En el que terminó siendo su último libro, Borges. Los pueblos bárbaros [1], Horacio González se adentra en un campo que sabe minado: “Borges es un mundo de cosas sobre el que se han escrito miles y miles de páginas”[16]. Se podría agregar: y en casi todas las lenguas, y desde todas las posiciones políticas, filosóficas, literarias –incluso desde algunos estudios jurídicos–. González prueba su suerte agregando unas páginas más, y en ese camino discute y cita generosamente buena parte del ya casi siglo de lecturas acumuladas.
El autor, que participó activamente en la rediscusión de los últimos años sobre la figura de Borges (solo como muestra, pueden encontrarse en Youtube su polémica con José Pablo Feinmann en 678 o su charla con Piglia en el programa dedicado al escritor en la TV Pública), parece haber elegido explorar algunas de las paradojas abiertas en la multitud de lecturas dejando que prospere la incomodidad que producen más que buscando solucionarlas.
Con receta para genéricos
Convertido en “institución cultural” hacia la década de 1950 [50], hoy quizás suenan extrañas para el Borges devenido prócer literario algunas críticas que le fueron contemporáneas, como las que le dedicó Sábato: “planes matemáticos, las muertes se producen como demostraciones more geometrico, emocionalidad solo intelectual, frialdad de algoritmo” [31]. No fue esta una excepción sino una especie de escuela: literatura “de alambique” y “cerebral” diría Roberto Giusti [132/3] entre las voluntariamente negativas, pero también entre los amigos: “ejercicios de incesante inteligencia e imaginación feliz, carentes de languideces, de todo elemento humano, patético o sentimental”, describe algunos cuentos de Borges Bioy Casares en el prólogo a Antología de la literatura fantástica –nos recuerda Piglia–.
Hoy que los algoritmos son parte de la vida cotidiana y que se han publicado libros rescatando cómo han leído a Borges físicos y matemáticos, la descripción de Sábato podría llevar a confundir a Borges con el creador de Netflix. Pero a contramano de cierto “veredicto” histórico que solo ve en este tipo de lecturas incomprensión o llana envidia, González señala que algo de razón tenía Sábato, aunque esa característica no tiene por qué ser vista negativamente [32].
Es que las referencias a las “fórmulas” borgeanas apuntan, según González, a dos elementos presentes en su obra: una determinación por explicitar los procedimientos literarios y una simpatía hacia las formas literarias llamadas “genéricas” – el policial, la ciencia ficción, el folletín, etc., por oposición a lo que sería la “literatura” sin marcas–. Esto es lo que aparece en su obra como manipulación de una fórmula o receta de laboratorio lingüístico, que procede entonces a llevar a sus extremos, mientras cambia los nombres, los lugares y las épocas (González lo menciona también como un “desmitificador metódico de la historia cultural universal” [12]).
Pero eso no era lo que estaba literariamente prescripto en su época. Borges no fue un vanguardista enfrentado al statu quo literario al modo de las vanguardias históricas de principios de siglo, nos recuerda González, pero sí compartió el espíritu de época que hacía hincapié en las herramientas con que la literatura “construye” sus relatos que estas esgrimieron contra la concepción romántica del escritor “inspirado”. Pero además Borges convivió con una época de difusión creciente en el país de la literatura de género –entendida como narrativas que siguen determinados procedimientos que el lector entrenado reconoce– que venía desarrollándose desde fines del siglo anterior, pero que “explota” en el siglo XX. Excentricidad respecto del canon literario de su época, la escritura de Borges participa también de lo que fue la ampliación de un mercado editorial en forma de libros de tirada masiva, baratos, publicaciones en revistas, suplementos –en los cuales también incursionó Borges–, más cerca aquí de Arlt que del “escritor oficial” Lugones.
