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Friedrich Nietzsche: desconfianza en la razón como filosofía de la acción

André Barbieri

Friedrich Nietzsche: desconfianza en la razón como filosofía de la acción

André Barbieri

Ideas de Izquierda

En el último artículo, sobre la separación entre lo individual y lo colectivo, intentamos trazar algunas de las coordenadas de la lucha de Friedrich Nietzsche contra la cooperación humana, la revolución y el socialismo, en nombre de la individuación extrema del sujeto burgués de la decadencia. En este artículo repasaremos algunos de los momentos centrales en los que la obra de Nietzsche pone en primer plano la ciencia y la razón.

Karl Jaspers, autor de uno de los libros más importantes sobre Nietzsche [1], afirma que uno no debe darse por satisfecho en el estudio de su obra hasta que no haya encontrado también contradicciones, incoherencias en Nietzsche sobre el mismo tema. De hecho, muchos de los conceptos del filósofo de Röcken cambian de rostro con el paso de los años, dada su permanente actualidad. Uno de sus principales biógrafos, Walter Kaufmann [2], revela que Nietzsche se considera “el último de los estoicos”; en Más allá del bien y del mal (1886), Nietzsche critica la ingenuidad de los estoicos (“¡Oh nobles estoicos, defraudadores de la palabra!”) y su máxima de que debemos vivir moral e ideológicamente como exige la Naturaleza [3]. Sin embargo, la animadversión hacia la razón, por muy diversa que sea, es un rasgo que gana fuerza con el tiempo.

Sin duda, Nietzsche tenía razón al señalar que la duda es esencial en el proceso del conocimiento. De hecho, las etapas iniciales del método científico se basan en la incertidumbre de la duda; irónicamente, la indagación socrática que tanto repugnaba a Nietzsche tiene principios similares. Sus indagaciones sobre el alcance de la conciencia y la razón revisten especial interés. En la medida en que la ciencia es una actividad impulsada por la pasión, también puede privarnos de ver ciertas dimensiones.

El problema surge cuando la duda se establece como fundamento de la imposibilidad de conocer, un camino que puede conducir a la relativización (o incluso a la identificación) entre sabiduría e ignorancia, motor de los impulsos más agresivos del individuo contra la comunidad.

Nada es más necesario que la verdad

Nietzsche desconfiaba profundamente de los efectos de la razón sobre la vitalidad de los impulsos humanos, impulsos que consideraba superiores a los cálculos del entendimiento. “El intelecto, a través de desmedidos vuelos del tiempo, no ha engendrado más que errores” (La Gaya Ciencia, Libro III, § 110). La voluntad de verdad, que Nietzsche asociaba al deseo de no dejarse engañar –la ciencia como una larga prudencia, una cautela–, ¿sería en realidad menos peligrosa, menos perniciosa, menos fatal? Le llamaba la atención el hecho de que la actividad de conocer había adquirido en el hombre moderno el mismo valor que la de vivir, y el combate intelectual se había convertido en “una ocupación, un estímulo, una vocación, un deber, una dignidad; –el conocer y el esfuerzo hacia lo verdadero han acabado entrando, como una necesidad, en el orden de las demás necesidades” (ibíd.). Sus dudas rondaban donde descansaba el poema de George Byron: “El dolor es conocimiento: los que mejor conocen deben llorar más profundamente por la fatal verdad/ El Árbol del Conocimiento no es el Árbol de la Vida”.

En sus primeros estudios, que le llevaron a interpretar el drama griego y las categorías de lo apolíneo y lo dionisíaco (las fuerzas de agregación y desintegración de la persona, respectivamente), construyó una vehemente oposición entre razón y arte, entendimiento e instinto. Finalmente, en un esfuerzo por comprender por qué el entendimiento llegó a ocupar tanto espacio en la actividad cotidiana, trató de integrar el conocimiento como una proporción de esos impulsos instintivos. Por último, intentó eliminar el sello de jerarquía entre lo verdadero y lo falso y construyó una interpretación radical de la validez vital de lo incorrecto y lo erróneo, vinculado a lo mítico y lo fantasioso como necesidades de la existencia superiores a la verdad.

La cuestión de si la verdad es necesaria no sólo debe responderse afirmativamente de antemano, sino que debe afirmarse hasta tal punto que se exprese en esta proposición: “Nada es más necesario que la verdad, y en proporción a ella todo lo demás sólo tiene un valor de segundo orden» ¿Qué sabes de antemano sobre el carácter de la existencia para poder decidir si la mayor ventaja reside en el desconfiado incondicional o en el fidedigno incondicional? [...] Es todavía sobre una creencia metafísica que descansa nuestra creencia en la ciencia –que también nosotros, los conocedores de hoy, nosotros, los ateos y los anti-metafísicos, también nuestro fuego, lo tomamos del fuego que encendió una creencia milenaria, esa creencia cristiana, que también era la creencia de Platón, de que Dios es verdad, y la verdad es divina. Pero, ¿y si esto mismo se desacredita cada vez más, si se demuestra que nada es divino salvo el error, la ceguera, la mentira? (La Gaya Ciencia, Libro V, § 344)

György Lukács abordó la cuestión desde la perspectiva del irracionalismo. En su impactante estudio La destrucción de la razón (1952), Lukács sitúa el pensamiento de Nietzsche como precursor del irracionalismo burgués en la era decadente del imperialismo. El filósofo alemán no vivió esta nueva era, pero anticipó algunos de sus rasgos ideológicos vitales, observando la unificación nacional bismarckiana, la Comuna de París de 1871, la aparición de partidos obreros de masas como el Partido Socialdemócrata Alemán (SPD), la ilegalidad de los socialistas y la exacerbación de las conquistas coloniales europeas. Nietzsche también fue contemporáneo del desarrollo de corrientes burguesas como el positivismo y el evolucionismo, que dejaron huella en su pensamiento, pero con las que Nietzsche tenía profundos desacuerdos, más de los señalados por Lukács, especialmente en la insensata creencia en el progreso infalible de la humanidad. Según el filósofo húngaro, Nietzsche

tenía un sexto sentido especial, una sensibilidad anticipatoria de lo que la intelligentsia parasitaria necesitaría en la era imperialista [...] Así, fue capaz de abarcar áreas muy amplias de la cultura, iluminar cuestiones urgentes con aforismos ingeniosos y satisfacer los instintos frustrados y, de hecho, a veces rebeldes de esta clase parasitaria de intelectuales con gestos que parecían fascinantes e hiperrevolucionarios (La destrucción de la razón).

El irracionalismo nietzscheano se oponía a la dialéctica y al materialismo histórico, al tiempo que ofrecía una aparente vía de rebelión frente a la decadencia del capitalismo.

