Todas las sociedades han hecho un uso político de la historia a través del cual se reconocen tradiciones, se justifican las propias posiciones y refutan las contrarias; el pasado legitima o deslegitima, el pasado “construye autoridad” [1]. Este uso de la historia encierra paradójicamente el riesgo de deshistorización. Es precisamente la necesidad de devolver a los fenómenos sociales su historicidad el principal motivo de estas líneas, inspiradas en el enriquecedor intercambio del que tuve la oportunidad de participar a propósito de la presentación en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA del N.° 44 de Ideas de Izquierda. El desafío de pensar desde el marxismo la marea verde interpela a quienes, como los medievalistas, estudiamos pasados distantes, aunque sorprendentemente presentes en la agenda pública. He aquí una primera parte de este ejercicio, cuya Parte II será publicada en un próximo número.
La Edad Media como “prejuicio burgués”
Marx sostiene en El Capital que “es demasiado cómodo ser ´liberal´ a costa de la Edad Media” [2]. Inspirándonos en esta advertencia, nos preguntamos: ¿la difundida apelación al calificativo de medieval para describir las formas de opresión de género contemporáneas, no supone –involuntariamente en muchos casos– presentarlas como residuos arcaicos que la moderna sociedad capitalista debe tan solo barrer con la escoba burguesa del progreso?
La idea de un mero vestigio del pasado, nos obliga preguntarnos por qué se mantiene y resiste con tanta fuerza dentro de un orden social que no sería responsable de su permanencia; nos alerta sobre las operaciones de deshistorización que construyen los consensos dominantes; y nos impele a ser conscientes del riesgo que implica invisibilizar el vínculo orgánico de la burguesía, de sus instituciones y del orden social en el que se funda su dominación, con la opresión de género. La relación entre género y clase no puede resolverse en el plano de lo abstracto, son las condiciones realmente existentes las que le otorgan, por lo tanto, su singularidad. En última instancia, en la historización de esta cuestión, en el hallazgo de sus determinaciones, encontraremos la sustancia del vínculo entre modo de producción y reproducción social.
La familia, el papel del trabajo doméstico, las posiciones sociales de las mujeres y la propia construcción de las identidades femeninas son productos de la historia y por ello, atravesados por contradicciones. La aparente estabilidad de estas formas importa más el esfuerzo que realizan a lo largo de la historia las distintas clases dominantes por naturalizarlas, que la cristalización de fenómenos renuentes al cambio. Me permito, entonces, realizar una breve incursión por esa Edad Media mil veces condenada, para recuperar la historicidad de los fenómenos políticos y sociales que hoy nos acucian, y reflexionar sobre las categorías con las cuales pretendemos dar cuenta de ellos.
La clase de mujeres que importan en el feudalismo
El problema de género en el modo de producción feudal es indisociable del papel del parentesco como sistema de estrategias clasistamente diferenciadas de reproducción social. En este sentido, la situación de las mujeres de la aristocracia feudal difiere sustancialmente de la de aquellas que pertenecen a la clase productora. El reconocimiento de esta diferencia obliga a eludir ciertas interpretaciones historiográficas que tienden a ver a las mujeres campesinas como el objeto de un control minucioso por parte de la clase de poder y de la iglesia como su institución fundamental y su gran laboratorio ideológico. Por el contrario, el mayor cuidado para sujetar la vida, los cuerpos y las subjetividades está destinado a las mujeres de la aristocracia laica.