Buena parte del desdén que las instituciones literarias canónicas mostraron hacia esta “literatura de género” apuntaba precisamente a que este carácter popular y mercantil que solo podría lograrse a costa de simplificar y degradar la calidad literaria, apoyándose en una receta que no demandaba mucho al lector. En el plano local se agregaba su carácter de moda “extranjerizante”, reñida con la tradición de la “novela nacional” que funcionaba como relato instituyente del “ser argentino”. Ser un “turiferario a sueldo” le enrostra en esta línea Martínez Estrada a Borges [135]. Sin duda, el desarrollo de la industria cultural marcaba –y marca– su impronta en todas las latitudes, y Argentina no era la excepción; pero difícilmente pueda defenderse que las distintas vertientes de la “literatura universal” no constituyen también un género que pretende editarse y comercializarse, y más difícil es simplemente evaluar la calidad literaria basada en el requisito patriótico. Para el caso de Borges, además, habría que aceptar que su forma de incursionar en esos géneros era no reafirmando sino desmontando, “jugando con el procedimiento” como definiera Jitrik [84], lo que está lejos de simplificar los temas o apelar a los sentidos comunes.
¿Y cuáles son las “recetas” de Borges. Algunas de las que va a identificar González alrededor de análisis detallados de sus relatos: una secuencia temporal que va de lo cotidiano a lo fantástico que, encima, se refuta en una posdata (“El Aleph”, “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”); el vuelco súbito de la posición de anverso a reverso (“La forma de la espada” o “Tema del traidor y del héroe”); “mezclar en la baraja” las cartas de la verdad con textos apócrifos o elementos reconocibles de un época con otros exóticos (“Deutsche Réquiem” o “El inmortal”); enumeraciones desopilantes que cuestionan la posibilidad misma de catalogación, de dar un orden al mundo (“El aleph” o “El lenguaje analítico de John Wilkins”). Todas demostraciones de cómo hace la literatura para lidiar con el tiempo, la conciencia, la percepción, el ordenamiento de nuestra experiencia, pero también su cuestionamiento: una forma de hacer crujir “las formas metódicas de la lengua” [32].
El despliegue de problemas filosóficos, lingüísticos o políticos que González realiza a partir de estos elementos demuestran que Borges utiliza fórmulas, sí, pero está lejos de poder reducirse a ellas. Y especialmente, destaca que tampoco le impedirían hilvanar con esos experimentos ficcionales una visión de la historia nacional, aunque le da ciertas particularidades: si “todo en Borges son sutiles dislocamientos del significado, pensando en que la eficacia ficcional trae una ‘verdad’ que no se mira de frente” [53], esta literatura donde hablan en primera persona asesinos, traidores, cobardes y vengadores genera en su perplejidad “una inesperada ética general de carácter narrativo que permite reconsiderar el conjunto de los papeles, escrituras y lecturas argentinas” [58] [2]. Contra las críticas “edificantes”, para González –buena parte de cuya obra es una exploración de la historia nacional en la literatura–, en Borges “no opera la contraposición civilización o barbarie como una disyuntiva, una dificultad, un obstáculo, un embarazo o una fatal discordancia. […] pueden ser cambiantes rostros del mismo camino, ‘entre tumbas y tumbos’, de la propia cultura humana; como los sabios de ‘El inmortal’, civilización y barbarie no son sino con la otra” [96-7]. Pero si en ese camino Borges no desmiente entonces “una historia de sangre y gritos de horror”, sí esfuma sus visibles nombres en “maravillosos espejismos y desdoblados arquetipos”[128].
Literatura y política
Como era de esperarse, es en la política donde encuentra González los límites el modo paradójico de la historia construida por Borges. Pero no lo hace a la manera, quizás pertinente pero también tranquilizadora, de reconocer la autonomía de la virtud literaria frente a la diferencia política, sino intentando trazar caracteres comunes con resultados diversos.
Agreguemos otro elemento: esos textos de Borges en publicaciones populares han sido rescatados en lecturas más cercanas como contraparte o atenuante del conservadurismo político del autor, demostrando que no le era del todo ajena cierta sensibilidad para lo popular. González no niega que Borges pudiera en ocasiones ser “más deferente con las gentes venidas del más evidente universo popular que con los presuntos conocedores de su obra” [11], pero elige señalar como “traición a sí mismo” el conocido cuento antiperonista escrito con Bioy, “La fiesta del monstruo”, no porque allí Borges demostraba haber dejado definitivamente atrás sus veleidades izquierdistas de juventud, sino porque podría haberlo hecho mejor: ambos escritores, nos recuerda, estaban atentos al habla popular que seguían en publicaciones o la radio; el estereotipo con el que dieron en ese relato solo puede tener que ver con una visión obnubilada con la posición política, que malogra sus resultados literarios [113/4].