A la luz de sus maestros, como Arthur Schopenhauer, que le influyeron incluso después de su ruptura antirromántica a finales de la década de 1870, Nietzsche cumplió una nueva función intelectual.

La lucha de Schopenhauer contra el pensamiento progresista de su época podría resumirse en la condena de toda acción como intelectual y moralmente inferior. Nietzsche, por el contrario, exigió la participación activa en nombre de la reacción, del imperialismo [...] La pretensión de estar en sintonía con las necesidades de la época, junto con una mitificación de la historia, la naturaleza y la sociedad, que condujo no sólo a la aparición de otros contenidos y objetivos evolutivos reaccionarios, sino también a la anulación de la evolución en una presentación mítica, fue el logro intelectual más fundamental del irracionalista Nietzsche.

Las tareas de la época eran otras, y los filósofos del orden, incluso los más rebeldes y talentosos, tuvieron que trabajar contra el socialismo y sus ramificaciones científicas, en primer lugar contra Marx y Engels [4]. Hay que decir, sin embargo, que Lukács comete ciertas distorsiones históricas, sobre todo en la inapropiada aproximación de Nietzsche a lo que serían las variantes del fascismo en Europa. Esta incongruente apreciación es desmontada por filósofos y estudiosos como Walter Kaufmann (en Nietzsche: filósofo, psicólogo, anticristo) y Henri Lefebvre (en Hegel, Marx, Nietzsche).

Un matiz adicional alrededor de Lukács: quizá más que por un irracionalismo desenfrenado –que sin duda aparece explícitamente en innumerables pasajes de su obra–, Nietzsche se distingue por el uso consciente (racional) de la irracionalidad como instrumento de conservación social. Ya no estamos ante un irracionalismo ingenuo y meramente consecuente, como en algunos pensadores del idealismo metafísico. En Nietzsche, los designios de la irracionalidad prefiguran la advertencia de una sociedad que, olfateando los signos del fin de la era de crecimiento de las fuerzas productivas en el capital, necesita invariablemente un modo de pensar que, como dice Trotsky, permita a la burguesía ser audaz en su choque frontal contra las vibraciones transformadoras de la era de la política de masas.

Para profundizar en el tema, es necesario comprender los orígenes y fundamentos del acoso de Nietzsche a la razón, sus objetivos específicos y el interesante resultado de atribuir la ciencia y la razón a los partidarios de la revolución.

Kant y Sxchopenhauer como “educadores”

Nietzsche es un reconocido opositor de la escuela metafísica. Quizá sea este uno de los primeros rasgos distintivos con los que se entra en contacto en su filosofía. Desarrolló una filosofía reacia al idealismo metafísico y al platonismo –su aversión por Platón se vio alimentada por su heroización del método dialéctico de Sócrates–. Identificó la metafísica con aquello con lo que no estaba de acuerdo (como la “creencia en la ciencia”, en una ocasión). Esto le llevó a chocar duramente con filósofos a los que tenía en gran estima, artistas de la metafísica como Immanuel Kant y el “gran Arthur Schopenhauer”, según Nietzsche su “primer y único educador” (Humano, demasiado humano, II, prefacio de 1886). Sin embargo, hay una ambigüedad omnipresente en su obra respecto a estas importantes figuras del idealismo clásico alemán, que destacaron por la separación metafísica entre el mundo real y el mundo ideal. Esta característica secesionista de la metafísica aparece de forma ambigua en la obra de Nietzsche, de modo que en ocasiones podemos identificar su uso como arma argumentativa. En particular, en la guerra librada contra la razón y las posibilidades de la ciencia, en el escepticismo ante el poder racional del ser humano. En este sentido, Nietzsche mantuvo una íntima confluencia con muchos de los que fueron simultáneamente el blanco de sus críticas.

De hecho, Kant y Schopenhauer, baluartes de la metafísica europea criticada por Nietzsche, generan sin embargo una gran admiración en su pensamiento: la de ser modelos del hombre antiteórico. En otras palabras, ambos se oponen a esa veneración de las capacidades ilimitadas de la razón, típica de la lógica socrática, que entroniza el entendimiento y la búsqueda de la verdad como camino hacia la virtud. Por el contrario, son pensadores que dotan de escepticismo nuestro contacto con la realidad, teorizando la imposibilidad del conocimiento verdadero del mundo. Podemos decir que en Nietzsche existe una tensión permanente entre la crítica de la dualidad de los mundos y la restauración de esta dualidad, cuando se trata de la oposición entre el mundo aparente y el “mundo de la verdad científica”.

La filosofía de Kant, que marcó un hito en la historia del pensamiento occidental, tenía como núcleo la separación entre la dimensión fenoménica y la dimensión esencial, la distinción entre el fenómeno y la “cosa-en-sí”. Su base era la demostración de que, entre el mundo de los objetos y nosotros, sigue existiendo el intelecto, que tiene una función dualista trágica. Las formas intuitivas de la razón son la condición de toda experiencia (el fundamento del objeto está en el sujeto que aprehende y representa las cosas), pero es esta mediación del intelecto la que impide que las cosas sean conocidas como realmente son. Surge una separación entre el mundo de la apariencia de los fenómenos y el mundo de la cosa-en-sí, de los objetos no distorsionados por los mecanismos de la sensibilidad. Esta visión idealista, en la que sólo percibimos las sombras de un mundo real inaccesible a nuestro conocimiento, fue considerada por Schopenhauer como el mayor mérito de Kant, ya que habría demostrado la total diversidad entre lo ideal y lo real, y la “fantasmagoría del mundo objetivo”. Se trata de una sofisticada reinterpretación de la defensa que hace Platón en La República, con la alegoría de la caverna: firmemente encadenados en una cueva oscura, los seres humanos no ven ni la verdadera luz original ni las cosas reales: sólo verían la precaria luz del fuego de la caverna y las sombras de las cosas reales.

En Crítica de la filosofía kantiana, un apéndice de El mundo como voluntad y representación, Schopenhauer afirma que:

Todos los filósofos occidentales anteriores tenían la ilusión de que aquellas leyes, según las cuales los fenómenos se ligan entre sí, el tiempo y el espacio, así como la causalidad y la inferencia lógica, bajo la expresión de principios de la razón, eran leyes absolutas y no condicionadas por nada en absoluto [...] Las hipótesis hechas con este propósito, que Kant critica bajo el nombre de ideas de la razón, realmente sólo sirvieron para elevar al estatus de única realidad suprema meros fenómenos, la obra de la razón. [...] Las hipótesis hechas con este fin, que Kant critica bajo el nombre de ideas de la razón, en realidad sólo sirvieron para elevar meros fenómenos, la obra de Maya[Se refiere al concepto de “maya” de la filosofía hindú que hace referencia a la ilusión o imagen ilusoria, también usa en otras oportunidades la expresión “velo de Maya” N.d.T.], el mundo de sombras de Platón, al rango de única y suprema realidad, y ponerlos en el lugar de la esencia más íntima y verdadera de las cosas, haciendo así imposible su conocimiento (Crítica de la filosofía kantiana).