Dos son los factores que explican esta desigual disposición. Por un lado, la menor preocupación por las mujeres campesinas responde a las propias cualidades del modo de producción feudal, en la medida en que los hogares campesinos, en tanto unidades domésticas de producción y reproducción, disponen de un alto grado de autonomía material y productiva. La posesión de los medios de producción, especialmente de la tierra, por parte de los explotados feudales obliga a la parasitaria clase dominante a ejercer una coerción política, jurídica y militar –de carácter extraeconómico– [3] para extraer el excedente. El proceso productivo se encuentra en el feudalismo bajo control del campesinado; de allí que también sean estos quienes tengan en sus manos el control de sus estrategias de reproducción. Por otro, la configuración de la nobleza como clase importa no solo su condición de propietaria de tierras, sino fundamentalmente su condición de propietaria de poder político a través del cual sus miembros explotan y dominan a las amplias mayorías de no privilegiados. Ese poder ostentado por los señores feudales se preserva celosamente dentro de las estructuras de linaje, que permiten organizar la transmisión hereditaria de la capacidad de mandar a la población sometida. De este modo, la herencia no implica solo el acceso regulado al patrimonio territorial y a los demás recursos productivos, sino fundamentalmente se hereda poder, el poder de clase dominante.
En una clase social así constituida, la posición de sus mujeres resulta fundamental. Son ellas las que garantizan la reproducción de la condición dominante; son ellas las que transmiten ese poder y las que, de alcanzar la autonomía de sus cuerpos y de su sexualidad, pondrían mortalmente en riesgo dicha condición. La clase aristocrática encuentra en sus mujeres un recurso tan valioso como amenazante; de allí que todos los ojos se posen sobre ellas [4].
La Iglesia, el aborto y la teoría del feto inanimado
Llegados a este punto, el problema del aborto en las sociedades medievales se nos presenta como un asunto ineludible. No solo porque nos posibilita advertir la historicidad y el contenido de clase de las estrategias que se elaboran en torno de esta práctica, sino porque nos permite comprender la manipulación del propio pasado de la iglesia que suponen los discursos clericales actuales. Tanto desde el plano doctrinario, como desde el plano práctico, las miradas de la clase dominante feudal y especialmente de su fracción eclesiástica difieren de las posiciones reaccionarias versión siglo XXI. Veamos entonces por qué.
Si el carácter humano estaba dado en la Edad Media cristiana por la posesión del alma, los profundos debates teológicos se centraban en establecer cuando un ser adquiría animación. Aquí aparece la teoría de la “concepción retardada”, de inspiración aristotélica, que distingue entre el feto animado y el inanimado; recuperada por los escolásticos con Tomás de Aquino, termina por ser oficialmente adoptada por el Concilio de Exena de 1312. Estas disquisiciones concentraban la denodada preocupación de los círculos eruditos de la iglesia; sin embargo, trascendían los muros del claustro para asumir una incidencia práctica. Si el alma daba ente a un ser, el problema teológico discurría en torno del momento en que el alma entraba en el cuerpo [5]. Hasta tanto ello no ocurriera, el ente no podía ser considerado humano. El desarrollo de esta teoría alcanza también la diferenciación genérica: en el caso de los embriones “masculinos”, se consideraba la presencia del alma al cabo de 40 días de gestación; mientras que en los “femeninos” este proceso demandaba aproximadamente 30 días más.
¿Qué implicancias concretas tiene esta distinción teológica? Aunque la iglesia medieval nunca aceptó el aborto, sus dispositivos de castigo atendían a las circunstancias particulares en las cuales era llevado a cabo; de allí que se convirtiera en pecado mortal solo si el embrión ya hubiese recibido el alma [6]. Junto a la preocupación por lo animado, se advierte también una política dual en función de intereses de clase diferenciados. La literatura penitencial, uno de los dispositivos más potentes de disciplinamiento moral y psicológico de los fieles, contempla una distinción históricamente significativa entre el aborto de la mujer noble y el de las mujeres pobres. Mientras que entre las primeras la condena es implacable, entre las segundas, sin llegar a una tolerancia explícita, los mecanismos de control son menos firmes y a su vez menos efectivos. La razón de este desigual tratamiento se encuentra en las motivaciones que se intuía, impulsaban a unas y otras.
