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Red Internacional
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OPINIÓN. Juana Azurduy: el homenaje hipócrita

Reflexiones en torno a un homenaje que generó controversias cuando el pasado 13 de julio el gobierno reemplazó la estatua de Cristóbal Colón por otra de la revolucionaria alto peruana, Juana Azurduy.

Martes 4 de agosto de 2015

Se entiende el porqué desde medios liberales como Clarín la noticia de la inauguración de una estatua de la generala Juana Azurduy fue presentada con sorna, hasta con inquina. En algunas notas dicho diario habla de ella, sin más, como de una “colaboradora” de San Martín.

Aunque los artículos en general enfatizaron el hecho de que este “homenaje” fuera presentado por la presidenta Cristina Fernández junto al presidente de Bolivia Evo Morales, uno puede advertir otro motivo de rechazo de estos sectores. Lisa y llanamente, la memoria de Juana Azurduy es aún hoy, de cierta manera, incómoda.
Juana Azurduy fue una personalidad extraordinaria, de esas que surgen en los procesos revolucionarios, en los cuales la lucha por el bien de la mayoría hace surgir los mejores sentimientos humanos, e inspira las acciones más desinteresadas. En este caso, un proceso revolucionario tan profundo, rico y contradictorio como el desatado en el norte del Virreinato del Río de la Plata desde 1809 fue el escenario en el cual Juana y su compañero, Manuel Ascencio Padilla, lucharon.

Este proceso, que a la postre consagró Estados que afianzaron el dominio burgués en la región, presentó dinámicas, dimensiones y ritmos distintos de los diferentes actores sociales. La necesidad de apelar a las comunidades originarias y a los sectores más oprimidos de esa sociedad (por necesidad o por convicción) imprimió a la lucha revolucionaria una radicalidad alejada de las pretensiones de la timorata burguesía porteña y de la conservadora clase terrateniente norteña. A su vez, los pueblos originarios fueron quienes soportaron estoicamente y con sus propias demandas la lucha revolucionaria.

En ese momento, la lucha por la emancipación del dominio colonial de la corona española, despertó las simpatías de los muchos sectores oprimidos por el dominio colonial que veían en esta lucha la posibilidad de terminar con su opresión. La libertad, la igualdad de derechos, la independencia, no significaban lo mismo para los ricos comerciantes porteños que para los indígenas alto peruanos, para los terratenientes tucumanos que los campesinos desposeídos norteños, para los esclavos de los latifundios y las minas, los pobres y desheredados. El norte del virreinato, actualmente el Norte argentino y Bolivia, sufrió cruelmente los vaivenes de esta guerra.

Juana Azurduy fue, como dijimos, excepcional. Hija de un terrateniente y una chola chuquisaqueña, según sus biógrafos nunca aceptó el rol sumiso que la sociedad colonial reservaba a las mujeres. Nacida en Chuquisaca en 1780, en tiempos en que las clases dominantes de la región se estremecían de pavor ante la rebelión de Túpac Amaru, su existencia parece signada por las luchas de los oprimidos. Juana no se hallaba en las aspiraciones que su clase social exigía a las mujeres y prefería los trabajos de la estancia, montar a caballo, la amistad de los indígenas (hablaba tanto el español como el quechua) a las clases de corte y confección, de piano y a las tertulias de la alta sociedad. Nunca aceptó autoridad que no considerase justa, y por eso fue expulsada del convento en que la internaron, a los 17 años, por rebelde. Ya casada con Padilla, su amor de siempre, no dudaron un instante en participar de la derrotada Revolución de Chuquisaca de 1809, y luego de la Revolución de Mayo de 1810, combatiendo en el Ejército Auxiliar del Norte. Juana y Manuel Padilla eran verdaderos revolucionarios, y por la causa de la libertad dieron todo: sus tierras, su dinero, la comodidad de su familia y sus propias vidas, al igual que los hombres y mujeres que pelearon junto a ellos.