Sólo podemos percibir las leyes de la naturaleza a través del modo en que afectan a los objetos de nuestra percepción, por lo que para la metafísica idealista el mundo nunca puede ser estudiado definitivamente por métodos científicos: todo es la representación de fenómenos inesenciales. Si el mundo objetivo que pretendemos conocer e investigar científicamente es un mero fenómeno, y esta apariencia fenoménica está condicionada por el modo de conocer del sujeto, que no puede alcanzar la cosa-en-sí, toda ciencia se convierte en una ilusión. El conocimiento de las cosas se convierte en un derivado imposible de las propias formas de conocimiento, ya que todo lo que investigamos está mediado por el intelecto, que percibe y distorsiona el objeto. Como concluye el jubiloso Schopenhauer, “el fin y el principio del mundo no hay que buscarlos fuera, sino dentro de nosotros”. La Voluntad era la cosa-en-sí de Schopenhauer, tratada por Paul Deussen, amigo de Nietzsche, como la síntesis última entre Oriente y Occidente (debido a su inspiración en la doctrina india Vedanta).

De este modo, al tiempo que critica las carencias y errores de Kant, Schopenhauer actúa como continuador de su idealismo trascendental. El mundo en que vivimos es de representación y no estamos en contacto directo con la realidad objetiva –aunque tampoco es una mera creación subjetiva (Schopenhauer considera que “el mundo fenoménico está tan condicionado por el sujeto como por el objeto y, aislando las formas más generales de su fenómeno, es decir, de la representación, sus formas pueden ser conocidas no sólo a partir del objeto, sino también a partir del sujeto”, El mundo como voluntad y representación). Schopenhauer, al igual que Kant, subordina la realidad del objeto a la percepción del sujeto, lo que conduce a ambos por el camino platónico de la división entre lo aparente y lo real.

Nietzsche se ve profundamente afectado por estas ideas. Tanto en sus coincidencias como en sus divergencias, que son relevantes. Lo que debe destacarse a nuestros efectos es que Nietzsche absorbe esta doble influencia para establecer una relación más clara entre el cuestionamiento del impulso de conocer y la metafísica. Los autores de la Crítica de la razón pura y de El mundo como voluntad y representación no desestimaron la importancia de la razón y sus prerrogativas para la percepción y el entendimiento –hay una enorme reflexión crítica sobre el tema-; pero ambos se destacaron más por subrayar lo que la razón no puede hacer. Esto llamó la atención de Nietzsche. De hecho, en El nacimiento de la tragedia (1872) se refiere a ambos filósofos como ídolos o naturalezas superiores que simbolizaban los límites del placer socrático de conocer.

Todo nuestro mundo moderno está atrapado en las redes de la civilización alejandrina y conoce como ideal al hombre teórico, dotado de las más altas facultades del saber, que trabaja al servicio de la ciencia, cuyo prototipo ancestral es Sócrates [...] Mientras la fatalidad que acecha en el seno de la cultura teórica comienza poco a poco a asustar al hombre moderno, y éste, inquieto, busca en el tesoro de sus experiencias la manera de conjurar el peligro; mientras comienza a darse cuenta de sus propias consecuencias, naturalezas superiores, dotadas para lo universal, han sido capaces, con increíble lucidez, de utilizar el arsenal de la propia ciencia para demostrar los límites y la condicionalidad del conocimiento en general y, con ello, negar decisivamente la pretensión de validez universal de la ciencia y la pretensión de poder sondear la esencia más íntima de las cosas. La audacia y la sabiduría de Kant y Schopenhauer obtuvieron la más difícil de las victorias, la victoria sobre el optimismo que se oculta en la esencia de la lógica (El nacimiento de la tragedia, § 18).

Nietzsche se une al esfuerzo por disipar la ilusión sobre el poder de la razón. Concretamente, cuando se ocupa de la imposibilidad de conocer la “esencia más íntima de las cosas”, hay una cierta tolerancia (o incluso simpatía) por el concepto kantiano de la cosa-en-sí, figura explícita de la separación entre el mundo cognoscible y el incognoscible. Esto es así, aunque Nietzsche es explícito en su rechazo de la categoría de la cosa-en-sí en numerosos temas, centralmente en el debate sobre los juicios morales. Nietzsche también recupera la argumentación de Schopenhauer sobre Kant en el apéndice de su obra principal, y afirma que Kant reveló que las leyes del tiempo, el espacio y la causalidad, consideradas incondicionadas, sólo servían para erigir el mero fenómeno en única y suprema realidad, colocándolo en el lugar de la esencia íntima y verdadera de las cosas, cuya posibilidad de conocimiento queda fuera de la órbita racional. Estamos en la esfera de la aproximación.

Esta postura se relativiza y matiza en ocasiones. En el ensayo La filosofía en la época trágica de los griegos (1874), primer escrito definitivamente filosófico del autor, Nietzsche toma el camino opuesto y, sin mencionar a los idealistas alemanes, pasa revista a los filósofos griegos de la época presocrática, muchos de los cuales buscaban la unidad del todo mediante la observación cosmológica. Aquí, Nietzsche muestra su admiración por Heráclito de Éfeso, que se oponía a la noción de separación entre mundos distintos. Su pensamiento no buscaba una razón extraterrenal o incluso moral para explicar el continuo fluir del devenir, del devenir, que él veía como la lógica misma del universo que solapa todo lo que existe. “En primer lugar, [Heráclito] negó la dualidad de mundos completamente distintos, que Anaximandro se había visto obligado a admitir: ya no separaba un mundo físico de un mundo metafísico, un reino de cualidades determinadas de un reino de indeterminación indefinible” (La filosofía en la época trágica de los griegos, § 5). El conjunto conflictivo del mundo unitario converge hacia la armonía, según Heráclito, y Nietzsche se sirve de la mitología griega para argumentar que la guerra constante entre los opuestos del ser y el devenir no tiene leyes extraídas de una dimensión metafísica, ni leyes en general: es el puro juego de Eón [en referencia al Dios griego del tiempo eterno y la prosperidad, N.d.T.], que “transformándose en agua y tierra, hace, como un niño, montones de arena al borde del mar, hace y deshace; de vez en cuando, el juego vuelve a empezar. Un instante de saciedad: luego la necesidad lo asalta de nuevo, como la necesidad obliga al artista a crear” (La filosofía en la época trágica de los griegos, §7).

