hay mediaciones, y el materialista dialéctico tiene que poder dar cuenta de ellas.
Pero Fuchs también sabe esbozar, con sus colecciones, trazos de una liberación de la historia del arte del “fetiche del maestro”, como cuando analiza detalladamente el completo anonimato de ciertas producciones artísticas, donde lo que estaba en juego no eran los resultados artísticos individuales “sino de la manera en que el mundo y las cosas eras vistas en aquella época por la colectividad” [79].
Estas observaciones volcadas “a los anónimos y a aquello que conserva la huella de sus manos”, a lo colectivo que viene de abajo, es algo que Benjamin, terminando su comentario a Fuchs, contrapone a lo que se intenta imponer “por arriba”, el “culto al führer” [81-2]. No está muy lejos aquí del final de “La obra de arte…” donde había opuesto la “politización del arte” –una práctica activa de las masas que abandonara la contemplación recogida frente a la obra de arte para resignificarla– a la estetización de la política que transforma la experiencia histórica de los sujetos en un espectáculo a contemplar, como hacía el fascismo.
Hilos a retomar
Agreguemos, para ir cerrando, algo referido a las lecturas hechas sobre la obra de Benjamin.
La reticencia de Benjamin a trazar una continuidad entre revoluciones burguesas y proletarias, o entre cultura burguesa y proletaria, tiene sus puntos fuertes como denuncia a la adaptación de la socialdemocracia, pero requiere no confundir esa perspectiva de clase en la que insiste con algún tipo de defensa de una “cultura proletaria” autónoma, independiente o autosuficiente [7]. Aunque algunas de las definiciones de “Eduard Fuchs” apelan al peso de las relaciones sociales de producción en la formación de ideologías, Benjamin no es un bogdanovista para el cual la mera condición de clase obrera asegure una ideología, una cultura o una ciencia independientes enfrentada a la ideología dominante. De hecho, como señalamos, Benjamin reconoce, tanto como sus interlocutores del Instituto, el avance de esta ideología dominante vía la industria cultural. Lo que difiere es en las posibilidades de enfrentarlo, y allí es donde entra la actividad de la clase, no su mera condición objetiva. Esta confianza en la fuerza que viene “de abajo” parece no haberse desvanecido ni aún en la encerrona histórica que lo ubicó entre el ascenso del fascismo y el asentamiento del stalinismo, y que atrapó en el escepticismo a algunos de quienes compartieron con él posiciones filosóficas o balances del materialismo histórico.
Pero más allá de esto, esta reticencia tiene límites políticos propios que aparecen, quizás más abiertamente, en las tesis. Eso es lo que plantea, por ejemplo, Sazbón: refractario a cualquier enlace orgánico entre revoluciones burguesas y las condiciones por ella creadas, y la revolución proletaria, no aparece en Benjamin “el viejo topo, en la misma medida en que también la idea de acumulación o de transición cualitativa encuentra mayor cabida en una reflexión voleada a la decisión redentora, a la cristalización monádica de la coyuntura cargada de tensiones, al ‘instante crítico’” [8]. Si bien Benjamin reconoce que “la burguesía no necesitaba tanto la conciencia para elevar esa moral de clase como la necesita el proletariado para hacerla caer” [66-7], es cierto que esa necesidad de la conciencia (y la organización previa) del proletariado queda en Benjamin librada, más bien, al espontaneísmo. Es quizás otra forma de Benjamin de, como decía Eagleton, “avanzar por la lado malo”: si el espontaneísmo es insuficiente desde el punto de vista de plantear una estrategia revolucionaria para el proletariado, tambien es cierto que en parte se basa en una confianza en la acción de la clase obrera, capaz de hacer saltar todo por los aires, que lo distingue del escepticismo de algunos de sus pares donde las masas solo parecen ser base de maniobra de las mistificaciones burguesas (es cierto también que debe tenerse en cuenta el contexto histórico: el ascenso del fascismo parecía “demostrar” este proceso así como un razonable escepticismo, pero Benjamin es parte del mismo contexto e incluso comparte su formación filosófica y cultural con los miembros del Instituto, sin por eso arribar a las mismas conclusiones).
Señalemos también que el recorrido trazado en “Eduard Fuchs” para pensar la reproductibilidad técnica deja un poco más en off side las acusaciones por “optimismo tecnológico” que varias lecturas, aun favorables a Benjamin, supieron hacer. Decíamos que no es que Benjamin no reconozca con el mismo ímpetu que sus editores del Instituto de Frankfurt los peligros del desarrollo técnico en una sociedad como la capitalista, sino que a la vez parece obstinarse en reconocer la capacidad activa de las masas para transformar esa situación. Si hay un optimismo es, parafraseando a Gramsci, el de la voluntad más que el del pensamiento.
Por otro lado, la referencia a las masas en “La obra de arte…”, y a los “oprimidos” en las tesis, parecen diluir la referencia más precisa a la clase obrera, que aparece más claramente en “Eduard Fuchs”. Si bien podrían tomarse en sus respectivos contextos como, en definitiva, un mismo objeto, hay que decir que Benjamin no piensa en la clase obrera como simple “masa” ni como otros tantos oprimidos. En una de las variantes del ensayo sobre la reproductibilidad técnica inserta una distinción entre “masas” y “clase”: la clase obrera como masa compacta solo existe como tal para sus opresores; en el momento en que pasa a la acción puede ganar a otros sectores de clase oprimidos. En realidad, es la pequeñoburguesía la que puede considerarse como mera “masa” que, si no ve una perspectiva por izquierda, puede volcarse a la derecha. Es por eso que una de las necesidades del fascismo, para asentarse, es “masificar” a la clase obrera en el sentido de disgregarla, aislarla en individuos sueltos impotentes que no puedan ejercer colectivamente la fuerza social que detentan.
Pero la apelación a las masas o a los oprimidos en vez de, directamente, a la clase obrera, permitió lecturas en que esa fuerza social parece diluirse. Es el caso de lecturas como la de Löwy, que preocupado por delimitarse de la “ortodoxia stalinista” toma en algunos casos ribetes “populistas” [9]. Ello tiene que ver, probablemente, con que la obra de Benjamin se leyó, también, desde una actualidad “post”: por clase obrera, post revolución, post marxista. La apelación a la clase se leía hasta no hace poco como profesión de ortodoxia o mera incomprensión de los cambios operados en el capitalismo. A su manera, esas lecturas reproducían algo que Benjamin ya había identificado en su generación y apuntado en una de las variantes de las tesis sobre la historia: “El proletariado como sucesor de los oprimidos; extinción de esta conciencia entre los marxistas”.
Si se trata de leer “actualizando”, es productivo retomar estas distinciones en momentos en que nuevos procesos de reorganización de la clase obrera se suman al crecimiento de distintos movimientos sociales y la lucha de clases parece haber vuelto al centro de la escena en su forma callejera, aunque aún bajo la forma de revueltas ciudadanas o populares donde la clase obrera participa pero sin utilizar hasta el final la fuerza social que detenta como clase para parar la maquinaria capitalista. En ese sentido, este texto de Benjamin aporta a repensar la actualidad contemporánea de esta advertencia de Benjamin frente a los desafíos de la lucha de clases actuales, y cómo esa fuerza puede ser un hilo a retomar aunque hace décadas parezca “extraviado”.
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