Pero sobre todo, González hará hincapié en los personajes-cifra de Borges, especie de monedas de dos caras indisociables pero obligadas a negarse la una a la otra al darse vuelta (es decir, a traicionarse). No hay entre una cifra y su otra mutación psíquica sino cambio súbito de posición entre anverso y reverso (Kilpatrick en “Tema el traidor y del héroe” o Emma Zunz en el cuento homónimo). Borges “suprime la dialéctica” dejando solo dos opciones, “no una tercera, ni hegeliana ni híbrida” [45]. Ni peronista, podemos agregar; aunque González no lo haga explícito, seguramente en ese mote particular está pensando cuando dice que Borges desdibujó los nombres de la historia nacional.
Y ahí estaría el problema: ¿hasta dónde pueden identificarse como dos caras de una misma moneda, se pregunta González, al nazi Otto Dietrich zur Linde a cargo de un campo de concentración y al poeta David Jerusalem, encerrado allí, como sucede en el cuento “Deutsche Réquiem”? Lo mismo discutía con Piglia y retoma aquí en el libro: lo que funciona literariamente no funciona políticamente. Y allí es donde la construcción ficcional paralela a la historia de Borges, construcción que “devora su contexto”, parece fallar. Borges, abanderado del antifacismo –con el que va a identificar al peronismo luego–, escribe “Deutsche Réquiem” desde el punto de vista del nazi, según declara, para “comprender desde adentro” el destino trágico alemán. No se trata de identificar, claro, al autor con el personaje, pero sí de señalar que esa identidad, que ficcionalmente puede funcionar, está construida ya a partir de los términos del oficial nazi en tanto busca encarnar algo que repudia. Si las referencias a la civilización y la barbarie bien podrían recordarnos a Benjamin, que González no olvida convocar, aquí estamos en el camino opuesto al señalado por el filósofo alemán cuando le tocó abordar un problema similar, proponiendo introducir términos que fueran inútiles, es decir, no capturables por los fascistas [51] [3], más que tratar de comprender su destino desde adentro.
En todo caso, González insiste en que el problema parece no resolverse apelando a la vía de los “senderos que se bifurcan”: “lo condenable políticamente y lo admirable literariamente” [239]. Esa tensión se quedará con Borges y con nosotros [4].
Borges fue políticamente conservador y en ocasiones reaccionario sin atenuantes. Era capaz de “retirar las vigas esenciales de su propia obra si la razón política dominante se lo demandase” [254], cierra su libro González. Canonizado como “el” escritor nacional, Borges no es Lugones ni estéticamente ni en sus relaciones con el mundo cultural. Sin embargo, y tras el 55, lo esperaba, como señalara Viñas, “la consagración, el mundo oficial y la burocracia” [178], recordándonos que, más allá de cómo se adapte a ello cada escritor, las imposiciones del mercado y de las instituciones no pueden sencillamente “eludirse”. Pero también Borges es “una gran máquina cultural disponible para una multivocidad interpretativa. Esa interpretación incluye su politicidad no inmediata, no aquella que él protagonizó con su biografía y su existencia” [239], lo que no debería inhibirnos de encontrar en su literatura elementos para pensar la historia nacional, la política y la condición humana o explorar el reverso de lo que creemos ser, según le peleaba a Feinmann en el ya mencionado debate de 2012.
Contra cierto “ecumenismo madurado” sobre Borges después de décadas de grieta –de la que Borges fue partícipe necesario, según destacara Alan Pauls en El factor Borges, polemizando con quien se le cruzara– González parece llegar a la conclusión de que, en todo caso, discutir esta “politicidad mediata” en la obra de Borges (incluso en sus extrapolaciones), es prestar más atención, y no menos, a su obra.
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