En Aurora (1881), ya en la época de la crítica de Nietzsche a sus primeros “educadores”, se retoma la cosa-en-sí kantiana en su aspecto pernicioso y peyorativo, como núcleo de imperativos morales universales que actúan como obstáculos a la primacía del individuo sobre sus actos. En este caso, Nietzsche encuentra lo negativo metafísico en el campo de los juicios morales después de haber subrayado su aspecto positivo en el campo del cuestionamiento de la razón, lo que le hace pensar en “el viejo Kant, que como castigo por haberse apoderado subrepticiamente de la cosa-en-sí –¡cosa también muy ridícula!– fue atrapado subrepticiamente por el imperativo categórico y con él en el corazón se extravió y volvió de nuevo a ’Dios’, ’alma’, ’libertad’ e ’inmortalidad’, como un zorro que se extravía y vuelve a su jaula: –¡y fueron su fuerza y su astucia las que habían irrumpido en la jaula!” (Aurora, Libro IV, § 335). Es imposible atribuir el poder de una ley universal (imperativo categórico) al juicio personal, del mismo modo que es inadmisible diluir lo que somos como individuos en lo universal –así es como Nietzsche ataca a Kant–.

A pesar de sus objeciones al idealismo, como hemos visto, es en su negación de la posibilidad de la ciencia y la razón donde Nietzsche se acerca más a la metafísica. En su proyecto de revisar críticamente la moral, Nietzsche vuelve al tema de la ciencia y la razón con más tenacidad si cabe, y en La Gaya Ciencia (1883) dedica largos párrafos al problema que le ocuparía hasta el final de su vida: ¿es el afán de verdad necesariamente bueno y positivo? En la forma que elige para plantear el problema, en consonancia con su proyecto socialmente reaccionario, Nietzsche elabora el perspectivismo contra la opinión de que lo no verdadero es inferior a lo verdadero, de que la ciencia es superior a su ausencia. “Durante mucho tiempo se consideró que el pensamiento consciente era el pensamiento en general: sólo ahora está empezando a vislumbrarse la verdad de que la mayor parte de nuestra actividad espiritual tiene lugar inconscientemente, sin ser sentida [...] El pensamiento consciente, y especialmente el del filósofo, es el menos fuerte” (La Gaya Ciencia, Libro IV, § 333). La ciencia se convierte para Nietzsche en un vicio moral, ya que se opone al arte y niega la importancia que el mito, lo falso, lo erróneo, la ilusión, tienen para la vida humana - y se derrumba en la búsqueda de la verdad como camino hacia la asociación socrática: Razón-Virtud-Felicidad. Para Nietzsche, la lucha de la humanidad por comprender la materia y utilizarla en armonía con la naturaleza para satisfacer las necesidades sociales es un esfuerzo por volver a una división metafísica entre el mundo real incognoscible y el mundo científico imaginario.

Entonces, ¿de dónde podría sacar la ciencia su creencia incondicionada, y su convicción, que descansa en ella, de que la verdad es más importante que cualquier otra cosa, que cualquier otra convicción? [...] ’Voluntad de verdad’ no significa ’no quiero que me engañen’, sino –no hay más remedio– ’no quiero engañarme ni a mí mismo’: – y con eso estamos en terreno moral [...] De este modo, la pregunta: ¿por qué la ciencia? nos remite al problema moral: ¿por qué la moral en general, si la vida, la naturaleza, la historia, son inmorales? Sin duda, lo verdadero, en ese sentido temerario y último que presupone la creencia en la ciencia, afirma otro mundo que el de la vida, la naturaleza y la historia; y en la medida en que afirma este “otro mundo”, ¿cómo? ¿No tiene que negar su reverso, este mundo, nuestro mundo? Sin embargo, habrás comprendido a dónde quiero llegar, y es que es siempre sobre una creencia metafísica sobre la que descansa nuestra creencia en la ciencia (La Gaya Ciencia, Libro V, § 344).

Como hemos dicho, Nietzsche formuló múltiples críticas a sus inspiradores de la filosofía idealista alemana. Al final de su vida, es categórico al afirmar que “dividir el mundo en un ’verdadero’ y un ’aparente’, ya sea a la manera del cristianismo o de Kant, es sólo una sugerencia de decadencia” (El crepúsculo de los ídolos, “La razón” en la filosofía, § 6). Además, Kant es fustigado por desarrollar una teoría de los juicios morales que pretende diluir al individuo en una fórmula universal abstracta (“majestuosas construcciones éticas”), sin reconocer lo que él llamaba la inmoralidad de la naturaleza y de la historia. Schopenhauer, por su parte, se ve acosado por el resultado idealista de una filosofía que niega la Voluntad de Vida, que busca una renuncia intelectual al deseo como forma de escapar al dolor, proyecto que se opone a la Voluntad de Poder de Nietzsche. Sin embargo, Nietzsche sigue fuertemente influido por el escepticismo metafísico sobre la capacidad de conocimiento del mundo, y actualiza este escepticismo trazando un cuadro de terror y destrucción como resultado de la visión de un mundo sin velos. Una y otra vez, Nietzsche vuelve al argumento de los órganos sensoriales como una barrera a través de la cual no sólo recibimos sensaciones y formamos nuestras representaciones, sino como un obstáculo para conocer el mundo tal como es. Incluso cuando Nietzsche rechaza la división metafísica kantiana, sienta las bases -o las consolida- de su desconfianza hacia el conocer: “Tampoco se trata realmente de la oposición entre “cosa-en-sí” y fenómeno: pues estamos lejos de conocer lo suficiente como para poder siquiera separarlos así. No tenemos precisamente ningún órgano para conocer, para la verdad” (La Gaya Ciencia, Libro V, § 354).

Esta tensión permanente lo sitúa en posiciones contradictorias, en lo que podemos encontrar como una posición intermedia, indecisa, de dos negaciones: ni la apariencia es algo objetivamente real sin la ayuda de nuestros sentidos, ni la realidad es algo absolutamente distinto de la apariencia. La erosión metafísica de la irracionalidad reside precisamente en esta tensión. En el pensamiento metafísico kantiano-schopenhaueriano, la ciencia era imposible porque no se enfrenta a objetos reales, sino a imágenes representadas por el intelecto que percibe. En Nietzsche, la ciencia es el vicio metafísico mismo de crear un mundo distinto del nuestro. ¿Para qué la ciencia, si la vida, la naturaleza y la historia son anticientíficas? Por distintos medios, llegamos a un resultado común del propio pensamiento idealista.