La mujer aristocrática abortaba para ocultar una falta; una falta contra el honor masculino, que podría poner en riesgo a su propio linaje al que ella debía reproducir [7]. “El aborto es la consecuencia de unas relaciones sexuales que no deben salir a la luz” [8]. En palabras del arzobispo de Sevilla, Pedro Gómez Barroso, a finales del siglo XV: “pecan las mujeres que hacen algunas cosas porque no se preñen y puedan más libremente pecar. Estas pueden ser matadoras de sus hijos” [9]. La condena del aborto se articula con la condena de la anticoncepción, tal como se comienza a difundir en los manuales de confesores, otra de las piezas maestras del arsenal moralizador de la Iglesia. En el centro de la construcción medieval de los pecados femeninos se encuentra la perentoria necesidad de combatir la sexualidad libre de las mujeres, custodias de la reproducción de su clase. Como ha señalado Claude Meillassoux “lo que es presentado como pecado contra la naturaleza, es en realidad un pecado contra la autoridad” [10].
Sin embargo, en la Edad Media proliferaban los manuales en los que se encontraban infinidad de recetas anticonceptivas y abortivas [11]. A su vez, las posiciones de Aristóteles y de Hipócrates que contemplaban como justificación del aborto el riesgo que el embarazo suponía para la salud de la mujer, son retomadas en el siglo XII por el excepcional caso de Trótula, una médica de Salerno: “dice Galeno que las mujeres de útero estrecho no deben tener relaciones sexuales con hombres porque si quedan encinta corren el riesgo de morir. Pero como todas no consiguen evitarlo, tienen necesidad de nuestra ayuda” [12]. Médicas, parteras, matronas saben y hacen.
En el mundo campesino, estos saberes “científicos” se combinan con los saberes prácticos transmitidos de generación en generación por las mujeres de las comunidades que acuden en ayuda de sus pares. Las solidaridades femeninas que se tejen en la aldea expresan la vitalidad de la trama colectiva y la relativa autonomía de la que aún disponen sus integrantes. Si nadie mejor que el campesino sabe cómo procurar que su parcela dé suficientes frutos para hacer frente a su subsistencia y pagar el tributo que exige el señor; tampoco nadie mejor que la mujer campesina sabe cuándo es tiempo de evitar que nuevas bocas desequilibren sus vulnerables hogares. Es la lógica del modo de producción doméstico en el que se apoya el sistema de explotación feudal la que actúa, en ausencia aún de una represión totalizante sobre esta dimensión del cuerpo femenino.
La Edad Media, pese al discurso general condenatorio de estas prácticas, no produjo una implacable política represiva como la que advertiremos desde los siglos modernos. Las posiciones de los intelectuales eclesiásticos no eran uniformes, ni contaban con las condiciones efectivas para imponerlas. “La condena del aborto ni fue unánime ni estuvo instaurada desde un principio” [13].
Los siglos modernos y la contemporánea cruzada contra las mujeres
Recién a finales del siglo XIX, en el Concilio Vaticano I de 1869, que elimina la distinción entre el feto formado y no formado, la iglesia comienza a predicar “que la vida humana comenzaba en el momento de la concepción” y con ello a emprender su contemporánea cruzada contra las mujeres [14]. Mujeres, que ahora desgarradas de su anterior contención comunitaria, privatizadas en el universo aislado del hogar individual, no serán solo desposeídas y forzadas a vender su fuerza de trabajo, al igual que sus pares de clase masculinos. Sobre ellas, sobre sus cuerpos, sobre sus sexualidades y sus subjetividades recaerá toda la ingeniería del poder para domesticarlas al servicio de un nuevo señor, sin armaduras ni caballos, que “solo se reanima, a la manera de un vampiro, al chupar trabajo vivo, y que vive tanto más cuanto más trabajo vivo chupa” [15].
Este vampiro no teme a los crucifijos, se alía con ellos. Por eso, para liberar nuestros cuerpos, para recuperar la soberanía sobre nuestras vidas es urgente transformar de raíz las relaciones que le ofrendan nuestra sangre. Solo así alcanzaremos el goce de nuestra plena humanidad.
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