Temeraria y altanera, valiente e indómita, las hazañas de Juana Azurduy y sus “Amazonas”, caballería de mujeres indígenas, inspiraba respeto y odio por partes iguales a los generales españoles, vencedores de Napoleón. Siempre a la cabeza en la batalla, siempre dispuesta al arrojo y al sacrificio, con sus amazonas rescató a su marido en una operación relámpago de las propias manos enemigas. Perdió a cuatro de sus cinco hijos en manos de las fuerzas realistas, y cuando en 1816 los enemigos capturaron y asesinaron a Padilla en La Laguna, Juana montó y sable en mano recuperó la cabeza de su gran amor, que estaba clavada en una pica en la plaza pública, como escarmiento.

El final del proceso revolucionario estuvo plagado de decepciones para los indígenas y el pueblo pobre, que motorizaron sin recursos y casi sin apoyo del poder central la guerra en el norte, y acabaron viendo como la libertad y la independencia de las que les hablaron no fueron más que cantos de sirena. Los dueños de la tierra y los grandes capitalistas, los mismos que según su conveniencia retacearon el apoyo concreto, llegando incluso a conspirar con el enemigo cuando el proceso independentista afectaba sus negocios, fueron quienes se autoproclamaron vencedores. La revolución de la burguesía finalizó con nuevas (y no tanto) cadenas para quienes libraron los episodios más gloriosos de este proceso, los pobres del campo, los esclavos libertos y los pueblos originarios.

El bronce opaco

Ahora bien. Si por un lado advertimos el desprecio con que los medios liberales toman el asunto de la estatua a Juana Azurduy, por el lado de la presidenta Cristina Fernández no podemos menos que acusar la gran hipocresía que decora al “homenaje”.

Parece que el paso del tiempo hace accesible a ciertos sectores interesados, apropiarse del legado de personajes (que hoy no pueden defenderse), y que a la luz de las evidencias no sólo no pretenden continuar, sino que incluso niegan y repudian con sus políticas y acciones concretas.

Los gobiernos, desde que existen como tales, han utilizado este mecanismo para generarse prestigio. Así como Amado Boudou se pone la remera del Che Guevara, que Cristina, una millonaria sospechada de incrementar su patrimonio en el ejercicio de la función pública “homenajee” a Juana Azurduy, que dio todo por la causa de la libertad y murió a los 82 años en la más completa indigencia, es como mínimo, cínico.

Peor aún, hablamos del intento de apropiarse de la imagen de una revolucionaria que naciendo en una clase social privilegiada, decidió, con la coherencia más lejana a la “pose”, compartir la lucha y los destinos de los oprimidos, y entre ellos los pueblos originarios. Y quién pretende esta apropiación, no es sino la presidenta de un gobierno cómplice que desoye en la actualidad los reclamos de los pueblos originarios, como los Qom de La Primavera, a quienes el gobierno del kirchnerista Isfrán persigue y asesina, en connivencia con los mismos dueños de la tierra. Si bien sabemos que es un gobierno muy proclive al doble discurso, esto no deja de producir verdadero asco.

Es una tarea que aún hoy adeudamos, recuperar para las nuevas generaciones las lecciones de las luchas de los oprimidos del pasado, que se figuran lejanas y teñidas de las simplificaciones, linealidades y prejuicios de la historiografía oficial. La memoria de los miles que demuestran, contra las visiones interesadas en sostener el status quo, que la historia no es el devenir inalterable de este presente, cargado de miseria y opresión. Por el contrario, la historia de los procesos donde los pobres, que en general no aparecen en los libros, y de los líderes que destacan en estos procesos, con los límites de los procesos pasados y todo, nos ayuda a entender que esta realidad injusta fue, y es, pensada y buscada por personas que se benefician de estas situación, y que hubo quienes resistieron, y lucharon por otra vida. Es nuestro deber mantener viva esta memoria.

Es una obviedad decir que Juana Azurduy no necesita una estatua. Tan obvio como decir que no la puede aprovechar, y que si alguien saca provecho de esto es, precisamente, quién apropiándose de su legado pretende encubrir un presente muy distinto a ese por el cual la revolucionaria Juana luchó. Como le escribió a un general realista en 1816, cuando intentando sacar provecho de su situación de miseria, quisieron comprarla con sobornos, disfrazándolos de ayuda ante la pérdida de su compañero: “La propuesta de dinero y otros intereses sólo debería hacerse a los infames que pelean por su esclavitud, más no a los que defendían su dulce libertad, como él lo haría a sangre y fuego”.