El trágico fundamento del asalto a la razón

La antipatía de Nietzsche hacia la razón y la ciencia es producto de su desconfianza hacia sus efectos en el desarrollo de la historia y sus revoluciones. Este es quizá uno de los puntos más fuertes de la trayectoria filosófica de Nietzsche, incluso teniendo en cuenta los numerosos cambios de tendencia concreta que su pensamiento tomó según las vicisitudes de su vida. Por ejemplo, a finales de la década de 1870 y principios de la de 1880, Nietzsche rompió marcadamente con el romanticismo de Richard Wagner y Arthur Schopenhauer en favor de la Ilustración francesa (Voltaire). Sin embargo, la lucha contra el “hombre teórico moderno”, cuyo precursor sería Sócrates, sobrevive a estas vicisitudes, y recorre su obra desde El nacimiento de la tragedia (1872) hasta El crepúsculo de los ídolos (1887) y Ecce Homo (1888), de distintas maneras, a veces más matizadas, otras más abiertas.

En su interpretación de la trilogía dramática de Sófocles sobre el mito de Edipo, Nietzsche afirma en El nacimiento de la tragedia que “la sabiduría es una abominación contra la naturaleza”. Es interesante observar el impacto de esta interpretación en la futura filosofía de Nietzsche. Consideraba a Sófocles el más hábil de los dramaturgos griegos a la hora de subrayar las fuerzas trágicas del instinto y del destino frente a cualquier solución procedente de la razón (a diferencia de Eurípides, expresión en el teatro de la degeneración socrática, con personajes atrapados en un estrecho círculo de problemas solubles mediante la argumentación lógica).

La tragedia del personaje de Edipo se basa en el deseo desmedido de conocer la verdad, la búsqueda desmedida de la sabiduría. El núcleo de la obra gira en torno a la necesaria resolución del misterio que rodea el asesinato del rey de Tebas, Layo; la incapacidad para resolver el problema fue la causa de innumerables males en la polis griega, entonces rival de Atenas. Edipo asume esta tarea, sin saber que él mismo es el asesino. El destino trágico e inmutable de esta figura dramática estaba definido por el destino desde su nacimiento: sin saberlo, Edipo sería el asesino de su padre, Layo, y el marido de su propia madre, Yocasta. Edipo desencadena el proceso de su destrucción precisamente cuando supera en sabiduría a la Esfinge al resolver el enigma que plantea. Esta es una señal del gran peligro que representan la sabiduría y la razón, que a Nietzsche no se le escapará. Este desenlace, a su vez, es inevitable porque había sido predispuesto por los dioses, y todo intento de desviar a Edipo de la terrible conclusión de sus actos no hace sino acelerar su llegada.

En la obra de Sófocles, Edipo Rey, hay un monstruo mucho peor que la Esfinge que Edipo no puede dejar de buscar: y ese monstruo es la verdad. Nietzsche interpreta la obra como si Edipo fuera tragado por un vórtice ineludible que le obliga a descubrir la verdad del crimen que ha cometido. Todos los griegos presentes en la representación de la obra ya conocían el desenlace final –el mito de Edipo formaba parte del arsenal mitológico-cultural de la sociedad antigua–, por lo que los espectadores ya sabemos antes de que se desarrolle el drama que la verdad es terrible y que Edipo debe huir de ella. Por el contrario, busca activamente conocerla y, en un brillante gesto de maestría teatral, Sófocles hace que los espectadores se sientan cada vez más angustiados cuanto más se acercan a la resolución del misterio. La búsqueda del conocimiento lleva a Edipo a quedarse ciego: cuando descubre que ha matado a su padre y se ha casado con su madre, se apodera de él un frenesí que le lleva a arrancarse los ojos con los broches de la túnica de Yocasta, que acababa de suicidarse. La idea central de Edipo Rey, en una de sus posibles interpretaciones, es que el paso de la ignorancia a la sabiduría conduce a la ruina. Todo paso de la ignorancia al conocimiento produce un resultado negativo, lo contrario de lo esperado: cuanto más conoces la verdad, más te destruyes a ti mismo. Como dice el vidente Tiresias en la obra: “Cuánta angustia hay en la sabiduría, cuando no reporta ningún beneficio a quien la posee”. Nietzsche parte de estos supuestos para oponerse al deseo de saberlo todo, al exceso de sabiduría, y concluye que “El filo del conocimiento se vuelve contra el sabio: la razón es una ofensa contra la naturaleza” (El nacimiento de la tragedia, §9).

En consonancia con esto, en el pensamiento maduro de Nietzsche nos acercamos cada vez más a una concepción en la que lo cierto no tiene más valor que lo incierto, la ilusión no es menos importante que la verdad. En Más allá del bien y del mal, al final de su vida consciente, Nietzsche retoma esta reflexión sobre Edipo para condenar la voluntad de verdad, lo que considera un prejuicio de los filósofos, que aprecian incorrectamente el valor de la falsedad y la mentira, como Edipo en la obra de Sófocles. Desde el principio se pregunta: “¿Por qué no buscamos la falsedad en lugar de la verdad? ¿La incertidumbre, incluso la ignorancia? El problema del valor de la verdad está ante nosotros, ¿o hemos estado nosotros ante el problema? ¿Quién de nosotros es Edipo y quién la Esfinge?” (Más allá del bien y del mal, capítulo I, § 1). En este tardío retorno al problema gnoseológico en Edipo Rey, dice: “Una cosa puede ser verdadera aunque al mismo tiempo sea altamente nociva y peligrosa; así, la constitución fundamental de la existencia puede ser tal que su conocimiento completo haga sucumbir al ser humano –de modo que la fortaleza de espíritu puede medirse según la cantidad de verdad que podemos tolerar– o, para decirlo más claramente, en la medida en que exige que la verdad sea atenuada, velada, suavizada y falsificada” (Más allá del bien y del mal, cap. 2, § 39). Así fue para Edipo: en otras palabras, debemos corregir la insolencia desenfrenada (hýbris), el error fatal del héroe tebano, y apartarnos del deseo de conocimiento que conduce a la ruina.

