Miércoles 25 de enero de 2017 13:20
A mediados de 1996, José Luis Cabezas retrató en su despacho de La Plata al mítico jefe de La Bonaerense, Pedro Klodczyk. Fue para la nota que hicimos junto a Carlos Dutil en el semanario Noticias con el título Maldita Policía. La fotografía de tapa era impactante; lo mostraba al jerarca policial mirando hacia arriba, y el brillo de sus ojillos grises infundía una pizca de terror. Para gatillar aquella toma, José Luis le había pedido permiso para pararse en su escritorio. Klodczyk accedió de mala gana.
Después, ya en la calle, José Luis soltó:
– Una de las satisfacciones que da este laburo es poder pisarle el escritorio a estos hijos de puta.
Y, tras unos pasos en silencio, se largó a reír.
Era inimaginable entonces que ese hombre tuviera los días contados.
Medio año después –exactamente, durante el alba del 25 de enero de 1997–, su cadáver aún humeante fue encontrado por un paisano en una cava situada a cinco kilómetros de Pinamar, junto a un camino de tierra que desemboca en la laguna Salada Grande.
El gobernador bonaerense, Eduardo Duhalde, pasó poco después por allí, en tránsito hacia su jornada de pesca. “Me lo tiraron a mí”, fueron en ese instante sus palabras. En tanto, los comisarios Alberto Gómez y Mario Aragón –jefes policiales de Pinamar y General Madariaga–, junto a un puñado de peritos del SEIT (Servicio Especial de Investigaciones Técnicas) convertían la escena del crimen en un confuso lote sin acordonar, pisoteado y ofrecido a los turistas.
Durante la tarde de aquel sábado, los noticieros comenzaron a difundir los primeros datos de lo ocurrido. Y en todo el país empezaba a correr una mezcla de estupor y furia, desconcierto y mala espina, a medida que afloraba el horror de esa muerte: la cava, el auto, las esposas, el balazo y el fuego.
José Luis, quien cubría la temporada con Gabriel Michi de cronista, había estado hasta las cinco de la mañana en la fiesta anual que el empresario Oscar Andreani celebraba en su mansión. Michi ya se había ido a dormir; así pudo salvar su pellejo. Minutos después, José Luis era secuestrado.
El nombre del magnate Alfredo Yabrán fue la respuesta casi pavloviana de quienes conocían el trabajo del fotógrafo. Porque las amenazas veladas, los neumáticos cortados, los vidrios rotos, los aprietes y las balas constituían ya el estilo de comunicación de ese empresario con la prensa. Y en la redacción de Noticias, casi un lugar común; en parte, por las imágenes de Cabezas a Yabrán al salir del mar.
Pero también estaba la animosidad de La Bonaerense hacia él, en razón a esa tapa con la foto de Klodczyk, publicada el 8 de agosto del año anterior.
De modo que su asesinato pudo ser obra de gente al servicio de Yabrán o de efectivos de la díscola mazorca provincial. Ocurría que, de enero a marzo, la paradisíaca Pinamar tenía el dudoso mérito de ser la ciudad argentina con más densidad de guardaespaldas por metro cuadrado: cientos de uniformados en actividad paralela, ex policías exonerados, viejos verdugos de la ESMA y toda clase de peligrosos parias del sistema estatal cuidaban el sagrado descanso de los turistas.
En consecuencia, la investigación derivó en una verdadera puja de hipótesis: la pista policial o la pista Yabrán. Y como la primera apuntaba directamente a la responsabilidad política de Duhalde, éste depositó todos sus recursos en inclinar la carga de la culpa hacia su acaudalado archienemigo. A todas luces, una furiosa pulseada no ajena a otra: la del propio Gobernador con el presidente Menem –el gran protector de Yabrán–, a quien pretendía suceder en el sillón de Rivadavia. Así fue como el caso Cabezas se transformó en un asunto central de la política de entonces.
En el medio, un variado repertorio de operaciones cruzadas, como lo fue la falsa imputación al grupito de la madama marplatense Margarita Di Tullio o el milagroso hallazgo de la cámara que pertenecía a José Luis por cuenta de un rabdomante, entre otras ingeniosas sutilezas de la dramaturgia penal.
Al frente de la pesquisa fue puesto el comisario Víctor Fogelman, de quien sus camaradas solían decir: “Para encontrarse el culo, necesita un mapa”. Pero Duhalde confiaba en él, quizás sin estar enterado de sus graves delitos de lesa humanidad durante la última dictadura.
Con el paso de los meses, el juez de Dolores, José Luis Macchi, puso tras las rejas a cuatro policías: Gustavo Prellezo, Sergio Camaratta, Aníbal Luna y el comisario Gómez (a) “La Liebre”. Corrió la misma suerte el jefe de seguridad de Yabrán, Gregorio Ríos, junto a la banda de “Los Horneros”, integrada por José Luis Auge, Miguel Retana, Sergio González y Horacio Braga.
La lealtad bifronte del cuarteto uniformado –pertenecían a la Bonaerense y a la vez hacían changas para Yabrán– era un detalle simbólico del caso.
La lealtad del cuarteto civil a la hipótesis que abrazaba Duhalde –una lealtad negociada con posterioridad al crimen– era un detalle más que simbólico. Su gestor y guardián fue el abogado Fernando Burlando, cuya labor en la defensa no era otra que probar sus culpas. Y con el beneplácito de ellos.
Lo cierto es que Duhalde, un mediocre pero entusiasta aficionado al ajedrez, no dejaba detalle librado al azar. Y sus alfiles terminaron por jaquear al rey negro. A un año y medio del crimen de Cabezas, el juez ordenó la captura de Yabrán. Ello bastó para que, en la mañana del 20 de mayo de 1998, éste se disparara un escopetazo en la boca. El Gobernador había ganado la partida.
Fue una victoria pírrica: Duhalde perdió las elecciones de 1999.
Semanas después, empezó el juicio oral a los autores materiales en la ciudad de Dolores. Un evento transmitido durante meses en vivo por todas las señales televisivas de noticias. Las condenas oscilaron entre la prisión perpetua y los 18 años de prisión.
Actualmente, los integrantes de esa banda mixta de sicarios están otra vez en libertad (salvo Retana, quien murió de sida en 2001). Ninguno jamás contó lo que realmente había pasado. En consecuencia, la versión duhaldista del asunto quedó sellada para siempre. Aún así, al cumplirse 20 años de aquella siniestra madrugada, es un secreto a voces que la intervención policial en el crimen fue más orgánica y extendida de lo que “oficialmente” se admitió.
Una historia inconclusa, cuyo móvil sigue siendo la pregunta del millón.