Merece la pena explorar la serie de reflexiones del autor sobre este problema, que explican el peligro que encontraba en la investigación racional de las cosas. “Me digo a mí mismo que la mayor parte del pensamiento consciente debe incluirse entre las funciones instintivas, y esto es cierto incluso del pensamiento filosófico [...] Por ejemplo, que lo cierto es más valioso que lo incierto, que la ilusión es menos importante que la verdad: tales juicios, a pesar de su importancia normativa para nosotros, pueden ser, sin embargo, sólo estimaciones superficiales...” (Más allá del bien y del mal, capítulo I, § 3). En otro momento, afirma que: “No es más que un prejuicio moral decir que la verdad vale más que la apariencia; es, de hecho, la peor suposición del mundo. [...] De hecho, ¿qué nos obliga en general a suponer la existencia de una oposición esencial entre lo ’verdadero’ y lo ’falso’?” (Más allá del bien y del mal, capítulo 2, § 34). En resumen:

La falsedad de una opinión no es para nosotros ninguna objeción contra ella [...] la cuestión es hasta qué punto una opinión hace avanzar la vida, preserva la vida, preserva la especie; y nos inclinamos fundamentalmente a creer que las opiniones más falsas (a las que pertenecen los juicios sintéticos a priori [de Kant]) son las más indispensables para nosotros [...] La renuncia a las opiniones falsas sería una renuncia a la vida, una negación de la vida. Reconocer la falsedad como condición de la vida: esto es ciertamente impugnar las ideas tradicionales de valor de una manera peligrosa, y el filósofo que se aventura a hacerlo se ha colocado él solo más allá del bien y del mal (Más allá del bien y del mal, capítulo I, § 4).

De hecho, Nietzsche consideraba que el instinto merecía más autoridad que la razón dentro del pensamiento filosófico. Para él, el instinto es el creador, no la razón. De ahí la agónica batalla de Nietzsche contra la figura de Sócrates, la representación del entendimiento contra la primacía del mito, la Voluntad de Verdad que cuestiona las razones de todas las cosas y exige que las acciones se justifiquen racionalmente. Esta rueda motriz del socratismo lógico era, para Nietzsche, un agente de disolución del mito, de la incertidumbre y del instinto irracional. “El viejo problema teológico de la Fe y la Sabiduría, o más sencillamente, del instinto y la razón -la cuestión de si, al valorar las cosas, el instinto merece más autoridad que la racionalidad, que quiere apreciar y actuar según razones, según un porqué, conforme a un fin y una utilidad- fue siempre el viejo problema que surgió por primera vez en la figura de Sócrates, y dividió las mentes humanas mucho antes del cristianismo” (Más allá del bien y del mal, capítulo 5, § 191). Sócrates se puso del lado de la razón contra el instinto, y en su “talento de un dialéctico superior”, siempre se reía de la incapacidad de la nobleza ateniense para explicar por qué actuaban. El demonio libertino de la razón reconocía en toda Atenas que sus principales celebridades ni siquiera tenían una comprensión correcta y segura de su profesión, y la ejercían sólo por instinto. “Sólo por instinto: con esta expresión tocamos el corazón y el centro de la tendencia socrática. Con ella, el socratismo condena tanto el arte como la ética imperantes: allí donde dirige su mirada inquisitiva, allí ve la falta de comprensión y el poder de la ilusión, y concluye a partir de esta falta que lo que existe es intrínsecamente pervertido y repudiable. Desde este único punto, Sócrates creía tener que corregir la existencia” (El nacimiento de la tragedia, § 13). A Nietzsche le pareció que Sócrates había actuado como un médico, un salvador en Atenas, pero con métodos que condujeron a la disolución griega: “¿Sigue siendo necesario señalar el error de su creencia en la ’racionalidad a toda costa’?” (El crepúsculo de los ídolos, El problema de Sócrates, § 11).

Esta interpretación, que opone la ciencia al arte y a los impulsos creativos, es una idiosincrasia de Nietzsche: no hay nada que sugiera que las cosas deban avanzar exclusivamente en esta dirección simplemente porque Platón decidió excluir a poetas y dramaturgos de su república de los sueños. El modo de producción capitalista utiliza todos los artificios del desarrollo científico para obtener beneficios y expoliar la vida de millones de personas, privadas del arte, la cultura y la ciencia que podrían elevar la existencia humana. La elevación y generalización de la ciencia y el arte son características del proyecto socialista. Para Nietzsche, sin embargo, hay un propósito. Elabora una filosofía que se distancia radicalmente de la ciencia y la razón como poderes que pueden alterar el curso de la vida humana. La lectura trágica del mundo que vemos en Edipo Rey, con la impasibilidad de las fuerzas del destino sobre la volición humana, es llevada por Nietzsche a los dilemas de la moderna sociedad industrial capitalista. El mensaje intencional es que no podemos conocer las cosas como son, y no hay forma de que el colectivo humano interfiera decisivamente en el gran curso de los acontecimientos, sencillamente porque la acción colectiva no existe de acuerdo con Nietzsche. Según el proyecto socialista, el sujeto humano tiene una importancia fundamental en la alteración del destino, y su intervención histórica en los grandes acontecimientos -en los que el individuo actúa en el marco de las grandes clases en disputa- requiere ciencia y razón para actuar. La falsedad y el engaño se convierten en mecanismos de supervivencia que deben ayudar al hombre a evolucionar dentro de este mismo mundo de jerarquías, para cuya preservación es necesario justificar la inalterabilidad de la vida y los violentos escombros del pasado.

Un pasado de esclavitud, un presente de opresión

La lucha contra la razón es un testimonio del interés por preservar el statu quo social, que es explícito en Nietzsche. La concepción nietzscheana del mundo alberga el caos eterno, no sólo en el sentido heracliteano de la lucha constante entre el ser y el devenir, sino en el sentido de la violencia de cada ser contra los demás, el desorden entre entidades individuales que niegan al otro. El desorden caótico del mundo desde tiempos inmemoriales ha dejado su huella en la humanidad, y es la fuerza constructora de poderes ancestrales la que explica dónde nos encontramos hoy. Nietzsche exige que abandonemos toda intención de imputar falta de compasión y sinrazón a un universo que “no es perfecto, ni bello, ni noble, y no quiere llegar a ser ninguna de estas cosas”, donde sólo hay necesidades en conflicto, donde “no hay nadie que mande, nadie que obedezca, nadie que transgreda” (La Gaya Ciencia, Libro III, § 109). Esta lucha contra la idealización de los juicios morales, opuesta a un resultado liberador, pretende atar a los humanos a los restos de su pasado remoto, a la oscura violencia y opresión que se han acumulado como sedimentos a lo largo de milenios. Consideradas características de la génesis social humana, deben permanecer intactas y a salvo de brotes revolucionarios.

Cuando los socialistas argumentan que la división de la propiedad actual ha sido consecuencia y fruto de innumerables actos de injusticia y violencia, y en definitiva repudian la obediencia a un orden fundado sobre tan nefasta base, sólo perciben algo aislado. Todo el pasado de las civilizaciones antiguas está construido sobre la violencia, la esclavitud, el engaño y el error; nosotros, sin embargo, no podemos anularnos a nosotros mismos, herederos de todas estas condiciones, y lo que es más, nosotros que somos el acuerdo y la concretización de todo este pasado, no tenemos derecho a exigir la eliminación de un solo fragmento de él en el presente. [...] No son nuevas redistribuciones forzadas, sino la transformación gradual de nuestra opinión lo que es necesario. La justicia en todos los asuntos debe hacerse más fuerte, y el instinto de violencia más débil.

Estas líneas, escritas más de una década después de la publicación del primer volumen de El Capital, dan la impresión de una especie de respuesta al capítulo sobre “La llamada acumulación primitiva”, en el que Marx aborda precisamente los actos de violencia e injusticia de los cercamientos en Inglaterra y la actividad colonial de las potencias europeas que dieron origen, mediante el robo y el asesinato, a la propiedad capitalista. Si somos “hijos de la esclavitud, la injusticia y el engaño”, características que estarían impregnadas en nuestra herencia moral, sería inadmisible abolir las innobles huellas del pasado –dejar atrás la prehistoria, en el sentido socialmente fuerte del término–, como inadmisible sería el programa de los socialistas que pretende abolir la propiedad capitalista que elimina el derecho a la propiedad para nueve décimas partes de la sociedad, como dicen Marx y Engels en el Manifiesto Comunista.

Si hubo esclavitud en el pasado, hay que admitir que la forma moderna de esclavitud, el trabajo asalariado capitalista, debe continuar. Para Nietzsche, pues, toda crítica de los socialistas a la explotación del hombre por el hombre está prohibida. Pero no sólo por la herencia recibida, sino porque de la violencia, la esclavitud y la injusticia surge algo bueno. En 1886, Nietzsche retoma el ritmo de su reflexión anterior de forma aún más directa. Afirma que: “Creemos que la severidad, la violencia, la esclavitud, el peligro en todas las calles y en el corazón, el secreto, el estoicismo, el arte de los tentadores y los diabólicos de todo tipo –creemos que todo lo que es perverso, terrible, tiránico y depredador sirve para la elevación de la especie humana tanto como su contrario”. En esta etapa de su pensamiento, Nietzsche ya había desarrollado el concepto de Voluntad de Poder (Así habló Zaratustra, 1885) y el impulso del individuo no sólo a preservar su propia vida (la Voluntad de Vida de la que hablaba Schopenhauer, en sentido negativo), sino a superarse constantemente a través del eterno llegar a ser del individuo, sustancializando el Superhombre (Übermensch) que sólo es posible para la “selecta casta de seres” que no son explotados por el trabajo. Lo terrible, lo tiránico, lo depredador sería el camino de esta Voluntad de Poder, la sumisión de la colectividad a la opresión de los que deben ascender.

Seamos claros, no podemos resignarnos a ninguna ilusión humanitaria sobre la historia del origen de una sociedad aristocrática (es decir, la condición previa para la elevación del tipo “humano”): la verdad es dura. ¡Reconozcamos sin prejuicios cómo se originaron las civilizaciones superiores! Hombres dotados de una naturaleza natural, bárbaros en todos los terribles sentidos de la palabra, hombres depredadores, todavía en posesión de una inquebrantable fuerza de voluntad y deseo de poder, se lanzaron sobre razas humanas más pacíficas, más débiles, más morales, o sobre viejas sociedades maduras en las que la última fuerza vital parpadeaba en brillantes fuegos artificiales de espíritu y libertinaje [...] Aquí hay que pensar profundamente y resistirse al impulso de ser un “humano”. Aquí hay que pensar profundamente y resistir a toda debilidad sentimental: la vida misma es esencialmente apropiación, violación, conquista del más débil por el más fuerte, supresión, severidad, intrusión de formas peculiares, incorporación y, para decirlo sin rodeos, explotación [...] ésta es la encarnación de la Voluntad de Poder (Más allá del bien y del mal, cap. IX, § 257 y 259).

La Voluntad de poder es la traducción de la voracidad de la subjetividad burguesa en su periodo de decadencia, el deseo de explotación, brutalidad y opresión que vendría a subrayar la actividad de las grandes potencias capitalistas en el cambio de siglo. En los apuntes de Nietzsche de la época de La genealogía de la moral (1887) encontramos pensamientos vinculados a la necesidad de un nuevo reino del terror (burgués), y en sus prolegómenos a La voluntad de poder (publicados póstumamente, 1901), Nietzsche señala a los nuevos bárbaros como futuros amos. Estas nociones están íntimamente relacionadas con la repulsión a la razón:

¿Por qué tememos y odiamos un posible retorno a la barbarie? ¿Por qué debería hacer a los hombres más infelices de lo que son? ¡Oh, no! Los bárbaros de todos los tiempos eran más felices: ¡no nos engañemos! El hecho es que nuestro impulso al conocimiento es demasiado fuerte para que aún podamos apreciar la felicidad sin conocimiento o la felicidad de una ilusión fuerte y firme [...] El conocimiento en nosotros se ha transmutado en pasión; bajo el ímpetu y el sufrimiento de esta pasión, uno tendría que creerse más sublime y consolado que hasta ahora, cuando aún no había superado la envidia por el bienestar más grosero que acompaña a la barbarie» (Aurora, Libro V, § 429).

En su conclusión apoteósica, Nietzsche explica: “Sí, odiamos la barbarie –¡preferiríamos ver sucumbir a la humanidad antes que ver retroceder el conocimiento!” (ibíd.).

El socialismo y el uso del conocimiento para revolucionar el mundo

Por supuesto, contrarrestar a Nietzsche no significa adherirse a una apología acrítica de la ciencia y la razón. Estos poderes en el desarrollo de la especie humana no son neutrales, y por sí solos no pueden resolver los problemas fundamentales que plantea la sociedad moderna. En el capitalismo, sus fuerzas creadoras se utilizan para aumentar la explotación del trabajo y privar a la inmensa mayoría de la humanidad de sus beneficios y del mero acceso a su libre utilización. Es necesario arrancar las fuerzas productivas de las manos de la burguesía para resignificar las funciones creadoras del ser humano, planificando democráticamente los recursos económicos sobre la base de una nueva forma de producción, ahorrando energía y abriendo la conquista del tiempo necesario para el perfeccionamiento intelectual y artístico de la sociedad en su conjunto –en la medida en que ciencia y arte no se oponen definitivamente.

Lo que nos interesa aquí es la asociación establecida por Nietzsche entre razón y revolución social, hasta el punto de encontrar un puente entre Sócrates y el socialismo. Para Nietzsche, la comprensión racional del mundo y la reflexión sobre cómo subvertir el orden era una característica de la dialéctica socrática, un arma de la plebe contra la aristocracia. El materialismo dialéctico apareció como la manifestación más peligrosa de esta «arma» contra el capitalismo decadente. Había que combatirlo más agresivamente. Como señaló Lukács, había una diferencia en el enfoque nietzscheano de la lucha antisocialista en comparación con sus predecesores positivistas y evolucionistas. Según los mediocres apologistas del capitalismo, los “darwinistas sociales”, era necesario eliminar todos los impedimentos para que la lucha por la supervivencia operase sin freno, ya que ello desembocaría ineluctablemente en la victoria de los “fuertes”, los mejor adaptados al entorno de la competencia fratricida y explotadora del capital. Nietzsche discrepa de este planteamiento y considera que, por el contrario, las condiciones “normales” de la lucha social por la supervivencia conducirán inevitablemente a los “débiles” (los trabajadores, las masas, el socialismo) a una posición de mando. Había que tomar medidas firmes para evitar tal desenlace. La lucha contra la ciencia, contra el conocimiento, contra la búsqueda de una comprensión de las condiciones y circunstancias en que funciona la sociedad, de la anatomía del capitalismo, era un aspecto fundamental de su ética como “profeta” de la barbarie imperialista, anticipador de nuevos tipos de dominación que podrían impedir el ascenso del proletariado. Al limitar el alcance del conocimiento y la razón -creando la oposición entre el conocimiento y la felicidad de la barbarie-, Nietzsche creía estar poniendo límites a la posibilidad misma de la revolución.

Es verdaderamente curioso que Nietzsche asocie la ciencia y la razón con la Revolución. Es una especie de homenaje al propio socialismo, que puede utilizar tales herramientas en beneficio de una nueva forma de civilización y organización de la vida humana. En efecto, ambos no se oponen al arte y la cultura, sino que se combinan en una rica totalidad, que en la reflexión socialista tiende a generalizarlos a toda la humanidad. En su estudio La revolución traicionada (1936), Trotsky sostiene que no existe un límite preestablecido para los avances de la ciencia humana, y todos los marxistas clásicos se maravillaron ante los descubrimientos científicos que podrían ayudar a organizar la vida humana sobre nuevas bases sociales. Dice Trotsky: “El capitalismo prepara las condiciones y las fuerzas para la revolución social: la ciencia, la tecnología, la clase trabajadora. El marxismo considera el desarrollo de la tecnología como el principal recurso del progreso y construye el programa comunista sobre la dinámica de las fuerzas productivas. No tenemos la menor razón científica para fijar de antemano ningún límite a nuestras posibilidades técnicas, científicas, industriales y culturales”. La inteligencia artificial, las redes de comunicaciones móviles, el big data, la computación en la nube y el internet de las cosas -adquisiciones modernas de nuestro intelecto general- nos permiten ampliar enormemente la reflexión sobre cómo sería una sociedad socialista de transición, aprovechando lo mejor de la experiencia revolucionaria, sería muy diferente de la que comenzó en Rusia en 1917.

Todos estos elementos técnicos, que hoy son utilizados por los capitalistas para destruir los nervios y los músculos de los trabajadores, para aumentar la explotación laboral, para devastar la naturaleza y el medio ambiente, podrían utilizarse en beneficio del colectivo y de la cooperación del trabajo humano en una civilización superior. La planificación económica, que da plena libertad a los deseos personales y al mismo tiempo organiza las necesidades colectivas, se vería enormemente facilitada por los medios actuales de comunicación e intercambio digitales, así como por métodos más modernos de recopilación y análisis de datos. El socialismo hoy tendría rostro propio de acuerdo con un mayor conocimiento de la materia a través de la ciencia y la razón, en armonía con la naturaleza. Las facultades de nuestro conocimiento, ciencia y razón son armas para la revolución, como sospechaba Nietzsche. Podemos preguntarnos: ¿no es maravilloso que una filosofía de carácter reaccionario reconozca que el conocimiento y la sabiduría, la razón en movimiento, es herencia de los esclavos insurgentes?


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NOTAS AL PIE

[1Karl Jaspers,Nietzsche: An Introduction to the Understanding of His Philosophical Activity, Johns Hopkins University Press, 1997.

[2Walter Kaufmann,Nietzsche: Philosopher, Psychologist, Antichrist. Princeton University Press, 1950.

[3“¿Queréis vivir según la Naturaleza? ¡Oh, nobles estoicos, defraudadores de palabras! Imaginaos un ser como la Naturaleza, ilimitadamente extravagante, ilimitadamente indiferente, sin propósito ni consideración, sin piedad ni justicia, a la vez fructífero y estéril e incierto: imaginaos la indiferencia como un poder –¿cómo podríais vivir de acuerdo con esta indiferencia?” (Más allá del bien y del mal, capítulo I, § 9)

[4Lukács (1952) afirma que Nietzsche estaba en continua polémica con el marxismo y el socialismo, aunque “es evidente que nunca leyó una línea de Marx y Engels”. Esta afirmación es, cuando menos, cuestionable. No hay forma de determinar categóricamente qué tipo de conocimiento tenía Nietzsche de las obras de Marx y Engels, y no es imposible que obtuviera información indirecta en la mayoría de los casos. Pero hay estudios que indican que el filósofo alemán conocía su obra, leía a autores que hacían referencia a ellos e incluso estaba al tanto de la revolución de conceptos del socialismo científico. Aunque nunca los mencionó literalmente, podemos rastrear en el centro de su elaboración filosófica la preocupación por ofrecer contrapuntos agresivos al marxismo (como en el caso de la acumulación primitiva). Thomas Brobjer, en su obra El conocimiento de Marx y el marxismo por parte de Nietzsche, señala algunos aspectos muy interesantes sobre el tema: “Marx es mencionado en al menos trece libros que Nietzsche leyó o poseyó, de diferentes autores; en seis de estos libros, Marx es discutido y citado extensamente, y en uno de ellos Nietzsche destacó personalmente el nombre de Marx. Nietzsche conocía a Marx y el marxismo, estaba razonablemente informado sobre economía política, y sus conocimientos sobre el socialismo y los puntos de vista de la izquierda eran en general mucho más detallados de lo que uno imagina.”
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André Barbieri

@AcierAndy
Nacido en 1988. Licenciado en Ciencia Política (Unicamp), actualmente cursa una maestría en Ciencias Sociales en la Universidad Federal de Río Grande el Norte. Integrante del Movimiento de Trabajadores Revolucionario de Brasil, escribe sobre problemas de política internacional y teoría marxista.